El sueño más dulce (47 page)

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Authors: Doris Lessing

—Pasen, pasen —las apremió Mandizi. Entraron en una pequeña sala abarrotada con un tresillo, una cómoda, una nevera y un puf, y luego en un dormitorio donde había una cama enorme, en la que yacía la esposa de aquél, y una joven guapa y rolliza que la abanicaba con una rama de eucalipto para disipar los malos olores; pero ¿dormía la enferma? Sylvia se acercó a ella y comprobó con horror que estaba moribunda. En vez de presentar un brillante y saludable color negro, se la veía gris, con la cara cubierta de pápulas y tremendamente delgada: la cabeza que reposaba sobre la almohada parecía una calavera. Casi no respiraba. Tenía los ojos entreabiertos. Sylvia la tocó y sintió su piel fría al tacto. Incapaz de hablar, se volvió hacia el desesperado marido, y Rebecca rompió a sollozar a su lado. La joven rolliza mantuvo la vista al frente y continuó abanicando a la mujer.

Sylvia se dirigió con paso vacilante a la estancia contigua y se apoyó contra la pared.

—Señor Mandizi —dijo—, señor Mandizi.

Él se aproximó, le sujetó la mano, se inclinó para mirarla a los ojos y murmuró:

—¿Está muy enferma? Mi mujer...

—Señor Mandizi...

El hombre se dejó caer hacia delante, ocultando la cara sobre el brazo apoyado en la pared. Estaba tan cerca que Sylvia le rodeó los hombros con un brazo, estrechándolo mientras lloraba.

—Tengo miedo de que muera —musitó él.

—Sí. Lo siento, pero creo que no le queda mucho tiempo de vida.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

—¿Tienen hijos, señor Mandizi?

—Teníamos una niña, pero murió.

Las lágrimas caían sobre el suelo de cemento.

—Señor Mandizi —susurró Sylvia, pensando en la saludable joven que estaba en la habitación contigua—, debe escucharme, es importante: por favor, no mantenga relaciones sexuales sin preservativo. —Le parecía terrible decir una cosa así en un momento semejante, era ridículo, pero la urgencia de la situación la obligaba a ello—. Por favor, soy consciente de cómo ha de sonarle esto... Por favor no se enfade conmigo.

—Sí, sí, la he oído. Y no estoy enfadado.

—Si quiere que regrese más tarde, cuando se haya... Puedo volver más tarde y explicárselo mejor.

—No, ya lo entiendo. Pero usted no entiende una cosa. —Se separó de la pared, se irguió y recuperó su tono normal—. Mi mujer se está muriendo. Mi hija está muerta. Y yo sé quién es el responsable. Tendré que consultar de nuevo a nuestro buen
n'ganga
.

—Señor Mandizi, no querrá decir que...

—Sí, lo digo. Lo afirmo. Un enemigo me ha echado una maldición. Esto es obra de un brujo.

—Vamos, señor Mandizi, usted es un hombre con estudios...

—Sé lo que está pensando. Sé lo que piensan ustedes. —La miró con expresión de ira y de desconfianza—. Llegaré hasta el fondo de este asunto. —Hizo una pausa y ordenó—: Avise en la oficina que estaré allí en media hora.

Mientras Sylvia y Rebecca se alejaban en dirección al camión, oyeron:

—Y lo sabemos todo de ese supuesto hospital de la misión. Por suerte pronto se construirá un hospital nuevo, y entonces habrá medicina de verdad en nuestro distrito.

—Por favor, Rebecca —murmuró Sylvia—, no me digas que estás de acuerdo con lo que afirma ese hombre. Es absurdo.

Rebecca guardó silencio por unos segundos y luego respondió:

—En nuestra cultura no es absurdo.

—Pero se trata de una enfermedad. Cada vez sabemos más de ella. Es una enfermedad terrible.

