Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Pobre Sylvia —susurró y comenzó a tararear una nana.
Rebecca llevaba una túnica de mangas anchas, y por entre los dedos Sylvia vio el delgado brazo negro y en él una úlcera que conocía muy bien. Esa misma mañana había vendado unas idénticas que padecía una paciente del hospital. La niña llorica que la había dominado hasta ese momento desapareció, para dar paso nuevamente a la doctora. Rebecca había contraído el sida. Sylvia lo sabía, ya era evidente, y lo sospechaba desde hacía tiempo, aunque se hubiera resistido a admitirlo. Rebecca había contraído la enfermedad y ella no podía hacer nada al respecto. Cerró los ojos y fingió dormir. Notó que Rebecca se apartaba con sigilo y salía de la habitación.
Sylvia permaneció tendida, oyendo crujir el techo de hierro a causa del calor. Miró el crucifijo donde estaba el Redentor. Miró las distintas imágenes de la Virgen, con su túnica azul. Descolgó el rosario del clavo que había junto a la cama y lo sujetó entre los dedos: las cuentas de cristal estaban calientes, como carne humana. Volvió a colgarlo.
Enfrente de ella, las mujeres de Leonardo ocupaban media pared. Las lepismas habían roído las hermosas caras, los bordes de la lámina se habían ondulado como una puntilla, y las rollizas extremidades de los niños estaban cubiertas de manchas.
Sylvia se levantó y echó a andar hacia la aldea, donde la aguardaba una muchedumbre de personas decepcionadas.
«Nieta de una conocida nazi e hija de un comunista de carrera, Sylvia Lennox ha encontrado un escondrijo rural en Zimlia, donde posee una clínica privada que utiliza material robado del hospital estatal de la zona.»
Por desgracia, en ese país de ignorantes aún no se habían enterado de que el comunismo era políticamente incorrecto, y la palabra «nazi» no suscitaba las mismas reacciones que en Londres. De hecho, mucha gente simpatizaba allí con los nazis. Sólo había dos términos capaces de escandalizar a la gente. Uno era «racista», y el otro «espía sudafricano».
Rose sabía que Sylvia no era racista, pero como era blanca, la mayoría de los negros estarían dispuestos a creer lo contrario. Sin embargo, bastaría con que un negro enviase una carta al
The Post
en la que afirmase que Sylvia era amiga de los negros para... No, ¿y si la acusaba de espía? Eso también tenía sus inconvenientes. En esa época, poco antes de la caída del
apartheid
, la fiebre del miedo a los espías causaba estragos en los países limítrofes de Sudáfrica. Cualquiera que hubiese nacido, vivido o pasado recientemente las vacaciones en Sudáfrica, o que tuviera parientes allí; cualquiera que criticase a Zimlia o insinuase que era posible hacer las cosas mejor; cualquiera que «sabotease» un proyecto o una empresa perdiendo o dañando material, aunque se tratara de una caja de sobres o media docena de tornillos; o cualquiera, en fin, que se hubiese granjeado la mínima antipatía de los demás, podía ser tachado, y casi siempre lo era, de espía de Sudáfrica, un país que, por supuesto, hacía todo lo posible para desestabilizar a sus vecinos. En semejante ambiente, a Rose no le costaría convencerse a sí misma de que Sylvia era una espía sudafricana, pero habiendo tantos como había, no le bastaría con eso.
Pero entonces tuvo un golpe de suerte. La llamaron del despacho de Franklin para invitarla a una recepción en honor del embajador chino, en la que estaría presente el Líder. Se celebraría en el hotel Butler, el mejor. Rose se puso un vestido y llegó temprano. Aunque llevaba pocas semanas allí, asistía a una fiesta organizada para quienes ella describía como «la panda alternativa», los conocía a todos, o al menos lo suficiente para intercambiar saludos. Periodistas, editores, escritores, profesores universitarios, expatriados, miembros de las ONG...; una multitud variopinta en la que todavía predominaban los blancos y cuya inteligencia inquietaba a Rose, que siempre se figuraba que la gente se reía de ella. Eran informales, irreverentes y trabajadores, y la mayoría todavía depositaba grandes esperanzas en el futuro de Zimlia, aunque algunos habían perdido la fe y estaban amargados. No obstante, se sentía más a gusto con otro grupo, aquel con el que se reuniría esa noche: el de los mandamases, los jefes, los gobernantes, los ministros, los que ejercían el poder, y entre éstos había más negros que blancos.
Rose estaba en un rincón del enorme salón, cuya elegancia la tranquilizaba y le indicaba que se encontraba en el sitio oportuno, esperando a Franklin. No quería beber demasiado, al menos por el momento. Ya se emborracharía más tarde. Los invitados no paraban de llegar, hasta que el salón se llenó, pero seguía sin haber señales de Franklin. A su lado vio a un hombre a quien conocía de las fotos de
The Post
. Lo abordó sin decirle que era una periodista londinense, una raza odiada por el Gobierno.
—Es un honor para mí encontrarme en su hermoso país, camarada ministro. Estoy de visita.
