El sueño más dulce (49 page)

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Authors: Doris Lessing

Entró en la habitación conyugal, con sus dos camas: aquella en la que había dormido sola durante tanto tiempo y otra más grande, que se había convertido en el centro emocional de su vida. Se sentó en su cama de solterona y miró el pijama de Rupert, que estaba doblado sobre la almohada. Era de popelina verde azulada, de lo más formal, pero suave y sedoso al tacto. Aunque a primera vista Rupert parecía un hombre fuerte y seguro, cuando uno reparaba en la delicadeza de sus facciones, en sus manos sensibles... Frances se sentó en el lado de la cama donde dormía Rupert y acarició el pijama.

¿Se arrepentía de haberle dicho que sí a Rupert, a sus hijos, a aquella situación sin situación? No, ni por un instante. Se sentía como si al final de su vida hubiera llegado por casualidad, como en un cuento de hadas, a un claro bañado por la luz del sol; hasta en sus sueños aparecían escenas semejantes, y sabía que estaba soñando con Rupert. Los dos habían estado casados y habían creído que sus desagradables parejas los habían inmunizado para siempre contra el matrimonio, y no obstante, habían alcanzado una felicidad que no habían esperado ni creído posible. Los dos llevaban una vida ajetreada, él en el periódico, ella en el teatro, y conocían a centenares de personas; pero esas cosas formaban parte del mundo exterior, y lo más importante era esa cama enorme donde todo se entendía sin necesidad de palabras. Frances despertaba y se decía a sí misma, y luego a Rupert, que había estado soñando con la felicidad. Que se burlaran quienes pensasen lo contrario, y de hecho se burlaban, pero la felicidad existía y estaba allí; sí, allí estaban ellos dos, contentos como gatos al sol. Sin embargo, estas dos personas maduras —la cortesía habría exigido llamarlos así— guardaban un secreto que sabían que se marchitaría si lo desvelaban. Y no eran los únicos: la ideología ha dictaminado que una situación semejante es imposible, y por eso la gente calla.

Regresaba a una casa que la había amado, acogido, amparado, que la rodeaba con sus brazos, que la arropaba como si fuese una manta, en la que se refugiaba igual que un animalito asustado..., con la salvedad de que ya no era su casa, sino la de otras personas... Sylvia ascendió por la escalera, consciente de cada peldaño, de cada giro: allí se había acurrucado, escuchando el ruido y las risas procedentes de la cocina, temerosa de que nunca la aceptaran; y allí la había encontrado Andrew antes de subirla en brazos, meterla en la cama y darle una chocolatina que había sacado del bolsillo. Aquélla había sido su habitación, pero debía pasar de largo. Esos habían sido los dormitorios de Andrew y Colin. Estaba subiendo el último tramo de escalera. Al llegar a la planta de Julia no supo a qué puerta llamar, pero acertó, porque al oír la voz de Colin decir «adelante», entró en la antigua salita de Julia, donde él se hallaba sentado ante... No, no era el escritorio de Julia, sino uno grande, que ocupaba el ancho de una pared. Habría resultado menos doloroso para ella que todos los muebles de Julia hubiesen sido reemplazados por otros, pero ahí estaba el sillón de Julia con el pequeño escabel, y fue como si aquel lugar le diese la bienvenida y la rechazara a la vez. Colin tenía todo el aspecto de una persona disoluta. Era un hombre corpulento e hinchado que pronto se convertiría en un gordo fofo si...

—¿Por qué te fuiste de esa manera, Sylvia? —preguntó—. Cuando me avisaron esta mañana...

—Da igual. No importa. Debo hablar contigo.

—Te pido disculpas. Olvida lo que te dije anoche. Me pillaste en un mal momento. Si critiqué a Sophie..., olvídalo. La quiero. Siempre la he querido. ¿No recuerdas que siempre formamos... un equipo?

