El sueño más dulce (57 page)

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Authors: Doris Lessing

En el transcurso de su larga relación, Rebecca y el padre McGuire habían mantenido muchas discusiones sobre el particular, que éste ganaba invariablemente porque él era sacerdote y ella cristiana, pero ahora Rebecca sonrió y repuso:

—Vale.

—¿Quieres decir que la choza no traerá mala suerte a los libros? —preguntó Sylvia.

—No —contestó Rebecca—, estarán bien allí. Así que sacaremos los estantes de su habitación y los montaremos en la choza de Daniel. Mi Tenderai vigilará los libros.

El niño estaba muy enfermo y le quedaban pocos meses de vida: todo el mundo sabía que una maldición pesaba sobre él. Rebecca leyó los pensamientos de Sylvia y murmuró:

—Está lo bastante bien para cuidar los libros. Además, se entretendrá con ellos y se sentirá menos triste.

—No hay suficientes para todos.

—Sí que los hay. Tenderai les dará uno a la semana. Los forrará con papel de periódico. Y todo el mundo tendrá que pagar... —Al advertir que Sylvia iba a protestar, precisó—: Muy poco, quizá diez centavos. Sí, no es mucho, pero bastará para que comprendan que los libros son caros y debemos cuidarlos.

Se levantó. No tenía buen aspecto. Sus hijos enfermos la despertaban por las noches, y Sylvia solía reñirla porque trabajaba en exceso.

—Trabajas demasiado, Rebecca —señaló una vez más.

—Soy fuerte. Igual que usted, Sylvia. Trabajo bien porque no estoy gorda. Un perro gordo duerme al sol mientras las moscas revolotean a su alrededor, pero un perro flaco permanece alerta y se come a las moscas.

El padre McGuire rió.

—Citaré tus palabras en mi sermón del domingo.

—Como guste, padre. —Rebecca hizo la pequeña reverencia que le habían enseñado en la escuela para demostrar respeto a las personas mayores. Unió sus delgadas manos y sonrió. Luego se dirigió a Sylvia—: Reuniré a unos cuantos chicos para que nos ayuden a trasladar los estantes y los libros a la choza. Deje los suyos sobre la cama, para que no se los lleven.

Se marchó.

—Qué pena que Rebecca no pueda gobernar este país, en lugar de los incompetentes que nos han endilgado —comentó el padre McGuire.

—¿Por qué pretenden hacernos creer que un país tiene el gobierno que se merece? Yo no creo que esta pobre gente merezca semejante gobierno —señaló Sylvia.

El sacerdote asintió, pero luego preguntó:

—¿No has pensado que quizá no hayan degollado aún a esos payasos ineptos porque a los povos les gustaría estar en su lugar y saben que harían lo mismo si se les presentara la oportunidad?

—¿De veras piensa eso, padre?

—No es casual que tengamos una oración que dice: «No nos dejes caer en la tentación» y «Líbranos de todo mal».

—¿Eso significa que la virtud se alcanza evitando la tentación, sencillamente?

—Ah, la virtud, he ahí una palabra que me cuesta emplear.

Era evidente que Sylvia estaba al borde del llanto, y el sacerdote reparó en ello. Se acercó a un armario y regresó con dos vasos y una botella de buen whisky que Sylvia le había traído de Londres. Sirvió una medida generosa para cada uno, asintió con la cabeza y apuró el contenido de su vaso.

Sylvia contempló las ondulaciones del dorado líquido a la luz de la lámpara: un brillante remolino oleoso que al detenerse quedó convertido en un lago ambarino.

—Siempre he pensado que podría llegar a ser alcohólica.

—No, Sylvia, imposible.

—Entiendo por qué en los viejos tiempos la gente tomaba una copa al atardecer.

—¿En los viejos tiempos? Los Pyne no se saltan el aperitivo ni un solo día.

—Cuando se pone el sol, a menudo pienso que daría cualquier cosa por beberme una botella entera. El crepúsculo es tan triste...

—Es por el color del cielo, que nos recuerda las glorias divinas que nos están vedadas.

Sylvia se sorprendió: el padre McGuire no acostumbraba hablar de esas cosas.

—Muchas veces he deseado abandonar África —añadió él—, pero cada vez que veo ponerse el sol detrás de las colinas, sé que no me marcharía por nada del mundo.

—Otro día que llega a su fin sin resultados —se lamentó Sylvia—, sin ningún cambio.

—Ah, de manera que eres de esos a los que les gustaría cambiar el mundo.

Había puesto el dedo en la llaga. «Quizá las tonterías de Johnny calaron hondo en mí y acabaron por fastidiarme», pensó Sylvia.

—¿A quién no le gustaría cambiarlo? —preguntó.

—¿A quién no le gustaría verlo cambiado? Pero pretender cambiarlo uno mismo..., no, es demoníaco —objetó el sacerdote.

—¿Y quién podría discrepar de eso, después de lo que hemos aprendido?