—Vale —respondió él, complacido pero poco interesado en perder el tiempo con esa blanca no muy agraciada que seguramente sería la esposa de alguien.
—¿Me equivoco o es usted el ministro de Educación? —inquirió Rose, a sabiendas de que no lo era.
Amable pero indiferente, el hombre respondió:
—No, tengo el honor de ser el subsecretario de Sanidad. —Estiró el cuello para ver por encima y entre las cabezas que tenía delante; quería captar la atención del Líder en cuanto entrase, pues aunque en todo el mundo se lo consideraba un hombre del pueblo, rara vez ofrecía a sus ministros la oportunidad de conversar con él. En las pocas reuniones de gabinete a las que asistía, decía lo que tenía que decir y se marchaba; el camarada Líder no destacaba por su camaradería. Hacía tiempo que el subsecretario buscaba una ocasión para discutir ciertos temas con el Jefe, y esperaba encontrarla esa noche. Además, estaba secretamente enamorado de la fascinante Gloria. ¿Y quién no? Era una mujer voluptuosa, exuberante, increíblemente atractiva y con un rostro que invitaba a... ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaban el compañero presidente y la Madre de la Nación?
—Me preguntaba si usted sabría algo sobre cierto hospital de Kwadere —dijo Rose, o más bien repitió, porque la primera vez él no la había oído.
Aquello suponía una indiscreción, desde luego. Para empezar, nadie podía esperar que un hombre de su nivel estuviera informado de lo que sucedía en cada pequeño hospital, y además se hallaban en una recepción oficial; no era el momento ni el lugar. Sin embargo, daba la casualidad de que sabía algo de Kwadere. Esa misma mañana había tenido sobre su escritorio los expedientes de tres hospitales a medio construir porque los fondos —para decirlo sin tapujos— habían sido robados. (Nadie lo lamentaba más que él, pero era previsible que se cometiesen errores.) En el caso de dos hospitales, los furiosos y a esas alturas escépticos filántropos habían propuesto que si ellos, los benefactores originales, conseguían reunir la mitad de los fondos necesarios para terminar las obras, el Gobierno debía aportar la otra mitad. De lo contrario, nada, mala suerte, adiós a los hospitales. En Kwadere, el filántropo en cuestión había enviado una delegación al hospital abandonado y luego se había negado a continuar financiándolo. Por desgracia ese hospital hacía mucha falta. El Gobierno sencillamente no disponía de dinero suficiente para terminar de construirlo. Aunque había una especie de clínica en la misión de San Lucas, los informes al respecto no eran alentadores. Un sitio tan miserable y atrasado representaba una vergüenza para el país; Zimlia merecía algo mejor. Además, según una nota enviada por los servicios de seguridad, el nombre de la doctora que lo dirigía figuraba en una lista de posibles agentes sudafricanos. Su padre era un conocido comunista que mantenía estrechos vínculos con los rusos. Zimlia no simpatizaba con los rusos, pues le habían dado la espalda al camarada Matthew cuando éste —o más bien sus tropas— combatía en el monte. Entonces llegó el embajador chino con su esposa, una mujer delgada como un fideo, los dos sonriendo y estrechando manos. El subsecretario debía abrirse paso hacia ellos rápidamente, ya que allí donde estuviera el embajador tarde o temprano aparecería el Líder.
—Tendrá que disculparme —le dijo a Rose.
—¿Le importaría concederme una entrevista? ¿Quizás en su despacho?
—¿Puedo preguntar para qué? —inquirió con aspereza.
—La doctora que dirige el hospital de Kwadere es..., bueno, es prima mía —improvisó Rose—, y he oído que...
—Ha oído bien. Su prima debería tener más cuidado con las compañías que elige. Sé de fuentes fidedignas que trabaja para..., en fin, da igual para quién.
—Por favor, espere un momento, ¿qué es eso de que mi prima ha robado material de...?
El subsecretario, que no había oído nada al respecto, se enfadó con sus consejeros. Ese asunto resultaba irritante y no quería pensar en él. No tenía la menor idea de cómo solucionar el problema del hospital de Kwadere.
—¿De qué habla? —preguntó volviéndose mientras avanzaba entre la multitud—. Si eso es verdad, será castigada, que no le quepa la menor duda. Lamento oír que es pariente suya. —Enfiló sus pasos hacia la bella Gloria, que, envuelta en tul escarlata, lucía un collar de diamantes. ¿Y el Líder? Su esposa estaba haciendo los honores, de modo que por lo visto no se presentaría.
