El sueño más dulce (65 page)

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Authors: Doris Lessing

—No me gustaría tener su conciencia —comentó Sylvia, y la hermana Molly repuso que por lo visto mucha gente no entendía que algunas personas nacían sin ella.

Fue el detonante para que Sylvia reanudase su monólogo sobre la aldea donde había estado trabajando, y la hermana Molly la escuchó interpolando de vez en cuando: «Sí, es verdad», o «En eso tienes razón».

Al llegar al cruce vieron que Aaron estaba esperándolas en el coche de la misión.

—Bueno, aquí te quedas —anunció la hermana Molly—. Espero verte pronto.

—Yo también —repuso Sylvia—, y siempre recordaré lo que has hecho por mí.

—Bah, olvídalo —dijo la hermana Molly, y se alejó agitando una mano.

Aaron estaba entusiasmado, ansioso, a punto de comenzar una nueva vida: se marchaba a la vieja misión para continuar sus estudios sacerdotales. El padre McGuire se iba. Todo el mundo se iba. ¿Y la biblioteca?

—Me temo que quedan pocos libros, porque..., verá, con Tenderai y Rebecca muertos y usted lejos de aquí, ¿quién iba a cuidarlos?

—¿Y Listo y Zebedee?

Aaron, que nunca había simpatizado con ellos (el sentimiento era mutuo), se limitó a contestar:

—Bien.

Aparcó bajo los árboles del caucho y se marchó. Caía la tarde, y la luz que teñía las nubes de oro y rosa se extinguían rápidamente. En el otro extremo del cielo la media luna, apenas una mancha blanquecina, aguardaba a que oscureciera para adquirir dignidad.

Cuando Sylvia llegó al porche los dos chicos se aproximaron a toda prisa. Se detuvieron. La miraron fijamente. Ella no sabía qué ocurría. Durante la enfermedad su piel había perdido el tono cobrizo y estaba blanca como la leche, y su melena, que Molly se había visto obligada a cortar a causa de los sudores, era una mata de rizos amarillos. Ellos la habían conocido con la piel de un agradable y amistoso tono marrón.

—¡Cuánto me alegro de veros!

Corrieron a su encuentro y los abrazó. Estaban más flacos que nunca.

—¿Nadie os da de comer?

—Sí, sí, doctora Sylvia —respondieron llorando entre sus brazos.

Sin embargo, Sylvia sabía que no estaban alimentándose bien. Además las camisas blancas que llevaban estaban sucias porque Rebecca ya no se hallaba allí para lavarlas. A través de las lágrimas, sus ojos imploraban: «Por favor, por favor.»

Cuando llegó el padre McGuire, les preguntó si habían comido y contestaron que sí. No obstante cogieron la barra de pan que les tendió, la partieron por la mitad y empezaron a comer con voracidad mientras echaban a andar hacia la aldea. Regresarían al amanecer.

Sylvia y el cura se sentaron a la mesa, donde a la luz de la bombilla él advirtió lo enferma que había estado ella, y ella, lo envejecido que estaba él.

—Verás tumbas nuevas en la colina, y el número de huérfanos ha aumentado.

El padre Thomas, el sacerdote negro de la vieja misión, y yo vamos a organizar un refugio para los huérfanos de las víctimas del sida. Nos enviarán fondos de Canadá, Dios los bendiga. ¿Has pensado que, tal como van las cosas, pronto habrá aproximadamente un millón de niños sin padres?

—La peste negra asoló ciudades enteras. En las fotografías aéreas de Inglaterra todavía se aprecia dónde estaban esas ciudades.

—Esta aldea no tardará en desaparecer. Se marchan porque creen que el lugar está maldito.

—¿Y usted no les dice lo que deberían pensar, padre?

—Sí, lo hago.

Se produjo un súbito apagón. El cura encendió un par de velas, a cuya luz cenaron servidos por la sobrina de Rebecca, una joven saludable —al menos por el momento— que había llegado para ayudar a su tía moribunda y se marcharía cuando se fuera el sacerdote.

—He oído que por fin hay un nuevo director.