Sylvia se sentó en el sillón de Julia, aun cuando sabía que se le rompería el corazón si pensaba en ella, y no quería, no quería perder tiempo en... Colin estaba enfrente de ella, en una silla giratoria. Se arrellanó, estirando las piernas, y esbozó una sonrisa a modo de feroz autocrítica por su borrachera.

—Y hay algo más. ¿Qué derecho tenemos a esperar una vida normal con los antecedentes de nuestra familia? Las batallas constantes, los problemas, los compañeros... ¡Qué absurdo! —Rió, y la habitación se llenó de olor a alcohol.

—Si vas a tener un hijo, has de dejar de beber. Podría caérsete accidentalmente de las manos o...

—¿O qué? ¿Qué más, mi pequeña Sylvia?

Ella suspiró y dijo en voz baja y tono de humildad, tal que si le enseñara una ilustración de un libro:

—A Joshua, el hombre del que te hablé..., un negro, naturalmente..., su hijo de dos años se le cayó sobre una hoguera... Las quemaduras fueron tan graves que... Por supuesto, si hubiese ocurrido en este país, habría recibido el tratamiento adecuado.

—Bueno, Sylvia, no creo que yo vaya a tirar a mi hijo al fuego. Soy perfectamente consciente de que yo..., de que mi comportamiento podría ser más satisfactorio. —Esta forma de expresarlo le hizo tanta gracia a Sylvia que rompió a reír; Colin también, aunque no de inmediato—. Soy un desastre; pero ¿qué puedes esperar de la progenie del camarada Johnny? Sin embargo, ¿sabes una cosa? En la época en que vivía como un oso en una cueva y sólo salía para ir al pub, o para tener una aventura o una relación (he ahí una palabra perfecta para escurrir el bulto)... en fin, entonces no me consideraba un desastre. Pero en cuanto Sophie se instaló aquí y nos convertimos en una familia feliz, descubrí que soy un oso que no está adiestrado para vivir civilizadamente. No sé por qué me soporta.

—Colin, me gustaría mucho hablar contigo de otra cuestión.

—Le digo que, si persevera, es posible que algún día consiga convertirme en un marido.

—Por favor, Colin.

—¿Qué quieres que haga?

—Quiero que vayas a Zimlia, que veas las cosas con tus propios ojos y escribas la verdad.

Se produjo un silencio. Una sonrisa ligeramente irónica se dibujó en el rostro de Colin.

—¡Cuántas cosas me traes a la memoria! ¿Recuerdas cuando los camaradas viajaban constantemente a la Unión Soviética y demás paraísos comunistas para ver las cosas con sus propios ojos y contar la verdad a su regreso? De hecho, con la sabiduría que hemos tenido la fortuna de heredar, estamos en condiciones de concluir que, si existe una fórmula infalible para no descubrir la verdad, es la de ir adonde sea a ver las cosas con tus propios ojos.

—De manera que no quieres ir.

—No. No sé nada sobre África.

—Yo podría informarte. ¿No te das cuenta? Lo que cuentan los periódicos no tiene nada que ver con la realidad.

—Aguarda un momento. —Colin giró en la silla, abrió un cajón y extrajo un recorte de periódico—. ¿Has visto esto? —Se lo tendió.

Se trataba de un artículo firmado por Johnny Lennox.

—Sí, me lo envió Frances. Es una sarta de patrañas; el camarada presidente no es como lo describe la prensa.

—Vaya sorpresa.

—Cuando vi el nombre de Johnny no lo podía creer. ¿Se ha convertido en un experto en África?

—¿Por qué no? Todos sus ídolos han demostrado tener pies de barro, ¡pero no importa! En África hay una reserva ilimitada de grandes líderes, matones, bravucones y sinvergüenzas, así que todas las pobres almas que necesitan idolatrar a un héroe tienen a los héroes negros a su disposición.

—Y cuando hay una matanza, una guerra entre tribus o varios millones de desaparecidos, se limitan a murmurar: «Es una cultura diferente» —apuntó Sylvia, sucumbiendo a los placeres del resentimiento.

