El sueño más dulce (15 page)

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Authors: Doris Lessing

Encontraron una escuela progresista en Londres, y Rose accedió a todo. Si le permitían quedarse, se portaría bien. Entonces Andrew fue a informar a Frances de que había surgido un grave problema. Rose no se atrevía a contárselo. También estaba involucrada Jill. Las habían pillado sin billetes en el metro, y en ambos casos se trataba de la tercera vez. Las citaron en las oficinas de la Policía de Transportes para que comparecieran ante un agente del Departamento de Menores. No se librarían de la multa, y hasta cabía la posibilidad de que las mandaran a un reformatorio. Pese a que Frances estaba demasiado enfadada con Rose (a su manera, con un sentimiento de lánguido abatimiento como el ocasionado por una indigestión crónica) para plantarle cara, le pidió a Andrew que les dijera a las chicas que ella las acompañaría a la entrevista. La mañana señalada bajó a la cocina y se encontró a dos adolescentes enfurruñadas, unidas por su odio hacia el mundo, fumando. Las dos se habían maquillado, y con la sombra blanca, los ojos perfilados y las uñas pintadas de negro, semejaban un par de osos panda. Llevaban vestidos mini de Biba's, robados, por supuesto. No habrían podido fabricarse una apariencia más apropiada para predisponer a las autoridades en contra de ellas.

—Si realmente queréis que todo quede en un sermón, ya podéis lavaros la cara —dijo Frances, preguntándose si habrían decidido complicar las cosas al máximo, incluso si estarían deseando que las mandasen a un reformatorio. En tal caso, ella recibiría su merecido: si una usurpa el lugar de los padres, tarde o temprano se lleva el castigo que, de hecho, está destinado a los progenitores negligentes.

Rose protestó de inmediato.

—No veo por qué.

Frances aguardó con curiosidad la respuesta de Jill. La chica callada, buena y modosita, capaz de pasar toda la velada sin abrir la boca, estaba prácticamente irreconocible detrás del maquillaje y de la ira. Decidió seguir el ejemplo de Rose.

—Yo tampoco veo por qué.

Fueron en metro, y Frances reparó en sus sonrisas sarcásticas mientras compraba billetes para las tres. Pronto llegaron a la oficina donde los que se colaban en el metro, los delincuentes juveniles, debían afrontar su destino en la persona de la señora Kent, vestida con un uniforme azul de aspecto indeterminado que le confería un solemne aire autoritario. Aunque su semblante destilaba afabilidad, su mirada era severa, como para inspirar respeto.

—Siéntense, por favor —dijo, y Frances tomó asiento en un extremo, mientras las dos chicas, que habían permanecido en pie como caballos obstinados el tiempo suficiente para dejar clara su posición, se dejaron caer en las sillas con una brusquedad que denotaba que las habían obligado a ello—. Es muy sencillo —prosiguió, soltando un suspiro, seguramente inconsciente, que la desmintió—. Ambas recibisteis dos advertencias. Sabíais que la tercera sería la última. Podría enviaros al juez, para que él decida si debéis quedar bajo la tutela del Estado, pero si me dais garantías de buena conducta, sólo tendréis que pagar una multa, aunque vuestros padres o vuestro tutor deberá responsabilizarse de vosotras.

Decía esto, o algo parecido, tan a menudo que su bolígrafo expresaba aburrimiento y exasperación mientras dibujaba garabatos en un bloc. Cuando hubo terminado, miró a Frances y con una sonrisa le preguntó:

—¿Es usted la madre de alguna de las dos?

—No.

—¿La tutora? ¿Tiene alguna autoridad legal sobre ellas?

—No, pero viven conmigo..., en nuestra casa, y se quedarán allí mientras estudien. —Rose estudiaría, pero en cuanto a Jill, Frances no sabía qué pensaba hacer, de manera que estaba mintiendo.

La señora Kent estudió largamente a las chicas, que estaban enfurruñadas, sentadas con las piernas cruzadas en un punto demasiado alto y las rodillas levantadas, enseñando los negros muslos hasta la ingle. Frances notó que Jill temblaba: jamás habría creído que aquella fría jovencita fuese capaz de temblar.

—¿Puedo hablar con usted en privado? —preguntó la señora Kent a Frances. Se levantó y mirando a las chicas añadió—: Será un minuto.

Le señaló una puerta a Frances y la siguió al interior de un pequeño cuarto privado, donde sin duda se reponía de la tensión de esa clase de entrevistas.

Se acercó a la ventana y Frances la imitó. Contemplaron un pequeño jardín donde dos amantes lamían un helado de cucurucho.

—Me gustó su artículo sobre la delincuencia juvenil —comentó la señora Kent—. Lo recorté.

—Gracias.

—No sé por qué lo hacen. Entendemos a los críos pobres, y nuestra política es mostrarnos indulgentes con ellos, pero todos los días recibo chicos y chicas vestidos de punta en blanco... No me cabe en la cabeza. El otro día uno de ellos..., un chico que asiste a una escuela cara, me aseguró que negarse a pagar el billete era una cuestión de principios; le pregunté a qué principios se refería y me contestó que era marxista. Dijo que quería destruir el capitalismo.

