Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Ocho años antes Sylvia había llegado por esa carretera, aturdida y fascinada por la singularidad del monte, su extraña magnificencia, escuchando las advertencias de la hermana Molly respecto de la intransigencia del mundo masculino: «El padre Kevin aún no ha caído en la cuenta de que el mundo que lo rodea ha cambiado.»
En esa misma carretera, no muy lejos de allí, en una zona de colinas repleta de cuevas, piedras y baobabs, hay un lugar al que de vez en cuando acudía el compañero Líder, convocado por los curanderos del alma (
n'gangas
, brujos, chamanes), para participar en sesiones nocturnas donde hombres (y un par de mujeres) que acaso trabajaran en una cocina o en una fábrica, pintados y ataviados para la ocasión con pieles de monos y otros animales, bailaban hasta caer en trance para luego informarle de que debía matar o expulsar a los blancos si no quería enfadar a sus ancestros. El se postraba, lloraba, prometía portarse mejor y luego regresaba a su fortaleza en la ciudad y planeaba su siguiente viaje para reunirse con los líderes del mundo o asistir a una conferencia con el Banco Mundial.
Llegó el autobús. El viejo vehículo traqueteaba, se sacudía y dejaba una estela de grasiento humo negro que se extendía a lo largo de kilómetros, marcando el camino. Aunque estaba abarrotado, milagrosamente apareció un espacio para Sylvia y sus... ¿qué eran, sus criados? No obstante, los pasajeros, preparados para mostrarse críticos con esa mujer blanca —la única que había entre ellos—, vieron que rodeaba a los muchachos con los brazos y que éstos se pegaban a ella como niños. Compungidos y asustados, pugnaban por contener el llanto.
Sylvia, por su parte, sentía auténtico pánico. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué otra cosa podría haber hecho?
—¿Qué habríais hecho si yo no hubiese vuelto? —les preguntó por encima del traqueteo del autobús.
—No sé —respondió Listo—. No teníamos adonde ir.
—Gracias por venir a buscarnos —dijo Zebedee—. Teníamos mucho, mucho miedo de que no volviera.
Desde la estación de autobuses fueron andando hasta el viejo hotel, muy venido a menos tras la construcción del Butler, y pidió una habitación para los tres, esperando comentarios que al final nadie hizo: en los hoteles de Zimlia, algunas habitaciones tenían hasta media docena de camas para alojar a una familia entera.
Fue con los chicos al ascensor, consciente de que nunca habían visto uno y con toda probabilidad tampoco habían oído hablar de ellos. Les explicó cómo funcionaba, salió a un polvoriento pasillo en el que el sol proyectaba formas caprichosas y, una vez en la habitación, les mostró el cuarto de baño: les enseñó a manejar los grifos y la cadena, a abrir y cerrar las ventanas. Luego los llevó a un restaurante, donde pidió sadza y un postre, indicándoles que no debían comer con los dedos y, gracias a la ayuda de un amable camarero, se apañaron bastante bien.
A las dos de la tarde los llevó a la habitación y telefoneó al aeropuerto a fin de reservar billetes para el vuelo del día siguiente. Les dijo que iba a solicitar pasaportes para ellos —les aclaró lo que era un pasaporte— y que podían dormir si querían. Sin embargo, estaban demasiado excitados, así que los dejó pegando saltos en las camas entre exclamaciones que podían haber sido de alegría o de pena.
Encaminó sus pasos hacia la sede de las oficinas gubernamentales y cuando estaba en la escalinata de entrada, preguntándose qué hacer a continuación, Franklin bajó de su Mercedes. Lo agarró del brazo.
—Voy a entrar contigo —le dijo—, y no te atrevas a decir que tienes una reunión.
Franklin trató de liberarse, y se disponía a gritar pidiendo ayuda cuando se percató de que esa mujer era Sylvia. Se sorprendió tanto que dejó de resistirse, y Sylvia lo soltó. Cuando la había visto por última vez, hacía unas semanas, le había parecido una impostora que se hacía llamar Sylvia, pero aquí estaba la Sylvia que recordaba, una criatura menuda de una blancura casi reluciente, con el suave cabello rubio y los enormes ojos azules. Llevaba una blusa blanca, y no aquel horrible traje verde de señora anglosajona. Se la veía traslúcida, como un espíritu, o como las vírgenes de dorados rizos que recordaba de sus años escolares.
—Pasa—dijo, desarmado e indefenso.
Recorrieron los pasillos del poder, subieron escaleras y entraron en un despacho donde Franklin se sentó, suspiró, aunque sonriendo, y le señaló una silla.
—¿Qué quieres?
—He traído conmigo a dos niños de Kwadere. Tienen once y trece años. Todos sus familiares han muerto de sida. Voy a llevármelos a Londres y quiero que les consigas pasaportes.
—Recurres al ministro equivocado —respondió, riendo—. Eso no es cosa mía.
—Por favor, arréglalo. Tú puedes.
—¿Y por qué quieres robarnos a nuestros niños?