—Pero ¿por qué algunos la pillan y otros no? ¿Puede explicarlo? Ésa es la cuestión. ¿Entiende lo que quiero decir? A lo mejor alguien quería hacer daño al señor Mandizi, o deshacerse de su mujer, ¿no? ¿Se fijó en esa joven que estaba en el dormitorio? Tal vez quiera ser la nueva señora Mandizi.

—Bueno, veo que no nos pondremos de acuerdo, Rebecca.

—No, Sylvia, no nos pondremos de acuerdo.

La gente ya las esperaba junto al camión, lista para subir.

—Todavía no vuelvo a casa —les informó Sylvia—. Y sólo dejaré subir a seis personas. Sólo seis. Vamos al hospital nuevo y el camino es malo. —Alcanzaba a ver el comienzo de un accidentado sendero que se internaba en el monte.

Rebecca impartió órdenes en tono autoritario. Seis mujeres subieron a la caja.

—Os recogeré dentro de media hora —anunció Sylvia, y a lo largo de un kilómetro y medio el camión avanzó pesadamente, traqueteando sobre raíces, piedras y baches, hasta que llegaron a un claro donde se alzaba el esqueleto de un edificio rodeado de árboles añosos. Se hallaban en un bosque viejo y polvoriento, pero verde y frondoso.

Sylvia, Rebecca y los niños se apearon, y las seis mujeres los siguieron.

Contemplaron lo que supuestamente sería el nuevo hospital.

¿Suecos? ¿Daneses? ¿Estadounidenses? ¿Alemanes?... El Gobierno de algún país preocupado por las penurias de África había enviado mucho dinero allí, a ese claro, y el resultado se alzaba ante ellos. Como si se hallaran ante el plano de un arquitecto, tuvieron que usar la imaginación para concebir las formas que saldrían de esos cimientos y de los muros sin terminar, porque el problema era que el siguiente envío de dinero se retrasaba, y las habitaciones, las salas, los pasillos, los quirófanos y los laboratorios estaban cubriéndose de un polvo blanquecino. Algunas paredes llegaban a la altura de la cintura, otras a la de la rodilla, y los agujeros abiertos en los bloques de cemento estaban anegados. Las mujeres de la aldea atisbaron la promesa de algo útil, se adelantaron, llenaron de agua un par de botellas y media docena de latas y las guardaron cuidadosamente en sus enormes bolsos de viaje. Alguien había comido allí, quizás un vagabundo, que había encendido un fuego para mantener alejados a los animales durante la noche. La expresión de las caras de las visitantes recordaba a la que es tan común en la actualidad, esa que dice: «No haremos comentarios, pero alguien ha metido la pata hasta el fondo.» ¿Quién? Y ¿por qué? Se rumoreaba que alguien había robado el dinero destinado al hospital; algunos afirmaban que el Gobierno en cuestión se había quedado sin fondos.

Al otro lado del claro, bajo los árboles, había varias cajas de madera. Las seis mujeres fueron a investigar, seguidas por Rebecca. Una caja estaba abierta. En el interior había un sillón de dentista.

—Qué pena que no sea dentista —comentó Sylvia—. Nos vendría muy bien contar con uno.

Otra caja, rota en los laterales, contenía una silla de ruedas.

—Oh, doctora —dijo una de las mujeres—, no deberíamos llevárnosla. A lo mejor algún día terminan de construir el hospital.

—Necesitamos una —replicó Rebecca mientras tiraba de la silla de ruedas para sacarla de la caja.

—Pero querrán saber de dónde salió, y nuestro hospital no tiene fondos para esta clase de cosas.

—Deberíamos llevárnosla —insistió Rebecca.

—Está rota —señaló la mujer. Alguien se les había adelantado y en su intento había hecho que se le soltara una rueda.