Rose se marchó discretamente y pasó por un café que era un nido de cotilleos y noticias. Allí informó de la recepción oficial, la ausencia del Líder y el tul escarlata y los diamantes de la Madre de la Nación, así como de los comentarios del subsecretario de Sanidad sobre el hospital de Kwadere. Había una funcionaría nigeriana, una mujer que había viajado a Senga para asistir a una conferencia sobre la Prosperidad de las Naciones, que cuando le hablaron de la espía de Kwadere comentó que desde su llegada sólo había oído hablar de espías, espías y más espías, y que su experiencia le dictaba que los espías y las guerras eran un recurso muy socorrido cuando la economía no marchaba bien, pues en su país ocurría lo mismo. Esto suscitó una animada discusión en la que pronto participaron todos los presentes. Uno de ellos, un periodista, había sido arrestado por espionaje y luego puesto en libertad. Otros conocían a personas sospechosas de ser agentes y... Rose, oliéndose que hablarían de los espías sudafricanos durante toda la velada, se escabulló y fue a un restaurante situado a la vuelta de la esquina. Dos hombres que la habían seguido desde el café sin que ella lo notara le pidieron permiso para compartir su mesa: el lugar estaba atestado. Rose, hambrienta y un poco achispada, encontró simpáticos a esos dos individuos, que le parecieron imponentes, aunque no sabía muy bien por qué. Cualquier ciudadano de Zimlia se habría percatado en el acto de que pertenecían al servicio de inteligencia, pero, por citar un práctico cliché, hacía tanto tiempo que los británicos no sufrían una invasión, que aún conservaban cierta inocencia. De hecho, Rose imaginó que esa noche debía de estar atractiva. En casi todos los países del mundo, es decir, en aquéllos con un servicio de inteligencia activo, cualquiera habría comprendido de inmediato la conveniencia de mantener la boca cerrada delante de aquellos tipos. En cuanto a éstos, lo que querían era saber cosas sobre Rose: ¿por qué había salido del café tan precipitadamente en cuanto se había tocado el tema de los espías?
—¿Saben algo del hospital de la misión de Kwadere? —preguntó—. Una prima mía es médico allí. Acabo de hablar con el subsecretario de Sanidad y me ha contado que sospechan que es una agente sudafricana.
Los hombres cambiaron una mirada. Sabían lo de la doctora de Kwadere, porque su nombre constaba en la lista, pero no se habían tomado el asunto muy en serio. Por un lado, ¿qué daño podía hacer en aquel sitio dejado de la mano de Dios? Pero por otro, si el mismísimo subsecretario de Sanidad...
Ninguno de los dos hombres llevaba mucho tiempo en el servicio. Ambos habían conseguido sus puestos porque eran parientes de un ministro. No venían de los días previos a la liberación. Por lo general, los estados nuevos, incluso aquellos cuyo sistema de gobierno cambia por completo, mantienen intacto el servicio secreto, en parte porque los que suben al poder quedan fascinados por los amplios conocimientos de quienes hasta hace poco los espiaban a ellos, y en parte porque unos cuantos guardan secretos que preferirían no ver revelados. Aquellos dos aún no se habían hecho un nombre, por lo que necesitaban impresionar a sus superiores.
—¿Zimlia ha expulsado alguna vez a alguien acusado de ser espía? —quiso saber Rose.
—Oh, sí, muchas veces.
No era verdad, pero pensar que pertenecían a un servicio tan severo y competente hacía que se sintieran importantes.
—¿De veras? —preguntó Rose, emocionada, oliendo que allí había una noticia.
—Uno se llamaba Matabele Smith —dijo uno de los hombres.
—Matabele Bosman Smith —puntualizó el otro.
Una noche, en el café del que Rose acababa de salir, un grupo de periodistas que bromeaban sobre el bulo de los agentes extranjeros había inventado un espía cuyo nombre condensaba todas las características negativas —desde el punto de vista del actual Gobierno— que fueron capaces de imaginar entre todos. Habían descartado Whitesmith, que alguien sugirió por analogía con Blacksmith. Este personaje era un sudafricano que realizaba frecuentes viajes de negocios a Zimlia y había intentado hacer volar las minas de carbón de Hwange, la Casa de Gobierno, el nuevo estadio deportivo y el aeropuerto. Había servido de entretenimiento a los parroquianos durante varias veladas, hasta que éstos perdieron el interés. Entretanto, la información había llegado a los archivos policiales. Los parroquianos del café habían acabado por emplear el nombre Matabele Bosman Smith
*
para aludir a la obsesión por los espías, y los agentes que frecuentaban el lugar lo oían nombrar, pero nunca habían conseguido descubrir más datos sobre él.
—¿Lo deportaron? —preguntó Rose.
Los hombres callaron y se miraron de nuevo.
—Sí, lo deportamos —respondió uno.
—Lo enviamos de vuelta a Sudáfrica —señaló el otro.
Al día siguiente Rose completó su nota: «Se sabe que Sylvia Lennox era amiga íntima de Matabele Bosman Smith, el espía sudafricano que fue deportado de Zimlia.»
A pesar de que el estilo general y la virulencia del artículo resultaban apropiados para la clase de periódicos que Rose solía usar en Inglaterra como receptáculos de sus genialidades, decidió enseñárselo antes a Bill Case y a Frank Diddy. Aunque ambos conocían el origen del célebre deportado, no le contaron nada. Rose no les caía bien. Hacía tiempo que abusaba de su hospitalidad. Además, les seducía la idea de que el famoso Smith recibiera una inyección de vida y les proporcionara un par de noches de diversión en el café.