El sueño más dulce (60 page)

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Authors: Doris Lessing

—Ahora toca la clase de escritura. —Se volvió hacia la pizarra y con un fragmento de tiza garabateó con letra redonda e infantil: «El camarada inspector ha venido a nuestra escuela.»—. Y ahora, Mary...

Una muchacha corpulenta, de unos dieciséis años, aunque aparentaba más, se acercó por entre las hileras de apretujados pupitres, cogió la tiza y copió la frase. Hizo una reverencia al maestro —que sólo dos años antes había sido alumno de esa misma clase— y regresó a su sitio. Los niños estaban callados, pendientes de los gritos que procedían de la barraca de al lado. Todos deseaban que les permitiesen demostrar sus conocimientos en la pizarra. El problema era la escasez de tizas. El maestro tenía aquel trozo y dos barras enteras que guardaba en el bolsillo, porque aunque en los armarios de la escuela no había prácticamente nada, los forzaban a menudo. Resultaba impensable sacar al frente a todos los niños para que copiasen la frase.

Los gritos que acompañaban al señor Phiri y el señor Mandizi llegaron a la puerta del aula —ah, ¿volverían a entrar?, al menos había una frase bonita escrita en la pizarra—, pero no, pasaron de largo. Los niños corrieron a la ventana para echar un último vistazo al camarada inspector. Dos espaldas se alejaban en dirección a la casa del cura. Detrás de ellas, una tercera, cubierta por la polvorienta sotana negra del padre McGuire, agitaba la mano y les gritaba que se detuviesen.

Los niños regresaron a sus pupitres en silencio. Eran casi las doce, la hora del almuerzo. Quienes no habían llevado comida se sentarían a contemplar a sus compañeros mientras tomaban unas cucharadas de gachas frías o un trozo de calabaza.

—Después del recreo habrá gimnasia —anunció el maestro.

Gritos de alegría. A todos les encantaban los ejercicios que hacían en los polvorientos descampados que se extendían entre los barracones. No había espalderas ni potro ni cuerdas ni colchonetas donde tenderse.

Los dos hombres entraron en la casa del cura, que les pisaba los talones.

—No le he visto en la escuela —dijo Phiri.

—Creo que no inspeccionó el tercer grupo de aulas, que es donde estaba yo.

—Tengo entendido que enseña en nuestra escuela. ¿Cómo es eso?

—Doy clases de recuperación.

—No sabía que tuviéramos cursos de recuperación.

—Enseño a niños que van tres o cuatro años retrasados por culpa del lamentable estado de la escuela. A eso lo llamo recuperación. No cobro un sueldo. No le cuesto un centavo al Gobierno.

—¿Y por qué no imparten clases esas monjas que he visto por aquí?

—No están cualificadas. Ni siquiera para esta escuela.

A Phiri le entraron deseos de gritar y maldecir —e incluso golpear a alguien—, pero notaba un martilleo en la cabeza: su médico le había advertido que no debía exasperarse. Observó la comida dispuesta sobre la mesa: unas delgadas lonchas de embutido y unos tomates. Una hogaza recién horneada emanaba un delicioso aroma. Sadza, pensó, justo lo que necesitaba. Si pudiera sentir el peso y el calor de un buen plato de sadza en su estómago, revuelto por un centenar de emociones...

—¿Le apetece compartir nuestro almuerzo? —preguntó el cura.

Rebecca entró con un plato de patatas hervidas.

—¿Has preparado
sadza
?

—No, señor. No sabía que lo esperábamos a comer.

—Por desgracia —se apresuró a intervenir el padre McGuire—, como todos sabemos, se necesita al menos media hora para cocinar una buena sadza, y no querríamos ofenderlo sirviéndole una de inferior calidad; pero ¿qué tal un filete? Lamento decir que hay abundancia de carne por aquí, con tantos animales muertos por la sequía...