—Me suena.

—¿Qué garantía puede ofrecerme de que no volveré a ver a esas chicas dentro de una semana o dos?

—Ninguna —respondió Frances—. No puedo garantizarle nada. Ambas se pelearon con sus respectivos padres y aterrizaron en mi casa. Han dejado los estudios, pero tengo la esperanza de que los retomen.

—Entiendo. Un amigo de mi hijo, un compañero de clase, pasa más tiempo en mi casa que en la suya.

—¿Dice que sus padres son una mierda?

—Dice que no lo entienden; pero yo tampoco. Oiga, ¿tuvo que investigar mucho para escribir su artículo?

—Bastante.

—Pero no proporcionaba respuestas.

—No las conozco. ¿Podría explicarme por qué una chica, y me refiero a la morena de ahí fuera, Rose Trimble, que acaba de conseguir que le resuelvan todos sus problemas, escoge precisamente ese momento para hacer algo que podría echarlo todo por la borda?

—Yo lo llamo «andar por el filo» —dijo la señora Kent—. Les gusta poner a prueba los límites. Caminan sobre una cuerda floja, pero siempre con la esperanza de que alguien los atrape en el aire si se caen. Y usted lo hace, ¿no?

—Supongo que sí.

—Le sorprendería saber cuántas veces oigo la misma historia.

Las dos permanecieron muy juntas delante de la ventana, unidas por la desesperación.

—Ojalá entendiera lo que pasa —añadió la señora Kent con un suspiro.

—Todos estamos igual.

Regresaron al despacho, donde las chicas, que habían estado riendo y burlándose de la funcionaría, callaron y recuperaron su aire enfurruñado.

—Os daré otra oportunidad —declaró la señora Kent—. La señora Lennox se ha comprometido a ayudaros, pero lo cierto es que me estoy excediendo en mis atribuciones; espero que ambas entendáis que os habéis salvado por los pelos. Es una suerte que contéis con la amistad de la señora Lennox.

Este último comentario fue un error, aunque la señora Kent no tenía modo de saberlo. Frances percibió el resentimiento de las chicas, o al menos de Rose, ante la insinuación de que le debían algo.

Fuera del edificio, en la acera, le comunicaron que se iban de compras.

—Os he advertido que no robéis —dijo Frances—. ¿Me haréis caso?

Se marcharon sin mirarla.

Esa noche, durante la cena, declararon que habían mangado los dos vestidos que llevaban puestos, ambos tan minis que casi con seguridad los habían elegido para escandalizar o suscitar críticas.

Sylvia, haciendo un gran esfuerzo de autoafirmación, señaló que le parecían demasiado cortos.

—¿Demasiado cortos para qué? —se mofó Rose.

No había dirigido la vista a Frances ni una sola vez durante la cena, como si la crisis de esa mañana no hubiera existido. Jill, en cambio, murmuró una disculpa rápida, con una mezcla de cortesía y agresividad:

—Gracias, Frances, un millón de gracias.

Andrew opinó que habían tenido mucha potra, y Geoffrey, el ladrón consumado, aseguró que con un poco de cuidado resultaba fácil pasar inadvertido.

—De nada vale ir con cuidado en el metro —apuntó Daniel, que emulando a su ídolo jamás pagaba el billete—. Es cuestión de suerte; te pillan o no te pillan, sencillamente.

—Entonces no viajes en metro sin billete —repuso Geoffrey—, o al menos no más de dos veces. Es una estupidez.

Al verse criticado por Geoffrey en público, Daniel enrojeció y replicó que había viajado sin billete «durante años» y que sólo lo habían pillado un par de veces.

—¿Y la tercera? —preguntó Geoffrey, instruyéndolo.

—A la tercera va la podrida —corearon todos.

Ésa fue la semana en que Jill se dejó embarazar; no, más bien se lo buscó.

Todos estos dramas se habían desarrollado en cuatro meses, desde las Navidades, y como si nada hubiera sucedido, ahí estaban los protagonistas, los chicos y las chicas, sentados alrededor de la mesa una noche de primavera, haciendo planes para el verano.

Geoffrey dijo que viajaría a Estados Unidos y se uniría a los defensores de la igualdad racial «en las barricadas»; una experiencia útil para un futuro estudiante de Política y Economía en la LSE.

Andrew afirmó que se quedaría en casa, leyendo.

—Que no sea
La prueba de Richard Feverel
—sugirió Rose—. ¡Qué basura!

—Esa también —dijo Andrew.

Jill había invitado a Sylvia a la casa de sus primos de Exeter («Es genial; tienen caballos»), pero Sylvia contestó que no, que también se quedaría en casa a leer.

—Julia dice que leo poco. Ya he leído algunos libros de Johnny. Aunque no me creáis, hasta que llegué a esta casa no sabía que existiesen libros que no tratasen de política.

Esto significaba, como todo el mundo suponía, que Sylvia era incapaz de dejar a Julia: se consideraba demasiado frágil para arreglárselas sola.