—Sí, pero verás, Sylvia, no les gusta venir a estos sitios tan apartados, y me temo que a éste, además, la bebida le gusta más de la cuenta.

—Entiendo.

—Tiene una familia numerosa y se instalará en esta casa.

Ambos sabían que quedaba algo en el tintero, y finalmente el cura preguntó:

—¿Qué vas a hacer con esos chicos?

—No debería haberles creado falsas ilusiones. Claro que jamás les prometí nada directamente.

—Ah, pero la auténtica promesa es el mundo, el enorme y rico mundo.

—¿Qué debo hacer?

—Llevarlos a Londres. Mandarlos a una escuela de verdad. Permitir que estudien Medicina. Dios sabe que este pobre país necesitará médicos. —Sylvia guardó silencio—. Están sanos. Su padre murió antes de que existiera el sida. Los hijos biológicos de Joshua morirán, pero estos dos vivirán. A propósito, Joshua quiere verte.

—Me sorprende que siga vivo.

—Lo que lo ha mantenido con vida es el deseo de verte. Y está totalmente loco, así que ve preparándote. —Antes de darle una vela para que se la llevase a su habitación, levantó la suya para mirarla a la cara y añadió—: Sylvia, te conozco muy bien, hija mía. Sé que te culpas de todo lo que sucedió.

—Sí.

—Aunque hace mucho tiempo que no me pides que te confiese, no necesito escucharte. En el estado mental en que te encuentras, y debilitada por la enfermedad, no debes confiar en la idea que te has formado de ti misma.

—El demonio acecha, aprovechando la ausencia de glóbulos rojos.

—El demonio acecha allí donde hay mala salud... Espero que estés tomando tus píldoras de hierro.

—Y yo confío en que usted tome las suyas.

Se abrazaron, los dos con ganas de llorar, y luego se separaron para dirigirse a sus respectivos cuartos. El cura le avisó que saldría temprano y que era probable que no la viera, lo que en realidad significaba que no quería pasar por otra despedida. A diferencia de la hermana Molly, no diría: «Espero verte pronto.»

A la mañana siguiente se había marchado: Aaron lo había llevado hasta el cruce, donde lo recogería un coche de la vieja misión.

Zebedee y Listo esperaban a Sylvia en el camino de la aldea. La mitad de las chozas estaban vacías. Un perro hambriento olfateaba entre el polvo. La choza donde Tenderai había cuidado los libros estaba abierta, y los libros habían desaparecido.

—Intentamos encontrarlos, lo intentamos.

—No importa.

Antes de su partida, la aldea había sido un lugar triste y abandonado pero vivo: ahora su espíritu se había esfumado. Había desaparecido junto con Rebecca. En las instituciones, los pueblos, los hospitales y las escuelas, a menudo hay una persona que es el alma del lugar, bien un directivo, bien un portero o la criada de un cura. La muerte de Rebecca ocasionó la de la aldea entera.

Los tres subieron por la colina hasta donde estaban las tumbas, que ahora sumaban casi cincuenta. Entre las más nuevas se contaban las de Rebecca y Tenderai, dos rectángulos de tierra roja bajo un árbol grande. Sylvia se quedó contemplándolos; abrazó a los niños, que se acercaron al reparar en su expresión, y esta vez sí que lloró, con sus cabezas apoyadas en la suya: ya eran más altos que ella.

—Ahora debe ver a nuestro padre.

—Sí, lo sé.

—Por favor, no se enfade con nosotros. La policía vino y se llevó las medicinas y las vendas. Les dijimos que las había pagado usted con su dinero.

—No importa.

—Les dijimos que eso era robar, que las medicinas eran suyas.

—Da igual, de veras.

—Y las abuelas están usando el hospital para los niños enfermos.

En todos los rincones de Zimlia, los ancianos que habían perdido a sus hijos adultos habían quedado a cargo de sus nietos.

—¿Qué les dan de comer?

—El nuevo director ha prometido que repartirá comida.

—Pero son demasiados, ¿cómo va a alimentarlos a todos?

