El sueño más dulce (48 page)

Read El sueño más dulce Online

Authors: Doris Lessing

Frances y Rupert viven en la planta que siempre ocupó mamá.

—¿De verdad ha salido bien?

—Sí, pero los niños, como era de esperar, consideran que, ahora que su madre ha roto con el amante que tenía, debería reconciliarse con su marido, por lo que Frances debería desaparecer.

—¿Y le están haciendo la vida imposible?

—No. Es mucho peor. Son encantadores y razonables. Las ventajas de esa posible solución se discuten en todas las comidas. La niña, que dicho sea de paso es una pequeña arpía, dice cosas como: «Todo sería mucho mejor si tú no estuvieras, ¿verdad, Frances?» El principal problema es ella, no el niño. Y Rupert se aferra a Frances como a una tabla de salvación, lo que resulta comprensible para quien conozca a Meriel.

Sylvia pensó en Rebecca, que nunca se quejaba a pesar de sus seis hijos —dos de los cuales habían muerto, probablemente de sida— y un marido que rara vez estaba en casa, porque trabajaba dieciocho horas diarias.

Suspiró y vio la expresión de Colin, que exclamó:

—¡Qué suerte tienes de estar tan lejos de nuestros vergonzosos conflictos emocionales, Sylvia!

—Sí, a veces me alegro de no haberme casado... Lo siento. Continúa. Meriel...

—Bueno, Meriel es de lo que no hay. Fría, manipuladora, egoísta, y siempre ha tratado muy mal a Rupert. Es feminista, ¿sabes? Una feminista amparada por la ley de la selva. Siempre le ha dicho a Rupert que su deber es mantenerla, incluso lo obligó a financiarle una carrera de no sé qué tontería; criticismo avanzado, supongo. Jamás en su vida ha ganado un penique, y ahora que van a divorciarse pretende sacarle una pensión vitalicia. Pertenece a un grupo de mujeres, una hermandad secreta, cuyo principal objetivo es joder a los hombres y chuparles la sangre... ¿No me crees?

—Te lo estás inventando.

—Mi dulce Sylvia, ahora me acuerdo de que nunca fuiste capaz de creer en los aspectos más desagradables de la naturaleza humana; pero ahora el destino ha dado un giro y..., no te lo vas a creer. Meriel fue a tratarse con Phyllida. Frances le pagó la terapia y luego fue a ver a Phyllida, que ha demostrado ser una mujer bastante sensata... ¿Te sorprende?

—Desde luego.

—Frances le dijo a Phyllida que le pagaría para que formase a Meriel como psicoterapeuta.

Sylvia soltó una carcajada.

—Ay, Colin. Ay, Colin...

—Sí, es verdad. Porque, verás, Meriel nunca ha obtenido un título. No terminó su carrera. Sin embargo, como psicoterapeuta podrá mantenerse sola. La psicoterapia se ha convertido en una mina de oro para las mujeres sin estudios... Ha reemplazado a la máquina de coser de las generaciones pasadas.

—En Zimlia no. La máquina de coser sigue en vigor, ayudando a las mujeres a ganarse la vida. —Sylvia rió otra vez.

—Por fin —dijo Colin—. Empezaba a pensar que no te vería ni sonreír. —Le sirvió más vino, pues sorprendentemente se lo había bebido todo, y volvió a llenar su propio vaso—. Bueno, la cuestión es que Meriel va a mudarse a la casa de Phyllida, cuya socia ha decidido independizarse y montar su propio gabinete de fisioterapia, de manera que el apartamento del sótano quedará libre y lo usaré para trabajar y, por supuesto, para eludir mis responsabilidades paternas.

—Lo que no resuelve el problema de que a Frances le hayan colgado el sambenito de madrastra mala. Y al margen de los problemas con los críos, ¿está contenta?

—Muchísimo. En primer lugar, está colada por Rupert, y no es de extrañar, ¿verdad? Pero hay algo más. ¿Te has enterado de que ha vuelto al teatro?

—¿A qué te refieres? No sabía que hubiera hecho teatro.

