El sueño más dulce (44 page)

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Authors: Doris Lessing

—Me voy a la cama —anunció Andrew—. Tengo que madrugar.

—Me temo que el camarada Franklin ha olvidado que nos prometió asientos para el acto de mañana —comentó Geoffrey con malhumor. Era su reprimenda al camarada Mo.

—Yo me ocuparé de todo —afirmó Mo—. Decid que vais de mi parte. Te reservaré un sitio en la zona VIP.

—Yo también quiero uno —terció el diputado James.

—No te preocupes —repuso el camarada Mo, agitando las manos como si distribuyera riquezas, invitaciones, entradas—. No perdáis el sueño. Ya veréis que os dejan entrar. —La hora de la verdad había pasado; lo había derrotado el demonio: la «presión de sus iguales».

La mañana de la llegada de Andrew surgieron problemas en el hospital. Cuando Sylvia pasó entre los arbustos nuevamente polvorientos vio gallinas tendidas, jadeando con los picos muy abiertos, y esta vez la causa no era el calor. Sus bebederos y comederos estaban vacíos. Encontró a Joshua bamboleándose, con un cuchillo en la mano, junto a una aterrorizada joven agachada y con las manos alzadas para protegerse. Era como si fuese a asesinarla, y observó que la mujer tenía un brazo hinchado. Sylvia le arrebató el cuchillo.

—Te advertí que si volvías a fumar
dagga
, te echaría. Se ha acabado, Joshua. ¿Lo entiendes? —Sobre ella se erguía el corpulento y amenazador cuerpo del hombre de rostro furioso y ojos enrojecidos—. Y las gallinas se están muriendo. No tienen agua.

—Eso es trabajo de Rebecca.

—Acordasteis que lo harías tú.

—Tiene que hacerlo ella.

—Ahora vete. Largo de aquí.

Ofendido, Joshua se dirigió a un árbol situado a unos veinte metros de distancia y se sentó debajo con la cara apoyada en las manos. Casi de inmediato se desplomó, dormido o inconsciente. Su hijo pequeño, Listo, contemplaba la escena. Había adquirido la costumbre de rondar por el hospital, esperando que le asignaran cualquier tarea.

—Listo —le dijo Sylvia—, ¿quieres darles agua y comida a las gallinas?

—Sí, doctora Sylvia.

—Te enseñaré a hacerlo.

—No es necesario. Ya sé.

Sylvia lo observó mientras iba en busca de agua, llenaba los bebederos y arrojaba grano en los comederos. Las gallinas corrieron hasta las latas con agua y bebieron con avidez, pero una de ellas estaba demasiado débil para levantarse. Sylvia le indicó al niño que se la llevase a Rebecca.

A Andrew no le había resultado fácil alquilar la clase de vehículo a la que estaba habituado. Todos los coches eran viejos y espantosos. «¿No tienen nada más? —Sabía que todos los coches importados iban a parar directamente a manos de los miembros de la nueva élite pese a que, por otro lado, Zimlia intentaba fomentar el turismo. Le dijo a la joven negra del mostrador—: Deberían conseguir automóviles mejores si quieren atraer a los turistas.»

El rostro de la chica le indicó que estaba de acuerdo, aunque él no era quién para criticar a sus superiores. Aceptó un Volvo abollado, preguntó si llevaba rueda de recambio y le contestaron que sí, pero que no estaba en muy buenas condiciones, y puesto que le corría prisa, Andrew decidió arriesgarse. Sylvia le había dado instrucciones precisas: «Toma la carretera de la presa de Kudú, cruza el paso Black Ox y cuando veas un pueblo grande, toma el camino de tierra de la derecha, recorre unos siete kilómetros, gira a la derecha cuando topes con un gran baobab y quince kilómetros más adelante verás el cartel de la misión de San Lucas en el mismo indicador de la granja de Pyne.»