Colin manifestó su intención de viajar a Francia para trabajar en la vendimia, aunque tal vez se quedara e intentase escribir una novela. Este último comentario promovió un gruñido colectivo.

—¿Por qué no puede escribir una novela? —preguntó Sophie, que siempre salía en defensa de Colin precisamente porque le había hecho mucho daño.

—Quizás escriba sobre Saint Joseph —anunció Colin—. Apareceremos todos.

—No es justo —se quejó Rose de inmediato—. Yo no saldré, porque no voy a Saint Joseph.

—Muy cierto —apostilló Andrew.

—Tal vez escriba una novela entera sobre ti —dijo Colin—.
Las desventuras de Rose
. ¿Qué te parece?

Rose lo miró fijamente y luego, con desconfianza, echó un vistazo alrededor.

Todos la observaban con seriedad. Provocar a Rose se había convertido en un pasatiempo demasiado frecuente, por lo que Frances trató de suavizar el momento, que amenazaba con desembocar en llanto.

—¿Y tú qué planes tienes, Rose? —preguntó.

—Iré con Jill a casa de sus primos. O puede que haga autostop hasta Devon. O quizá me quede aquí —añadió mirando a Frances con actitud desafiante.

Sabía que Frances se alegraría de librarse de ella, pero no creía que eso se debiera a sus propios defectos. Ignoraba que fuese desagradable. Sabía que casi siempre caía mal, pero lo atribuía a la injusticia del mundo; jamás se le habría ocurrido considerarse «antipática»: la gente se metía con ella, la puteaba. Las personas cordiales, guapas o simpáticas, o las tres cosas a la vez, las personas que confían en los demás no imaginan siquiera el pequeño infierno en que habitan los seres como Rose.

James anunció que iría a un campamento de verano que le había recomendado Johnny, para estudiar la decadencia del capitalismo y las contradicciones internas del imperialismo.

Daniel murmuró con tristeza que tendría que irse a casa.

—Tranquilo, el verano no durará eternamente —observó Geoffrey con benevolencia.

—Para mí sí —repuso Daniel con angustia.

Roland Shattock contó que haría una excursión a pie por Cornualles con Sophie. Al advertir gestos de recelo en algunas caras —la de Frances, la de Andrew—, añadió:

—Oh, no os asustéis, conmigo estará segura. Creo que soy homosexual.

Esta revelación, que en la actualidad no suscitaría más que un «¿de veras?», o quizás algunos suspiros femeninos, entonces sonó demasiado despreocupada y extemporánea, lo que produjo un malestar general.

Sophie se apresuró a puntualizar que no le importaba, que le gustaba estar con Roland. Andrew se mostró dignamente compungido, y casi se le oyó pensar que él no era marica.

—Bueno, quizá no lo sea —rectificó Roland—. Al fin y al cabo estoy loco por ti, Sophie. Pero no temas, Frances, no soy un corruptor de menores.

—Voy a cumplir dieciséis años —protestó Sophie, indignada.

—Pensé que eras mucho mayor cuando te vi soñando en el parque.

—Soy muy madura —afirmó Sophie con convicción; se refería a la enfermedad de su madre, a la muerte de su padre y a la crueldad con que Colin la había tratado.

—Mi preciosa soñadora —dijo Roland besándole la mano, aunque en una parodia del beso europeo que roza el aire por encima del guante, o, como en este caso, unos nudillos con un ligerísimo aroma al guiso de pollo que había estado removiendo para ayudar a Frances—. Aun si acabo en la cárcel habrá merecido la pena.

Frances, por su parte, esperaba unas semanas tranquilas y productivas.

La incendiaria carta llegó dirigida a «J... (indescifrable)... Lennox», y la abrió Julia, quien al ver que era para Johnny, «Querido compañero Johnny Lennox», y que la primera frase era: «Quiero que me ayudes a abrirle los ojos a la gente, para que sepan la verdad», la leyó una y otra vez y, cuando se hubo tranquilizado, telefoneó a su hijo.

—Tengo una carta para ti de Israel; de un hombre llamado Reuben Sachs.

—Un buen tipo —comentó Johnny—. Siempre ha mantenido una postura progresista como marxista no alineado, abogando por las relaciones pacíficas con la Unión Soviética.

—Sea eso lo que sea, quiere que convoques a tus amigos y compañeros para hablarles de sus experiencias en una prisión checoslovaca.

—Debe de haber habido una buena razón para que lo encerraran.

—Lo acusaron de ser un espía sionista al servicio del imperialismo yanqui. —Johnny guardó silencio—. Estuvo entre rejas cuatro años, lo torturaron, lo trataron con brutalidad y finalmente lo soltaron... Te pido por favor que no digas: «Por desgracia, a veces se cometen errores.»

—¿Qué quieres, Mutti?

—Creo que deberías complacerlo. En sus palabras, todo lo que pretende es que la gente abra los ojos y conozca la verdad sobre los métodos a los que recurre la Unión Soviética. Por favor, no me digas que se trata de un provocador.

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