El sueño más dulce (64 page)

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Authors: Doris Lessing

—Y mi otro abuelo era peón en una granja de Dorset —contraatacó James.

—Enhorabuena, tú ganas —concedió Geoffrey—. Nadie puede competir con eso. —Se despidió de Sylvia con la mano y se marchó seguido muy de cerca por Daniel.

—Siempre ha sido un estirado —dijo Jill.

—Yo diría más bien un maricón —soltó James.

—Vamos, vamos, lo menos que podemos esperar aquí es un poco de corrección política.

—Tú espera lo que quieras. En mi opinión, la corrección política no es más que otra pequeña muestra del imperialismo yanqui —replicó el hombre del pueblo.

—Explícate —pidió Jill.

Y mientras se explicaba, los dos se alejaron.

Una agitada Rose Trimble rondaba la entrada del hotel Butler, vestida con un elegante atuendo que había comprado con la esperanza de que Andrew la invitase a la cena; sin embargo él no había respondido a sus mensajes.

Jill salió sin dirigir una sola palabra a Rose, que había descrito su distrito como una afrenta a los principios e ideales de la democracia.

—Sólo cumplía con mi deber —le dijo Rose mientras Jill pasaba por su lado y se alejaba.

Luego el primo James, cuyas facciones se endurecieron al verla, le preguntó, apartándola de un empujón:

—¿Qué demonios haces aquí? ¿Ya no queda basura donde escarbar en Londres?

Cuando Andrew bajó la escalinata con Mona y Sylvia, la saludó de inmediato:

—Rose, dichosos los ojos.

—¿No recibiste mis mensajes?

—¿Me dejaste algún mensaje?

—Hazme una declaración, Andrew. ¿Qué tal ha ido la conferencia?

—Estoy seguro de que mañana todo saldrá en los periódicos.

—Y ésta debe de ser Mona Moon... —dijo Rose—. Háblame de ti, Mona. ¿Cómo te sienta la vida de casada?

Mona no respondió y siguió andando con Andrew. Rose no reconoció a Sylvia, o quizá mucho después pensase que aquella mujer insulsa e insignificante debía de ser Sylvia.

Abandonada, se dirigió con amargura a los delegados que pasaban cerca de ella:

—Los malditos Lennox. Eran mi familia.

Tras recibir un abrazo de Andrew y un delicado beso de Mona, pidieron un taxi para Sylvia; ellos se iban a una fiesta.

La casa de la hermana Molly estaba a oscuras y cerrada con llave. Sylvia tuvo que pulsar el timbre una y otra vez. Chasquido de pestillos, chirrido de cadenas, tintineo de llaves, y por fin apareció Molly, con un pequeño camisón azul y la cruz colgada entre los pechos.

—Lo siento; en los tiempos que corren no nos queda más remedio que vivir en una fortaleza.

Sylvia se dirigió a su habitación con cautela, como si temiera licuarse igual que un postre de gelatina. Tenía la sensación de que había comido demasiado y además había bebido vino, y no le sentaba bien. Estaba algo mareada y temblorosa. La hermana Molly la observó mientras se dejaba caer sobre la cama.

—Será mejor que te desvistas. —Molly le quitó el traje, los zapatos y las medias—. Así está mejor. ¿Cuándo te dio el último ataque de malaria?

—Creo que hace un año.

—Pues ahora tienes otro. Quédate quieta. Estás ardiendo de fiebre.

—Se pasará.

—No por sí sola.

De modo que Sylvia sufrió otro ataque de malaria, que aunque no se manifestó en su forma más grave y peligrosa, la que afecta al cerebro, sí resultó bastante desagradable. Tiritó, se estremeció y tomó sus pildoras —otra vez la obsoleta quinina, ya que los nuevos fármacos no le hacían el menor efecto—, y cuando se hubo recuperado, la hermana Molly comentó:

—Ésta sí que ha sido buena; pero veo que ya estás con nosotros.

