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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (9 page)

Durante un espacio de tiempo apreciable, el eco de su voz resonó en el salón. Luego se hinchó el profundo gruñido va oído y una docena de hombres se levantaron dando alaridos y gesticulando para atraer la atención del presidente. Noté que los hombros de la señorita Brentwood se agitaban convulsivamente y pasé por un momento de irritación al creer que se reía de Ernesto. Luego reconocí que no se trataba de un acceso de risa, sino de un ataque de nervios. Estaba aterrorizada de lo que había hecho al lanzar esta tea ardiendo en medio de su querido club de los filómatas.

El coronel Van Gilbert no prestaba atención a la docena de hombres que, desfigurados por la ira, querían que se les concediese la palabra. El mismo se retorcía de rabia. Se levantó de un salto agitando los brazos, y durante un momento sólo pudo proferir sonidos inarticulados. Luego se escapó de su boca un flujo verborreico. Pero no era el lenguaje del abogado de cien mil dólares ni su retórica un poco rancia.

—¡Error tras error! —exclamó—. ¡En mi vida he oído tantos errores proferidos en tan poco tiempo! Además, joven, usted no ha dicho nada nuevo. Todo eso lo aprendí en el colegio antes de que usted naciera. Pronto hará dos siglos que Juan Jacobo Rousseau lanzó su teoría socialista. ¿El retorno a la tierra? ¡Bah!, una reversión, cuyo absurdo demuestra nuestra biología. No sin razón suele decirse que un poco de ciencia es peligrosa, y usted acaba de darnos una prueba palmaria esta noche con sus teorías descabelladas. ¡Un error tras otro! Verdaderamente nunca he estado tan asqueado por un desborde de errores. Tema usted, éste es el caso que hado de sus generalizaciones precipitadas y de sus razonamientos infantiles.

Hizo castañetear su puyar despectivamente y se dispuso a sentarse. La aprobación de las mujeres se dejó sentir por exclamaciones agudas y la de los hombres por sonidos roncos. La mitad de los candidatos a la tribuna se puso a hablar desde sus asientos y todos a la vez. Era una confusión indescriptible, una Torre de Babel. Nunca la vasta mansión de la señora Pertonwaithe había servido de escenario a semejante espectáculo. ¿Cómo? ¿De modo que las frías cabezas del mundo industrial, la flor y nata de la bella sociedad, eran una banda de salvajes rugiendo y gruñendo? En verdad, Ernesto los había sacado de quicio cuando extendió sus manos hacia sus escarcelas, esas manos que representaban para ellos las de un millón y medio de revolucionarios.

Pero él no perdía la cabeza. Antes que el coronel hubiese conseguido sentarse, Ernesto estuvo de pie y dio un paso hacia delante.

—¡Uno solo a la vez! —gritó con todas sus fuerzas.

El rugido de sus inmensos pulmones dominó a la tempestad humana y la fuerza sola de su personalidad les impuso silencio.

—¡Uno solo a la vez! —repitió con tono calmo—. Dejadme contestar al coronel Van Gilbert. Después de eso, los otros podrán atacarme, pero de a uno por vez, recordadlo; que no estamos aquí en una cancha de fútbol. En cuanto a usted continuó, volviéndose hacia el coronel, no contestó a nada de lo que he dicho. Simplemente ha emitido algunas apreciaciones excitadas y dogmáticas sobre mi calibre mental. Esas prácticas pueden serle útiles en sus negocios pero no es a mí a quien hay que hablarle en ese tono. Yo no soy un obrero que ha llegado. Con la gorra en la mano, a pedirle que me aumente el salario o que me proteja de la máquina que manejo. Mientras usted tenga que habérselas conmigo, no podrá servirse de sus maneras dogmáticas con la verdad. Resérvelas para sus relaciones con sus esclavos asalariados, que no se atreven a responderle porque usted tiene en sus manos su pan y su vida.

En cuanto a esa vuelta a la naturaleza que usted pretende haber aprendido en el colegio antes de mi nacimiento, permítame que le observe que usted parece no haber aprendido nada a partir de entonces. El socialismo no tiene nada de común con el estado natural o tiene lo que pueda haber entre e1 cálculo infinitesimal y el catecismo. Yo había denunciado la falta de inteligencia de su clase para todo le que no sea negocio: usted señor, acaba de dar un ejemplo edificante en apoyo de mi tesis.

Esta terrible corrección infligida a su querido abogado (de cien mil dólares) fue demasiado para lo que podía soportar la señorita Brentwood. Redobló la violencia de su ataque de histeria y tuvieron que llevarla fuera de la sala, llorando y riendo a la vez. Y era para ella lo mejor, pues lo gordo vendría después.