—Qué poco sabemos de nuestros padres. Bueno, resulta que el teatro fue el primer amor de mi madre. Trabaja en una obra con Sophie. En este mismo momento estarán aplaudiéndolas a las dos. —Colin frunció el entrecejo y se concentró en lo que decía, pues empezaba a arrastrar las palabras—. Joder, estoy borracho.

—Por favor, Colin, cariño, no bebas, por favor.

—Hablas como Sonia. Bien.

—Ah, Chéjov, sí. Ya veo. Aunque la verdad es que sí, estoy de su parte. —

Sylvia rió, no sin cierta tristeza—. Hay un hombre en la misión... —¿Cómo describirle a Colin la situación de Joshua?—. Un negro. Cuando no está colocado con hierba, está borracho. Bueno, si supieras algo de su vida...

—¿La mía no justifica el alcoholismo?

—No, claro que no. De modo que preferirías que Sophie no...

—Preferiría que no tuviera cuarenta y tres años. —Colin dejó escapar un gemido que había estado conteniendo—. Ya ves, Sylvia, sé que es ridículo, sé que soy un idiota digno de lástima, pero quería una familia feliz, una mamá, un papá y cuatro niños. Quería todas esas cosas, y con Sophie no tendré ninguna.

—No —convino Sylvia.

—No. —Colin trataba de contener el llanto restregándose los ojos con los puños, igual que un niño—. Y si no quieres estar aquí para recibir a la feliz Sophie y a mi triunfante madre, ambas embriagadas de éxito con Romeo y Julieta...

—¿Quieres decir que Sophie interpreta el papel de Julieta?

—Aparenta dieciocho años. Está preciosa, te lo aseguro. El embarazo le sienta de maravilla, y además casi no se le nota. Aun así, los periódicos están ensañándose con ella. Sarah Bernhardt hizo de Julieta con ciento un años y una pata de palo... En cualquier caso, una Julieta embarazada añade una inesperada dimensión a la obra. En cuanto al público, la adora; nunca la habían aplaudido tanto. Lleva holgadas túnicas blancas y flores blancas en el pelo. ¿Te acuerdas de su pelo, Sylvia? —Finalmente, Colin se echó a llorar.

Sylvia se acercó, lo convenció de que se levantase, lo ayudó a subir por la escalera y, en el mismo lugar donde se había sentado con Andrew abrazó a Colin y escuchó sus sollozos hasta que se quedó dormido.

Como no sabía si en la casa había una cama libre, decidió marcharse, pero antes le dejó una nota a Colin que escribiera «la verdad sobre Zimlia». Alguien debía hacerlo.

Salió a la calle y se metió en el primer hotel que encontró.

Había quedado en ir a comer con la familia. Por la mañana se dirigió a varias librerías y compró cuanto pudo. Llegó a la casa de Julia —porque para ella seguía siendo la casa de Julia— con dos grandes cajas llenas de libros. La recibió Frances, que al igual que Colin la condujo a la cocina, la abrazó como a una hija largamente añorada y la hizo sentarse en su antiguo sitio en la mesa, al lado de ella.

—No me digas que necesito alimentarme —le rogó Sylvia—. Por favor.

Cuando Frances depositó sobre la mesa un cesto con rebanadas de pan, Sylvia imaginó lo mucho que esa visión habría complacido al padre McGuire; le llevaría una buena hogaza. Un plato lleno de rizos de mantequilla: bueno, eso no podría llevárselo. Sylvia siguió contemplando la comida y pensando en Kwadere mientras Frances trajinaba poniendo la mesa. Se había convertido en una mujer robusta y atractiva, y su cabello rubio —teñido— presentaba un corte que debía de haber costado una fortuna. Iba elegantemente vestida: Julia habría aprobado su nuevo aspecto.

Cuatro platos... ¿para quiénes? Entró un niño alto que se detuvo a examinar a Sylvia, la desconocida.

—Este es William —lo presentó Frances—, y ésta es Sylvia, que antes vivía aquí. Es la hija de Phyllida, la amiga de Meriel.

