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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (8 page)

El coronel se levantó y comenzó a presentar a Ernesto en frases rebuscadas que encerraban un ligero tinte de ironía sobrentendida. Realmente había una sátira sutil en la presentación de este reformador social, miembro de la clase obrera. Sorprendí en el auditorio sonrisas que me mortificaron. Miré a Ernesto y sentí crecer mi irritación. Parecía no experimentar ningún encono ante esas finas estocadas, y, lo que es peor, no advertirlas. Estaba sentado, tranquilo, pesado, somnoliento. Tenía verdaderamente un aspecto estúpido. Una idea fugitiva cruzó mi espíritu: ¿Se dejaría intimidar por esta exhibición imponente de potencia monetaria y cerebral? Después sonreí, pues pensé que Ernesto había engañado a la señorita Brentwood. Esta ocupaba un sillón en la primera fila y varias veces se volvió hacia una u otra de sus amistades para apoyar con una sonrisa las alusiones del orador. Cuando el coronel terminó su presentación, Ernesto se levantó y comenzó a hablar. Empezó en voz baja, con frases modestas y separadas por pausas, con una evidente indecisión. Contó su nacimiento en el mundo obrero, su infancia en un ambiente sórdido y miserable, en donde el espíritu y la carne se encontraban igualmente hambrientos y torturados. Describió las ambiciones y los ideales de su juventud, y su concepción del Paraíso, en donde vivía la gente de las clases superiores.

«Sabía —dijo— que por encima de mí reinaba un espíritu de altruismo, un pensamiento puro y noble, uña vida altamente intelectual. Sabía todo eso porque lo había leído en las novelas de la Biblioteca de Baños de Mar
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, en donde todos los hombres y todas las mujeres, con excepción del traidor y de la aventurera, tenían hermosos pensamientos, hablaban un hermoso lenguaje y cumplían actos gloriosos. Con tanta fe como la que ponía en la salida del sol, estaba seguro de que por encima de mí existía todo lo que uno podía imaginar de hermoso, de noble y de generoso en el mundo, todo lo que daba a la vida decencia y honor, todo lo que la hacía digna de ser vivida, todo lo que recompensaba a la gente de su trabajo y de sus miserias».

Describió después su vida en la hilandería, su aprendizaje como herrero y su encuentro con los socialistas. En sus filas había descubierto inteligencias vivas y espíritus notables, ministros del Evangelio destruidos porque su cristianismo era demasiado estricto para alguna congregación de adoradores del becerro de oro, profesores aplastados por la rueda de la servidumbre universitaria hacia las clases dominantes.

Ernesto definía a los socialistas como a revolucionarios que luchan para derribar a la sociedad irracional de hoy, a fin de construir con sus materiales la sociedad racional del porvenir. Decía muchas otras cosas que sería largo contar aquí, pero nunca olvidaré cómo narró su vida entre los revolucionarios. Toda vacilación había desaparecido de su elocución, su voz se henchía fuerte y confiada y se afirmaba restallante como él mismo y como los pensamientos que vertía a torrentes.

Entre esos rebeldes encontré también una fe ferviente en la humanidad, un idealismo ardiente, las voluptuosidades del altruismo, del renunciamiento y del martirio, espléndidas y conmovedoras realidades todas del espíritu.

Aquí la vida era limpia, noble y viva. Estaba en contacto con grandes almas que exaltaban la carne y el espíritu por encima de los dólares y de los céntimos y para quienes el débil gemido del niño miserable de los tugurios tiene más importancia que toda la pompa y el atuendo de la expansión comercial y del imperio del mundo. A mi alrededor no veía más que nobleza en los fines y heroísmo en el esfuerzo, con lo que mis días eran luminosos y mis noches estrelladas. Vivía en el fuego y en el rocío, y delante de mí flameaba sin cesar el Santo Graal, la sangre ardiente y humana de Cristo, prenda de auxilio y de salvación después del largo sufrimiento y de los malos tratamientos".

Ya lo había visto transfigurado delante de mí, y así seme apareció de nuevo. En su frente resplandecía su divinidad interior y sus ojos brillaban más en medio de esta irradiación en que parecía envuelto. Los demás no veían esta aureola, y yo atribuía mi visión a las lágrimas de alegría y de amor que empañaban mis ojos. Por lo menos, el señor Wickson, que estaba detrás de mí, no se sentía conmovido, pues lo oí lanzar con tono irónico el epíteto de «¡Utopista!»
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Ernesto, mientras tanto, contaba cómo se había elevado en la sociedad, hasta el punto de entrar en contacto con las clases superiores y codearse con hombres colocados en altas posiciones. Entonces le había llegado la hora de la desilusión, describiéndola en términos poco halagadores para ese auditorio. Le había sorprendido lo grosero de la arcilla con que estaban hechos. Aquí ya la vida dejaba de aparecérsele noble y generosa; le espantaba el egoísmo que, había encontrado. Lo que le había asombrado más aún era la ausencia de vitalidad intelectual. Él, que acababa de dejar a sus amigos revolucionarios, sentíase chocado por la estupidez de la clase dominante. Además, a despecho de sus magníficas iglesias y de sus predicadores suculentamente pagados, había descubierto que esos amos, hombres y mujeres, eran seres groseramente materiales. Charlaban bien sobre sus pequeños ideales, sobre su pequeña moral, pero a pesar de esa cháchara, la tónica de su vida era una nota materialista. Vivían desnudos de toda moralidad real, como la que Cristo había predicado, pero que hoy yacía olvidada, ya no se enseñaba más.

