Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Mandó pedir unos bocadillos para el almuerzo, temeroso de que Sylvia estuviese esperándolo fuera, y cuando llegó la segunda solicitud de ésta —«Por favor, Franklin, necesito verte», había garabateado en un sobre; ¿quién se creía que era para tratarlo así?— ordenó que le dijeran que había salido para atender un asunto urgente.
Se acercó a la ventana, levantó una lama de la cortina veneciana y la vio pasar. Los vehementes reproches que podría haber dirigido a la Vida Misma, no sin razón, se concentraron en la espalda de Sylvia con tanta intensidad que ella debió de percibirlos: la pequeña Sylvia, el pequeño ángel, tan presente y radiante en la memoria de Franklin como un santo en una estampa, se había transformado en una mujer madura con el cabello opaco y castigado recogido con un lazo negro, no muy distinta de las arrugadas señoras blancas que tanto le repelían y a quienes evitaba mirar. Se apoderó de él la sensación de que ella lo había traicionado. Incluso derramó unas lágrimas mientras sujetaba la lama y observaba a Sylvia, esa mancha verde, fundirse con el gentío de la calle.
Sylvia fue directamente hacia un alto y distinguido caballero que la abrazó.
—Mi querida Sylvia. —Era Andrew, acompañado por una sonriente mujer de gafas oscuras y boca muy roja. ¿Italiana? ¿Española?—. Ésta es Mona —la presentó—. Nos hemos casado. Me temo que está conmocionada por el caos de las calles de Senga.
—Tonterías, cariño. Es un sitio muy bonito.
—Americana —explicó Andrew—. Es una modelo famosa. Y preciosa, como ves.
—Sólo cuando estoy maquillada—repuso Mona, se excusó porque quería dormir un poco y estaba segura de que tenían mucho de que hablar.
—La altitud la está afectando mucho. —Andrew la besó cariñosamente y le hizo una seña de que entrase en el hotel Butler, que se alzaba a unos pasos de allí.
A Sylvia le sorprendió que dos mil metros de altitud pudieran afectar a alguien, pero le daba igual: ahí estaba Andrew, e iban a sentarse a charlar, dijo él señalando un café cercano. Y hacia allí se dirigieron, cogidos de la mano, y mientras esperaban a que llegasen los refrescos Andrew le pidió que lo pusiese al día.
Sylvia se disponía a hablar, pensando que se hallaba ante un hombre importante y que una sola palabra suya tal vez consiguiera anular la orden de clausura del hospital, cuando un grupo de personas bien vestidas entró en el café. Él las saludó, y ellas a él, y todos se pusieron a bromear sobre la conferencia que los había llevado a Senga.
—Es la mejor de las nuevas sedes, pero no es exactamente las Bermudas —comentó alguien.
Sylvia no sabía que estaban promocionando a Senga como sede para toda clase de reuniones internacionales, y al ver a esa gente alegre e inteligente se percató de hasta qué punto las graves necesidades de Kwadere la habían inhabilitado para participar en esa clase de conversaciones.
Andrew le sonreía a menudo, sin soltarle la mano, y en cierto momento insinuó que quizá no estuvieran en el sitio más indicado para hablar. Llegaron más delegados y siguieron bromeando, ahora sobre las reducidas dimensiones del local, equiparándolo en cierto modo a la falta de refinamiento de Zimlia. Aquellos expertos en todo lo imaginable, en este caso «la Ética de la Cooperación Internacional», semejaban niños comparando las fiestas que sus respectivos padres habían celebrado recientemente. Había tanto ruido, risas y alborozo que Sylvia le suplicó a Andrew que la dejase marchar. Él le dijo que esperaba verla en la cena de esa noche.
—Ofrecen una gran cena para despedir a los asistentes a la conferencia, y debes venir.
—No tengo ningún vestido apropiado.
El la miró de arriba abajo con indulgencia.
—No se exige traje de noche; estarás bien así.
Sylvia debía buscar un sitio donde pasar la noche. Se había ido de la misión sin dinero suficiente, y se reprochó el haber salido de manera tan precipitada, improvisada e insensata. Todo había sucedido en una especie de trance: recordaba que el padre McGuire había asumido el mando. ¿Había estado enferma? ¿Lo estaba ahora? No se sentía la de siempre, significara eso lo que significase, porque si no era la doctora Sylvia que todo el mundo conocía en el hospital, ¿quién era?
Llamó a la hermana Molly y le pidió que le dejase pasar la noche con ella. Fue en taxi hasta su casa, donde fue bien recibida y escuchó burlas más bien inofensivas sobre la Ética de la Cooperación Internacional y otras conferencias parecidas.
—No hacen más que hablar —masculló la hermana Molly—. Les pagan para que viajen a un lugar bonito y suelten una sarta de sandeces increíbles.
—Yo no diría que Senga es un lugar bonito.
—No, es verdad, pero todos los días salen a ver los leones, las jirafas y los encantadores monos, y estoy segura de que ni siquiera reparan en que la sequía está asolando los campos.