—Ah, hola —la saludó el hermoso niño, con tanta formalidad como si hubiera dicho «mucho gusto», y se sentó, frunciendo las rubias cejas mientras trataba de entender la relación entre ambas mujeres. Al fin se dio por vencido—. Frances, tengo una clase de natación a las dos. ¿Puedo comer algo rápido?

—Y yo tengo un ensayo. Te serviré a ti primero.

Lo que estaba sirviendo no guardaba la menor semejanza con las suculentas comidas caseras del pasado. Iban apareciendo toda clase de platos preparados; Frances puso una pizza en el microondas, la sacó al cabo de unos minutos y se la ofreció a William, que empezó a dar cuenta de ella de inmediato.

—Come un poco de ensalada —ordenó Frances.

Con gesto de heroica resignación el niño ensartó con el tenedor un par de hojas de lechuga y un rábano y se los llevó a la boca como si fuesen una medicina.

—Bien hecho —dijo Frances—. Supongo que Colin te habrá puesto al corriente de nuestros asuntos, ¿no, Sylvia?

—Creo que sí. —Sylvia advirtió que Frances le dirigía una mirada significativa, de lo que dedujo que habría agregado algo si el niño no hubiera estado delante—. Al parecer voy a perderme una boda.

—Yo no lo llamaría así. Sólo firmarán los papeles ante una docena de personas en el registro civil.

—Aun así me gustaría estar presente.

—Pero no puedes. No quieres abandonar tu... hospital, ¿verdad?

El titubeo le indicó a Sylvia que Andrew había descrito el lugar en términos poco caritativos.

—No se puede juzgar aquello con los criterios de aquí.

—No estaba juzgándolo. Pero todos nos preguntamos si no estarás desperdiciando tu talento. Al fin y al cabo, aquí has tenido empleos bastante buenos.

En ese momento hizo su entrada Sophie. Llevaba puesto algo semejante a un anticuado salto de cama blanco con grandes flores negras, y era toda una visión, como Ofelia flotando en el agua, con su larga melena negra dramáticamente salpicada de hebras de plata y sus ojos tan hermosos como siempre. La pequeña protuberancia que delataba su embarazo no habría podido ser más elegante.

—Siete meses —dijo Sylvia—. ¿Cómo lo consigues?

Se habían fundido en un abrazo. Las dos lloraron, y aunque no cabía esperar otra cosa de Sophie, pues el llanto la favorecía, Sylvia soltó, enjugándose las lágrimas:

—Maldita sea.

Frances también estaba llorando. El niño las observaba con indiferente seriedad entre bocado y bocado de pizza. Sophie se reclinó en una silla con brazos situada al otro extremo de la mesa, y con ademán elocuente deslizó las manos por el contorno de su vientre.

—Tengo cuarenta y tres años, Sylvia —dijo en tono dramático.

—Lo sé. Anímate. ¿Te has hecho todas las pruebas?

—Sí.

—Entonces todo irá bien.

—Pero Colin... —Sophie se echó a llorar de nuevo—. ¿Podrá perdonarme algún día?

—Tonterías —replicó con impaciencia Frances, que había oído esa cantinela demasiadas veces.

—Por lo que me contó anoche, no parece que tenga nada que perdonar.

—Eres muy buena, Sylvia. Todo el mundo es muy bueno conmigo. Y vivir en esta casa, esta casa que siempre consideré mi verdadero hogar, con Frances... Has sido una madre para mí, en la misma medida que mi verdadera madre, que ahora está muerta, pobrecilla.

—Más que tu madre fui tu ama —puntualizó Frances.

—Sí, ¿sabías que interpreta el papel de ama? Y lo hace maravillosamente; pero pronto tendremos un ama de verdad en la casa, porque yo seguiré actuando y Frances también, por supuesto.

—Desde luego, no estoy dispuesta a ocuparme de un bebé —señaló Frances.

—Por supuesto que no —convino Sophie, aunque era evidente que le habría gustado.

—Además, no olvides que Rupert, los niños y yo nos iremos a vivir a otra parte.