Phiri, que había empezado a acariciar la idea de comer sadza, sintió que el estómago se le revolvía de nuevo.

—Vaya a ver si está listo el coche —le ordenó a Mandizi, pero éste, que había puesto el ojo en el pan, le lanzó una mirada de protesta a su jefe. Tenía derecho a comer. No se movió—. Y vuelva a informarme. Si el mecánico no ha terminado, me iré con usted a su oficina.

—Estoy seguro de que habrá terminado. Ha tenido más de tres horas —repuso Mandizi.

—¿Cómo se atreve a desafiarme, señor Mandizi? ¿Soy o no soy su jefe? Por hoy ya he sido testigo de suficientes muestras de incompetencia. Su deber es estar al corriente de lo que ocurre en las escuelas locales y dar parte de las deficiencias. —Aunque gritaba, la voz de Phiri sonaba cansina y débil. Estaba a punto de prorrumpir en sollozos de impotencia, rabia y vergüenza por lo que había visto esa mañana.

Justo a tiempo, el padre McGuire lo salvó, movido por el mismo impulso que unas horas antes había inducido al señor Phiri a apartar la vista de un Cedric Pyne que lloraba por sus vacas.

—Siéntese, por favor, señor Phiri. Me alegro mucho de contar con su presencia, porque soy un viejo amigo de su padre, ¿no lo sabía? Fue alumno mío... Sí, en esa silla, y el señor Mandizi...

—El señor Mandizi hará lo que le he ordenado: ir a averiguar si mi coche está listo.

Sin mirar al inspector, Rebecca se acercó a la mesa, cortó dos gruesas rebanadas de pan, colocó un trozo de embutido en el medio y, con una pequeña reverencia, esta vez desprovista de burla, le ofreció el bocadillo a Mandizi.

—No se encuentra bien —señaló—. Sí, veo que no se encuentra bien.

El funcionario guardó silencio y permaneció donde estaba, con el bocadillo en la mano.

—¿Qué le ocurre, señor Mandizi? —preguntó Phiri.

Sin responder, Mandizi salió al porche, donde topó con Sylvia. Ésta le puso una mano sobre el brazo y le habló en voz baja y persuasiva.

Desde el salón oyeron:

—Sí, estoy enfermo, y mi mujer también.

Sylvia le rodeó los hombros con un brazo —resultaba fácil, porque había perdido mucho peso— y lo acompañó hasta el coche.

El padre McGuire no paraba de hablar mientras le pasaba al invitado el plato de la carne, el de los tomates, el de las patatas.

—Sí, llénese el plato, debe de estar hambriento, han pasado muchas horas desde el desayuno. Sí, yo también estoy muerto de hambre, y ¿qué tal está su padre? Era mi alumno favorito cuando enseñaba en Guti. Qué joven tan listo...

Phiri, sentado con los ojos cerrados, trataba de recuperarse. Cuando los abrió, vio ante sí a una menuda mujer de piel morena. ¿Una negra? No, era el color que adquirían cuando estaban demasiado expuestas al sol, ah, sí, era la mujer que había visto hacía un momento con Mandizi. Miraba a Rebecca con una sonrisa. ¿Estaría burlándose de él? La furia, que había empezado a abandonarlo gracias al filete y las patatas, volvió a apoderarse de Phiri:

—¿Es usted la mujer que, según me han dicho, ha estado usando el material de nuestra escuela para sus clases, o lo que usted llama clases?

Sylvia miró al sacerdote, que apretó los labios para indicarle que no dijese nada e intervino:

—La doctora Lennox ha comprado cuadernos y un atlas con su dinero, no debe preocuparse por eso; y ahora me gustaría saber algo de su madre... Fue mi cocinera durante una temporada, y he de decir que lo envidio por tener una madre que cocina tan bien.

—¿Y qué le enseña a sus alumnos? ¿Es usted maestra? ¿Tiene un título? Por lo que sé no es maestra sino médico.