Estaban en un pequeño promontorio, enfrente de la casa del cura y encima del hospital. Bajo los techados de paja había tres viejas rodeadas de una veintena de niños pequeños. Viejas según los criterios del Tercer Mundo: en países más afortunados, estas cincuentonas estarían a dieta, buscando nuevos amantes.

Debajo del árbol de Joshua había un montículo de harapos, o algo que semejaba una pitón grande, moteada por las sombras. Sylvia se arrodilló a su lado.

—Joshua —dijo, pero él no se movió.

Algunas personas, poco antes de morir, adoptan el mismo aspecto que ofrecerán cuando mueran: el pellejo se les pega al esqueleto. La cara de Joshua era puro hueso, con la piel marchita hundida en los huecos. Abrió los ojos y se humedeció los sucios labios con una lengua agrietada.

—¿Hay agua? —preguntó Sylvia, y Zebedee corrió hacia una de las ancianas, que pareció protestar: ¿por qué desperdiciar el agua en un moribundo?

Aun así Zebedee sumergió un vaso de plástico en un cubo expuesto al polvo y a las hojas arrastradas por el viento, se arrodilló junto a su padre y le acercó el vaso a los resecos labios. El anciano (un hombre de mediana edad según otros criterios) revivió súbitamente y se puso a beber con avidez, contrayendo visiblemente los músculos del cuello. Su esquelética mano se alzó con brusquedad y atenazó la muñeca de Sylvia. Fue como si la sujetase con un aro de hueso. Aunque no podía incorporarse, levantó la cabeza y comenzó a murmurar lo que ella interpretó como maldiciones e insultos, con los hundidos ojos ardiendo de odio.

—No lo dice en serio —aseguró Listo.

—No, no lo dice en serio —repitió Zebedee.

Entonces Joshua masculló.

—Llévese a mis hijos. Tiene que llevarlos a Inglaterra.

La estrecha pulsera de hueso la apretaba con tanta fuerza que le dolía la muñeca.

—Suéltame, Joshua, por favor. Me haces daño.

Por el contrario, aumentó la presión.

—Debe prometérmelo, ahora mismo, debe prometérmelo.

Su cabeza se alzó sobre el agonizante cuerpo como la de una serpiente con el espinazo roto.

—Suéltame, Joshua.

—Me lo prometerá. Me lo... —Siguió farfullando maldiciones, con los ojos fijos en los de ella, hasta que su cabeza cayó hacia atrás. Sin embargo, no cerró los ojos ni dejó de susurrar con odio.

—De acuerdo, te lo prometo, Joshua. Ahora suéltame.

Pero no la soltó, y a Sylvia la asaltó la loca idea de que iba a morir y ella quedaría esposada para siempre a un esqueleto.

—No le crea, doctora Sylvia —musitó Zebedee.

—No habla en serio —dijo Listo.

—Bueno, tal vez sea una suerte que no le entienda.

La esposa de hueso se abrió y cayó. A Sylvia se le había dormido la mano. Comenzó a agitarla, acuclillada junto al moribundo.

—¿Quién cuidará de él?

—Las viejas.

Sylvia se aproximó a las mujeres y les entregó prácticamente todo el dinero que tenía, si bien se guardó el mínimo imprescindible para volver a Senga. Esa suma alcanzaría para alimentar a esos niños durante un mes.

—Y ahora recoged vuestras cosas. Nos vamos.

—¿Ahora? —Estaban sorprendidos y asustados.

—Os compraré ropa en Senga.

Echaron a correr hacia la aldea mientras ella ascendía por la cuesta, entre los laureles y las dentelarias, en dirección a la casa, donde todo lo que pensaba llevarse estaba ya en su pequeña bolsa de viaje. Había animado a la sobrina de Rebecca a quedarse con sus libros. Podía escoger lo que quisiera. No obstante, la joven le pidió la lámina que estaba en la pared. Le gustaban los rostros de esas mujeres, según dijo.

Aparecieron los chicos, cada uno con una pequeña bolsa de plástico que contenía todas sus posesiones.

—¿Habéis comido algo?

