El sueño más dulce (34 page)

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Authors: Doris Lessing

—Lo sé —repuso Sylvia.

Al llegar a la puerta del local, advirtieron que se hallaba atestado y que era imposible entrar, aunque Rose y Jill estaban de porteras. Ambas lucían escarapelas del tamaño de platos y con los colores de la bandera de Zimlia. Rose soltó un grito de alegría al ver a Frances.

—Es como una reunión familiar —le dijo al oído—. Ha venido todo el mundo. —

Entonces reparó en Sylvia y añadió en tono de indignación—. No sé por qué crees que vas a encontrar sitio. Jamás te he visto en una manifestación.

—Ni a mí—señaló Frances—. De todos modos, espero que eso no me convierta en una oveja negra.

—Oveja negra —se mofó Rose—. Una expresión típica. —Se hizo a un lado para dejar paso a Frances y luego, por obligación, también a Sylvia—. Necesito hablar con Franklin, Frances —dijo.

—¿No deberías comentárselo a Johnny? Franklin se aloja con él cuando está en Londres.

—Johnny no parece acordarse de mí..., aunque formé parte de la familia, ¿no? Durante siglos.

Se oyó una ovación. Los oradores estaban subiendo a la tribuna: eran unos veinte, y entre ellos figuraban Johnny, Franklin y otros negros. Franklin avistó a Frances, que se había abierto paso a empujones hasta las primeras filas, y saltó de la tribuna riendo, casi llorando, frotándose las manos, rebosante de alegría. Abrazó a Frances, miró alrededor y preguntó:

—¿Dónde está Sylvia? —Se fijó en una mujer joven y delgada, con la lacia melena rubia recogida en la nuca y la cara muy pálida, que llevaba un jersey negro de cuello alto. A continuación miró alrededor por un instante y volvió a posar la vista en ella.

—¡Aquí estoy! —exclamó Sylvia para hacerse oír por encima de los aplausos y los gritos.

En la tribuna, los oradores agitaban los brazos, entrelazaban los dedos por encima de la cabeza y saludaban con el puño en alto a cierto ente que aparentemente flotaba sobre las cabezas del público. Sonreían y reían, absorbiendo el amor de la multitud y devolviéndolo en forma de rayos calurosos y casi visibles.

—Estoy aquí. Ya no me recuerdas, Franklin.

Jamás el rostro de un hombre expresó una desilusión mayor. Durante años, Franklin había retenido en su memoria a aquella delicada niña rubia que era como un pollito recién nacido, tan dulce como la Virgen y las santas de las imágenes sagradas de la misión. Ahora, la mujer de aspecto grave que tenía delante, le hacía daño. No quería mirarla. No obstante, ella se acercó desde detrás de Frances y lo abrazó, sonriendo, y por un segundo Franklin pensó: «Sí, es Sylvia...»

—¡Franklin! —gritaron desde la tribuna.

En ese momento llegó Rose e insistió en abrazarlo.

—Soy yo, Franklin —dijo—. ¿Me recuerdas?

—Si, sí, sí —contestó él, que guardaba recuerdos ambiguos de Rose.

—Necesito hablar contigo.

—De acuerdo, pero ahora debo subir.

—Te esperaré después de la asamblea. Recuerda que es por tu propio bien.

Subió y se convirtió en una brillante y risueña cara negra entre las otras, al lado de Johnny Lennox, que semejaba un viejo aunque digno león sarnoso y saludaba a los seguidores de abajo agitando el puño. Sin embargo, Franklin continuó recorriendo la sala con la mirada como si buscase a la antigua Sylvia, y cuando la fijó en la auténtica, sentada en la primera fila, ella lo saludó con la mano y le sonrió. Una expresión de dicha volvió a iluminar el rostro de Franklin, que abrió los brazos como si quisiera estrechar al público entre éstos, aunque era a ella a quien quería abrazar.

Durante la celebración de una victoria no se habla mucho de los soldados muertos, o bien todo lo contrario e incluso se canta sobre los compañeros caídos «que hicieron posible este triunfo», pero las aclamaciones y las estruendosas consignas por parte de los vencedores están destinadas a relegar al olvido los huesos que yacen en la grieta de una roca, en una colina o en una tumba tan poco profunda que los chacales la abren para esparcir costillas, dedos, una calavera... Detrás del jolgorio reina un silencio acusador, que pronto se llenará de olvido. En aquel local, había pocas personas que hubieran perdido hijos en la guerra —los asistentes, en su mayoría, eran blancos— o que hubieran luchado en ella, pero los hombres de la tribuna habían estado en el ejército o habían visitado a los combatientes. También había individuos que se habían entrenado para la lucha política o la guerra de guerrillas en la Unión Soviética o en los campos de instrucción soviéticos en territorio africano. Y muchos de los miembros del público habían estado en distintas regiones de África «en los viejos tiempos». Pese a que entre ellos y los activistas mediaba un abismo, todos habían prorrumpido en vítores.