Había otras cuatro cajas. Dos mujeres se acercaron a una y empezaron a forcejear con la madera podrida. Dentro había varias cuñas. Sin mirar a Sylvia, Rebecca llevó media docena al camión y regresó. Otra mujer encontró mantas, pero los insectos las habían roído, los ratones las utilizaban como madriguera y los pájaros las habían deshilachado para construir sus nidos.

—Será un buen hospital —dijo otra de las mujeres entre risas.

—Tendremos un excelente hospital nuevo en Kwadere —observó otra.

Las mujeres de la aldea prorrumpieron en carcajadas, y tanto Sylvia como Rebecca se unieron a ellas. Estaban en medio del monte, a muchos kilómetros de los filántropos de Senga (o para el caso, de Londres, Berlín o Nueva York), desternillándose.

Volvieron al Centro de Desarrollo, recogieron al resto de la gente y emprendieron el lento viaje de regreso a la misión, todos aguzando el oído por si se pinchaba un neumático. La suerte los acompañó. Rebecca y Sylvia llevaron las cuñas al hospital. Los enfermos graves, alojados en la choza que Sylvia había mandado construir poco después de su llegada, habían estado orinando en botellas de plástico y viejos utensilios de cocina.

«¿Qué es eso?», preguntaron los hijos de Joshua, y cuando entendieron para qué servían las cuñas, se pusieron como unas pascuas y corrieron a mostrárselas a quien quisiera verlas.

Colin abrió la puerta tras oír un tímido timbrazo y le pareció ver ante sí a una niña mendiga o una gitana, pero luego, con un grito de «¡Oh, es Sylvia, es Sylvia!», la levantó en volandas y la metió en la casa. Allí la abrazó, y sintió que sus lágrimas le mojaban las mejillas cuando las restregó contra las de ella en una especie de saludo gatuno.

En la cocina la hizo sentarse a la mesa, la de siempre, nuevamente extendida. Sirvió un torrente de vino en un vaso grande y se sentó frente a ella, rebosando amor y alegría.

—¿Por qué no avisaste que venías? Pero no importa, no te imaginas lo mucho que me alegro de verte.

Sylvia se esforzó por animarse y demostrar el mismo entusiasmo que él, porque en realidad se sentía abatida: Londres suele causar ese efecto en los londinenses que han vivido fuera, como si al regresar tomaran súbitamente conciencia de su vastedad y sus incontables ventajas y posibilidades. Era como si, al venir de la misión, la ciudad la golpease en un punto indeterminado del vientre. Cometen un error quienes regresan directamente a Londres desde un lugar como Kwadere; antes tendrían que pasar por el equivalente a una cámara de descompresión.

Sylvia sonreía y bebía pequeños y cautelosos sorbos de vino —se había desacostumbrado al alcohol—, mientras percibía la casa como un ser vivo alrededor, arriba y debajo de ella. Era la casa, su casa, la que había representado para ella lo más parecido a un hogar cuando era consciente de lo que ocurría allí, en la atmósfera y el aire de cada estancia y cada tramo de escalera. Ahora estaba habitada por mucha gente, lo intuía, pero no por presencias familiares, sino por extraños, y agradeció el que Colin se hallara a su lado, sonriéndole. Eran las diez de la noche. Arriba, alguien había puesto un disco que le sonaba; quizá se tratara de una canción famosa, como Blue Suede Shoes, pero no estaba segura.

—La pequeña Sylvia... Tengo la impresión de que necesitas alimentarte, como de costumbre. ¿Puedo ofrecerte algo para comer?

—He comido en el avión.

Aun así, Colin se levantó, abrió la nevera y se puso a examinar su contenido. A Sylvia se le encogió el corazón; sí, era el corazón, porque estaba pensando en Rebecca, en su cocina con la pequeña nevera y el pequeño armario, aquella cocina que su familia de la aldea consideraba el colmo de la fortuna, una generosa fuente de provisiones. Observó los huevos que llenaban la mitad de la puerta del frigorífico, la leche brillante y limpia, los recipientes repletos de comida, la abundancia...

