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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (56 page)

Rose intentaba conseguir una entrevista con Franklin. No se dejaría amilanar, aunque pensaba formularle preguntas como: «Se rumorea que tienes cuatro hoteles, cinco granjas y un bosque de árboles de madera noble, ¿es verdad?» Pensaba que la verdad debía salir a la luz, como un gusano que asoma serpeando por la grieta de la mentira. Hablaría con él de igual a igual; al fin y al cabo era su amigo, ¿no?

Pese a que siempre alardeaba de esa amistad, hacía años que no lo veía. En los triunfales albores de la liberación, cada vez que Rose viajaba a Zimlia lo llamaba por teléfono y concertaba una cita, aunque nunca se encontraban a solas, porque él acudía con amigos, colegas, secretarias e incluso en una ocasión con su esposa, una mujer tímida que se había limitado a sonreír y no había abierto la boca en toda la velada. Franklin presentaba a Rose como «mi mejor amiga cuando estuve en Londres». Más adelante, cuando le telefoneaba desde Londres o poco después de llegar a Senga, empezaron a decirle que estaba reunido. Que pretendiesen encajarle ese cuento a ella, Rose, le pareció un insulto. ¿Quién diablos se creía que era? Debería dar las gracias a los Lennox por todo lo que habían hecho por él. Por lo que «hicimos» por él.

Esta vez, cuando llamó al despacho del camarada ministro Franklin, quedó estupefacta al oír su voz de inmediato, saludándola con cordialidad. «Vaya, Rose Trimble, cuánto tiempo; eres precisamente la persona con quien quería hablar.»

De manera que Franklin y Rose se reencontraron, en esta ocasión en un rincón del vestíbulo del nuevo hotel Butler, un lugar ostentoso y especialmente diseñado para que los dignatarios que visitaban el país no hicieran comparaciones insidiosas entre esa capital y cualquier otra. Franklin, que estaba gordísimo, ocupaba todo el sillón, y la carne de su ancha cara se desbordaba en papadas y mofletes negros y lustrosos. Tenía los ojos pequeños, aunque Rose los recordaba grandes, encantadores y de expresión suplicante.

—Necesitamos tu ayuda, Rose. Ayer mismo el camarada presidente dijo que te necesitábamos.

El olfato periodístico le indicó a Rose que ese último comentario equivalía a su: «El camarada Franklin es un buen amigo mío.» Todo el mundo mentaba al presidente, ya fuese para elogiarlo o para maldecirlo. Las palabras «camarada Matthew» debían de estar tintineando y susurrando en el éter, como la sintonía de un programa de radio popular.

—Sí, Rose, me alegro de que estés aquí —comentó sonriendo y lanzándole breves miradas recelosas.

«Son todos unos paranoicos», había oído decir Rose a Barry, a Frank, a Bill y a todos los invitados que entraban y salían de las casas de Senga con el despreocupado talante colonial —¡eh, alto!— poscolonial.

—Me he enterado de que tenéis problemas, ¿no, Franklin?

—¡Problemas! Nuestro dólar ha vuelto a bajar esta semana. Vale la trigésima parte que en el momento de la liberación. ¿Y sabes de quién es la culpa? —Se inclinó hacia delante, agitando su gordo dedo—. De la comunidad internacional.

Ella había esperado que culpase a los agentes sudafricanos.

—Pero el país va bien. Lo he leído esta misma mañana en The Post.

Franklin se irguió enérgicamente en su asiento, como para plantarle cara, apoyando el peso de su voluminoso cuerpo sobre los codos.

—Sí, nuestro proyecto ha sido un éxito; pero nuestros enemigos no lo reconocen, y ahí es donde intervienes tú.

—Sólo hace tres meses que escribí un artículo sobre el Líder.

—Y muy bueno por cierto, muy bueno. —Saltaba a la vista que no lo había leído—. Sin embargo, se están publicando otros artículos que mancillan el buen nombre de este país y lanzan graves acusaciones contra el compañero presidente.

—Todo el mundo dice que sois muy ricos, Franklin; que estáis comprando haciendas, hoteles..., de todo.

—¿Quién dice eso? Es una calumnia. —Sacudió la mano como si pretendiera espantar las mentiras y se arrellanó de nuevo en el sillón. Rose permaneció callada. Él levantó la cabeza para mirarla y la dejó caer otra vez—. Soy un hombre pobre —gimió—. Un hombre muy pobre. Tengo muchos hijos, y todos mis parientes... Sé que tú lo entiendes, que sabes que, en nuestra cultura, cuando un hombre prospera todos sus familiares recurren a él. Debemos mantenerlos y educar a sus hijos.

—Una gran cultura —observó Rose, sinceramente conmovida por esa costumbre. ¿Qué había hecho su familia por ella en la época en que había estado sola y desvalida? Y después, el hijo rico de una familia capitalista explotadora se había aprovechado de su buena fe...

—Sí, estamos orgullosos de ella. Nuestros ancianos no mueren solos en frías residencias y no tenemos huérfanos.

Rose sabía que eso no era cierto. Había oído hablar de las consecuencias del sida: huérfanos indigentes, ancianas obligadas a criar a sus nietos...