—No se fíe en mis palabras solamente —prosiguió Ernesto, después de esta interrupción—. Sus propias autoridades, con voto unánime, le probarán su falta de inteligencia; sus propios abastecedores de ciencia le dirán que usted está en un error. Consulte al más humilde de sus sociólogos de segundo orden y pregúntele la diferencia entre la teoría de Rousseau y la del socialismo; interrogue a sus mejores economistas ortodoxos y burgueses; busque en cualquier manual que duerme en los estantes de sus bibliotecas subvencionadas, y por todas partes se le responderá que no hay ninguna concordancia entre la vuelta a la naturaleza y el socialismo, sino que, por el contrario, las dos teorías son diametralmente opuestas. Le repito que no tenga fe en mis palabras. La prueba de su falta de inteligencia está en los libros, en esos libros que usted nunca lee. Por lo que respecta a su falta de inteligencia, usted no es más que una muestra de su clase.

Usted sabe mucho de derecho y de negocios, señor coronel Van Gilbert. Usted se ingenia mejor que nadie para servir a los cartels y aumentar los dividendos torciendo la ley. Es usted un excelente abobado, pero un lamentable historiador. Usted no conoce una palabra de sociología y en cuanto a la biología, usted parece contemporáneo de Plinio el Antiguo.

El coronel se agitaba en su asiento. Reinaba en el salón un silencio absoluto. Todos los asistentes estaban fascinados, pasmados. Ese trato al famoso coronel Van Gilbert era algo inaudito, increíble, inimaginable. ¡El personaje ante el cual temblaban los jueces cuando se levantaba para hablar al tribunal! Pero Ernesto nunca daba cuartel a un enemigo.

—Esto, naturalmente —agregó—, no comporta ninguna censura contra usted. Cada cual a su oficio. Manténgase en el suyo y yo no me saldré del mío. Usted se ha especializado. Cuando se trata de conocer las leves o de encontrar el mejor medio para escapar de ellas o de hacer otras nuevas para beneficio de las compañías expoliadoras, yo no llego a la suela de sus zapatos. Pero cuando se trata de sociología, que es mi ofició, usted es a su vez el polvo de mis zapatos. Recuerde eso. Recuerde también que su ley es una materia efímera y que usted no es versado en materias que duran más de un día. En consecuencia, sus afirmaciones dogmáticas y sus generalizaciones imprudentes sobre temas históricos o sociológicos no valen ni el aliento que usted gasta para enunciarlas.

Ernesto hizo una pausa y observó con aire pensativo esa cara ensombrecida y deformada por la cólera, ese pecho jadeante, ese cuerpo que se agitaba, esas manos que se abrían y cerraban convulsivamente. Luego continuó:

—Pero usted parece tener todavía mucho aliento y yo le ofrezco una ocasión para gastarlo. He incriminado a su clase; demuéstreme que mi acusación es falsa. Le he hecho notar la desesperada condición del hombre moderno: tres millones de niños esclavos en los Estados Unidos, sin el trabajo de los cuales todo beneficio sería imposible, y quince millones de personas mal alimentadas, mal vestidas y peor alojadas. Le he hecho notar que, gracias al empleo de las máquinas, el poder productor del civilizado actual es mil veces mayor que el del salvaje habitante de las cavernas. Y afirmé que de este doble hecho no se podía sacar otra conclusión que la de la mala gestión de la clase capitalista. Tal ha sido mi imputación; claramente, y en varias ocasiones, lo he desafiado a que contestase. He ido más lejos: le predije que no me contestaría. Usted hubiera podido emplear su aliento para desmentir mi profecía. Usted calificó de error mi discurso. Muéstreme dónde está la falsedad, coronel Van Gilbert. Responda a la acusación que yo y mi millón y medio de camaradas hemos lanzado contra usted y su clase.

El coronel olvidó completamente que su papel de presidente lo obligaba a ceder cortésmente la palabra a los que se la habían solicitado. Se levantó de un salto, lanzando a todos los vientos sus brazos, su retórica y su sangre fría; sucesivamente despotricaba contra la juventud y la demagogia de Ernesto y después atacaba salvajemente a la clase obrera, a la que trataba de presentar como falta de toda capacidad y de todo valor. Cuando terminó su parrafada, Ernesto replicó en estos términos:

—Jamás he encontrado un hombre de leyes más difícil de hacerlo ceñirse al tema, que usted. Mi juventud no tiene nada que ver con lo que he dicho, ni tampoco la falta de valor de la clase obrera. He acusado a la clase capitalista de haber dirigido mal a la sociedad. Y usted no me contestó. Ni siquiera ha intentado contestar. ¿Es que no tiene respuesta? Usted es el líder de este auditorio: todos, excepto yo, están suspensos de sus labios, esperando de usted esa respuesta que ellos mismos no pueden dar. En cuanto a mí, se lo vuelvo a decir, sé que usted no sólo no puede responder, sino que ni siquiera intentará hacerlo.

—¡Esto es intolerable! —exclamó el coronel—. ¡Es un insulto!

—Lo que es intolerable es que usted no conteste —replicó gravemente Ernesto—. Ningún hombre puede ser insultado intelectualmente. Por su naturaleza, el insulto es una cosa emocional. Serénese. Dé una respuesta intelectual a mi acusación intelectual de que la clase capitalista ha gobernado mal a la sociedad.

El coronel guardó silencio y se recogió con expresión de superioridad ceñuda, como de alguien que no quiere comprometerse a discutir con un bribón.