Sylvia le habló de la cena de esa noche y dijo que no había llevado más ropa que la que tenía puesta. Molly contestó que era una pena que fuese al menos cuatro tallas más grande que ella, pues de lo contrario le habría dejado su único vestido, pero que se ocuparía personalmente de que el traje que lucía estuviese limpio y planchado para las seis de la tarde. Sylvia, que había olvidado las ventajas de la civilización, sintió una emoción quizás exagerada, se quitó el traje, se acostó en la pequeña cama de hierro, igual que la que tenía en la misión, y se quedó dormida. La hermana Molly permaneció a su lado durante unos minutos, con el traje verde colgando de un brazo y una cara de curiosidad benevolente, juiciosa y experimentada: a fin de cuentas se pasaba la vida evaluando personas y situaciones de un extremo al otro de Zimlia. No le gustó lo que vio. Se inclinó con la intención de examinar los rasgos de Sylvia, la sudorosa frente, los labios secos, la piel sonrosada, y le levantó una mano para observar su muñeca y comprobar el pulso, visiblemente acelerado.
Cuando Sylvia despertó, su traje estaba colgado de la puerta, impecablemente planchado y prendido con alfileres. En la silla había una selección de bragas y una combinación de seda —«Hace siglos que me vienen pequeñas», dijo Molly—, así como unos elegantes zapatos. Sylvia se mojó el pelo para quitarse el polvo, se vistió, se calzó preguntándose si aún sería capaz de caminar sobre tacones y cogió un taxi hacia el Butler. Sentía que le había dado fiebre, pero como no era el momento más oportuno para ponerse enferma, decidió que se encontraba bien.
A las puertas del hotel Butler, personas de todas las nacionalidades charlaban, se saludaban agitando la mano, reanudaban conversaciones que quizá fueron interrumpidas en Bogotá o Varanasi. Andrew la aguardaba en la escalinata de la entrada. A su lado, Mona lucía un vaporoso vestido rosa que la asemejaba a esa variedad de tulipán de pétalos irregulares que parece hecho de luz cristalizada. Sylvia sabía que Andrew estaba inquieto por su aspecto, porque aunque el vestido de noche no era obligatorio, ninguna de las mujeres presentes iba menos elegante que ella. No obstante, le sonrió como diciendo: «Estás bien», y la tomó del brazo. Los tres subieron por una escalera lo bastante majestuosa para formar parte del decorado de una película, aunque de un gusto soberbio. Llegaron a una terraza donde una fuente y pequeños árboles en flor impregnaban el crepúsculo de frescura. Las luces procedentes del interior se reflejaban en una cara, en el resplandor de un traje blanco, en el brillo de un collar. Todo el mundo saludaba a Andrew: qué popular era ese elegante y distinguido caballero de pelo cano, sin duda digno de la atractiva joven que estaba con él, como demostraba el hecho de que se hubieran casado.
Cuando entraron, vieron que la cena se celebraría en un salón privado pero lo bastante amplio para el centenar de invitados. El lugar conseguía a la perfección lo que sus diseñadores se habían propuesto: que los privilegiados que se reunieran en él fuesen incapaces de distinguir si estaban en Varanasi, en Bogotá o en Senga.
Aunque Sylvia reconoció algunos rostros del café donde habían estado esa mañana, a otros tuvo que mirarlos dos veces. Sí, Dios santo, ahí estaba Geoffrey Bone, tan apuesto como siempre, y a su lado la cabellera llameante, ahora bien peinada y de un rojizo más tenue, de Daniel, su sombra. Y aquél era James Patton. En ocasiones hay que esperar décadas para comprender el destino que la Naturaleza le reserva a ciertas personas desde un primer momento: en este caso, James había alcanzado su apogeo como hombre del pueblo, afable y amistoso, agradablemente robusto, siempre listo para tender la mano derecha y estrechar la de cualquiera que se cruzase en su camino. Helo ahí, un diputado con un seguro escaño laborista, y en esta oportunidad invitado por Cooperación Internacional, gracias a Geoffrey. Y Jill..., sí, Jill, una mujer gorda con el cabello gris y un peinado de peluquería, concejala de un distrito de Londres conocido por la mala administración de sus fondos, aunque, desde luego, la palabra «corrupción» jamás se asociaría con esa responsable ciudadana que había dejado tan atrás sus días de revueltas, luchas contra la policía y manifestaciones ante la embajada estadounidense que sin duda ya los había olvidado o comentaba al respecto: «Ah, sí, en un tiempo fui rojilla.»