—Llama al padre McGuire, por favor —le pidió Sylvia—, y explícale lo que ha pasado.

—¿Por quién nos tomas? Hace semanas que le avisé.

—¿Semanas?

—Has estado bastante mal. Aunque yo diría que al ataque de malaria se sumó una especie de colapso general. Y además estás anémica, de modo que debes comer.

—¿Qué dijo el padre McGuire?

—No te preocupes. Todo sigue igual por allí.

Lo cierto era que Rebecca y Tenderai habían muerto. Los dos hijos que le quedaban se habían ido a vivir con la cuñada a quien Rebecca acusaba de haberla envenenado. No obstante, era demasiado pronto para comunicarle la mala noticia.

Sylvia comió, bebió lo que le parecieron litros de agua y fue al baño, donde por fin se libró de los sudores de la fiebre. Estaba débil pero lúcida.

Acostada en la pequeña cama de hierro, se dijo que los temblores febriles le habían quitado de encima un montón de tonterías innecesarias. Una de ellas era su concepto del padre McGuire: en los momentos difíciles, se había persuadido de que el sacerdote era un santo, como si eso lo justificase todo, pero ahora pensó: «¿Quién demonios soy yo, Sylvia Lennox, para juzgar quién es un santo y quién no lo es?»

—He llegado a la conclusión de que no soy católica —le confesó a la hermana Molly—. No soy una católica en un sentido estricto, y tal vez nunca lo haya sido.

—¿De veras? Conque es blanco o negro, ¿no? ¿Has descubierto que en realidad eres protestante? Bueno, debo confesarte que en mi opinión el bueno de Dios tiene cosas mejores que hacer que preocuparse por nuestras pequeñas luchas interiores, pero no lo cuentes en Belfast... La próxima vez que vaya allí no quiero pasarme un montón de días castigada de rodillas.

—He sucumbido al pecado de la soberbia, estoy segura.

—Vaya. ¿Acaso no sucumbimos todos? Aun así me extraña que Kevin no mencionara que eres soberbia. Se le da muy bien detectar esa clase de pecados.

—Seguro que lo ha notado.

—De acuerdo, ahora tómate las cosas con calma. Cuando te hayas restablecido, podrás pensar en los pasos que quieres seguir. Nosotras te haremos algunas sugerencias.

De manera que Sylvia descansó, segura de que en la misión no esperaban que regresase; pero ¿qué sucedería con Listo y Zebedee?

Les telefoneó. Oyó sus voces infantiles, clamando desesperadas por ayuda.

—¿Cuándo volverá? Por favor, vuelva.

—Tan pronto como pueda.

—Ahora que Rebecca no está, todo es tan difícil...

—¿Qué?

Así se enteró de lo ocurrido. Se tendió en la cama pero no lloró; era demasiado terrible para llorar.

Sentada en la cama, sorbía nutritivas pociones mientras la hermana Molly la vigilaba con los brazos en jarras y una sonrisa en los labios; y durante todo el día, hasta la hora más avanzada que toleraban los madrugadores ciudadanos de Zimlia, acudían personas del estilo de Andrew Lennox, turistas, parientes que estaban de paso o individuos que durante el Gobierno blanco no habían sido bien recibidos. Sylvia no conocía a ninguno de ellos.

Trataban de convencerla de que aunque en Zimlia había muchos sitios como Kwadere, acaso demasiados, tal vez su experiencia allí hubiera sido tan limitada, a su manera, como la de las personas que jamás habrían creído que existieran aldeas como la de la misión de San Lucas. A fin de cuentas, había escuelas que formaban de verdad a los alumnos, que tenían al menos algunos libros y cuadernos, así como hospitales dotados de equipamiento, cirujanos e incluso laboratorios de investigación. Era su temperamento el que la había inducido a buscar el lugar más miserable posible; lo entendió con tanta claridad como el hecho de que resultaba absurdo preocuparse por la magnitud de su fe o la falta de ésta.

