Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Al escuchar a Colin, que mientras despotricaba se quitaba y se ponía las gafas de montura negra, gesticulaba furiosamente y se paseaba arriba y abajo por la habitación, Frances estaba oyendo lo que ningún ser humano (salvo el doctor David y sus colegas, desde luego) debería oír jamás: los pensamientos sin censurar de otra persona. Seguramente no se diferenciaban mucho de los pensamientos de cualquiera cuando estaba exasperado. Era una suerte no tener que oír lo que los demás pensaban de una, como oía ahora a Colin. La diatriba duraba aproximadamente una hora, lo mismo que la sesión con el doctor David. Después decía con voz normal, casi amistosa: «He de irme», o: «Me quedaré esta noche y tomaré el primer tren de la mañana», y el Colin que Frances conocía regresaba e incluso sonreía, aunque con un aire de desconcierto y frustración. La tormenta debía de dejarlo absolutamente agotado. «No estás obligado a ir a Maystock —le recordaba ella—. Puedes negarte. ¿Quieres que les diga que has decidido no volver?»
Sin embargo, Colin no quería renunciar a sus dos viajes semanales a Londres para ir a la clínica Maystock, para verla a ella, Frances lo sabía, porque sin la frustración de la hora con el analista no habría podido gritarle ni ponerla verde, decirle las cosas que pensaba desde hacía tiempo pero que nunca había sido capaz de soltar.
Después de aguantar berridos durante una hora, Frances se quedaba tan destrozada que se metía en la cama o se dejaba caer en un sillón. Una noche, cuando estaba sentada en la oscuridad, Julia llamó, abrió la puerta y vio a Frances entre las sombras. Encendió la luz. Había oído los gritos que Colin le pegaba a su madre y se había disgustado, pero no había bajado por eso.
—¿Sabes que Sylvia todavía no ha vuelto?
—Sólo son las diez.
—¿Puedo sentarme? —Lo hizo, estrujando un pañuelo sobre el regazo—. Es demasiado joven para estar fuera hasta tan tarde con esa gentuza.
Después de clase, Sylvia solía ir a cierto piso de Camden Town donde Jake y sus compinches pasaban la mayor parte de las tardes y las noches. Echaban las cartas, algunos profesionalmente, o escribían el horóscopo para los periódicos, participaban en ritos iniciáticos casi siempre inventados por ellos, practicaban el espiritismo, bebían misteriosos brebajes con nombres como Bálsamo Espiritual, o Combinado Mental, o Esencia de la Verdad —por lo general simples mezclas de hierbas o especias— y vivían en un mundo trascendente, lleno de significado e inaccesible para la mayoría de los mortales. Sylvia les caía bien. Era la mascota del grupo, la neófita que todo iluminado desea como discípula, y en consecuencia le confiaban secretos sólo aptos para las mentes superiores. Ella les tenía simpatía porque la aceptaban, porque siempre la recibían con los brazos abiertos.
Seguía siendo responsable: telefoneaba para avisar que regresaría más tarde de lo previsto y, si se quedaba más tiempo del que había dicho, llamaba de nuevo a Julia. «Si quieres estar con esa gente, ¿qué puedo hacer, Sylvia?», le decía Julia.
A Frances no le gustaba la situación, pero sabía que la chica acabaría por entrar en razón.
Para Julia, en cambio, era una tragedia; su pequeña oveja descarriada, embaucada por unos locos perversos.
—Esa gente no es normal, Frances —se lamentó esa noche, angustiada, al borde del llanto.
Frances no preguntó: «¿Y quién lo es?», pues Julia habría empezado a formular definiciones. Sabía que la vieja había bajado para algo más, así que aguardó.
—¿Y cómo es posible que un hijo le hable a su madre como Colin te habla a ti?
—Tiene que desahogarse con alguien —argumentó Frances.
—Pero es ridículo; las cosas que dice... Lo he oído todo, lo ha oído toda la casa.
—Me dice lo que no puede decirle a Johnny.
—Para mí es increíble que se permita a los jóvenes comportarse de esa manera. ¿Por qué?
—Están hechos un lío —dijo Frances—. Es curioso, Julia, ¿no le parece extraño?
—Me parece que se comportan de una forma muy extraña, desde luego —repuso Julia.
—No, escuche, estaba pensando en otra cosa. Son unos privilegiados, lo tienen todo, mucho más de lo que tuvimos nosotras... Bueno, quizá su situación fuera diferente.
—No, yo no me compraba un vestido nuevo cada semana. Y no robaba. —Julia alzó la voz—. Tu cocina está llena de ladrones, Frances. Son todos unos ladrones sin escrúpulos; si quieren algo, van y lo roban.
—Andrew no. Y Colin tampoco. Y dudo que Sophie haya robado alguna vez.
—La casa está llena de... Les permites que se queden, que se aprovechen de ti, y son un hatajo de ladrones y embaucadores. Ésta era una casa honorable. Nuestra familia era honorable, y todo el mundo nos respetaba.
—Sí, y me pregunto por qué son así. Tienen tantas cosas, muchas más de las que tuvo cualquier generación anterior, y sin embargo están....