—Quiero que escribas sobre nosotros —prosiguió él—. Que cuentes la verdad.

Sólo te pido que describas lo que ves en Zimlia, para que las mentiras no lleguen más lejos. —Echó un vistazo al elegante vestíbulo del hotel y a los risueños camareros de librea—. Tú eres testigo, Rose. Mira a tu alrededor.

—He visto una lista en uno de nuestros periódicos. En ella aparecían detalladas las posesiones de los ministros y otros altos cargos públicos.

Algunos tienen hasta doce granjas.

—¿Y por qué no podemos tener granjas? —dijo él—. ¿Es justo que me impidan tener una granja sólo porque soy ministro? ¿De qué viviré cuando me retire? Te aseguro que me gustaría ser un vulgar agricultor y vivir con mi familia en mis propias tierras. —Frunció el entrecejo—. Y ahora hay sequía. En la granja del valle de Buvu he perdido a todos mis animales. No queda más que polvo. Mi nuevo pozo se ha secado. —Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas—. Es terrible ver morir a tus mombies. Los agricultores blancos no están sufriendo porque todos cuentan con represas y pozos.

Rose empezaba a pensar que aquél sería un buen tema. Quizás escribiese sobre la sequía, que afectaba a todo el mundo por igual, y de esa manera no tendría que tomar partido. Si bien no sabía nada del asunto, pediría información a Frank y a Bill y redactaría algo que no ofendiese a los gobernantes de Zimlia; no quería perder tan rentable relación. No; se convertiría en una combatiente ecologista... Estos pensamientos le rondaban la cabeza mientras Franklin peroraba sobre el lugar de Zimlia en la vanguardia del progreso y las conquistas socialistas, para finalizar con los agentes sudafricanos y la necesidad de permanecer en guardia.

—¿Los espías sudafricanos?

—Sí, son espías. Ésa es la palabra correcta. Están por todas partes. Son los principales responsables de las calumnias. Nuestras fuerzas de seguridad han reunido pruebas. Pretenden desestabilizar el Gobierno para luego invadir Zimlia y anexionarla a su abyecto imperio. ¿Sabes que están atacando Mozambique? Intentan expandirse. —La escrutó para comprobar qué efecto causaban sus palabras—. Bueno, entonces escribirás algunos artículos explicando la verdad y los publicarás en los periódicos ingleses, ¿no? —Comenzó a forcejear para levantarse del sillón, emitiendo leves jadeos—. Mi mujer opina que debería ponerme a dieta, pero cuesta resistirse a la tentación cuando tienes una buena comida delante, y por desgracia los ministros debemos asistir a tantas recepciones...

Llegó el momento de la despedida. Rose vaciló. Un arrebato de añoranza por el Franklin adolescente, para quien a fin de cuentas había robado ropa —no, mejor aún, le había enseñado a robar por sí mismo—, la impulsaba a abrazarlo. Y que él le devolviese el abrazo significaría mucho para ella. No obstante, Franklin se limitó a tenderle la mano, y Rose se la estrechó.

—No, así no, Rose. Debes hacerlo al estilo africano, así, así... —De hecho era un apretón de manos inspirador: sugería que resultaba difícil separarse de un buen amigo—. Espero oír buenas noticias tuyas. Envíame tus artículos. Los estaré esperando. —Se dirigió a la puerta del vestíbulo, donde lo aguardaban dos hombres corpulentos, sus guardaespaldas.

Segura de que había impresionado a Frank Diddy al contarle que había conseguido una entrevista con el ministro Franklin, procedió a descubrirle el encuentro como si de una proeza se tratara; más aún, como si supusiera una ventaja sobre él, pero Frank se limitó a decir: «Ya eres de los nuestros. ¿Te gustaría redactar un editorial para mi humilde periódico?»

Rose decidió que no quería abordar la cuestión de la sequía; al fin y al cabo, cualquiera podría escribir sobre eso. Necesitaba algo... En
The Post
, que estaba leyendo con desprecio profesional mientras desayunaba, reparó en la siguiente noticia: «La policía investiga un robo en el nuevo hospital de Kwadere. Ha desaparecido material por valor de miles de dólares. Se sospecha que los ladrones son gente de la zona.»

A Rose se le aceleró el pulso. Le enseñó la nota a Frank Diddy, que encogiéndose de hombros, comentó:

—Esas cosas suceden constantemente.

—¿Dónde puedo informarme mejor?

—No te molestes, no vale la pena.

Kwadere. Barry había dicho que Sylvia estaba allí. Sí, eso era otra cosa. La prensa solía hacerse eco de los viajes de Andrew a Londres: Andrew era noticia, o lo era al menos Dinero Mundial. La última vez, unos meses atrás, lo había llamado.

—Hola, Andrew, soy Rose Trimble.

—Hola, Rose.

—Estoy trabajando en
World Scandals
.

—Dudo que mis asuntos le interesen a
World Scandals
.