—A fin de cuentas, el camarada Johnny tiene que comer, y de este modo siempre es el invitado de honor de un dictador u otro.

—O en una conferencia donde se discute el significado de la libertad.

—O en un simposio sobre la pobreza.

—O en un seminario organizado por el Banco Mundial.

—De hecho, eso forma parte del problema; los rojos de la vieja guardia no pueden dar lecciones de libertad y democracia, y por eso Johnny ya no está tan solicitado como antes. ¡Ah, Sylvia, te echo tanto de menos! ¿Por qué vives tan lejos? ¿Por qué no podemos vivir todos juntos en esta casa y olvidarnos de lo que sucede fuera? —Estaba animado, había perdido la palidez de la resaca y reía.

—Si te paso toda la información, dispondrías de material suficiente para escribir algunos artículos.

—¿Por qué no se lo pides a Rupert? Es un periodista serio. Uno de los mejores. Muy bueno.

—Los periodistas famosos no quieren correr riesgos. Todos escriben maravillas sobre Zimlia. Si es el primero en decir lo contrario, lo harán pedazos.

—En teoría, a los periodistas les gusta ser los primeros en decir lo que sea.

—Entonces ¿por qué no lo ha hecho? Yo podría pedirle al padre McGuire que redactase un borrador, y tú trabajarías sobre esa base.

—Ah, sí, el padre McGuire. Andrew me contó que no supo lo que era un capón cebado hasta que lo conoció. —Al percatarse de que Sylvia se había ofendido, rectificó—: Perdona.

—Es un buen hombre.

—Y tú una buena mujer. No estamos a tu altura... Lo siento, lo siento, pero ¿no te das cuenta de que te envidio, Sylvia? Envidio esa inocente y entusiasta honestidad tuya... ¿De dónde ha salido? Ah, sí, claro, eres católica. —Colin se levantó, sentó a Sylvia en sus rodillas y hundió la cara en su cuello—. Juraría que hueles a sol. Es lo que pensé anoche, cuando te portaste tan bien conmigo: «Huele a sol.»

Sylvia se sentía incómoda. Y Colin también. Se encontraba en una posición incongruente con la forma de ser de los dos. Ella regresó al sillón.

—¿Intentarás beber menos?

—Sí.

—¿Me lo prometes?

—Sí, Sylvia, te lo prometo.

—Te enviaré el material.

—Haré lo que pueda.

Sylvia llamó a la puerta del apartamento del sótano, oyó un áspero «¿quién es?», abrió la puerta y asomó la cabeza. Una mujer delgada con elegantes tejanos de color tostado, una camiseta a juego y una melena corta de color cobrizo la miró desde el pie de la escalera; era cortante como un cuchillo.

—Hace tiempo viví en esta casa —explicó Sylvia—, y he oído que usted se va a vivir con mi madre.

Meriel continuó inspeccionándola con gesto hostil. Luego le dio la espalda y encendió un cigarrillo.

—Sí; ése es el plan por el momento —contestó a través de una nube de humo.

—Yo soy Sylvia.

—Lo suponía.

Las habitaciones eran tal como Sylvia las recordaba, semejantes a las de un piso de estudiantes, aunque impecablemente ordenadas. Meriel, que estaba haciendo las maletas, se volvió para decir:

—Quieren que desocupe este sitio. Tu madre ha tenido la bondad de ofrecerme un techo mientras busco otra cosa.

—¿Y trabajará con ella?

—Cuando termine mi formación, me estableceré por mi cuenta.

—Entiendo.

—Y en cuanto tenga mi propio piso, me llevaré a los niños.

—Ah, bueno, espero que todo salga bien. Perdone la interrupción. Sólo quería..., en fin, evocar los viejos tiempos.

—No des un portazo al salir. Esta casa es muy ruidosa. Los niños hacen lo que les viene en gana.

