Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Venga usted a desayunar a la granja —insistió él, mientras conducía.
Rose conocía los alrededores de Senga, una ciudad demasiado monótona y pretenciosa para su gusto. De hecho, lo que pensaba de Zimlia era justo lo contrario de lo que escribía. Sólo el camarada presidente Matthew lo había justificado, y de pronto... Titubeó.
—¿Por qué no? —respondió al fin.
No entraron en la ciudad, sino que la rodearon, y, en pocos minutos llegaron al monte. No todo el mundo ama África y no todo el mundo, tras dejarla, sueña con volver a una promesa eternamente risueña y atractiva. Rose sabía que esa clase de gente existía: ¿por qué no se contaba entre ellos, cuando los amantes del continente proclamaban su amor como si de la prueba de una virtud espiritual se tratara? Para empezar, era demasiado grande. Había una desproporción entre el pueblo —que se hacía llamar ciudad— y las zonas rurales o la selva. Demasiado monte, colinas abigarradas y la constante amenaza de una desagradable alteración del orden. Rose no había salido del centro de la ciudad salvo para dar algún que otro paseo por un parque. Le gustaban el asfalto, los bares, los ayuntamientos donde se pronunciaban discursos y los restaurantes. De pronto se dijo que sería una buena experiencia conocer una granja de blancos y a un agricultor blanco, aunque por supuesto no escribiría sobre las quejas de aquel hombre, pues casi todas se referían a los negros y no sentarían bien. Sin embargo, podía aseverar con franqueza que estaba ampliando sus horizontes.
Cuando se detuvieron junto a una gran casa de ladrillos cercada por unos árboles del caucho que a Rose se le antojaron muy feos, Barry le indicó que rodease el edificio y subiese al porche mientras él iba a la cocina a pedir el desayuno. Eran las siete y media de la mañana, y en circunstancias normales ella habría estado en la cama, con una hora de sueño por delante. El sol ya se había elevado sobre el horizonte, hacía calor, los colores eran demasiado intensos —rojos, violetas y verdes subidos— y un polvo rosado lo cubría todo. Sus zapatos prácticamente desaparecieron en él.
—Mi mujer está pasando una semana fuera —comentó Barry cuando ella echó a andar—. Tengo que organizar la maldita cocina yo solo. —No sonaba exactamente como una invitación para acostarse con él.
Cuando terminó de subir la escalera y llegó al porche, que abierto por tres lados se le antojó una habitación a medio construir, él asomó la cabeza.
—Hay problemas en el granero —le informó—. Pase, que el chico le servirá el desayuno. Volveré dentro de un momento.
No desayunaría. Ya no le apetecía. De todos modos entró en una amplia sala cuya decoración le parecía demasiado severa —¿unos bonitos cojines, tal vez?— y luego pasó a una estancia en la que había una enorme mesa y donde un anciano negro la recibió con una sonrisa.
—Siéntese, por favor —la invitó el criado.
Rose tomó asiento y vio a su alrededor platos con huevos, beicon, tomates y salchichas.
—¿Hay café? —preguntó. Era la primera vez en su vida que hablaba con un criado..., o al menos con un criado negro.
—Ah, sí, café. Tengo café para la señorita —respondió el anciano con cortesía, y Rose se llevó una agradable sorpresa al ver que de la cafetera de plata salía un líquido oscuro y cargado.
Se sirvió un huevo y una loncha de beicon en el instante mismo en que entraba el amo, que dejó caer un objeto de metal sobre una silla, retiró la suya con un chirrido y se sentó.
—¿Eso es todo lo que va a comer? —preguntó Barry, mirando con desdén el plato de Rose y llenándose el suyo—. Vamos, haga un esfuerzo.
Rose se sirvió otro huevo y preguntó en un tono menos indiferente de lo que se había propuesto:
—¿Dónde ha dicho que está su mujer?
—De paseo. Las mujeres pasean, ¿no lo sabía?
Rose esbozó una sonrisa cortés: hacía horas que había caído en la cuenta de que la revolución feminista no había llegado a todos los rincones del mundo.
Barry se atiborró de huevos y beicon, tomó una taza de café tras otra y finalmente anunció que debía recorrer la granja e inspeccionar lo que habían estado haciendo aquellos cafres durante su ausencia. La invitó a acompañarlo para que lo viese todo por sí misma. Rose respondió que no y luego, al reparar en la expresión ceñuda de Barry, que sí.
—Siempre haciéndose desear—observó él, aunque al parecer sin segunda intención.