El paisaje le pareció impresionante, majestuoso pero inhóspito, demasiado seco y polvoriento, aunque sabía que había llovido recientemente. Si bien había viajado a Zimlia en numerosas ocasiones, nunca se había visto obligado a encontrar solo un lugar. Se perdió, pero cuando por fin vislumbró el cartel de la granja de Pyne vio a un blanco alto que agitaba los brazos. Se detuvo y el hombre le dijo: «Soy Cedric Pyne. ¿Le importaría llevar esto a la misión? Sabíamos que vendría.» El granjero depositó un saco grande en el asiento trasero y echó a andar hacia la casa, que estaba a varios centenares de metros. Andrew dedujo que Pyne u otra persona había permanecido atento al camino, esperando que apareciese la polvareda de un automóvil. Camino de la misión, avistó una pequeña casa de piedra rodeada de árboles del caucho y más allá una serie de edificios bajos, semejantes a barracas, que seguramente pertenecían a la escuela. Aparcó. Una negra risueña salió al porche y le informó de que el padre McGuire se encontraba en la escuela y la doctora Sylvia no tardaría en llegar.

Andrew subió al porche y la siguió al interior del salón, donde ella lo invitó a sentarse.

Andrew conocía el África de los presidentes, los funcionarios gubernamentales y los hoteles elegantes, pero nunca había descendido al África que estaba viendo en ese momento. Aquella miserable estancia lo ofendía, precisamente porque constituía un desafío. Cuando hablaba del Dinero Mundial, cuando regalaba Dinero Mundial, cuando se comportaba como administrador de una inagotable fuente de riquezas... bueno, todo estaba destinado a sitios como ése, ¿no? Pero aquello era una misión, ¡por Dios! Pertenecía a la Iglesia católica, ¿no? ¿No se suponía que eran ricos? Había un roto en la cortina de cretona que pretendía interceptar el resplandor de un sol apenas lo bastante alto para no dar de lleno en ella. Diminutas hormigas negras caminaban por el suelo. La mujer le ofreció un vaso de zumo de naranja. Caliente. ¿No tenían hielo?

La cocina, adonde la negra había regresado, se encontraba a su derecha. A la izquierda había otra puerta, que estaba entornada. Suspendida de un clavo había una bata que Andrew reconoció como de Sylvia. Entró en la habitación. El suelo y las paredes de ladrillo, así como el brillante y pálido techo de caña, que para Sylvia ya era como una segunda piel, se le antojaron degradantemente precarios. Qué estancia tan pequeña, tan austera. Sobre la cómoda había fotografías en marcos de plata. Allí estaba Julia, y allí Frances. Desde una foto suya, tomada cuando tenía veinticinco años, una cara amable y enigmática le devolvió la sonrisa. Dolía verse más joven; se volvió, tocándose inconscientemente la cara como para recuperar aquel rostro terso e inocente. Burlándose de las cosas que lo rodeaban, tan hostiles para él —como ese pequeño crucifijo—, pensó que no había comido del árbol del bien y del mal. Estudió con atención el crucifijo, que definía a una Sylvia que él no conocía en absoluto, esforzándose por aceptarlo, por aceptarla a ella. Su ropa colgaba de clavos. Su calzado, en su mayor parte sandalias, estaba alineado contra la pared.

Al oír que alguien se acercaba, se asomó a la ventana que daba al porche y vio a Sylvia subir por el sendero. Llevaba tejanos, una camisola holgada parecida a la de la sirvienta negra y el cabello, decolorado por el sol, recogido con una cinta elástica. Entre sus cejas había un profundo surco de preocupación. Tenía la piel reseca y de color marrón oscuro. Estaba más delgada que nunca. Andrew salió, ella corrió hacia él y se estrecharon en un abrazo lleno de amor y recuerdos.

