El sueño más dulce (53 page)

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Authors: Doris Lessing

Las batallas por el alma de alguien rara vez son tan ostensibles —y breves— como la que libró el demonio por el alma del camarada Matthew; y Zimlia, hasta entonces mal gobernada por un mal digerido marxismo y los clichés y perogrulladas del dogma, así como por frases memorizadas de los manuales de economía, cayó rápidamente en la corrupción. De inmediato, la moneda inició un continuo pero acelerado proceso de devaluación. En Senga, los peces gordos engordaban un poco más cada día, y en lugares como Kwadere, donde el dinero había estado llegando con cuentagotas, el goteo se interrumpió por completo.

Gloria se volvió más fascinante, hermosa y rica; compró otra hacienda, un bosque, hoteles, restaurantes..., y lucía todo ello como si de collares se tratara. Cuando el camarada presidente Matthew iba al extranjero para reunirse con sus amigos favoritos, los disolutos, corruptos e inmensamente ricos gobernantes de la nueva África y la nueva Asia, ya no permanecía callado mientras ellos hacían ostentación de sus riquezas y alarde de su codicia. Ahora que estaba en condiciones de alardear de las suyas, lo hacía, y cuando esos hombres le demostraban su admiración con regalos y cumplidos, conseguía llenar al menos momentáneamente aquel vacío interior donde siempre habría un esquelético perro vagabundo con la cola entre las patas, y Gloria lo acariciaba, mimaba, manoseaba, lamía y chupaba, lo estrechaba contra sus grandes pechos y besaba las viejas cicatrices de sus piernas. «Pobre Matthew, mi pobre, pobre pequeño.»

La noche anterior a su viaje a Londres, Sylvia se había detenido en el camino, justo donde terminaban las adelfas, los hibiscos y las dentelarias, y había contemplado el hospital con más orgullo del permisible. Ahora cualquiera podría emplear la palabra «hospital» para referirse a aquel conjunto de estructuras. Pese a que hacía tiempo que el camarada Mandizi no enviaba dinero, la devaluación de la moneda permitía que sumas insignificantes para los criterios ingleses, en Zimlia se convirtieran en fortunas. Diez libras, que en Londres era lo que costaba llenar una pequeña bolsa con comestibles, alcanzaban para construir una choza de paja o renovar las existencias de analgésicos y fármacos contra la malaria.

Ahora disponían de dos «salas», grandes barracas con techado de paja a dos aguas, una que se extendía casi hasta el suelo —del lado desde el que solía llegar la lluvia— y la otra más alta. En el interior de cada una había una docena de camastros con sus respectivas mantas y almohadas. Sylvia proyectaba construir otra choza, pues pronto ya no habría suficientes camas para las víctimas del sida, o el flaco, cuya existencia el Gobierno por fin había decidido reconocer abiertamente y con franqueza, aprovechando la ocasión para solicitar ayuda a los benefactores extranjeros. Sylvia sabía que en la aldea las llamaban «las chozas de la muerte» y deseaba levantar otra para pacientes con afecciones más corrientes, como la malaria, o las parturientas. También había mandado obrar una auténtica casita de ladrillos, a la que se refería como «el consultorio», dentro de la cual había una suerte de camilla hecha por los jóvenes de la aldea, consistente en una serie de tiras de cuero atadas a un armazón y con un buen colchón encima. Allí examinaba a la gente, recetaba, enyesaba brazos y piernas y vendaba heridas. Para todas esas tareas contaba con la ayuda de Listo y Zebedee. El dinero para pagar todo aquello, incluidos los medicamentos, había salido de su propio bolsillo. Sabía que en la aldea algunos decían: «¿Y por qué no va a pagar, si todo lo que tiene nos lo ha robado a nosotros?» Joshua había propagado ese rumor. Rebecca la defendía, haciendo notar a todo el mundo que de no ser por Sylvia no tendrían hospital.

