Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Me temo que podría estar enferma.
El problema residía en que Julia había perdido a Sylvia. Sí, la joven seguía en la casa, que era su hogar, pero los acontecimientos habían obligado a Julia a pensar que esta vez la separación era definitiva. ¿Acaso Wilhelm no lo veía?
—Julia está sufriendo por Sylvia —explicó Andrew—. Es así de sencillo.
—No soy tan idiota para no darme cuenta de cuáles son los sentimientos de Julia. Pero el asunto no tiene nada de sencillo.
Se puso en pie, decepcionado.
—¿Qué quiere que hagamos? —quiso saber Frances.
—Julia no debería pasar tanto tiempo sola. Tendría que salir a caminar. Sale muy poco, y no consigo convencerla de que su problema no es la edad. Yo tengo diez años más que ella y no me he dado por vencido. Me temo que Julia sí.
Frances estaba pensando que en todos aquellos años Julia jamás había aceptado una invitación para ir a cenar, a dar un paseo, al teatro o a una galería de arte. «Gracias, Frances, eres muy amable», se limitaba a decir.
—Quiero pedirles permiso para comprarle un perro a Julia. No, no un perro grande y alborotador, sino uno pequeño. Tendrá que ocuparse de él y sacarlo a pasear.
Una vez más, los tres rostros evidenciaron que no le confiarían lo que opinaban.
¿De verdad creía el viejo que un perrito iba a llenar el vacío en el corazón de Julia? Un trueque: ¡un perro a cambio de Sylvia!
—Claro que puede regalárselo —dijo Frances—, si piensa que ella se alegrará...
Ahora Wilhelm, que acababa de confesar que contaba más de ochenta años, aunque no le creyeran, respondió:
—No es que esté convencido de que sea lo mejor para ella. Pero la verdad es que... estoy desesperado. —La solemnidad de sus modales, de su estilo, se esfumó, y de repente vieron ante sí a un anciano humilde, con lágrimas que se deslizaban hacia la barba—. Es necesario decirles que le profeso un gran afecto a Julia. Me entristece verla tan... tan... —Salía de la cocina—. Discúlpenme, deben disculparme.
—¿Quién será el primero en decir: «No pienso ocuparme de ese perro.»? —preguntó Frances.
Wilhelm apareció con un pequeño terrier al que ya había puesto el nombre de Stückchen —que significaba «trocito», «cosa pequeña»— y a modo de broma le había atado un gran lazo azul al cuello. Si bien la primera reacción de Julia fue apartarse del perro que correteaba ladrando alrededor de su falda, al advertir la ansiedad de su amigo por verla contenta se inclinó para acariciar al animal y tranquilizarlo. Hizo una interpretación lo bastante buena como para que Wilhelm pensara que llegaría a querer al cachorro, pero cuando él se marchó, ella, consciente de que tendría que encargarse de la comida y las cacas del animal, se sentó temblando en una silla y pensó: «Es mi mejor amigo y me conoce tan poco que cree que deseo una mascota.»
Los días siguientes fueron incómodos: alimentos para perro, excrementos en el suelo, olores y un bicho inquieto que ponía a Julia al borde del llanto con sus ladridos. «¿Cómo ha podido?», se preguntaba, y cuando Wilhelm volvió a visitarla, los esfuerzos de Julia por mostrarse amable le indicaron que había cometido un gran error.
—Pero, querida, te vendría muy bien sacarlo a pasear. ¿Cómo lo has llamado? ¿
Huracán
? ¡Ya veo! —Y tomó la puerta ofendido, de manera que ahora Julia habría de preocuparse también por él.
Como sabía que su ama lo detestaba,
Huracán
trabó amistad con Colin, que lo quería porque lo hacía reír, y así fue como se convirtió en
Fiera
, debido a lo ridículo que resultaba ver a ese animal minúsculo gruñendo, defendiéndose y atacando con unas mandíbulas del tamaño de las pinzas de Julia para servir el azúcar. Sus patas eran como bolas de algodón, sus ojos como negras semillas de papaya, su cola como una ensortijada cinta de seda plateada. Fiera seguía a Colin a todas partes, de manera que el perro que supuestamente iba a ser bueno para Julia acabó siendo bueno para Colin, que no tenía amigos, daba solitarios paseos por el parque y bebía en exceso; nada grave, pero lo suficiente para que Frances le confesara que estaba preocupada. Él se enfadó. «No me gusta que me espíen.»
El verdadero problema era que detestaba depender de su madre y su abuela. Había escrito dos novelas que distaban de ser buenas, lo sabía, y estaba trabajando en la tercera, con Wilhelm Stein como mentor. Se alegraba de que Andrew hubiera vuelto a convertirse en una persona dependiente. Después de aprobar sus exámenes con notas brillantes, éste se había incorporado a un bufete, pero ahora había decidido estudiar Derecho Internacional. Había vuelto a casa y planeaba ingresar en Oxford para seguir un curso de dos años.