Andrew quiso conocer el hospital, pero ella se resistió a llevarlo, pues sabía que no acabaría de entender lo que viese: ¿cómo iba a comprenderlo, cuando ella había tardado tanto tiempo en acostumbrarse? Sin embargo bajaron la cuesta juntos, y le enseñó lo que ella llamaba el dispensario, los cobertizos y la amplia choza de la que parecía tan orgullosa. Algunos negros yacían sobre las esteras o debajo de los árboles. Un par de hombres emergieron del monte, tendieron sobre una camilla —hecha de ramas y cubierta de hojas entrelazadas para proporcionarle blandura— a una mujer que Andrew dio por dormida y se la llevaron. «Ha muerto —explicó Sylvia—. De parto. Pero estaba enferma. Sé que tenía el sida.» Andrew se preguntó qué esperaba que respondiese, si acaso esperaba una respuesta. Se la veía... ¿qué? ¿Enfadada? ¿Resignada?

Cuando regresaron a la casa se encontraron con el padre McGuire. A Andrew le cayó mal, por lo que se puso a hablar, como solía hacer en las situaciones incómodas. Pasaba la mayor parte de su tiempo en comisiones, congresos o conferencias, siempre presidiendo y coordinando a personas de centenares de países que representaban exigencias e intereses encontrados. Ningún hombre merecía más ese adjetivo técnico de «moderador»: eso era él, y su trabajo consistía en allanar caminos y abrir avenidas. Algunos moderadores recurren al silencio, permanecen sentados con cara inexpresiva y sólo salen a la palestra para formular sus conclusiones, y en cambio otros optan por hablar, y Andrew estaba acostumbrado a dirimir discrepancias con su amable y civilizada verborrea, así como a ver rostros recelosos que se relajaban y esbozaban sonrisas optimistas.

En ese momento hablaba de la cena de la noche anterior, que descrita por él se convirtió en una comedia social relativamente graciosa que habría hecho reír a los oyentes que conocieran el contexto. Pero aquellos dos ni siquieran esbozaron una sonrisa —tampoco la negra—, y Andrew pensó: «Es natural, son unos paletos, no están acostumbrados a...» Sylvia y el sacerdote continuaban de pie junto a las sillas, mientras que él ya estaba sentado, listo para tomar el mando, esperando que sonrieran. No se los estaba ganando, no, en absoluto, y los vio intercambiar una mirada que lo explicó todo: querían bendecir la mesa. Andrew enrojeció, enfadado consigo mismo.

—Lo lamento mucho —se disculpó, levantándose.

El padre McGuire recitó unas palabras en latín que Andrew no entendió, y Sylvia dijo «amén» con una voz clara que despertó en él recuerdos de una vida pasada y lejana.

Se sentaron. Andrew guardó silencio, avergonzado de la metedura de pata que a su juicio acababa de cometer.

La negra, cuyo nombre, según le informaron, era Rebecca, sirvió el almuerzo: el pollo que había muerto esa mañana de deshidratación. Estaba duro. El padre McGuire le hizo notar a Rebecca que no había que cocinar un pollo cuando se lo acababa de matar, pero ella respondió que quería ofrecerle algo especial al visitante. También había preparado gelatina, y el sacerdote comentó que deberían recibir visitas más a menudo.

Consciente de que Andrew estaba mirándola, Sylvia hizo un esfuerzo para comer su ración de pollo y se tragó la gelatina como si fuese un medicamento.

Andrew quería conocer la historia del hospital. Lo había horrorizado tanto como la presencia de Syivia en él, ¿Cómo podían llamar hospital a un sitio tan sórdido? Syivia, el padre McGuire e incluso Rebecca, que estaba de pie junto a la puerta de la cocina, escuchando con las manos enlazadas, percibieron su disgusto y sus recelos. No le gustaba Rebecca. Y le molestaba profundamente que Sylvia presentara un aspecto semejante al de ella: la camisola nativa y ciertos ademanes, gestos y miradas de los que no parecía consciente. Andrew pasaba mucho tiempo con «personas de color», y ¿no parecía Sylvia una de éstas con esa pinta y casi tan morena como Rebecca? Estaba seguro de no tener prejuicios raciales. No, se trataba más bien de prejuicios de clase, y a menudo unos y otros se confunden. ¿Cómo era posible que Syivia se abandonara de esa manera?