—Hechos un lío —concluyó Julia, levantándose para irse. No obstante, se quedó de pie ante Frances, con las manos separadas como si sujetara algo invisible (¿una persona?) y lo estrujase como un trapo—. Es una buena expresión: «hechos un lío». Y yo sé por qué. Es el resultado de dos guerras terribles. Decías que Colin está trastornado, ¿no? Son los hijos de la guerra. ¿Crees que después de dos guerras semejantes, horribles, verdaderamente horribles, uno puede decir: «Muy bien, todo ha terminado, volvamos a la normalidad.»? No, ahora nada es normal. Los jóvenes no son normales. Y tú también... —Se interrumpió, y Frances se quedaría sin oír lo que pensaba de ella—. Y ahora Sylvia con esos espiritistas... ¿Sabes que apagan las luces, se sientan tomados de la mano y una idiota finge hablar con un fantasma?
—Sí, lo sé.
—Y te quedas tan tranquila, te limitas a escuchar, como siempre, pero no haces nada para detenerlos.
—No podemos hacer nada para detenerlos, Julia —replicó Frances.
—Yo detendré a Sylvia. Le diré que si quiere salir con esa gentuza, tendrá que volver a la casa de su madre.
La puerta se cerró y Frances dijo en voz alta, a la habitación vacía:
—No, Julia, no lo harás; estás refunfuñando como una vieja arpía, para desfogarte.
Bien entrada la noche, mientras el «ésta era una casa honorable» de Julia le resonaba todavía en los oídos, Frances oyó el timbre y bajó a abrir. En el umbral había dos chicas de unos quince años, y su actitud hostil y exigente puso a Frances en guardia.
—Déjenos entrar. Rose nos espera.
—Pues yo no os esperaba. ¿Quiénes sois?
—Rose dice que podemos vivir aquí —respondió una de ellas, aparentemente dispuesta a abrirse paso a empujones.
—Rose no es nadie para decidir quién puede vivir aquí y quién no —repuso Frances, sorprendida de su propia firmeza. Luego, mientras las chicas titubeaban, añadió—: Si queréis ver a Rose, volved mañana a una hora razonable. Supongo que ya estará durmiendo.
—No, no es verdad.
Frances se volvió hacia la ventana del apartamento del sótano y vio a Rose gesticulando enérgicamente.
—Ya os dije que era una vieja bruja —oyó.
Las chicas miraron a Rose con expresión de «qué se puede esperar» y se marcharon.
—Cuando ganemos la revolución se va a enterar —espetó una en voz alta, por encima del hombro.
Frances fue directamente a ver a Rose, que la esperaba, temblando de furia. Su negra melena, que el corte Evansky ya no conseguía mantener a raya, estaba erizada; tenía la cara roja y parecía a punto de saltar sobre Frances.
—¿Cómo te atreves a decirle a alguien que puede vivir aquí?
—Es mi apartamento, ¿no? Pues en él puedo hacer lo que quiera.
—No es tu apartamento. Sólo te lo hemos cedido hasta que termines los estudios. Pero si alguien necesita la segunda habitación, se instalará en ella.
—Voy a alquilarla —anunció Rose.
Frances enmudeció de asombro, incapaz de creer lo que estaba oyendo, aunque era muy típico de Rose. Notó que la chica adoptaba una actitud triunfal al ver que no la contradecía.
—No te cobramos nada por el apartamento —señaló—. Vives aquí sin pagar un penique, de modo que ¿cómo se te ocurre pensar que te permitiremos alquilar una habitación?
—¡No me queda otro remedio! —gritó Rose—. Lo que me pasan mis padres no me alcanza para vivir. Es una miseria. Son unos tacaños.
—¿Para qué necesitas más si tienes casa y comida gratis y te pagan los estudios?
—Hijos de puta, sois todos unos hijos de puta —Rose estaba histérica, fuera de sí—. Te da igual lo que les pase a mis amigas. No tienen adonde ir. Han estado durmiendo en un banco de King's Cross. Supongo que te gustaría verme allí a mí también.
—Puedes irte cuando quieras —repuso Frances—. No pienso retenerte.
—Primero tu querido Andrew me deja preñada y después tú me echas a la calle.
Frances se sorprendió, pero enseguida se dijo que no era verdad..., aunque recordó que Jill había tenido un aborto sin que ella se enterase. Rose sacó ventaja de su momento de vacilación.
—Y fíjate en Jill, la obligasteis a abortar contra su voluntad.
—Yo no sabía que estaba embarazada. No sabía nada al respecto —replicó Frances, y entonces cayó en la cuenta de que intentaba razonar con Rose, cosa que nadie en su sano juicio trataría de hacer.
—Claro, y supongo que tampoco sabías nada de lo mío, ¿no? Mucha zalamería, mucho «sed buenos con Rose», pero lo único que te importaba era proteger a Andrew.
—Mientes —replicó Frances—. Sé que mientes. —Aun así se asustó de nuevo: Colin le había dicho que no se enteraba de nada; ¿y si Andrew había dejado embarazada a Rose? Pero no, se lo habría contado.