La tarde del día de su regreso, Sylvia contempló su hospital desde el mismo punto del camino, y experimentó esa debilidad del ánimo y la voluntad que a menudo aflige a las personas que acaban de volver de Europa. Lo que divisaba allí abajo, el grupo de miserables cobertizos, chozas y barracas, sólo le resultaba tolerable si no pensaba en Londres, en la casa de Julia, con su solidez, su estabilidad, su permanencia, sus habitaciones llenas de objetos que tenían un propósito preciso, que satisfacían una necesidad entre muchas, de manera que cada día sus habitantes podían disponer de los servicios que, como si de silenciosos criados se tratase, les prestaban los utensilios, herramientas, aparatos, artefactos y las superficies en las que sentarse o poner cosas; un intrincado conjunto de cosas que se multiplicaban permanentemente.

A primera hora de la mañana Joshua se levantaba del lugar donde había dormido, cerca del tronco que ardía en el centro de la choza, cogía la olla donde se espesaban las gachas de la noche anterior, hundía en ellas la cuchara de palo y comía rápidamente, apenas lo indispensable, bebía de una lata situada en la cornisa que rodeaba la choza, se internaba entre los árboles, orinaba, quizá se acuclillaba para cagar, cogía una rama para usarla como bastón y recorría el kilómetro y medio que lo separaba del hospital para sentarse a la sombra de un árbol y permanecer allí el día entero.

Sin duda Sylvia, que según Rebecca era «una religiosa» —«He dicho en la aldea que usted es una religiosa»—, debería haber admirado esas pruebas de la pobreza de bienes y probablemente de espíritu, aunque no se consideraba capacitada para emitir esa clase de juicios. Aquella enorme ciudad, tan vasta y tan rica, tan rica..., y luego este miserable grupo de cobertizos y chozas: África, la hermosa África, que oprimía su espíritu con sus carencias, necesitada de todo, privada de todo, llena de negros y blancos que trabajaban afanosamente para..., ¿para qué? Para poner una tirita en una vieja y supuratoria herida.

De pie allí, Sylvia tuvo la sensación de que estaba perdiendo poco a poco su verdadero yo, su sustancia, el fundamento de la fe. Un atardecer, un ocaso en la estación de las lluvias..., una nube negra, posada en el rojo horizonte, comenzó a despedir rayos gruesos como los haces dorados que resplandecen alrededor de la cabeza de un santo. Se sintió víctima de una broma, como si un astuto ladrón la robara y se riese de ella al mismo tiempo. ¿Qué hacía allí? ¿Servía de algo su presencia? Y, sobre todo, ¿dónde estaba aquella fe inocente que la había sostenido al llegar? ¿En qué creía realmente? En Dios, sí, siempre y cuando nadie le exigiese definiciones. Había sufrido una conversión con síntomas tan característicos como los de un ataque de malaria; una conversión a la Fe, como la llamaba el padre McGuire, y sabía que en el origen de todo estaba el ascético padre Jack, de quien se había enamorado, aunque en su momento hubiese afirmado que era a Dios a quien amaba. Nada quedaba de aquella valiente certeza, y ahora sólo sabía que debía cumplir con su deber allí, en ese hospital, porque era el sitio al que la había enviado el Destino.

Su estado mental también podía describirse en términos clínicos: un centenar de textos religiosos lo definía de ese modo. Los doctores de la Fe le dirían: «No le des importancia, no es nada, todos pasamos por épocas de sequía.» Pero ella no necesitaba a esos expertos en almas, no necesitaba al padre McGuire; era capaz de hacer su propio diagnóstico. ¿Para qué quería entonces un mentor espiritual, si no le contaba nada porque conocía de antemano su respuesta?