—Oh, no —gimió Sophie—. Por favor, no te vayas. Hay sitio para todos.

William se había erguido en la silla y las miraba con expresión de pánico.

—¿Qué? ¿Adonde nos vamos? ¿Por qué, Frances?

—Bueno, esta casa pertenece ahora a Colin y Sophie. Van a tener un hijo.

—Pero si hay lugar de sobra —protestó William a gritos, como si pretendiera hacerlas callar—. No veo por qué hemos de irnos.

—Baja la voz —dijo Sophie, inútilmente, y miró a Frances para que calmase la angustia del niño.

—Me gusta esta casa —insistió William—. No quiero irme. ¿Por qué tenemos que hacerlo? —Prorrumpió en sollozos ahogados, propios de un niño acostumbrado a llorar a solas, confiando en que nadie lo oyese.

Se levantó y salió corriendo de la cocina. Nadie pronunció una palabra.

Finalmente, Sophie rompió el silencio.

—Colin no te ha pedido que te marches, ¿verdad, Frances?

—No.

—Yo tampoco quiero que te vayas.

—Siempre nos olvidamos de Andrew. Seguramente tiene planes para esta casa.

—¿Por qué? Lo está pasando de fábula viajando por el mundo, y no querría que fuésemos infelices.

—No deberías excederte, Sophie —la reconvino Sylvia—. Imagino que no pensarás seguir trabajando hasta el último momento. —La alegría del encuentro se había disipado, y se la veía tensa, demacrada y exhausta.

Se estrujó las manos sobre su pequeña barriga.

—Bueno..., yo había pensado... Pero tal vez...

—Sé sensata —terció Frances—. Ya es bastante malo que...

—Que sea una vieja, sí, ya lo sé.

—Me gustaría hablar con Colin —dijo Sylvia.

—Está trabajando —repuso Sophie—. Nadie osa interrumpirlo cuando está trabajando.

—Es una pena, porque se trata de algo importante.

Al pasar junto a Frances, camino de la escalera, Sophie le dio un breve abrazo.

—Por favor, no te vayas, Frances. Por favor. Estoy segura de que nadie quiere que te vayas.

Frances la siguió y encontró a William acurrucado en la cama, como un animal asustado o una persona dolorida.

—No quiero irme. No quiero irme —repetía en voz alta.

Lo estrechó entre sus brazos.

—Para. Todavía no lo hemos decidido. Lo más probable es que no nos vayamos.

—Entonces prométemelo.

—No puedo. No hay que hacer promesas cuando uno no está seguro de poder cumplirlas.

—Pero estás casi segura, ¿no?

—Sí, supongo que sí.

Frances permaneció en la habitación mientras él reunía sus cosas para la clase de natación.

—Me parece que Margaret no está tan interesada como tú en quedarse aquí, ¿me equivoco?

—No. Quiere ir a vivir con su madre. Pero yo no. Meriel me odia porque soy un chico. Me gustaría quedarme contigo y con papá.

Mientras subía a prepararse para el ensayo, Frances pensó que hacía mucho tiempo que no recordaba su deseo de poseer una casa propia y vivir sola, como una mujer autosuficiente e independiente. Sus ahorros se habían reducido de manera alarmante. Una parte había ido a parar a la terapia de Meriel, de cuya pensión también se había hecho cargo. Rupert había vendido el piso de Marylebone y Meriel se había quedado con las dos terceras partes del dinero. Rupert y Frances estaban pagando un alquiler razonable por vivir en la casa con los dos niños. Él se ocupaba de los gastos de las escuelas. A pesar de que Frances había ganado bastante dinero con sus libros, artículos y reimpresiones, cada vez que hacía cuentas advertía que gran parte de esa suma había acabado en el bolsillo de Meriel. Se encontraba en una situación no poco frecuente en nuestros días: mantenía a la ex mujer de su pareja.

Other books

Longing for Kayla by Lauren Fraser
Berlin: A Novel by Pierre Frei
Love Rules by Rita Hestand
About the Author by John Colapinto