Una vez más, el padre McGuire impidió que Sylvia contestara.

—Sí, no es maestra sino médico, nuestra médico, pero no se necesita un título para leer a los niños, o para enseñarles a leer.

—Vale —dijo Phiri. Estaba comiendo con el nerviosismo y la rapidez de alguien que se sirve de la comida para tranquilizarse. Cortó una gruesa rebanada de la hogaza que tenía delante; no había
sadza
, pero una cantidad suficiente de pan obraría el mismo efecto.

Rebecca intervino inesperadamente en la conversación.

—Quizás el camarada inspector quiera bajar a la aldea y comprobar lo mucho que nuestra gente aprecia lo que hace la doctora, la ayuda que nos presta.

El padre McGuire consiguió contener su irritación.

—Sí, sí, claro; pero en un día tan caluroso como éste, estoy seguro de que el señor Phiri preferirá quedarse con nosotros a la sombra y tomar una taza de té. Prepara té para el inspector, Rebecca, por favor.

Sylvia se disponía a preguntar por los libros y los cuadernos perdidos, cuando el cura, que lo intuía, dijo:

—Sylvia, creo que al inspector le gustaría que le hablases de la biblioteca que has organizado en la aldea.

—Sí. —Sylvia asintió—. Ya tenemos casi un centenar de libros.

—¿Y puedo preguntar quién los pagó?

—La doctora ha tenido la bondad de comprarlos con su dinero.

—Vaya. Supongo que en ese caso debemos estarle agradecidos. —Phiri suspiró y añadió—: Vale. —Sonó como otro suspiro.

—No has comido nada, Sylvia.

—Tomaré una taza de té.

Rebecca entró con la bandeja, distribuyó las tazas y los platos con deliberada lentitud, cubrió la jarra de leche con la campana de malla adornada con cuentas azules y empujó la gran tetera hacia Sylvia. Aunque normalmente era la encargada de servir el té, regresó a la cocina. El inspector frunció el entrecejo, consciente de que lo habían tratado con insolencia, aunque no habría sabido explicar exactamente cómo.

Sylvia sirvió el té sin levantar la vista de sus manos. Puso una taza delante del inspector, le acercó el azúcar y empezó a desmigar un mendrugo. Todos permanecían en silencio. En la cocina, Rebecca tarareaba una de las canciones de la guerra de liberación con la intención de molestar a Phiri, pero éste no pareció reconocer la tonada.

Por suerte, oyeron el motor de un coche, que al frenar levantó nubes de polvo. De él se apeó el mecánico, vestido con un elegante mono azul. Phiri se puso en pie.

—Veo que mi coche ya está arreglado —comentó con aire distraído, como quien ha perdido algo pero no sabe el qué ni dónde. Sospechaba que se había comportado de un modo poco apropiado, aunque no, claro que no, porque en todo momento había estado en lo cierto.

—Confío en que les cuente a sus padres que nos hemos visto y que rezaré por ellos —dijo el padre McGuire.

—Se lo diré cuando los vea. Viven en el monte, al otro lado del Centro de Desarrollo de Pambili. Han envejecido mucho.

Salió al porche. Una multitud de mariposas revoloteaba en torno a los hibiscos. El canto de un turaco se oía desde varios centenares de metros de distancia. Phiri subió al asiento trasero del vehículo y éste se alejó entre ríos de polvo.

Rebecca entró en el salón y se sentó a la mesa, algo insólito en ella. Sylvia le sirvió té. Nadie habló durante un rato.

—Los gritos de ese idiota se oían desde el hospital —dijo Sylvia al fin—. El camarada inspector tiene más probabilidades de sufrir una apoplejía que cualquier persona que haya conocido en mi vida.

—Sí, sí —reconoció el sacerdote.

—Qué vergüenza —prosiguió Sylvia—. Los niños han estado soñando con la visita de ese tipo durante semanas. «El inspector hará esto, el inspector hará lo otro, el inspector traerá libros...»