Sin embargo, la gran pregunta era la siguiente: ¿por qué al padre McGuire le resultaría tan fácil calificar de «época de sequía» lo que para ella significaba una sentencia de autoexcomunión? Había aportado a su conversión un corazón ansioso y necesitado pero también ira, aunque no lo hubiese admitido hasta hacía poco. Reconocería en Joshua a la Sylvia de otros tiempos, pues en él la furia bullía constantemente y estallaba en forma de acusaciones y exigencias airadas. ¿Quién era ella para criticarlo? La ira había acabado por envenenarla, aunque en su momento pensase que sólo deseaba los reconfortantes brazos de Julia. ¿Y ahora recriminaba a Julia que su amor no hubiese bastado para llenar aquel vacío, obligándola a recurrir al padre Jack? ¿Qué había llenado aquel vacío? El trabajo, siempre el trabajo, y nada más que el trabajo. Y allí estaba, en una seca colina de África, con la sensación de que todo lo que hacía tenía el mismo efecto que verter agua sobre la tierra polvorienta en un día caluroso.

«No hay una sola persona en toda Europa (que no haya visto este lugar en persona) capaz de entender esta necesidad extrema, esta carencia de todo en un pueblo al que sus gobernantes prometieron todo», pensó, y fue entonces cuando notó que un mudo espanto brotaba en su interior. Era como el pavoroso sida, la callada y furtiva enfermedad salida de la nada: decían que procedía de los monos, quizá de los mismos que en ocasiones jugaban en los árboles de los alrededores. El ladrón que acecha en la noche: ésa era su imagen del sida.

Le dolía el corazón... Debía pedirles a Listo y Zebedee que encargaran a los albañiles la construcción de otro edificio de ladrillos. Además, accedería a impartir más clases particulares a los niños de la aldea.

Al enterarse de esta decisión, el padre McGuire le comentó que parecía agotada y que debía cuidarse más.

Aunque habría sido el momento ideal para mencionar su temporada de sequía e incluso bromear al respecto, le recomendó que no olvidara tomar las vitaminas y lo reconvino por no dormir la siesta últimamente. El cura escuchó estas reprimendas con paciencia, tal como ella había escuchado las suyas.

Colin recordó que cuando Sylvia le había suplicado que «hiciera algo por África», él se había mofado para sus adentros. «¡África!» Ni que fuera idiota. Por allí abajo se extendía un continente que la mayoría de la gente se representaba con la imagen de un niño tendiendo el plato de las limosnas. Por otra parte, Sylvia no había nombrado África, sino Zimlia. Era su deber ayudar a Zimlia. ¡Cuántas veces había bromeado él con que la señora Jellaby, el personaje de Dickens, simbolizaba a todas aquellas personas que daban la lata con África en lugar de ocuparse de las necesidades locales! ¿Por qué África? ¿Por qué no Liverpool? Como de costumbre, la izquierda europea se preocupaba por lo que ocurría fuera: se había identificado con la Unión Soviética y, como consecuencia de ello, había acabado suicidándose. Ahora estaban África, India, China y demás, pero sobre todo África. Era su deber hacer algo al respecto. Sylvia había dicho que se contaban mentiras. Vaya novedad. ¿Qué esperaba? Así murmuraba y gruñía Colin, un oso enjaulado en habitaciones que se le antojaban demasiado pequeñas desde el nacimiento del bebé. Estaba borracho pero sólo un poco, porque se había tomado en serio las advertencias de Sylvia. ¿Y por qué creía ella que él estaba capacitado para escribir sobre África o que conocía gente a la que le interesase el tema? No conocía a nadie relacionado con el mundo de los periódicos, las revistas, la televisión; vivía prácticamente aislado, escribiendo sus novelas, aunque... sí, de hecho conocía a la persona idónea.