He encontrado hombres que, en sus diatribas contra la guerra, invocaban el nombre del Dios de la paz y que distribuían fusiles entre los Pinkertons
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para abatir a los huelguistas de sus propias fábricas. He conocido gentes a quienes la brutalidad del boxeo la ponía fuera de sí, pero que eran cómplices de fraudes alimenticios que provocaban todos los años la muerte de más inocentes que los que masacró Herodes, el de las manos rojas. He visto sostenedores de iglesias que contribuían con gruesas sumas para las Misiones extranjeras, pero que en sus talleres hacían trabajar a jovencitas diez horas diarias por sueldos de hambre, con lo que de hecho fomentaban directamente la prostitución.

Tal señor respetable, de finos rasgos aristocráticos, no era más que un testaferro que prestaba su nombre a sociedades cuyo secreto fin era despojar a la viuda y al huérfano. Tal otro, que hablaba reposada y sentenciosamente de las bellezas del idealismo y de la bondad de Dios, había hecho una zancadilla y traicionado a sus socios en un buen negocio. Y aquel de más allá, que dotaba de cátedras a las universidades y contribuía a la erección de magníficas capillas, no vacilaba en ser perjuro ante los tribunales por cuestiones de dólares o de céntimos. Tal magnate ferroviario renegaba sin vergüenza de la palabra empeñada como ciudadano, como hombre de honor y como cristiano, al acordar comisiones secretas, y las acordaba a menudo.

Este director de diario que publica anuncios de remedios patentados me trató de asqueroso demagogo porque lo desafiaba a publicar un artículo diciendo la verdad a propósito de esas drogas
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. Este coleccionista de hermosas ediciones, qué patrocinaba la literatura, pagaba barriles de vino al patrón brutal e inculto de una máquina municipal
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.

Tal senador era el instrumento, el esclavo, el títere de un patrón de máquina política, un individuo de espesas cejas y de mandíbula cuadrada; lo mismo ocurría con el gobernador tal y con el ministro de la Corte Suprema cual. Los tres viajaban gratis en el ferrocarril; y, además, tal capitalista de piel lustrosa era el verdadero propietario de la máquina política, del patrón de la máquina y de los ferrocarriles que entregaban los pases.

«Y fue así cómo, en linar de un paraíso, descubrí el árido desierto del mercantilismo. Allí no encontré otra cosa que estupidez, salvo en lo referente a los negocios. No encontré nada limpio, noble y vivo, como no fuese la vida que bulle en la podredumbre. Todo lo que encontré allí fue un egoísmo monstruoso y sin corazón y un materialismo grosero y glotón, tan practicado como práctico».

Ernesto les cantó muchas otras verdades sobre ellos mismos y sobre sus propias desilusiones. Intelectualmente, lo habían aburrido las clases superiores; moral y espiritualmente, lo habían asqueado; tanto, que volvió alegremente a sus revolucionarios, los cuales se mostraban por lo menos limpios, nobles, llenes de vida, que eran, en una palabra, todo lo que los capitalistas no son.

Debo declarar que esta terrible diatriba los había dejado fríos. Me fue en sus caras y vi que conservaban un aire de superioridad satisfecha. Ya Ernesto me había prevenido que ninguna acusación contra la moralidad podía conmoverlos. Advertí, sin embargo, que el atrevimiento de su lenguaje había afectado a la señorita Brentwood. Daba muestras de aburrimiento y de inquietud.

«Y ahora —declaró Ernesto— voy a hablaros de esta revolución».

Empezó a describir el ejército de esa revolución, y cuando dio las cifras de sus fuerzas, según los resultados oficiales de los escrutinios de diversos países, la asamblea comenzó a agitarse. Una expresión atenta inmovilizó sus rostros y vi que sus labios se apretaban. Al fin se había arrojado el guante del combate.

Describió la organización internacional que unía al millón y medio de socialistas de los Estados Unidos con los veintitrés millones y medio de socialistas diseminados en el resto del mundo.

«Semejante ejército de la revolución, de más de veinticinco millones de hombres, puede detener y retener la atención de las clases dominantes. El grito de este ejército es ¡Sin cuartel! Necesitamos todo lo que poseéis. No nos conformaremos con nada menos. Queremos tomar en nuestras manos las riendas del poder y el destino del género humano. ¡He aquí nuestras manos, nuestras fuertes manos! Ellas os quitarán vuestro gobierno, vuestros palacios y vuestra dorada comodidad, y llegará el día en que tendréis que trabajar con vuestras manos para ganaros el pan, como lo hace el campesino en el campo o el hortera reblandecido en vuestras metrópolis. He aquí nuestras manos. Miradlas: ¡son puños sólidos!»