—¿Robarlos? Han perdido a su familia. No tienen futuro. No han aprendido nada en eso que vosotros llamáis escuela y donde ni siquiera hay libros. Yo he estado dándoles clases. Son inteligentes. Conmigo tendrán la oportunidad de recibir una educación. Y quieren ser médicos.
—¿Y por qué quieres hacer eso?
—Se lo prometí a su padre, que está consumiéndose de sida. Supongo que ya estará muerto. Le prometí que educaría a sus hijos.
—Es absurdo. Imposible. De acuerdo con nuestra cultura, alguien se ocupará de ellos.
—Tú nunca sales de Senga, de manera que no sabes cómo son las cosas. La aldea entera se está muriendo. Ahora mismo hay más gente en el cementerio que en el poblado.
—¿Y es culpa mía que su padre haya contraído el sida? ¿Acaso esa enfermedad terrible es culpa nuestra?
—Bueno, no es nuestra, como declaráis constantemente. Y creo que deberías saber que en las zonas rurales la gente opina que el sida es responsabilidad del Gobierno, porque los gobernantes han demostrado ser una panda de delincuentes.
Franklin desvió la mirada. Bebió un sorbo de agua y se secó la cara.
—Me sorprende que des crédito a esos cotilleos. Son rumores difundidos por agentes sudafricanos.
—No perdamos el tiempo, Franklin; he reservado asientos para el vuelo de mañana por la noche. —Le pasó un papel con los nombres tanto de los niños como de su padre y su lugar de nacimiento—. Aquí tienes. Lo único que necesito es un documento para sacarlos del país. Cuando lleguemos a Londres, conseguiré que les expidan pasaportes británicos.
Franklin se quedó mirando el papel. Luego alzó lentamente la cabeza, con los ojos anegados en lágrimas.
—Has dicho algo terrible, Sylvia.
—Deberías saber lo que comenta la gente.
—Mira que decirle una cosa semejante a un viejo amigo...
—Ayer estuve oyendo... El viejo me maldijo para obligarme a llevar a sus hijos a Londres. Me maldijo... Pesan sobre mí tantas maldiciones que probablemente voy derramándolas por ahí.
Ahora Franklin se inquietó de verdad.
—¿A qué te refieres, Sylvia? ¿Me estás maldiciendo a mí también?
—¿He dicho eso? —No obstante, la profunda arruga de tensión que le surcaba el entrecejo le confería un aspecto de bruja—. ¿Alguna vez te has sentado junto a un enfermo de sida para oír cómo te maldice a voz en cuello? Fue tan horrible que sus hijos no quisieron traducirme sus palabras. —Levantó la muñeca, rodeada por un moratón que parecía una pulsera.
—¿Qué es eso?
Se inclinó sobre el escritorio y le atenazó la muñeca con la misma fuerza que recordaba haber sentido el día anterior. La sujetó mientras él forcejeaba y luego la soltó.
El permaneció sentado y con la cabeza gacha, levantándola de vez en cuando para lanzarle miradas llenas de aprensión.
—Si tu hijo quisiera ir a Londres mañana por la noche y necesitase un pasaporte, no me digas que no se lo conseguirías.
—Bueno —cedió por fin.
—Envíame los documentos al hotel Selous.
—¿Has estado enferma?
—Sí. De malaria. No de sida.
—¿Se supone que eso es un chiste?
—Lo siento. Gracias, Franklin.
—Bueno.
Cuando Sylvia llamó a Londres desde el aeropuerto, antes de embarcar, anunció que llegaría al día siguiente con dos niños, sí, negros, y había prometido darles una educación; eran muy listos —uno de ellos se llamaba Listo—, y esperaba que no hiciera mucho frío, porque no estaban acostumbrados a las bajas temperaturas, y continuó hablando hasta que Frances señaló que la llamada le costaría un ojo de la cara.
—Ay, sí, lo siento, lo siento mucho —se disculpó entonces. Añadió que se lo contaría todo al día siguiente, y colgó.
Cuando Colin se enteró de la noticia, manifestó su certeza de que Sylvia pretendía que los niños vivieran allí.
—No seas tonto, ¿cómo van a vivir aquí? Además, Sylvia se va a Somalia. Me lo ha dicho.
—Ahí tienes, más a mi favor.
Después de meditar por unos instantes, como de costumbre, Rupert dijo que esperaba que William no se disgustara, lo que significaba que él también creía que iban a dejarles a los niños.
Aunque ni Rupert ni Frances estarían allí para recibir a Sylvia, ya que tenían que trabajar, ella sugirió que se reunieran para cenar. Esta conferencia familiar habría de posponerse por falta de información.
—Hablaba como si estuviera desquiciada —comentó Frances.
Fue Colin quien abrió la puerta a Sylvia y a los chicos. Sostenía en brazos a su hija, Celia, una niña encantadora de negros rizos, seductores ojos negros y hoyuelos, todo enmarcado por un primoroso vestido rojo. Echó un vistazo a las caras morenas y rompió a llorar.
—Tonterías —dijo su padre, estrechando con firmeza las manos de los niños, que estaban heladas y temblorosas. Era un frío día de noviembre.