Sylvia ya era médico residente, mucho más joven que sus compañeros, y trabajaba tan duro como los demás. Siempre regresaba a casa agotada y subía por la escalera como en trance, sin fijarse en nadie ni en nada; mentalmente ya estaba en la cama. Era capaz de dormir veinticuatro horas seguidas y luego se levantaba, se duchaba y volvía a largarse. A veces ni siquiera iba a saludar a Julia, y mucho menos a darle un beso de buenas noches.
Había algo más. El padre de Sylvia, su verdadero padre, el camarada Alan Johnson, había muerto y le había dejado una importante suma de dinero. La carta del abogado llevaba adjunta una carta de él, que obviamente había escrito en estado de ebriedad y que decía que entendía que ella, Tilly, había sido la única verdad de su vida: «Eres mi legado para el mundo»; por lo visto pensaba que su legado tangible no representaba más que una irrisoria contribución material. Ella ni siquiera recordaba si lo había visto alguna vez.
Sylvia subió a comunicarle la noticia a Julia y dijo: «Has sido muy generosa conmigo, pero ya no necesito más limosnas.»
Julia calló y se estrujó las manos sobre el regazo como si la joven la hubiera golpeado. La falta de tacto se debía al agotamiento. Sencillamente, Sylvia no estaba en sus cabales. No era una persona capaz de soportar una tensión y un estrés continuos; seguía siendo una jovencita frágil, con los ojos azules siempre irritados, por no hablar de lo mucho que tosía.
Wilhelm se encontró con Sylvia cuando ésta subía por la escalera, después de una semana de trabajo ininterrumpido y casi sin dormir, y le pidió consejo médico sobre Julia. «Lo siento, no me he especializado en geriatría», repuso ella y siguió hacia su cuarto, donde se acostó y se durmió en el acto.
Julia la había oído desde el rellano. Geriatría. Rumiaba, sufría..., todo constituía una afrenta para ella en su estado paranoico. Sentía que Sylvia se había vuelto contra ella.
Sylvia había leído la carta del abogado cuando estaba tan necesitada de sueño como un prisionero torturado, o como la madre de un recién nacido. Bajó a ver a Phyllida con la carta en la mano, y la encontró enfundada en un quimono estampado con los signos del zodíaco. Interrumpió el sarcástico «¿a qué debo el honor...?» de su madre con una preguna:
—¿Te ha dejado dinero, mamá?
—¿Quién? ¿De qué hablas?
—Mi padre. Me ha dejado dinero. —Antes de que Phyllida estallara, como auguraba su rostro, le dijo—: Escucha, calla y escucha.
Phyllida, empero, ya había empezado con su letanía de quejas:
—Así que yo no cuento, ¿no? Por supuesto que no, te ha dejado el dinero a ti...
Sin embargo, Sylvia se había dejado caer en una silla y se había quedado dormida en el acto. Phyllida sospechó que se trataba de un truco o una trampa. Miró con fijeza a su hija e incluso le levantó una lánguida mano y la dejó caer. Se sentó pesadamente, estupefacta, pasmada y sin habla. No era consciente de que Sylvia trabajase tanto; todo el mundo sabía que los médicos jóvenes..., pero que pudiera dormirse de esa manera, así sin más... Recogió la carta que había caído al suelo, la leyó y se sentó con ella en la mano. Hacía años que no se le presentaba la oportunidad de observar a su hija, de observarla de verdad. En ese momento lo hizo. Tilly estaba tan delgada, pálida y desmejorada... Era un crimen lo que les exigían a los médicos residentes, alguien debería pagar por ello...
Esos pensamientos se fundieron con la quietud. Las pesadas cortinas estaban echadas, la casa en silencio. ¿Debía despertar a Tilly? Llegaría tarde al trabajo. Ese rostro... no se parecía en absoluto al suyo. Tenía la boca de su padre, roja y delicada. «Rojo y delicado», buenas palabras para describir al camarada Alan, el héroe..., o eso creían todos. Se había casado con dos héroes comunistas, uno detrás del otro. ¿En qué demonios habría estado pensando? (Esta autocrítica tan impropia de ella pronto la conduciría a la vía dolorosa de la psicoterapia, y de allí a una existencia nueva.)
¿Tilly había bajado a contarle lo de la herencia para jactarse? ¿Se trataba de una provocación? Su sentido de la justicia le dijo que no. Sylvia se daba muchas ínfulas y detestaba a su madre, pero jamás la había tratado con crueldad.
La joven despertó sobresaltada y creyó que se encontraba en medio de una pesadilla. La áspera y roja cara de su madre, con sus desquiciados ojos acusadores, estaba justo encima de la suya, y al cabo de un instante esa voz comenzaría a chillarle, a gritarle como de costumbre. «Me has destrozado la vida. Si no hubiera sido por ti, habría... Eres mi maldición, mi cruz...»
Sylvia gritó, empujó a su madre y se irguió en la silla. Vio su carta en la mano de Phyllida y se la arrebató. Por último se levantó y dijo:
—Ahora escucha, mamá, pero no hables, por favor; sé que es injusto que me haya dejado todo el dinero, de modo que te daré la mitad. Se lo comunicaré al abogado. —Se marchó corriendo, tapándose los oídos con las manos.