—No seguiré aquí para que me trates como un trapo. Sé muy bien cuándo estoy de más.
Frances se rió de esa ridicula declaración, aunque también por el alivio que le producía la perspectiva de que Rose se marchara. La magnitud de ese alivio le indicó hasta qué punto su presencia constituía una carga para ella.
—¡Estupendo! —exclamó—. Estoy de acuerdo contigo. Evidentemente, lo mejor que puedes hacer es irte. Cuando te venga bien.
Y empezó a subir la escalera en medio de un silencio semejante al que aseguran que reina en el ojo de una tormenta. Echó un último vistazo a Rose y advirtió que había alzado el rostro como para rezar... y entonces aulló.
Frances cerró la puerta, corrió a su habitación y se arrojó sobre la cama. «Ay, Dios, ojalá nos libremos de Rose —pensó—. Ojalá se largue.» Pero enseguida recuperó la sensatez: «Por supuesto que no se irá.»
Oyó que subía corriendo por la escalera y llamaba a la puerta de Andrew. Permaneció largo rato allí. La casa entera retumbó con sus sollozos, sus gritos, sus amenazas.
Bastante después de medianoche volvió a pasar por delante de las habitaciones de Frances, y luego reinó el silencio.
Se oyó un golpe en la puerta: era Andrew. Estaba pálido de agotamiento.
—¿Puedo sentarme? —Se sentó—. No tienes idea de lo gracioso que resulta verte en este ambiente inverosímil —añadió guardando la compostura a pesar de las circunstancias.
Frances pensó en el aspecto que debía de presentar, descalza, con unos tejanos desgastados y un viejo jersey, y luego miró los muebles de Julia, más propios de un museo. Esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza con un gesto que significaba: «Es demasiado.»
—Dice que la has echado.
—Ojalá fuese así. Ha sugerido que se marchaba.
—Me temo que no lo hará.
—Dice que la dejaste embarazada.
—¿Qué?
—Lo ha dicho.
—No hubo penetración —aseguró Andrew—. Fue un simple magreo, nos metimos mano durante una hora, más o menos. Es increíble lo que ocurre en esos cursillos izquierdosos de verano... —Canturreó—: Cada pequeña ráfaga de aire parece murmurar: sexo, sexo, sexo, por favor.
—¿Qué vamos a hacer? ¡Dios! ¿Por qué no la echamos?
—Si la obligamos a irse, vivirá en la calle. No volverá a su casa.
—Supongo que tienes razón.
—Sólo será un año. Habrá que armarse de paciencia.
—Colin está furioso; no quiere que viva aquí.
—Lo sé. ¿Olvidas que todos lo hemos oído quejarse de la vida? Y de Sylvia. Y probablemente de mí también.
—Sobre todo de mí.
—Ahora voy a advertirte que si vuelve a insinuar que la dejé embarazada... Espera, supongo que también la forcé a abortar, ¿no?
—No lo ha dicho, pero puedes estar seguro de que lo dirá.
—Joder, es una pequeña arpía.
—Y hábil, además. Nadie se atreve a plantarle cara.
—Yo sí, ya verás.
—¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a la policía? A propósito, ¿dónde está Jill? Es como si se la hubiese tragado la tierra.
—Rose y ella discutieron. Supongo que se la quitó de encima.
—¿Y dónde se ha metido? ¿Alguien lo sabe? En teoría, estoy
in loco parentis
.
—«Loco» es una palabra acertada en este contexto —bromeó Andrew.
Frances empezaba a percartarse de que, aunque «los críos» la veían como una especie de benevolente fenómeno de la naturaleza y sacaban buen provecho de su suerte, ella no era ni mucho menos la única persona
in
locoparentis
. Al final del verano había recibido una carta de una inglesa que vivía en Sevilla y había escrito para contarle lo mucho que había disfrutado con la compañía de Colin, el encantador hijo de Frances. (¿Colin encantador? Desde luego, en casa no lo era.) «Este verano nos tocó un grupo precioso. No siempre es tan sencillo. ¡Algunos tienen un montón de problemas! Me parece curioso cómo se instalan en casa de los padres de sus amigos. Mi hija pone excusas para no venir a verme. Tiene un hogar alternativo en Hampshire, en casa de un ex novio. Así están las cosas, y supongo que hay que tomarlas como vienen.»
Una carta de Carolina del Norte. «¡Hola, Frances Lennox! Tengo la sensación de que te conozco muy bien. Geoffrey Bone ha pasado varias semanas aquí, con un grupo de jóvenes de distintas partes del mundo, para participar en la lucha por los derechos civiles. Todos los jóvenes perdidos y descarriados llaman a mi puerta... No, no me refiero a Geoffrey, que es el chico más divino que he conocido en mi vida. Pero yo los recojo, como tú y mi hermana Fran en California. Pete, mi hijo, viajará a Gran Bretaña el verano que viene, y estoy segura de que se presentará en tu casa.»
Desde Escocia, Irlanda, Francia..., cartas que iban a parar a una carpeta con otras semejantes que recibía desde hacía años, desde la época en que prácticamente no veía a Andrew.