—Nunca ha visto caras negras desde tan cerca —les explicó Sylvia a los niños—. No le hagáis caso.
Entraron en la cocina y se sentaron alrededor de la entrañable mesa. Resultaba obvio que los niños estaban conmocionados, o algo por el estilo. Si es posible que los rostros negros palidezcan, los suyos estaban pálidos. Habían cobrado un color ceniciento, y tiritaban a pesar de sus gruesos jerséis. Sylvia sabía que se sentían como peces fuera del agua porque a ella le ocurría lo mismo: acababan de experimentar una transición demasiado brusca desde las chozas de paja, los montículos de polvo y las nuevas tumbas de la misión.
Una joven guapa, vestida con tejanos y una alegre camiseta de rayas, entró en la cocina.
—Hola, soy Marusha —se presentó y se quedó junto al hervidor mientras calentaba agua. Se trataba de la aupair. Pronto aparecieron tazas de té ante Sylvia y los niños, y Marusha les acercó un plato con galletas, sonriendo. Era una polaca con el pensamiento y la imaginación centrados en la desintegración de la Unión Soviética, que seguía un acelerado proceso.
—Quiero ver las noticias en la tele —dijo y después de sentar a Celia sobre su cadera subió la escalera cantando.
Los niños observaron a Sylvia mientras ponía galletas en su plato y añadía leche y azúcar al té. Copiaron todos sus movimientos, con los ojos fijos en su cara, tal como habían hecho durante tantos años en el hospital.
—Listo y Zebedee me han ayudado en el hospital —dijo Sylvia—. Los matricularé en un colegio en cuanto pueda. Quieren ser médicos. Están tristes porque su padre acaba de morir. No les queda ningún familiar.
—Ah —respondió Colin, inclinando la cabeza como en un gesto de bienvenida. Las tristes y asustadas sonrisas de los niños parecían petrificadas—. Lo lamento. Supongo que este cambio debe de ser muy difícil para vosotros. Ya os acostumbraréis.
—¿Sophie está en el teatro?
—Sophie está intermitentemente con Roland... No, no me ha dejado. Yo diría que vive con los dos.
—Ya veo.
—Sí, así están las cosas.
—Pobre Colin.
—Él le envía cuatro docenas de rosas rojas con cualquier excusa, o significativos mensajes con pensamientos o nomeolvides. A mí jamás se me ocurren esas cosas. Me lo merezco.
—Ay, pobre Colin.
—Y a juzgar por tu aspecto, pobre Sylvia.
—Está enferma. Está muy enferma —afirmaron los niños.
La noche anterior habían pasado mucho miedo, no sólo por el avión, vehículo con el que no estaban familiarizados, sino también porque Sylvia vomitaba, se dormía y despertaba gritando y llorando. Les había explicado cómo funcionaba el retrete, y habían creído entenderle, pero Listo debió de apretar el botón equivocado, porque cuando volvió al lavabo, en la puerta había un cartel de «Averiado». Los dos, convencidos de que las azafatas los miraban con desconfianza, temían cometer una tontería y que el avión se cayese por culpa suya.
Ahora, cuando Sylvia los abrazó, sintieron a través de la ropa que estaba fría y temblorosa. No se extrañaron. Lo que habían visto por la ventanilla en el viaje desde el aeropuerto —brumosos cielos grises, interminables edificios y tanta gente envuelta en ropa como paquetes— había ocasionado que les entrase el deseo de ocultar la cabeza bajo una manta.
—Tengo la impresión de que no habéis dormido mucho en el avión —señaló Colin.
—No, no mucho —contestó Sylvia—. Los niños estaban demasiado conmocionados. Vienen de una aldea, ¿sabes? Todo esto es nuevo para ellos.
—Lo entiendo —aseveró Colin, y era verdad, al menos en la medida en que es capaz de entender esas cosas alguien que no ha estado allí.
—¿Hay alguien en la antigua habitación de Andrew?
—Yo trabajo en ella.
—¿Y en la tuya?
—Ahora es de William.
—¿Y en la habitación pequeña de esa planta? Podríamos poner dos camas allí.
—Hay muy poco espacio para dos camas, ¿no?
—En nuestra choza dormían cinco personas hasta que mi hermana murió —dijo Zebedee.
—No era nuestra hermana —repuso Listo—, sino nuestra prima, según las ideas de aquí. Nosotros tenemos un sistema de parentesco diferente. —Y añadió—: Estaba enferma. Se puso muy grave y murió.
—Sé que las cosas no son iguales. Espero que me lo expliquéis todo. —Colin empezaba a distinguir a los niños. Listo era delgado, serio y con enormes y atractivos ojos; Zebedee era algo más corpulento, ancho de hombros y con una sonrisa que le recordaba a la de Franklin.
—¿Podemos echar una ojeada a la nevera? Nunca habíamos visto una nevera tan grande como ésa.
Colin les enseñó la nevera con sus múltiples estantes, las luces interiores y los compartimentos para congelados. Prorrumpieron en exclamaciones, se admiraron y cabecearon, y luego empezaron a bostezar.