Sin embargo, en una ocasión anterior, unos años antes, había aceptado reunirse con ella para tomar un café. ¿Por qué? «Porque se siente culpable, ¡por eso!», había pensado Rose de entrada. Aunque había olvidado que en otro tiempo lo había acusado de dejarla embarazada —los mentirosos tienen mala memoria—, estaba convencida de que le debía algo. Y aquella reunión le recordó que en ese entonces lo encontraba tan atractivo que había sido incapaz de dejarlo escapar. No había perdido su carisma, esa elegancia desenfadada, ese encanto. Consideraba que esas cualidades le habían roto el corazón. Si bien estaba dispuesta a elevar a Andrew a la categoría de «el hombre al que más he amado en mi vida», poco a poco cayó en la cuenta de que él estaba haciéndole una advertencia. Toda esa chachara jovial era su forma de decirle que dejase en paz a los Lennox. ¿Quién se creía que era? Como periodista, tenía el deber de contar la verdad. ¡La típica arrogancia de las clases altas! ¡Pretendía coartar la libertad de expresión! El café duró un buen rato, mientras él se andaba por las ramas para insinuar esto o aquello, pero le sonsacó algunas noticias de la familia, como la de que Sylvia era médico y estaba trabajando en Kwadere. Sí, había archivado ese dato en el fondo de su mente. Ahora sabía con certeza que Sylvia, a quien todavía odiaba, en efecto era médico en Kwadere, donde alguien había robado material de un hospital. Había encontrado el tema de su artículo.

Pocos días después de colocar con Rebecca los libros nuevos en las estanterías de su habitación, Sylvia salió de la casa en dirección al hospital y vio a un grupo de aldeanos que la esperaban. Un joven se acercó, sonriendo.

—Por favor, doctora Sylvia, déme un libro. Rebecca nos ha dicho que ha traído libros.

—Ahora debo ir al hospital. Volved esta noche.

Se marcharon con renuencia, mirando por encima del hombro en dirección a la casa del padre McGuire, donde los libros nuevos los estaban llamando.

Sylvia trabajó todo el día con Listo y Zebedee, que habían permanecido en sus puestos durante su ausencia. Eran tan rápidos y hábiles que se le rompía el corazón cuando pensaba en su potencial y en el destino que les aguardaba. No podía por menos de preguntarse si en Londres, en Inglaterra o en toda Europa habría niños tan ávidos de conocimientos como aquéllos. Habían aprendido a leer en inglés fijándose en las inscripciones de los paquetes de alimentos. Cuando terminaban de trabajar, los dos se sentaban a la luz de una vela a emprender la lectura de libros cada vez más difíciles.

Su padre se pasaba las horas dormitando bajo el árbol, como antes, con una manaza esquelética colgando sobre una rodilla nudosa. Había contraído neumonía varias veces. Estaba muriendo de sida.

Al atardecer había casi un centenar de personas esperando ante la casa del padre McGuire. Éste también se encontraba allí cuando Sylvia regresó del hospital.

—Ya es hora de que hagas algo, hija mía.

Sylvia se volvió hacia la multitud y anunció que esa noche iba a decepcionarlos, pero que se encargaría de trasladar los libros a la aldea.

—¿Y quién los vigilará? —preguntó alguien—. Los robarán.

—No, nadie los robará. Me ocuparé de todo mañana.

Sylvia y el padre McGuire observaron a la desilusionada muchedumbre dispersarse en el oscuro monte, entre las piedras y los matorrales, por caminos invisibles para ellos.

—A veces pienso que ven con los pies —comentó el sacerdote—. Ahora entrarás, te sentarás, cenarás y pasarás la velada conmigo, escuchando la radio. Tenemos las pilas que trajiste.

Rebecca no estaba allí por las noches. Preparaba la cena, la dejaba en la nevera y a las dos de la tarde volvía a su casa. No obstante, en esta ocasión se presentó mientras cenaban.

—He venido porque debo decir algo.

—Siéntate —la invitó el padre McGuire.

Cierto protocolo, que al parecer nunca se había fijado formalmente, establecía que Rebecca no se sentaría a la mesa cuando desempeñara su papel de criada, y ella misma había vetado las sugerencias del padre McGuire para que lo pasase por alto: no estaría bien. Pero cuando iba de visita, como en ese momento, se sentaba y, si le ofrecían una galleta, la cogía y la dejaba delante de ella; sabían que se la llevaría a sus hijos. Sylvia le acercó el plato y Rebecca contó cinco galletas. En repuesta a sus expresiones inquisitivas —sólo le quedaban tres hijos vivos—, les informó que también estaba alimentando a Zebedee y a Listo.

—Debemos hacer algo con los libros —dijo Rebecca—. He estado hablando con todo el mundo. Hay una choza desocupada..., la de Daniel, ya saben quién era.

—Lo enterramos el domingo pasado —puntualizó el padre McGuire.

—Sí. y sus hijos murieron antes que él. Ahora nadie quiere su casa. Creen que trae mala suerte. —Estaba empleando las palabras de ellos.

—Daniel murió de sida, no por esa tontería de la mala
muti
. —El padre McGuire usó el término con que Rebecca se refería a las pociones del
n'ganga
.

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