Sylvia tomó un taxi para ir a la casa de su madre. Las cosas no habían cambiado mucho: incienso, dibujos místicos en los cojines y las cortinas, y su madre gorda y enfadada, pero deshaciéndose en sonrisas de bienvenida.

—Es todo un detalle que te hayas tomado la molestia de venir a verme.

—Esta noche vuelvo a Zimlia.

Phyllida la escrutó lentamente y con suma atención.

—Vaya, Tilly, pareces una pasa. ¿Por qué no usas cremas para la piel?

—Tienes razón. Lo haré. Acabo de conocer a Meriel.

—¿De veras?

—¿Qué sucedió con Mary Constable?

—Tuvimos unas palabras.

Esa expresión desató un torrente de recuerdos en la mente de Sylvia; ella y su madre en una pensión o en la habitación de una casa ajena, mudándose constantemente, casi siempre porque no habían pagado el alquiler; caseras que se habían mostrado muy amigables convertidas en enemigas, y la frase: «Tuvimos unas palabras.» Tantas palabras, tan a menudo... Después Phyllida se casó con Johnny.

—Lo lamento.

—No lo lamentes. Hay muchos peces en el mar. Al menos Meriel ha tenido hijos. Sabe lo que se siente cuando te roban un hijo.

—Bueno, debo marcharme. Sólo quería ver cómo estabas.

—No esperaba que te sentases a tomar una taza de té.

—De acuerdo, tomaré una taza de té.

—Los crios de Meriel son una verdadera lata.

—Entonces se alegrará de librarse de ellos, ¿no?

—Aquí no los traerá, desde luego. Que no se le ocurra.

—Si vamos a tomar té, hagámoslo ya. Es casi la hora de salir hacia el aeropuerto.

—En ese caso tal vez sea mejor que te vayas.

Sylvia estaba otra vez en la terminal de llegadas del aeropuerto de Senga, tan atestada como en su primera visita y con los mismos dos grupos de personas divididas por el color de la piel, pero sobre todo por su posición social. Sin embargo, algo había cambiado. Hacía cuatro..., no, cinco años aquella muchedumbre parecía eufórica y confiada, pero había transcurrido muy poco tiempo desde la guerra y los rostros y las actitudes reflejaban una aprensión arraigada, como si todavía no hubieran terminado de asimilar la noticia de la paz. Los nervios seguían a flor de piel. Por otro lado, sin embargo, la multitud estaba radiante, satisfecha con las compras hechas en Londres, que abarrotaban la pequeña y chirriante cinta transportadora hasta el punto de que no paraban de caer grandes maletas, neveras y muebles, cuyos risueños propietarios tenían que correr a levantarlos. Nunca había existido una población de viajeros más satisfecha de sí misma que aquélla; en el avión, las palabras «la nueva nomenclatura» habían circulado entre los blancos como un chisme transmitido con deleite.

Y de nuevo se apreciaban diferencias en la forma de vestir: la nueva élite negra con sus ternos enjugándose el sudor de sus radiantes caras, y los blancos enfundados en tejanos y camisetas, listos para partir hacia sus humildes destinos en el monte o en la ciudad. Pronto, esos dos grupos tan distintos de seres humanos fijaron la vista en un mismo punto: una joven negra de unos dieciocho años, muy bonita, que lucía la última creación de un diseñador de moda con tacones de aguja y el presuntuoso ceño de los jóvenes consentidos. Había reclutado a dos mozos de equipaje, que recogieron de la cinta una, dos, tres, cuatro —¿eso era todo?—, no, siete, ocho maletas Vuitton.

—Eh, tú, chico, trae eso aquí —ordenó en el tono autoritario y estridente que había copiado de las señoronas blancas de otros tiempos y que ya nadie se atrevía a emplear—. Deprisa, chico. —Llegó al primer puesto de la cola—. Muéstrale mis maletas al señor.

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