En un ámbito muy distinto del de las embajadas, los salones del hotel Butler, las ferias comerciales o el círculo de corruptos (que la hermana Molly llamaba «el pastel de chocolate»), había gente que dirigía organizaciones con presupuestos pequeños, a veces financiadas por un solo individuo, y que conseguía más con su dinero de lo que Cooperación Internacional o Dinero Mundial habían soñado jamás; personas que trabajaban en lugares difíciles con el fin de recaudar fondos para una biblioteca, un albergue para mujeres maltratadas o un pequeño negocio; otros concedían créditos por importes que los bancos habrían despreciado. Eran blancos y negros, nativos de Zimlia o expatriados, y derrochaban un brioso optimismo que había contagiado a los funcionarios públicos con cargos modestos, porque nunca había habido un país que dependiera tanto de sus pequeños funcionarios, que no eran corruptos sino trabajadores y competentes. Aunque pasaban inadvertidos y nadie reconociese sus méritos, cualquiera que entendiese la situación habría ido a pedir ayuda a una humilde oficina dirigida por un hombre o una mujer que, en circunstancias más justas, hubiese estado gobernando el país, y que en realidad era quien mantenía todo en marcha. La casa de la hermana Molly y otra docena de viviendas semejantes componían una red de puntos de encuentro de gente sensata. No se hablaba de política, pero no por principios sino por la naturaleza de las personas involucradas: en algunos países, la política es el enemigo del sentido común. Si alguna vez mencionaban al compañero Líder o a sus corruptos compinches, lo hacían como quien habla del tiempo..., como algo que no había más remedio que soportar. Sí, el camarada presidente los había decepcionado a todos, pero ¿acaso constituía eso una novedad?

A Sylvia le sugirieron una docena de posibilidades para su futuro. Era médico, y la gente sabía que había levantado un hospital en el monte prácticamente de la nada. ¿Se había ganado la antipatía del Gobierno?, mala suerte, pero Zimlia no era el único país de África.

Uno de nuestros libros de texto dice algo así: «Durante la segunda mitad del siglo XIX, y hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias se disputaron África como perros peleando por un hueso.» Lo que leemos con menos frecuencia es que ese hueso no fue menos disputado durante el resto del siglo XX, aunque no por las mismas jaurías.

Un joven médico nativo (blanco) acababa de regresar de las guerras de Somalia. Se sentó en la silla que había en la habitación de Sylvia y escuchó hablar a ésta compulsivamente (según la hermana Molly se trataba de una «autoterapia») del destino de la gente que moría de sida en la misión de San Lucas, aparentemente invisible para el Gobierno. Se explayó durante horas y después fue el turno de él, que también habló compulsivamente, mientras ella escuchaba.

Somalia había formado parte de la esfera de influencia de la Unión Soviética, que había montado allí su habitual aparato de prisiones, cámaras de tortura y escuadrones de la muerte. Luego, gracias a un ingenioso juego de prestidigitación internacional, pasó a manos estadounidenses, permutada por otro trozo de África. Los ciudadanos ingenuos esperaban que los americanos desmantelaran el sistema de seguridad soviético y los liberasen, pero aún no habían aprendido la lección, esencial en nuestro tiempo, de que no hay nada tan estable como ese aparato. Los marxistas y comunistas de diversas filiaciones que se habían encumbrado bajo el dominio de los rusos, torturando, encarcelando y asesinando a sus enemigos, cayeron a su vez víctimas de torturas, encarcelamientos y asesinatos. El otrora razonable Estado de Somalia era como un hormiguero en el que hubiesen arrojado agua hirviendo. La estructura que permitía una vida decente quedó destruida. Ahora gobernaban los caudillos, los bandidos, los jefes tribales, los criminales y los ladrones. A pesar de sus grandes esfuerzos, las organizaciones humanitarias no podían prestar mucha ayuda, sobre todo porque la guerra les impedía acceder a vastas regiones del país.