Al decir así adelantaba sus hombros poderosos y alargaba sus dos grandes brazos, y sus puños de herrero amasaban el aire como garras de águila. Con sus manos extendidas para aplastar y desbarrar a los explotadores, aparecía como el símbolo del trabajo triunfante. Percibí en el auditorio un movimiento casi imperceptible de retroceso delante de esta figura de la revolución concreta, poderosa, amenazante. Las mujeres, por lo menos se encogieron y el temor asomó a sus caras. No ocurrió lo mismo con los hombres; éstos no pertenecían a la Ovase de los ricos ociosos, sino a la de los activos y batalladores. Un ruido profundo rodó en sus gargantas, hizo vibrar el aire un instante y luego se apaciguó. Era el pródromo de la jauría, que esa noche debía oír varias veces: la manifestación de la bestia despertando en el hombre o del hambre en toda la sinceridad de sus pasiones primitivas. Ellos no tenían conciencia de haber producido ese ruido: era el rugido de la horda la expresión de su instinto y su demostración refleja. En ese momento, al ver endurecerse sus caras y brillar en sus ojos el relámpago de la lucha, comprendí que esa dente no se dejaría arrancar fácilmente el dominio del mundo.

Ernesto prosiguió su ataque. Explicó la existencia de un millón y medio de revolucionarios en los Estados Unidos, acusando a la clase capitalista de haber gobernado mal a la sociedad. Después de haber esbozado la situación económica del hombre de las cavernas y la de los pueblos salvajes de nuestros días, que carecían de herramientas y de máquinas y no poseían más que sus medios naturales para producir la unidad de fuerza individual, delineó el desarrollo de las herramientas y de la organización hasta el punto actual, en que el poder productor del individuo civilizado es mil veces superior al del salvaje.

Cinco hombres bastan ahora para producir pan para mil personas. Un solo hombre puede producir tela de algodón para doscientas cincuenta personas, tricotas para trescientas y calzado para mil. Uno se sentiría inclinado a concluir que con buena administración de la sociedad el civilizado moderno debería estar mucho más cómodamente que el hombre prehistórico. ¿Ocurre así? Examinemos el problema. En los Estados Unidos hay hoy quince millones de hombres
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que viven en la pobreza; por pobreza entiendo aquella condición en que, carente de alimento y de abrigo convenientes, su nivel de capacidad de trabajo no puede ser mantenido. A pesar de nuestra pretendida legislación del trabajo, hoy existen en los Estados Unidos tres millones de niños empleados como trabajadores
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. Su número se ha duplicado en doce años. A propósito, os pregunto por qué vosotros, los rectores de la sociedad, no habéis publicado las cifras del censo de 1910. Y respondo por vosotros: porque os han aterrorizado. Las estadísticas de la miseria habrían podido precipitar la revolución que se prepara.

Pero vuelvo a mi acusación. Si el poder de producción del hombre moderno es mil veces superior al del hombre de las cavernas, ¿por qué, pues, hay actualmente en los Estados Unidos quince millones de habitantes que no están alimentados ni alojados convenientemente y tres millones de niños que trabajan? Es una grave acusación. La clase capitalista se ha hecho posible del delito de mala administración. En presencia de este hecho, de este doble hecho —que el hombre moderno vive más miserablemente que su antepasado salvaje, en tanto que su poder productor es mil veces superior—, no cabe otra conclusión que la de la mala administración de la clase capitalista, que sois malos administradores, malos amos y que vuestra mala gestión es imputable a vuestro egoísmo. Y sobre este punto, aquí esta noche, frente frente, no podéis responderme, del mismo modo que no puede responder vuestra clase entera al millón y medio de revolucionarios de los Estados Unidos. No podéis responderme; os desafío. Y me atrevo a decir desde ahora que cuando haya terminado, tampoco me responderéis. Sobre este punto vuestra lengua, por muy suelta que sea en otros temas, está trabada.

«Habéis fracasado en vuestra administración. Habéis hecho de la civilización una carnicería. Os habéis mostrado ávidos y ciegos. Habéis tenido, y tenéis todavía, la audacia de levantaron en las asambleas legislativas y declarar que sería imposible obtener beneficios sin el trabajo de los niños, ¡de los nenes! ¡Oh! no me creáis solamente por mis palabras: todo eso está escrito, registrado por y contra vosotros. Habéis dormido vuestra conciencia con charlatanería sobre vuestro bello ideal y sobre vuestra querida moral. Heos aquí cebados de poderío y de riqueza, borrachos de éxito. Pues bien, tenéis contra nosotros las mismas posibilidades que los zánganos reunidos alrededor de la colmena, cuando las laboriosas abejas se lanzan para poner fin a su existencia ahíta. Habéis fracasado en la dirección de la sociedad, y esa dirección os será arrebatada. Un millón y medio de hombres de la clase obrera se jactan de que ganarán para su causa al resto de la masa trabajadora y de quitaron el señorío del mundo. Esa es la revolución, señores míos. ¡Detenedla si sois capaces!»

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