Le habría gustado que le dijera: «Entra en esa habitación, encontrarás una cama, métete en ella y espérame.» En cambio, pasó varias horas dando tumbos en una camioneta, yendo de un lado a otro de la propiedad, donde un grupo de negros, un mecánico o un individuo vestido con un mono de trabajo aguardaba sus órdenes, discutía, discrepaba y cedía diciendo: «Bueno, a lo mejor tienes razón. Lo haremos a tu manera», o «¡Por Dios, mira lo que has hecho! Te lo advertí, ¿no? ¿No te lo advertí? Ahora hazlo otra vez, y más vale que te salga bien.» Rose no tenía la menor idea de qué era lo que veía ni qué hacía cada uno, y aunque aparecieron unas vacas apestosas, lo cual era previsible tratándose de una granja, no entendía nada y le dolía la cabeza. Cuando regresaron a la casa, bastó una palmada de Barry para que les sirvieran el té. Estaba sudoroso, con la cara roja y húmeda y tenía una mancha de grasa en una manga; irresistible. Sin embargo, dijo que debía ocuparse del papeleo, porque el Gobierno lo estaba matando con tanto trámite, y ¿podría entretenerse sola hasta la hora de comer? Rose se sentó en la parte del porche que estaba protegida del resplandor, en un asiento tapizado con una cretona reconfortantemente familiar, y hojeó unas revistas sudafricanas: el mundo de la mujer de Barry, presumiblemente; y también el suyo.
Transcurrió una hora. Sirvieron el almuerzo: toneladas de carne. Aunque Rose sabía que comer carne era políticamente incorrecto, le encantaba, así que no se reprimió.
Le entró sueño. Barry le lanzaba miradas que ella tomó por insinuaciones, pero por lo visto se equivocó, porque dijo:
—Voy a echar una cabezada. Su habitación está allí.
Se marchó en la dirección contraria al cuarto donde ella encontró su maleta sobre el suelo de piedra, junto a una cama en la que se tendió y durmió hasta que oyó unas palmadas y el grito de «té». Se levantó tambaleándose, salió al porche y allí topó con Barry, que estaba delante de la bandeja del té, con las largas y bronceadas piernas estiradas.
—Podría dormir durante una semana —comentó.
—Oh , vamos, anoche no durmió mal. Estuvo roncando sobre mi hombro durante horas.
—No, no es verdad...
—Pues claro que lo es. Vamos, sirva el té. Haga de mamá.
La tarde africana se desplegaba en torno a ellos, inundada de luz amarilla y el canto de los pájaros. Había polvo en las manos de Rose y en el suelo del porche.
—Maldita sequía —masculló Barry—. Hace tres años que no llueve como es debido en esta granja. El ganado no aguantará mucho más.
—¿Por qué ha dicho «en esta granja»?
—Las montañas impiden el paso de las nubes. Cuando la compré no lo sabía.
—Ah.
—Bueno, espero que empiece a formarse una idea. Si ahora vuelve a casa y escribe que aquí todos somos como Simón Leggree, al menos se habrá tomado la molestia de comprobarlo personalmente.
Rose no sabía quién era Simón Legree, pero dedujo que debía de tratarse de un racista blanco.
—Hago cuanto puedo.
—Nadie está obligado a más. —Barry se levantó de un salto, al parecer inquieto—. Tengo que ir a echar un vistazo a los terneros. ¿Quiere venir?
Aunque ella sabía que debía aceptar la invitación, contestó que prefería quedarse.
—Es una pena que mi media naranja no esté —apuntó él—. Así tendría con quién cotillear.
Barry se marchó y regresó al caer la noche. Cenaron. Mientras escuchaban las noticias de la radio, maldijo al locutor negro por pronunciar mal una palabra.
—Lo siento —dijo—, pero necesito acostarme. Estoy agotado.
Y así transcurrió la estancia de Rose en la granja, que se prolongó cinco días. Por las noches pasaba las horas en vela, deseando que los ruidos que oía fuesen los sigilosos pasos de Barry que acudía a su encuentro, pero nada de eso sucedió. Recorrió la propiedad con él y se esforzó por aprender lo máximo posible. Durante sus conversaciones, siempre demasiado breves e interrumpidas por una u otra emergencia —un tractor averiado, un incendio en el monte, una vaca corneada— que suscitaba reacciones (¿exageradamente?) dramaticas, Rose descubrió que su viejo amigo Franklin era «uno de los peores de esa banda de ladrones», y que el camarada Matthew era un corrupto de tomo y lomo y estaba tan cualificado para gobernar un país como él, Barry Angleton, para dirigir el Banco de Inglaterra. Ella mencionó el nombre de Sylvia Lennox, pero Barry sólo sabía de ella que trabajaba en una misión de Kwadere. Añadió que cuando él era pequeño nadie hablaba bien de los misioneros, porque se decía que educaban a los negros por encima de sus posibilidades, aunque algunos empezaban a opinar, y él estaba de acuerdo con ellos, que era una pena que no hubiesen terminado su labor pedagógica, porque lo que el país necesitaba eran unos cuantos negros educados. En fin, vivir para aprender.
La mujer de Barry no se presentó durante el tiempo que Rose pasó allí, aunque habló con ella por teléfono y le dio un mensaje para él.
—Es una suerte que usted esté ahí —dijo la displicente esposa—, así tendrá algo en que pensar aparte de la granja y él mismo. Bueno, los hombres son todos iguales.
Este comentario, expresado en los mismos términos que la tradicional queja feminista pero muy lejos del refinamiento del grupo de mujeres que frecuentaba Rose, le permitió responder que sí, que los hombres eran iguales en todo el mundo.