Los veinte años de guerra habían empezado con revueltas aisladas, manifestaciones de «descontento social» y de «desobediencia civil» o rencores que se habían cometido en matanzas o incendios, pero todas esas gotas se habían unido para formar el torrente de la guerra, una guerra que, aunque había durado dos décadas, pronto sería recordada únicamente en las celebraciones conmemorativas. El ruido era ensordecedor y no parecía que fuese a cesar. La gente gritaba, lloraba, se abrazaba y besaba a desconocidos mientras en la tribuna se sucedían los oradores negros y blancos. Franklin habló una vez y luego otra. La multitud simpatizaba con ese hombre robusto y risueño que, según se comentaba, pronto formaría parte del Gobierno del camarada Matthew Mungozi, hasta hacía poco un nombre más entre una docena de líderes potenciales y que había ganado inesperadamente las recientes elecciones. Un poco tarde, llegó el camarada Mo, emocionado, sonriente, saludando con la mano. Subió de un salto a la tribuna y explicó que acababa de regresar de los territorios ocupados por la guerrilla, que había depuesto las armas y estaba trazando planes para hacer realidad los dulces sueños que los habían mantenido en la lucha durante tantos años. De esos sueños le habló a la multitud, gesticulando, agitado y lloroso: habían estado tan pendientes de las noticias de la guerra que no habían tenido tiempo de pensar cuan pronto oirían la frase: «Y ahora construiremos el futuro juntos.» El camarada Mo no procedía de Zimlia, pero eso no importaba: ningún otro orador había visitado a los guerrilleros recientemente, ni siquiera el camarada Matthew, que había estado demasiado ocupado negociando con el Gobierno británico o asistiendo a reuniones internacionales. La mayor parte de los estados del mundo le habían prometido su apoyo. De la noche a la mañana se había convertido en un personaje público.

A Frances y Sylvia les resultó imposible abrirse paso para salir de allí, y el vocerío, las lágrimas y los discursos continuaron hasta que el encargado del local se presentó para comunicarles que les quedaban diez minutos del tiempo que habían pagado. Se oyeron gruñidos, abucheos y gritos de «fascistas». La concurrencia se encaminó hacia las puertas. Frances se quedó mirando a Johnny, esperando que al menos diese alguna señal de haberla visto, lo cual finalmente hizo con una adusta inclinación de la cabeza. Rose trepó a la tribuna para saludar a Johnny, que le dedicó otra cabezada. A continuación Rose se puso delante de Franklin, interponiéndose entre éste y la gente que quería abrazarlo, estrechar su mano o incluso sacarlo a hombros de la sala.

Cuando Frances y Sylvia llegaron al vestíbulo, Rose las alcanzó, henchida de satisfacción. Franklin le había prometido una entrevista con el camarada Matthew. Sí, de inmediato. Sí, sí, sí, le había prometido que podría hablar con el camarada Matthew, quien viajaría a Londres la semana siguiente.

—¿Lo ves? —le comentó a Frances, sin mirar a Sylvia—. Ya voy bien encaminada.

—¿Hacia dónde? —inquirió Frances. Era la pregunta que Rose esperaba.

—Ya lo verás —respondió Rose—. Lo único que quería era una oportunidad —aclaró y a continuación se marchó para cumplir con sus obligaciones.

Frances y Sylvia permanecieron un rato en la acera, rodeadas de personas felices que se resistían a dispersarse.

—Tengo que hablar contigo, Frances —dijo Sylvia—. Es importante. Tengo que hablar con todos vosotros.

—¿Con todos?

—Sí, ya entenderás por qué.

Se reunirían al cabo de una semana; Sylvia prometió que pasaría la noche en casa.

Rose leyó todos los artículos que encontró sobre el camarada Matthew, el presidente Mungozi, pero no demasiado sobre Zimlia. Los autores de los numerosos escritos, que en su mayor parte ensalzaban al personaje, se habían expresado en términos muy críticos anteriormente.

Para empezar, Mungozi era comunista. Se preguntaban qué consecuencias tendría ese hecho en el contexto político de Zimlia. Rose no pensaba seguir esa línea de interrogatorio, y mucho menos con actitud contenciosa. Había preparado un borrador, con preguntas copiadas de otras entrevistas, antes incluso de conocer al Líder. Como periodista
freelance
, había redactado notas sobre asuntos locales, casi siempre basándose en información que le pasaba Jill, que formaba parte de varias comisiones municipales. Siempre recopilaba datos y artículos de otros para escribir sus artículos, y el presente trabajo sólo se diferenciaba por su envergadura y sus repercusiones (o eso esperaba ella).

No tuvo en cuenta ninguna de las críticas al camarada Matthew, y terminó con un par de párrafos repletos de vaguedades optimistas como las que tantas veces había oído pronunciar al camarada Johnny.

Con ese borrador acudió al hotel donde se alojaba el Líder. Éste no se mostró muy comunicativo, al menos al principio, pero después de leer el borrador de la entrevista, su desconfianza se disipó y le proporcionó algunas citas útiles. «Como me dijo el presidente Mungozi...»