—No se desaliente —le espetó Ernesto—. Consuélese pensando que ningún miembro de su clase supo nunca contestar a esta imputación.

Se volvió hacia los demás, impacientes de usar de la palabra:

Y ahora, ésta es la ocasión para vosotros. Vamos, pues, y no olvidéis que os he desafiado a todos para que me deis la respuesta que el coronel Van Gilbert no supo darme.

Me sería imposible referir todo lo que se dijo en el curso de la discusión. Nunca imaginé la cantidad de palabras que pueden ser pronunciadas en el breve espacio de tres horas. De todas maneras, fue soberbio. Cuanto más se encendían sus adversarios, más aceite arrojaba Ernesto al fuego. Conocía a fondo un terreno enciclopédico, y con una palabra o una frase, como con un estoque finamente manejado, los punzaba. Señalaba y designaba sus faltas de razonamiento. Tal silogismo era falso, tal conclusión no tenía ninguna relación con las premisas, tal premisa era una impostura porque había sido hábilmente encerrada en la conclusión que se buscaba. Esto era una inexactitud, aquello una presunción y tal otra aserción contraria a la verdad experimental estampada en todos los libros.

A veces trocaba la espada por la maza y machacaba los pensamientos de sus contradictores a derecha e izquierda. Reclamaba siempre hechos y se negaba a discutir teorías. Y los hechos que citaba eran desastrosos para ellos. En cuanto atacaban a la clase obrera, Ernesto replicaba:

—Es la sartén reprochando a la olla su tizne, pero eso no os salva de la suciedad imputada a vuestra propia cara.

Y a alguno o a todos les decía:

—¿Por qué no habéis refutado mi acusación de mala administración que he lanzado contra vuestra clase? Habéis hablado de otras cosas y hasta habéis hecho a propósito de estas digresiones, pero no contestasteis. ¿Acaso no dais con la respuesta?

Hacia el fin de la discusión el señor Wickson tomó la palabra. Era el único que no había perdido la calma, y Ernesto lo trató con una consideración que no había concedido a los demás.

—Ninguna respuesta es necesaria —dijo el señor Wickson con voluntaria lentitud—. He seguido toda esta discusión con asombro y repugnancia. Sí, señores, vosotros, miembros de mi propia clase, me habéis fastidiado. Os habéis conducido como colegiales bobalicones. ¡Vaya idea la de mezclar en semejante discusión todas las pamplinas sobre moral y el trombón fuera de modo del político vulgar! No os habéis conducido ni como hombres de mundo ni como seres humanos: os habéis dejado arrastrar fuera de vuestra clase; es más, fuera de vuestra especie. Habéis sido bulliciosos y prolijos, pero no habéis hecho más que zumbar como los mosquitos alrededor de un oso. Señores, el oso está ahí —mostrando a Ernesto—, erguido delante de nosotros, y vuestro zumbido no ha hecho más que cosquillearle las orejas.

Creedme, la situación es seria. El oso ha sacado sus patas esta noche para aplastarnos. Ha dicho que hay un millón y medio de revolucionarios en los Estados Unidos: es un hecho. Ha dicho que su intención es quitarnos nuestro gobierno, nuestros palacios y toda nuestra dorada comodidad: eso también es un hecho. Y también es cierto, que se prepara un cambio, un gran cambio, en la sociedad; pero, felizmente, podría muy bien no ser el cambio previsto por el oso. El oso dijo que nos aplastaría. Pues bien, señores, ¿y si nosotros aplastásemos al oso?

Un gruñido gutural se agrandó en el vasto salón. Los hombres cambiaban entre sí signos de aprobación y de confianza. Las caras habían vuelto a tomar una expresión decidida Eran combatientes, sin duda.

Con su aspecto frío y sin pasiones, el señor Wickson continuó:

—Pero no es con zumbidos con lo que aplastaremos al oso. Al oso hay que darle caza. Al oso no se le contesta con palabras. Le contestaremos con plomo. Estamos en el poder, nadie puede negarlo. Por obra y gracia de ese poder, allí nos quedaremos.

De pronto se enfrentó con Ernesto. El momento era dramático:

—He aquí nuestra respuesta. No vamos a gastar palabras con vosotros. Cuando estiréis esas manos cuyas fuerzas alabáis para llevaros nuestros palacios y nuestra dorada comodidad, os mostraremos lo que es la fuerza. Nuestra respuesta estará modulada en silbidos de obuses, en estallidos de «shrapnells» y en crepitar de ametralladoras
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. Despedazaremos a los revolucionarios bajo nuestro talón y caminaremos sobre vuestros rostros. El mundo es nuestro, somos sus dueños y seguirá siendo nuestro. En cuanto al ejército del trabajo, ha estado en el barro desde el comienzo de la historia y yo interpreto la historia como es preciso. En el barro quedará mientras yo y los míos que vendrán después que nosotros permanezcamos en el poder. He aquí la gran palabra, la reina de las palabras, ¡el Poder! Ni Dios ni Mammón, sino el Poder. Dele vueltas a esta palabra en su boca hasta que quiera, que le escueza. ¡El Poder!

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