El médico habló durante horas, sentado en la dura silla, porque llevaba meses sin ver más que personas matándose entre sí. Poco antes de marcharse se había detenido al costado de un camino, en un paisaje que la falta de agua había convertido en polvo, para mirar a quienes huían de la hambruna. Una cosa era verlos por televisión, había dicho (como disculpándose por su verborrea), abstraído en su relato, y otra muy distinta encontrarse allí. Quizá Sylvia estuviera tan capacitada como el que más para imaginar lo que describía, porque le bastaba con colocar en aquel polvoriento camino, situado tres mil kilómetros más al norte, a la población de la moribunda aldea de Kwadere. Sin embargo, ese hombre había visto, además, a refugiados que escapaban de las tropas asesinas de Mengistu, algunos mutilados y ensangrentados, otros, moribundos, o llevando a niños muertos en brazos: había contemplado esas escenas durante días, y la experiencia de Sylvia no era comparable. Además, en la casa del padre McGuire no había televisión.

Este médico había observado con impotencia a personas que necesitaban medicinas, un refugio, cirugía, y sólo había podido darles unas cuantas cajas de antibióticos, que se agotaron en cuestión de minutos.

El mundo está lleno de seres humanos que han sobrevivido a guerras, genocidios, sequías, inundaciones, y ninguno de ellos olvidará lo que ha sufrido, pero también están aquellos que han sido testigos, durante días, de una diáspora de miles, de centenares de miles, de millones de personas, sin posibilidad alguna de ayudarlas... En fin, aquel médico se había encontrado en esa situación y ahora, con la mirada extraviada y el rostro desencajado, le resultaba imposible parar de hablar.

Una médico estadounidense quería que Sylvia la acompañase a Zaire, pero le preguntó si se sentía en condiciones —aquello era muy duro—, a lo que Sylvia respondió que se encontraba bien, que era una mujer fuerte. También dijo que había practicado una operación pese a no ser cirujana, pero los dos médicos se rieron: en estos lugares cada uno hacía lo que podía, «salvo trasplantes de órganos, y posiblemente tampoco me atreviera con un
bypass
».

Finalmente Sylvia aceptó viajar a Somalia como parte de un equipo financiado por Francia. Antes, no obstante, debía volver a la misión para ver a Zebedee y a Listo, cuyas voces, cuando hablaban por teléfono, sonaban como los chillidos de unos pajarillos atrapados en una tormenta. No sabía qué hacer. Les habló de esos niños, que en realidad ya eran adolescentes, a la hermana Molly y a los médicos. Uno de ellos, que atendía a muchachos parecidos todos los días de su vida, pensaba que aquéllos estaban destinados al desempleo (aunque los tendría presentes, tal vez pudiera encontrarles un trabajo como criados, ¿no?), y Sylvia advirtió que los otros dos, con miles de hambrientos e interminables colas de pobres víctimas en la cabeza, hacían un enorme esfuerzo para imaginar a un par de niños desgraciados que habían soñado con ser médicos pero ahora... ¡Qué novedad!

La hermana Molly, que tendría que recorrer otros setenta y cinco kilómetros después de llegar a Kwadere para reanudar el trabajo que había interrumpido a causa de la enfermedad de Sylvia, había encargado a Aaron que recogiese a ésta en el cruce. Sus críticas al papa y la machista jerarquía eclesiástica sólo cesaron cuando avistó seis enormes silos cuyo contenido —el maíz de la última cosecha— un ministro había vendido, para su propio beneficio, a otro país africano afectado por la sequía. Avanzaban por un territorio hambriento: un monte árido y sediento se extendía a varios kilómetros a la redonda, como consecuencia de una estación de lluvias que se negaba a llegar.

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