—Si lo has aprendido, has llegado más lejos que la mayoría. Sin embargo, es un sueño tan poderoso que difícilmente deja escapar a sus víctimas.

—No me dirá que cuando era joven nunca salió a la calle a gritar y arrojar piedras a los británicos.

—Olvidas que era pobre, tanto como algunos de los aldeanos de aquí. Sólo me quedaba una salida, un único camino. No tuve alternativa.

—Sí, me resulta imposible imaginarlo haciendo otra cosa; es un sacerdote nato.

—Es verdad... Sólo había una elección posible para mí.

—En cambio, cuando oigo despotricar a la hermana Molly, pienso que de no ser por la cruz que lleva colgada al cuello, nadie diría que es una monja.

—¿No has pensado que las niñas pobres de cualquier país de Europa tampoco tuvieron otra opción? Se metieron a monjas para que sus familias se ahorraran el dinero que gastaban en darles de comer, de modo que los conventos se llenaron de jóvenes que habrían estado más a gusto criando hijos o... dedicándose a cualquier otra cosa. Hace cincuenta años la hermana Molly se habría vuelto loca en un convento; jamás habría entrado en uno; pero ahora... ¿sabes lo que le dijo a su superiora? «Me iré de este convento y seré una monja del mundo.» Creo que llegará el día en que se dirá a sí misma: «No soy una monja. Nunca lo he sido.» Entonces abandonará la orden sin más. Así son las cosas. Sí, ya sé lo que estás pensando. A las monjas negras de la colina no les resultaría tan fácil dejar los hábitos como a la hermana Molly.

Todos los días, después de comer, Sylvia iba andando hasta la aldea y constataba que, junto a cada choza o debajo de los árboles, había gente sentada en bancos o troncos, leyendo o esforzándose por aprender a escribir con un cuaderno sobre las rodillas. Les había prometido que estaría allí desde la una hasta las dos y media para ayudarlos. Se habría ofrecido a ir a las doce, pero sabía que el padre McGuire no le permitiría saltarse la comida. De todas maneras, no necesitaba dormir la siesta. En el transcurso de un par de semanas, unos sesenta libros habían empezado a transformar la aldea, cuyos niños, aunque asistían a clases, no recibían una educación, y donde la mayoría de los adultos sólo había pasado cuatro o cinco años en la escuela. Aprovechando un viaje de los Pyne, Sylvia había ido con ellos a Senga y había comprado cuadernos, bolígrafos, un atlas, un pequeño globo terráqueo y algunos manuales sobre técnicas de enseñanza. Al fin y al cabo, no sabía cómo abordaría la tarea un profesional, y los maestros de la escuela de la colina, donde en esa época del año el polvo se acumulaba en montículos o flotaba formando auténticas nubes en el aire, carecían también de una formación pedagógica. Además había ido a la aduana para preguntar por las máquinas de coser, pero nadie sabía nada al respecto.

Se sentaba junto a la choza de Rebecca, un árbol muy alto proyectaba una amplia sombra a mediodía, e impartía clases, lo mejor que podía, a unas sesenta personas: las escuchaba leer, escribía frases para que las copiasen y colocaba el atlas abierto en un estante o apoyado en la rama de un árbol para ilustrar las lecciones de geografía. Entre sus alumnos a veces se contaban los maestros de la escuela, que le echaban una mano y aprendían al mismo tiempo.

Las palomas arrullaban en los árboles. A esa hora todos tenían sueño, y aunque a la agotada Sylvia le pesaban los párpados, por nada del mundo se dormiría. Rebecca repartía agua en jarras de acero inoxidable o aluminio robadas del hospital abandonado; no mucha, pues la sequía era acuciante, y como el río más cercano estaba casi seco y estancado, las mujeres se levantaban a las tres o a las cuatro de la mañana para ir a otro más lejano, cargando cuencos y vasijas sobre la cabeza. Habían dejado de lavar la ropa; no les quedaba otro remedio si querían guardar suficiente agua para beber y cocinar. La multitud despedía un olor penetrante, que Sylvia había empezado a asociar con la paciencia, el sufrimiento y la rabia contenida. Siempre que bebía de las jarras robadas de Rebecca, sentía lo que creía que debía sentir, pero no sentía, cuando recibía la sagrada comunión. Todos sus alumnos, desde los niños hasta los viejos, escuchaban cada palabra suya en silencio, atentos y embelesados. Ésta era la clase de educación que la mayoría había anhelado toda su vida, la que esperaban recibir desde que habían oído las promesas del Gobierno. A las dos y media Sylvia escogía a un niño o una niña que estuviese más adelantado que los demás y le pedía que leyese unos párrafos de Enid Blyton —a todos les encantaba—; de
Tarzán
—otro favorito—; de
El libro de la selva
, que les gustaba aunque era más difícil; o de
Rebelión en la granja
, el de mayor éxito entre todos, porque, como ellos decían, la historia que contaba les resultaba muy conocida. Si no, se pasaban el atlas, abierto por la página que acaban de estudiar, a fin de reforzar lo aprendido.