No sentaron a Sylvia junto a Andrew, que estaba en la cabecera flanqueado por dos personalidades suramericanas, sino al lado de Mona, varios sitios más allá. Sylvia se sentía tan invisible como un anónimo pajarillo pardo al lado de un pavo real, porque la gente no quitaba ojo a Mona, conocida por cualquiera que supiese algo del mundo de la moda. ¿Y qué hacía Mona allí? Explicó que había asistido a la conferencia en calidad de ayudante personal de Andrew y luego, entre risas, le dio la enhorabuena a Sylvia por su nuevo cargo de secretaria de éste, ya que así la presentaba él a todo el mundo. Sylvia permaneció callada, observando, figurándose qué aspecto ofrecerían Listo y Zebedee con los bonitos uniformes de los risueños camareros, con su maravilloso contraste entre el rojo y el blanco y la piel morena. Sabía lo mucho que habrían tenido que bregar, intrigar y suplicar esos jóvenes para conseguir su empleo, y hasta qué punto se habrían sacrificado sus padres para que pudieran servir a esas estrellas internacionales unos platos que jamás habían oído nombrar hasta que entraron a trabajar en este hotel.
Le dieron a elegir entre colas de cocodrilo con salsa rosa y palmitos importados del sureste asiático, pero el corazón de Sylvia no paraba de llorar, silenciosamente, mientras ella permanecía sentada junto a la hermosa mujer de Andrew. El matrimonio no duraría, bastaba con fijarse en el modo en que se presentaban, con la elegante complacencia de unos gatos bien alimentados, para saber que Mona lo había aceptado quizá por la sencilla razón de que le divertía molestar a los hombres jóvenes diciendo: «Siempre me han gustado los maduros»; y Andrew, que a pesar de haber tenido una docena de «amigas» famosas había sido objeto de las inevitables habladurías por no contraer matrimonio, finalmente había decidido dejar las cosas claras y allí estaba, con su esposa jovencísima.
Sylvia miró alrededor, abatida, porque el hospital estaba cerrado aunque en la aldea había mucha gente enferma, con algún miembro roto, o... por lo menos treinta o cuarenta personas necesitaban ayuda cada día; recordó la falta de agua, el polvo, el sida; no podía ahuyentar esos viejos pensamientos, que la rondaban demasiado a menudo y sin ningún propósito. Imaginó los angustiados rostros de Listo y Zebedee, que habían soñado con ser médicos... Qué mal había hecho las cosas. Sí, debía de haberlas hecho muy mal para que todo acabase de ese modo.
Mona charlaba con el hombre situado a su izquierda de sus humildes orígenes en un suburbio de Quito: la había descubierto un delegado que había asistido a una conferencia sobre las costumbres del mundo. Le confesó a su compañero de mesa que le horrorizaba Zimlia, en cuyas calles veía demasiadas cosas que le recordaban el sitio de donde había escapado.
—En realidad, lo que más me gusta es Manhattan. Lo tiene todo, ¿no? ¿Quién querría irse de allí?
De pronto todo el mundo se puso a hablar de la siguiente conferencia anual: asistirían doscientos delegados, duraría una semana y trataría sobre todo de «Las perspectivas y las repercusiones de la pobreza». ¿Dónde la celebrarían? La delegada de India, una atractiva mujer de sari rojo, sugirió Sri Lanka; habría que andarse con cuidado con los terroristas, pero no había en el mundo un lugar más hermoso. Geoffrey Bone contó que había pasado tres días en Río, durante un congreso sobre «La ecoestructura amenazada del mundo», y que había un hotel...
Pero la última conferencia anual se había organizado en Sudamérica, repuso un japonés, y en Bali había un hotel estupendo; sí, esa parte del mundo merecía el honor de recibirlos. La conversación sobre diversos hoteles y sus encantos se prolongó durante la mayor parte de la cena, y la opinión más generalizada era que en esta ocasión debían optar por Europa, ¿qué tal Italia?, aunque seguramente tendrían que someterse a una vigilancia estricta, ya que todos eran objetivos apetecibles para los secuestradores.
Finalmente decidieron reunirse en Ciudad del Cabo, porque el
apartheid
estaba a punto de desaparecer y todos querían apoyar a Mandela.
El café se sirvió en la estancia contigua, donde Andrew pronunció un discurso que sonó como si los despidiese a todos, aunque aseguró que estaba impaciente por reencontrarse con ellos el mes siguiente en Nueva York..., en otra conferencia; luego Geoffrey, Daniel, Jill y James se acercaron a Sylvia para decirle que no la habían reconocido y que se alegraban mucho de volver a verla. Los risueños rostros reflejaron horror ante lo que veían.
—Eras una niña tan guapa —murmuró Jill—. Oh, no, no quiero decir que... Es que en esa época me recordabas a un hada.
—Y en cambio mírame ahora.
—Y mírame a mí. Bueno, estas conferencias no ayudan precisamente a guardar la línea.
—Podrías ponerte a dieta —sugirió Geoffrey, que se conservaba tan delgado como siempre.
—O ir a un balneario —añadió James—. Yo voy todos los años. No me queda otra alternativa. En la Cámara de los Comunes hay demasiadas tentaciones.
—Nuestros antepasados burgueses iban a Baden-Baden o a Marienbad para perder la grasa acumulada durante un año de excesos —apuntó Geoffrey.
—Serían los tuyos —señaló James—. Yo soy nieto de un verdulero.
—Y mi abuelo era ayudante de un agrimensor —dijo Jill.