Durante la larga temporada en que frecuentaba los pubs y conversaba con gente en los bancos del parque, mientras paseaba a su perro, se había hecho con un compinche, un amigo del alma. Los setenta: Fred Cope vivía sus años de juventud como era de rigor en ese entonces, manifestándose, apedreando a la policía, coreando consignas y haciéndose notar, aunque cuando estaba con Colin, que despreciaba todas esas cosas, a veces se avenía a criticarlas. Cada uno de ellos sabía que el otro representaba un aspecto reprimido de sí mismo. A fin de cuentas, cuando su sensatez no se imponía, Colin disfrutaba dando rienda suelta a su temperamento combativo. Fred Cope, por su parte, había descubierto la responsabilidad y la seriedad en los ochenta. Se había casado. Tenía una casa. Diez años antes se había burlado de que Colin residiese en Hampstead: cualquiera que aspirase a estar a tono con los tiempos pronunciaba el nombre de ese barrio con un dejo peyorativo. Los socialistas de Hampstead, la novela de Hampstead, Hampstead en general..., todas estas cosas suscitaban comentarios despectivos, pero en cuanto aquellos críticos podían permitírselo, se compraban una casa en Hampstead. Y Fred Cope no fue una excepción. Ahora ejercía de jefe de redacción de un periódico,
The Monitor
, y de vez en cuando se reunían para tomar una copa.

¿Ha existido alguna generación que no contemplase atónita —aunque a estas alturas nadie debería sorprenderse, ¿verdad?— la transformación de los vagos, los gamberros y los rebeldes de su juventud en portavoces de la sensatez? Colin telefoneó a Fred Cope consciente de que a los juiciosos a menudo les resulta difícil recordar las locuras del pasado. Se encontraron en un pub, un domingo, y Colin fue directo al grano:

—Una hermana mía..., bueno, una especie de hermana..., está trabajando en Zimlia. Hace poco vino a verme y me contó que aquí se dicen muchas tonterías sobre el presidente Matthew, que en realidad es bastante sinvergüenza.

—Como todos, ¿no? —murmuró Fred Cope, asumiendo su antiguo papel de escéptico ante cualquier clase de autoridad, aunque añadió—: Sin embargo, es uno de los menos malos, ¿no?

—Sylvia se encuentra en una situación comprometida, según me informó —dijo Colin—. Estaba muy alterada cuando vino a verme. Quizá fuese conveniente... pedir una segunda opinión.

El jefe de redacción sonrió.

—La dificultad reside en que no debemos juzgar a esa gente según nuestros criterios. Las dificultades que afrontan son tremendas. Y es una cultura completamente distinta.

—¿Por qué no podemos? Es una actitud paternalista. ¿Y no nos hemos hartado ya de no juzgar a otros según nuestros criterios?

—Síiiii... —repuso Fred—. Ya veo por dónde vas. De acuerdo, investigaré el asunto.

Superado ese momento incómodo para los dos, intentaron recuperar la gloriosa irresponsabilidad de épocas pasadas, cuando Colin casi no se atrevía a expresar sus insólitas opiniones fuera de la seguridad de su hogar, y cuando la vida del joven Fred discurría como una prolongada fiesta de libertinaje y anarquía. Por desgracia no lo consiguieron. Fred, un segundo hijo. Colin, como de costumbre, sólo podía pensar en la novela que estaba escribiendo. Sabía que quizá debía hacer algo más por Sylvia, pero ¿tener una novela a medias no había sido siempre la mejor de las excusas? Además, Sylvia le inspiraba sentimientos de culpa, y no entendía por qué. Había olvidado lo mucho que le había molestado el que se instalara en casa de Julia, cuánto se lo había recriminado a su madre. Ahora recordaba aquella época con orgullo: él, Sophie y cualquiera que hubiese pasado por la casa en aquellos tiempos hablaba con añoranza de lo mucho que se habían divertido. Por otra parte, sabía que siempre había envidiado la serena actitud de su hermano ante Sylvia, pero le irritaba la religiosidad de ésta y lo que él interpretaba como una necesidad neurótica de sacrificarse. Y en la última visita la había obligado a sentarse en sus rodillas..., ¡qué momento tan incómodo para los dos! A pesar de todo la quería, sí, la quería, y se había visto obligado a hacer algo por África, y lo había hecho.

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