Sylvia visitaba la aldea todas las mañanas, después de asegurarse de que las cosas marchaban bien en el hospital. Se hacía acompañar por Listo o por Zebedee, pues uno de ellos debía quedarse a atender a los enfermos. En las chozas se encontraban los pacientes aquejados de enfermedades lentas y crónicas, en cuya presencia ella y el
n'ganga
cambiaban miradas que expresaban lo que se guardaban muy bien de decir. Porque si algo entendía este doctor del monte mejor que cualquier médico corriente era el valor de los pensamientos alegres; y era evidente que la mayor parte de su
muti
, hechizos y prácticas estaban especialmente concebidos para cumplir con ese objetivo: mantener un sistema inmunitario optimista. No obstante, cuando ella y ese hombre inteligente se miraban de cierta manera, su expresión denotaba que el paciente en cuestión pronto descansaría entre los árboles del nuevo cementerio, que estaba bastante alejado de la aldea y destinado a las víctimas del sida o flaco. Se excavaban tumbas muy profundas, ya que la gente temía que el demonio que había matado a esas personas escapase y atacara a otros.

Sylvia sabía —aunque no se lo había contado Rebecca, sino Listo— que esta mujer sensata y práctica, en quien tanto confiaban el padre McGuire y ella, creía que sus tres hijos habían muerto y un cuarto estaba enfermo porque la joven esposa de su hermano, que siempre la había odiado, había contratado a un
n'ganga
más poderoso que el del lugar para que atacase a los niños. Esa cuñada suya era estéril y estaba convencida de que Rebecca había pagado por pociones, encantamientos y hechizos con el fin de evitar que tuviera hijos.

Algunos pensaban que no los tenía porque en su choza había más cosas robadas del hospital abandonado que en cualquier otra. Todos consideraban que el objeto más peligroso del saqueo era la silla de dentista, que durante un tiempo había estado en medio de la aldea, donde los niños jugaban con ella, pero había acabado en el fondo de una zanja, adonde la arrojaron para librarse de sus malignas influencias. Ahora servía de escenario para los inofensivos juegos de los micos, y en una ocasión Sylvia había visto sentado en ella a un viejo babuino con una brizna de hierba entre los labios, mirando alrededor con aire pensativo, como un abuelo que mata el tiempo en un porche.

Edna Pyne subió a la vieja camioneta para ir a la misión, porque la perseguía lo que ella llamaba su «perro negro», que incluso tenía nombre: «
Plutón
me está pisando los talones otra vez», decía y aseguraba que tanto
Sheba
como
Lusaka
percibían la presencia de este misterioso perseguidor y le gruñían.

Cuando ella bromeaba al respecto, Cedric, lejos de reírse, comentaba que su mujer estaba volviéndose tan supersticiosa como los negros. Hasta hacía cinco años Edna había tenido amigas en las granjas cercanas, a quienes visitaba cuando estaba deprimida, pero ya no le quedaba ninguna. Las que no habían establecido granjas en Perth (Australia), o en Devon, habían «dado el salto» a Sudáfrica. En definitiva, se habían largado. Estaba desesperada por hablar con mujeres, pues se sentía sola en medio de un desierto masculino: su marido, los hombres que trabajaban en la casa y en el jardín, las visitas, los inspectores del Gobierno, los topógrafos, los expertos en cultivos en curvas de nivel y los nuevos metomentodos negros, siempre imponiendo extrañas normas. Todos eran hombres. Esperaba encontrar a Sylvia para charlar un rato, aunque no le caía tan bien como sabía que se merecía: era admirable, sí, pero estaba un poco loca. Cuando llegó a la casa del padre McGuire, se le antojó vacía. Entró en el fresco y oscuro salón, y Rebecca salió de la cocina con un paño que debería haber estado más limpio. Por desgracia la sequía estaba comprometiendo también la pulcritud de su casa: en el pozo había menos agua que nunca.

—¿Está la doctora Sylvia?

—Ha ido al hospital. Hay una chica de parto. Y el padre McGuire se ha llevado el coche para ir a ver al cura de la vieja misión.

Edna se sentó como si le hubiesen asestado un golpe en las rodillas. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Cuando los abrió, Rebecca continuaba de pie delante de ella, esperando.

—Dios. —Edna suspiró—. No puedo más.

—Le prepararé una taza de té —dijo Rebecca, volviéndose hacia la cocina.

—¿Cuándo regresará la doctora?

—No lo sé. Es un parto difícil. El niño viene de nalgas.

Edna abrió desorbitadamente los ojos al oír aquella explicación médica. Al igual que la mayoría de los viejos colonos blancos, su mente estaba dividida en compartimentos; es decir, como nos ocurre a casi todos, si bien en mayor medida. Sabía que algunos negros eran tan inteligentes como la mayoría de los blancos, pero equiparaba la inteligencia con la educación, y Rebecca trabajaba en una cocina.

Cuando la criada depositó la bandeja del té delante de ella y giró sobre sus talones para irse, Edna se oyó decir:

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