—Aunque éste no es mi territorio, sino el de Frances, me siento seguro... —

Sacó una barra de pan y un plato con pollo frío. A Sylvia se le despertó el apetito: lo había cocinado Frances, Frances la había alimentado; con ella a un lado y Andrew al otro había sobrevivido a su infancia.

—¿Y cuál es tu territorio? —preguntó, atacando un bocadillo de pollo.

—Estoy arriba —respondió Colin—, en la última planta.

—¿En las habitaciones de Julia?

—Sí; Sophie y yo.

Sylvia se sorprendió tanto que dejó el bocadillo en el plato, como si por el momento renunciase a la seguridad.

—¡Sophie y tú...!

—Claro, no lo sabías. Vino para recuperarse y entonces... Estuvo enferma, ¿sabes?

—¿Y entonces?

—Está embarazada, de modo que vamos a casarnos.

—Pobre Colín —dejó escapar Sylvia y de inmediato se ruborizó; en realidad no sabía...

—No del todo. Le tengo mucho cariño.

Sylvia cogió otra vez el bocadillo, pero enseguida volvió a dejarlo en el plato: la noticia le había cerrado el estómago.

—Vamos, continúa. Veo que estás angustiado.

—Eres muy perspicaz —repuso Colin—. Bueno, siempre lo has sido, a pesar de tu aspecto de mosquita muerta. —Advirtió que había herido a Sylvia, y de hecho era lo que pretendía—. No. Lo lamento, lo lamento de veras. No soy el de siempre. Me has pillado en un momento... En fin, a lo mejor sí soy el de siempre. —Se sirvió más vino.

—No bebas hasta que me lo hayas contado todo.

Colin dejó el vaso.

—Sophie tiene cuarenta y tres años. Es tarde.

—Sí, pero a menudo las madres maduras... —Advirtió que él daba un respingo.

—Exactamente —dijo—. Es una madre madura. De todos modos, lo creas o no, lo que me preocupa no es la posibilidad de que el hijo nazca con síndrome de Down, al fin y al cabo aseguran que son encantadores, ¿no?, ni el resto de horrores. Sophie está convencida de que yo estoy convencido de que metió por la fuerza un feto en su reacio útero con la intención de aprovecharse de mí, porque se le estaba pasando el momento. Sé que no lo hizo adrede, no es propio de ella, pero no deja de machacar el tema. Tengo que oír sus lamentaciones día y noche: «Ay, ya sé lo que estás pensando...» —Pronunció estas palabras en tono plañidero, consiguiendo una buena interpretación—. ¿Sabes una cosa? Sí, claro que sí. No existe placer comparable al de recrearse en los sentimientos de culpa. Mi Sophie se lo está pasando en grande regodeándose con ellos, revolcándose en ellos, creyendo que la odio porque me ha cazado, y nada de lo que le diga la consolará porque sentirse culpable es tan divertido... —Era la observación más cruel que Sylvia había oído de boca del cruel Colin, que levantó el vaso y lo vació de un trago.

—Ay, Colin, vas a emborracharte, y hace tanto que no te veo...

—Tienes razón, Sylvia. —Volvió a llenar el vaso—. Voy a casarme con Sophie, que ya está de siete meses, y viviremos en el antiguo apartamento de Julia, en esas cuatro habitaciones, y yo trabajaré en el sótano..., cuando se desocupe.

—Su rostro, rojo y furioso, reflejó la euforia que suele acompañar a la contemplación del implacable sentido trágico de la vida—. ¿Sabías que Frances se ha hecho cargo de los dos hijos de su último ligue?

—Sí, me lo contó en una carta.

—¿Y te contó que la esposa de él es una depresiva? Está abajo, en el apartamento donde vivió Phyllida.

—Pero...

—Nada de peros. La cosa ha salido bastante bien. Ella se ha recuperado de la depresión. Los dos niños se instalaron arriba, en mi habitación y la de Andrew.

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