—Bueno, dígale a mi marido que esta tarde pasaré por la casa de Betty y me llevaré uno de sus cachorros. —Y agregó—: Espero que sea justa y escriba algo agradable de nosotros, para variar.
Barry acogió la noticia con un: «Vaya, que no piense que ese perro va a dormir con nosotros, como el anterior.»
La siguiente parada en el itinerario de Rose, que habría sido la primera de no haber intervenido el destino y Barry Angleton, fue la casa de un viejo amigo del camarada Johnny, Bill Case, un sudafricano comunista que había estado en la cárcel y se había refugiado en Zimlia para continuar con sus estudios de Derecho y defender a los necesitados, los pobres y los explotados, que bajo el Gobierno negro estaban resultando ser más o menos los mismos que bajo el Gobierno blanco. Bill Case era famoso, un héroe. Rose estaba deseando que le contase por fin «la verdad» sobre Zimlia.
Aunque gustosamente se habría abierto de piernas para Barry, lo único que había logrado sacarle en ese sentido, cuando la había dejado en la ciudad, había sido el comentario de que si no hubiese estado casado la habría invitado a comer fuera. No obstante, supo que se trataba de una galantería tan vacua como su: «Hasta otra; ya nos veremos.»
Bill Case... Lo primero que hay que decir de quienes militaron en el comunismo durante el
apartheid
es que pocas personas han sido tan valientes o han luchado con mayor entusiasmo contra la opresión... Claro que, en la misma época, los disidentes de la Unión Soviética se enfrentaban a la tiranía comunista con igual vehemencia. Rose había afrontado los problemas de la Unión Soviética negándose a pensar en ellos: ¿acaso eran responsabilidad suya? No llevaba una hora en casa de Bill cuando descubrió que éste había adoptado la misma actitud. Durante años había afirmado que en la Unión Soviética había nacido una nueva civilización que había abolido para siempre las desigualdades, incluida la más relevante a efectos de sus actuales circunstancias: el racismo. Y ahora hasta en las provincias, a las que pertenecía Senga, por más que fuese la capital, se reconocía que la Unión Soviética no era lo que les habían hecho creer. Entre quienes lo admitían no estaba el Gobierno negro, naturalmente, que seguía pregonando las glorias del comunismo. Sin embargo, Bill no hablaba de ese gran sueño frustrado, sino de otro local: Rose estaba oyendo de sus labios lo mismo que había oído de los de Barry Angleton durante cinco días. Al principio creyó que Bill se estaba divirtiendo y tomándole el pelo, parodiando lo que sabía que había escuchado, pero no, sus quejas eran tan sinceras, detalladas y furiosas como las del agricultor. A los agricultors blancos se los maltrataba, eran el chivo expiatorio de todos los fracasos del Gobierno, y aunque constituían la principal fuente de divisas extranjeras, estaban obligados a pagar impuestos exagerados; ¡qué pena que el país se hubiera convertido en un vasallo, en el lameculos del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y Dinero Mundial!
Durante esos días Rose asimiló al fin una verdad dolorosa: se había equivocado al apostar por el camarada Matthew. Tendría que retroceder, retractarse, hacer algo para limpiar su reputación. Era demasiado pronto para publicar un artículo que describiese al cámarada presidente como se merecía: a fin de cuentas ella había publicado su último panegírico hacía tres meses. No; daría un rodeo, desviaría la atención del público, buscaría otro objetivo.
De la casa de Bill Case se trasladó a la de un amigo de éste, Frank Diddy, el afable redactor jefe de
The Zimlia Post
. Estaba encantada con la hospitalidad de Zimlia: en Londres ya era invierno y ella estaba viviendo sin gastar un penique. Sabía que
The Post
tenía mala fama entre todas las personas con un mínimo de inteligencia..., en fin, entre la mayoría de los habitantes del país. Sus editoriales decían cosas como: «Nuestra gran nación ha superado con éxito otro pequeño obstáculo. La semana pasada se produjeron algunas interrupciones en el suministro eléctrico debido a las ingentes demandas de nuestra floreciente industria y también, según se rumorea, a la intervención de espías sudafricanos. No debemos bajar la guardia ante el enemigo. No debemos olvidar que Zimlia es objeto de los ataques de quienes desean desestabilizar nuestro exitoso régimen comunista. Viva Zimlia.»
Rose descubrió que para Frank Diddy esos textos cumplían la misma función que un hueso destinado a aplacar a los perros guardianes del Gobierno, quienes sospechaban que él y sus colegas «escribían mentiras» sobre el progreso del país. Los periodistas del Post no habían tenido las cosas fáciles desde la liberación. Los habían arrestado, detenido sin cargos, soltado, detenido de nuevo e intimidado, y los gorilas de la policía secreta, conocidos en el periódico como «los Muchachos», amenazaban con meterlos en la cárcel a la mínima señal de disidencia. En cuanto a la verdad sobre Zimlia, Frank Diddy opinaba exactamente lo mismo que Barry Angleton y Bill Case.