Había transcurrido una semana. Frances había abierto la mesa, esperando que la gente dijera: «Como en los viejos tiempos.» Había preparado un guiso y un postre. ¿Quién acudiría? Al enterarse de que Sylvia estaría presente, Julia había prometido bajar y llevar a Wilhelm. Colin había asegurado que no se perdería la «reunión» por nada del mundo. Andrew, que había estado de luna de miel con Sophie —eso decía, aunque no se habían casado—, anunció que los dos asistirían.

Julia y Frances aguardaron juntas. Andrew fue el primero en llegar, solo. Una mirada bastó para comprobar que aquél no era el afable Andrew de costumbre: ofrecía un aspecto cansino, incluso enfermizo. Se lo veía triste. Y tenía los ojos enrojecidos.

—Sophie tal vez venga más tarde —dijo y se sirvió varias copas de vino tinto, una detrás de otra—. Muy bien, mamá. Ya sé lo que estás pensando, pero me siento hecho polvo.

—¿Ha vuelto con Roland?

—No lo sé. Es posible. Como suele decirse, los lazos del amor son difíciles de romper, aunque si eso es amor, no quiero saber nada de él. —Ya empezaba a arrastrar las palabras—. He venido porque nunca tengo ocasión de ver a Sylvia. ¿Quién es Sylvia? Quizá sea ella a quien en realidad quiero, pero ¿sabes una cosa, Frances?, creo que tiene alma de monja. —Prosiguió de ese modo, soltando una retahila cada vez más lenta y confusa, hasta que se levantó, se acercó al fregadero y se refrescó la cara—. Según cierta superstición —pronunció «supersisión»—, el agua fría apaga las llamas del alcohol. No es verdad. —Se sentó, inclinando bruscamente la cabeza, y volvió a ponerse de pie al instante—. Me parece que me echaré un rato.

—Colin se ha apoderado de tu habitación.

—Iré al salón. —Subió ruidosamente por la escalera.

Al cabo de unos minutos llegó Sylvia. Abrazó a Julia, que no pudo evitar decir:

—Ya casi no te veo el pelo.

Sylvia sonrió, se sentó enfrente de Frances y desplegó unos papeles sobre la mesa.

—¿No vas a cenar con nosotras? —preguntó Julia.

—Lo siento —se disculpó Sylvia, y apiló los papeles a un lado.

Colin bajó los escalones de tres en tres. Sylvia , cuyo rostro se iluminó al verlo, abrió los brazos sonriendo. Se abrazaron.

Wilhelm llamó antes de entrar, como de costumbre, pidió permiso para unirse a ellos y se sentó junto a Julia, aunque antes le besó la mano y la contempló con atención. ¿Estaba preocupado por ella? Tenía el aspecto de siempre, igual que él. A pesar de que ya rondaba los noventa, se le veía fuerte y sano.

Al enterarse de que Andrew estaba durmiendo la mona en el salón, Colin dijo:

—La belle dame setns merci. Te lo advertí, Frances, ¿no?

En ese momento se presentó Sophie, deshaciéndose en disculpas. Llevaba un holgado vestido blanco sobre el que su negra melena caía como una cascada; su rostro no parecía marcado por el amor o el sufrimiento, pero sus ojos..., sus ojos eran otra historia.

Frances tenía las manos ocupadas, pues estaba sirviendo la comida. Inclinó la cabeza para que Sophie la besara en la mejilla. La chica se sentó enfrente de Colin y advirtió que éste la estudiaba con seriedad.

—Mi querido Colin —dijo.

—Tu víctima está arriba, destrozada —le informó él.

—Eso no ha sido muy amable —protestó Frances.

—No pretendía serlo —replicó Colin.

A Sophie se le humedecieron los ojos.

—A las mujeres hermosas nunca hay que reprocharles el daño que ocasionan —lo aleccionó Wilhelm—. Gozan del permiso de los dioses para atormentarnos. —Levantó la mano de Julia, la besó dos veces, suspiró, la dejó en la mesa y la acarició.

Entonces se presentó Rupert, sin dar explicaciones y sin que nadie se las pidiera: iba a menudo por allí y lo aceptaban (o eso esperaba Frances). Colin lo miró largamente, no con hostilidad, sino con tristeza, como si acabara de recordar su soledad. Rupert se sentó al lado de Frances y saludó a todo el mundo con inclinaciones de la cabeza.

—Una reunión —observó—; pero también es una cena.

Frances depositó un plato lleno delante de cada comensal, sin ceremonia, y las botellas de vino en el centro de la mesa.

—Es maravilloso, Frances, estupendo, igual que en los viejos tiempos; si supieras lo mucho que me acuerdo de aquellas veladas maravillosas, todos sentados aquí... —farfulló Sophie, al borde del llanto, mientras desmigaba un trozo de pan con sus largos y delgados dedos, ideales para lucir anillos.

El perro, que había escapado de donde lo tenían encerrado, entró corriendo en la cocina y subió de un salto al regazo de Colin, agitando la peluda cola como si fuera un plumero.

—Baja, Fiera, baja ahora mismo —ordenó Colin, pero el chucho se había acomodado y trataba de lamerle la cara.

—No deberías permitirle que haga eso —dijo Sylvia—. No es higiénico.

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