—No es para tanto, Sylvia —murmuró el padre McGuire.

—¿Qué? Cómo puede decir...

—Es una vergüenza, una vergüenza —terció Rebecca.

—¿Cómo puede estar tan tranquilo, Kevin? —Sylvia rara vez llamaba al padre McGuire por su nombre de pila—. Es un crimen. Ese hombre es un criminal.

—Sí, sí, sí—dijo el sacerdote. Al cabo de un largo silencio, y añadió—: ¿Nunca has pensado que ésa es la historia de la humanidad? Los poderosos le sacan el pan de la boca a los
povos
, pero los
povos
siempre se las ingenian para salir adelante.

—¿Se refiere a que los pobres siguen existiendo? —preguntó Sylvia con sarcasmo.

—¿Alguna vez has observado lo contrario?

—Y no hay nada que hacer porque todo seguirá igual, ¿verdad?

—Quizá —contestó el padre McGuire—. Lo que me llama la atención es tu actitud. Las injusticias no dejan de sorprenderte, a pesar de que las cosas siempre han sido así.

—Pero les prometieron tantas cosas... En el momento de la independencia les prometieron..., bueno, de todo.

—Los políticos hacen promesas que luego rompen.

—Yo les creí—admitió Rebecca—. Fui una idiota; cuando llegó la liberación me puse a dar gritos de alegría. Pensé que hablaban en serio.

—Claro que hablaban en serio —repuso el sacerdote.

—Creo que todos nuestros gobernantes se volvieron malos porque les echaron una maldición —dijo Rebecca.

—¡Que Dios nos asista! —exclamó el padre McGuire, perdiendo la paciencia—.

No estoy de humor para escuchar esas tonterías. —Sin embargo, no se levantó de la mesa.

—Sí—continuó Rebecca—. Fue por la guerra, porque en la guerra no enterramos a nuestros muertos. ¿Sabe que hay esqueletos en las cuevas de las colinas? ¿Lo sabía? Me lo contó Aaron. Y si no enterramos a los muertos según nuestras costumbres, ellos regresan y nos maldicen.

—Rebecca, eres una de las mujeres más inteligentes que conozco y...

—Y ahora aparece eso del sida. Es una maldición. ¿Qué otra cosa puede ser?

—No es una maldición, Rebecca —intervino Sylvia—, sino un virus.

—Yo tenía seis hijos, ahora tengo tres y pronto sólo me quedarán dos. Todos los días hay una tumba nueva en el cementerio.

—¿Sabes algo de la peste negra?

—¿Qué voy a saber yo? No pasé del primer curso.

Eso significaba que, si bien había oído algo al respecto y sabía más de lo que estaba dispuesta a reconocer, quería que la instruyesen.

—Fue una epidemia que afectó a Asia, Europa y el norte de África. Acabó con la tercera parte de la población —explicó Sylvia.

—Las ratas y las moscas —terció el padre McGuire—. Ellas propagaron la enfermedad.

—¿Y quién les señaló el camino a las ratas?

—Fue una epidemia, Rebecca. Igual que el sida, que el flaco.

—Dios está enfadado con nosotros —insistió Rebecca.

—Que el Señor nos asista a todos —dijo el sacerdote—. Ya soy viejo y quiero volver a Irlanda, a casa.

Lo cierto es que se quejaba tanto como un viejo y no tenía buen aspecto... Al menos en su caso, no cabía culpar al sida. Hacía poco que había sufrido otro ataque de malaria. Estaba extenuado.

Sylvia rompió a llorar.

—Voy a echarme un rato —anunció el padre McGuire—. Sé que es inútil que te sugiera que hagas lo mismo.

Rebecca ayudó a Sylvia a ponerse en pie y la acompañó a su habitación. La dejó en la cama, donde se tendió con una mano sobre los ojos. Rebecca se arrodilló a su lado y le pasó un brazo por debajo de la cabeza.

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