Todos estos pensamientos, que su rostro reflejaba pese a sus sonrisas y su característico encanto social, estaban ganándose la reprobación de aquel trío, dos de cuyos miembros le inspiraban una profunda antipatía.

Las emociones del padre McGuire afloraron de la siguiente manera:

—¿Cómo se le ocurrió ponerse ese traje blanco para venir a esta región polvorienta?

Andrew era consciente de que había sido una idiotez. Poseía una docena de trajes de lino blancos o color crema, que en sus viajes por el Tercer Mundo le conferían una apariencia fresca y elegante. Sin embargo, hoy estaba cubierto de polvo, y había notado que Syivia lo inspeccionaba con ojo crítico, interpretando el traje como un síntoma negativo.

—Es una suerte que no vieras el hospital en el estado en que se encontraba cuando llegué —dijo Syivia.

—Es verdad —convino el padre McGuire—. Si se ha escandalizado por lo que ha visto ahora, ¿qué hubiera pensado entonces?

—Yo no he dicho que me escandalizara.

—Estamos acostumbrados a leer ciertas expresiones en la cara de nuestros visitantes —repuso el sacerdote—, pero si quiere entender la situación, pregúntele a la gente de nuestra aldea lo que piensa del hospital.

—Pensamos que la doctora Sylvia es una enviada de Dios —intervino Rebecca.

Aquello hizo callar a Andrew. Seguían sentados a la mesa, bebiendo un café insípido por el que el padre McGuire pidió disculpas; costaba encontrar por allí un café decente, los artículos importados eran carísimos y había escasez de todo a causa de la incompetencia, porque de eso se trataba... Prosiguió con su letanía de quejas hasta que tomó conciencia de sus palabras; entonces suspiró y se interrumpió.

—Que Dios me perdone por quejarme de una insignificancia como el café.

Andrew comprendió que no le contarían la historia del hospital, y que él era el único culpable de ello. Quería marcharse, pero le habían programado una visita a la escuela. Tendrían que salir a la calurosa y cegadora luz que se colaba por la ventana. El padre McGuire anunció que iba a echar una cabezada y se retiró a su habitación. Andrew y Sylvia permanecieron en su sitio, ambos con ganas de dormir un rato pero resistiéndose a la tentación. Rebecca entró a recoger los platos sucios.

—¿Ha traído los libros? —le preguntó directamente a Andrew.

Sylvia bajó los ojos como si hubiese querido hacer la misma pregunta pero no se hubiera atrevido. Le había enviado una lista de libros después de que él telefoneara para anunciar su visita. Andrew no se había acordado, a pesar de que Sylvia había escrito «por favor, por favor» al final de la lista.

—Lo siento, me olvidé —respondió.

La negra lo miró fijamente, con incredulidad. Rompió a llorar y salió corriendo del salón, dejando la bandeja en la mesa. Sin levantar la vista, Sylvia comenzó a colocar los platos y las tazas sobre la bandeja.

—Significan mucho para nosotros —murmuró—. Sé que no entenderías cuánto.

—Te los enviaré por correo.

—Se perderían o los robarían por el camino. No importa. Olvídalo.

—No lo olvidaré, por supuesto que no.

Entonces recordó que en la habitación de Sylvia había visto una estantería y, encima de ella, una tarjeta que rezaba «Biblioteca».

—Un momento —dijo y entró en el cuarto. Ella lo siguió.

Sobre los estantes había dos libros, un diccionario y un ejemplar de
Jane Eyre
. En una hoja de papel clavada a la pared estaba anotado lo siguiente: «Libros de la biblioteca. Retirados. Devueltos.
El viaje del peregrino. El señor de los anillos. Cristo se detuvo en Eboli. Las uvas de la ira. Llanto por la tierra amada. El alcalde de Casterbridge. La Santa Biblia. El idiota. Mujercitas. El señor de las moscas. Rebelión en la granja. Santa Teresa de Avila
.» Se trataba de los libros que Sylvia había llevado consigo y los que habían donado algunos visitantes, atendiendo a sus súplicas.

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