Después de consultar a Andrew, Sylvia informó a los abogados y éstos realizaron las gestiones necesarias. Al repartirse el dinero con Phyllida había convertido una herencia sustanciosa en una suma útil, suficiente para comprar una buena casa, contratar una póliza... en suma, garantizar cierta seguridad. Andrew le recomendó que buscara asesoramiento económico.
De buenas a primeras sólo había que pagar los estudios de una persona —Andrew—, y Frances decidió que la siguiente vez que le ofrecieran un buen papel en el teatro, lo aceptaría.
Wilhelm volvió a llamar a la puerta de la cocina, pero esta vez el doctor Stein era todo sonrisas y se mostraba tímido como un colegial. De nuevo era domingo, y Frances, junto con los dos jóvenes de la casa, interpretaba una escena familiar en torno a la mesa de la cena.
—Tengo novedades —anunció Wilhelm a Frances—. Es decir Colin y yo tenemos novedades. —Sacó una carta y la sacudió en el aire—. Deberías leerla en voz alta, Colin... ¿no? Entonces lo haré yo.
Y leyó la carta de un buen editor que decía que
El hijastro
, la última novela de Colin, se publicaría pronto, y que habían depositado grandes esperanzas en ella.
Besos, abrazos, enhorabuenas, Colin sin habla a causa de la alegría. De hecho, estaban esperando aquella carta. Wilhelm había leído y condenado las dos primeras versiones de la novela, pero había aprobado la última y la había entregado a un editor, un amigo. El largo aprendizaje de Colin, que había puesto a prueba su paciencia y su perseverancia, había llegado a su fin. Mientras los humanos se besaban, se abrazaban y gritaban, el minúsculo perro saltaba y emitía pequeños ladridos de éxtasis que reflejaban sus ansias de sumarse a la fiesta, hasta que saltó al hombro de Colin y empezó a agitar su plumífera cola como un limpiaparabrisas contra su rostro, amenazando con tirarle las gafas.
—Abajo,
Fiera
—lo riñó Colin. La absurda situación lo movió a atragantarse con las lágrimas y la risa, y se puso en pie de un salto gritando
«¡Fiera! ¡Fiera!»
mientras corría escaleras arriba con el perro en sus brazos.
—Magnífico, magnífico —exclamó Wilhelm Stein, quien tras besar el aire por encima de la mano de Frances se marchó sonriendo a ver a Julia, que al enterarse de la noticia permaneció sentada en silencio por unos instantes.
—De manera que yo estaba equivocada, muy equivocada —dijo por fin.
Wilhelm, que sabía lo mucho que a ella le molestaba equivocarse, se volvió para no ver las lágrimas de remordimiento que asomaban a sus ojos. Sirvió dos copas de madeira, tomándose su tiempo:
—Tiene talento, Julia, pero lo más importante es su tenacidad.
—Entonces tendré que pedirle disculpas, porque no he sido justa con él.
—¿Y mañana me acompañarás al Cosmo? Te vendrá bien dar un pequeño paseo.
De manera que Julia se disculpó con Colin, que frente al evidente trastorno emocional de la anciana puso todo su empeño en tranquilizarla. Después, con el brazo enlazado con el de Wilhelm, Julia bajó lentamente la cuesta hasta el Cosmo, donde él la cortejó con tartas y cumplidos mientras las llamas del debate político saltaban o humeaban alrededor de los dos.
Frances leyó
El hijastro
y se lo pasó a Andrew, que comentó: «Es interesante. Muy interesante.»
Años antes Frances se había visto obligada a sentarse a escuchar las críticas de Colin contra ella y su padre, tan encendidas y crueles que se había sentido abrasada por ríos de lava. Y en esas páginas estaba toda esa ira destilada. Era la historia de un niño cuya madre se había casado con un embaucador, un sinvergüenza con pico de oro que ocultaba sus crímenes detrás de cortinas de palabras persuasivas, palabras que prometían toda clase de paraísos. Se mostraba cruel o indiferente con su hijo. Cuando éste pensaba que su torturador se había marchado para siempre, aparecía otra vez, y la madre sucumbía a sus encantos, porque era encantador, aunque de una manera siniestra. El pequeño le contaba su historia a un amigo imaginario, el tradicional compañero de juegos de los niños solitarios, y la narración resultaba triste y graciosa a la vez, ya que el lector adulto podía interpretar la distorsionada visión infantil como una exageración: las escenas casi de pesadilla, semejantes a sombras proyectadas por una vela en la pared, eran más bien trilladas, casi chabacanas. Un lector de la editorial había descrito la novela como una pequeña obra de arte, y quizá lo fuera. Pero la madre y el hermano mayor del autor veían algo más: la magia de la historia había conjurado una terrible angustia. Con ese libro Colin demostraba que era un adulto.
—¿Sabes? —dijo Andrew—, creo que mi hermano pequeño me ha superado; yo sería incapaz de alcanzar ese grado de distanciamiento.
—¿Tan espantoso fue? —preguntó Frances, temiendo la respuesta.