No, saltaba a la vista que no. Los sentó a la mesa, cortó pan y colocó un frasco de mermelada entre los dos. Ella y la sobrina de Rebecca los observaron mientras untaban el pan torpemente con los cuchillos. Les quedaba mucho que aprender. El corazón de Sylvia nunca estaría más lleno de congoja: estos dos huérfanos —pues eso eran— tendrían que viajar a Londres y aprenderlo todo, desde cómo usar cuchillos y tenedores hasta cómo ser médicos.

Sylvia telefoneó a Edna Pyne, que dijo que Cedric estaba enfermo y no se atrevía a dejarlo: creía que se trataba de una esquistosomiasis.

—No importa, iremos a Senga en autobús.

—No tomes uno de esos autobuses; son peligrosos.

—La gente viaja en ellos.

—Bueno, allá tú.

—Debo despedirme, Edna.

—Bueno. No te preocupes. En este continente nuestras obras quedan escritas en el agua. Ay, Dios, qué digo, en la arena. Es precisamente lo que estaba diciendo Cedric, que está deprimido, con el ánimo por los suelos. «Nuestras obras están escritas en el agua», dice. Se está poniendo religioso. Bueno, lo que nos faltaba. Adiós, entonces. Ya nos veremos.

Los tres se hallaban en el punto en que el camino procedente de casa de los Pyne y de la misión desembocaba en una de las principales carreteras que conducían al norte. Era una estrecha vía de asfalto, llena de baches y con los bordes tan gastados como los de la lámina que la sobrina de Rebecca había descolgado de la pared esa misma mañana. Era hora de que pasara el autobús, pero llegaría tarde, como de costumbre. Aguardaron de pie, y luego sentados en piedras colocadas allí con ese fin, bajo los árboles.

Aunque nadie pensaría gran cosa de esa carretera que se internaba en la espesura, con su brillo gris apagado allí donde el viento había acumulado arena, no hacía mucho que los más elegantes coches del país lo habían recorrido a toda velocidad hacia donde se celebraría la boda del compañero Líder con su nueva esposa, pues la Madre de la Nación había muerto. Habían invitado a todos los mandatarios del mundo, camaradas o no, y luego los habían llevado por esta carretera, o en helicóptero, hasta un Centro de Desarrollo cercano al lugar de nacimiento del compañero presidente. Cerca de allí, entre los árboles, habían montado dos tiendas enormes. En una de ellas instalaron mesas con bollos y Fanta para los ciudadanos locales, mientras que en la otra dispusieron mesas con manteles blancos para el banquete de la flor y nata. Sin embargo, la ceremonia religiosa se prolongó demasiado. Cuando se terminaron los bollos, los
povos
—la plebe— salieron de su tienda, entraron en la de los dirigentes y se lo comieron todo mientras los camareros protestaban inútilmente. Luego se internaron en el monte para regresar a sus hogares. Tuvieron que mandar más comida en helicóptero desde Senga. Este episodio tan ilustrativo... en fin, es tan parecido a un cuento de hadas que no necesita comentarios.

Unos diez años después, los bravucones y matones del partido del Líder correrían por esta misma carretera blandiendo machetes, cuchillos y palos para atacar a los agricultores blancos que deseaban votar por la oposición. Entre ellos figuraban los jóvenes —o ex jóvenes— a quienes el padre McGuire había administrado medicinas durante la guerra. Una parte de este ejército torció por el camino de la hacienda de los Pyne, sin saber que ahora pertenecía al señor Phiri, que la había comprado por la fuerza, aunque los Pyne, ajenos a ello, todavía vivían allí. Unos doscientos hombres invadieron el jardín delantero de la casa y exigieron que Cedric Pyne sacrificase un animal para ellos. Mató un gordo buey —la sequía había remitido— y lo asaron en una gran fogata en el mismo jardín. Bajaron a los Pyne a rastras del porche y les ordenaron que cantasen alabanzas al Líder. Edna se negó. «Que me cuelguen si voy a decir mentiras sólo para complaceros —espetó, por lo que la golpearon hasta que exclamó con ellos—: ¡Viva el camarada Matthew!» Cuando el señor Phiri llegó a tomar posesión de sus dos haciendas, el jardín estaba chamuscado, y la casa llena de basura.

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