El Talón de Hierro (13 page)

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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

Alrededor de la mesa se veían caras congestionadas que expresaban una irritación unida a cierta inquietud. Estaban un poco asustados de este Joven de rostro afeitado, de su manera de ajustar y de asestar las palabras y de su terrible modo de llamar a las cosas por su nombre. El señor Calvin se apresuró a contestar:

—¿Y por qué no? ¿Por qué no podríamos regresar a los usos de nuestros padres que fundaron esta república? Ha dicho usted, señor Everhard, muchas cosas ciertas, por penoso que nos haya sido tragarlas. Pero aquí, entre nosotros, podemos hablar, claro. Quitémonos las máscaras y aceptemos la verdad, tal como la planteó rotundamente el señor Everhard. Es cierto que los pequeños capitalistas andamos a la caza de utilidades y que los trusts nos las quitan. Es cierto que queremos destruir los trusts con el objeto de conservar nuestras ganancias. ¿Y por qué no habríamos de hacerlo? ¿Por qué, vamos a ver, por qué?

—¡Ah!, ahora hemos llegado al verdadero motivo del asunto —exclamó Ernesto con muestras de satisfacción—. ¿Por qué no? Trataré de decírselo, aunque no sea nada fácil. Vosotros, bien lo sabéis, habéis estudiado los negocios en vuestro pequeño círculo, pero no habéis profundizado la evolución social. Estáis en pleno período de transición, pero no comprendéis nada, y de ahí proviene el caos. Me pregunta usted por qué no podéis volver atrás. Simplemente, porque es imposible. No podéis hacer remontar un río hacia sus fuentes. Josué detuvo al sol sobre Gibeón, pero vosotros queréis aventajar a Josué, pues soñáis con volver el sol hacia atrás. Aspiráis a hacer andar el tiempo a reculones, de mediodía a la aurora.

En presencia de las máquinas que ahorran el trabajo, de la producción organizada, de la eficacia creciente de las combinaciones financieras, querríais retrasar el sol económico en una o varias generaciones y hacerlo volver a una época en que no había grandes fortunas, ni buen instrumental, ni vías férreas, en la que una legión de pequeños capitalistas luchaban unos contra otros en medio de la anarquía industrial y en la que la producción era primitiva, derrochadora, costosa y desorganizada. Creedme, la tarea de Josué era mucho más fácil, y lo tenía a Jehová para que lo ayudase. Pero vosotros, pequeños burgueses, estáis abandonados por Dios. Vuestro sol declina: nunca más volverá a levantarse; ni siquiera está en vuestro poder detenerlo en su lugar. Estáis perdidos, condenados a desaparecer completamente de la faz del mundo.

Es el Fiat de la evolución, el mandamiento divino. Es más fuerte la asociación que la rivalidad. Los hombres primitivos eran ruines criaturas que se escondían en lo hueco de las montañas, pero se unieron para luchar contra sus enemigos carnívoros. Las fieras no tenían más instinto que el de la rivalidad, en tanto que el hombre aparecía dotado de un instinto de cooperación que le permitió establecer su superioridad sobre todos los demás animales. A partir de entonces, ha ido instituyendo combinaciones cada vez más vastas. La lucha de la organización contra la competencia data de un millar de siglos, y siempre fue la organización la que triunfó. Los que se alistan en las filas de la competencia están condenados a perecer.

Los mismos trusts, sin embargo, nacieron de la competencia interrumpió el señor Calvin.

—Perfectamente —respondió Ernesto—. Y son los mismos trusts los que la han destruido. Y es precisamente por eso que, según su propia confesión, usted ya no se queda con lo más jugoso.

Por primera vez en la noche estallaron risas alrededor de la mesa, y el señor Calvin no fue de los últimos en compartir la hilaridad que él había desencadenado.

—Y ahora —continuó Ernesto—, ya que estamos en el capítulo de los trusts, aclaremos algunos puntos. Voy a exponeros ciertos axiomas, y si no son de vuestro agrado, no tenéis más que decirlo. Vuestro silencio implicará consentimiento. ¿Es cierto que un telar mecánico teje paño en mayor cantidad y más barato que un telar de mano?

Hizo una pausa, pero nadie tomó la palabra.

—Por consiguiente, ¿no es profundamente descabellado romper los telares mecánicos para volver al procedimiento grosero y dispendioso del tejido a mano?

Las cabezas se agitaron en señal de asentimiento.

—¿Es cierto que la combinación conocida con el nombre de trust produce de una manera más práctica y más económica que un millar de empresas rivales?

Ninguna objeción se formuló.

—Luego, ¿no es desatinado destruir esta combinación económica y práctica?

Nuevo silencio, que duró un buen rato. Al cabo del cual, el señor Kowalt preguntó:

—¿Qué hacer entonces? Destruir los trusts es nuestra única salida para escapar a su dominio.

Al punto pareció Ernesto animarse con una llama ardiente.

—Os voy a indicar otra. En lugar de destruir esas máquinas maravillosas, asumamos su dirección. Aprovechémonos de su buen rendimiento y de su baratura. Desposeyamos a sus propietarios actuales y hayámoslas caminar nosotros mismos. Eso, señores, es el socialismo, una combinación más vasta que los trusts, una organización social más económica que todas las que han existido hasta ahora en nuestro planeta. El socialismo continúa la evolución en línea recta. Nosotros combatimos a las asociaciones por una asociación superior. Los triunfos están en nuestras manos. Venid a nosotros y sed nuestros compañeros en el bando ganador.

Inmediatamente se hicieron presentes signos y murmullos de protesta.

—Vosotros preferís ser anacrónicos —dijo Ernesto riendo—; allá vosotros. Preferís el papel de barbas. Estáis condenados a desaparecer como todas las reliquias del atavismo. ¿Os habéis preguntado lo que os ocurrirá el día que nazcan combinaciones más formidables que las sociedades actuales? ¿Os habéis preocupado jamás por saber lo que será de vosotros cuando los mismos consorcios se fusionen en el trust de los trusts, en una organización a un tiempo social, económica y política?

Se volvió repentinamente hacia el señor Calvin y le espetó:

—Dígame si no tengo razón. Usted está obligado a formar un nuevo partido porque los viejos están en manos de los trusts. Estos son el principal obstáculo de su propaganda agrícola, de su Partido de las Granjas. Detrás de cada obstáculo que usted encuentra, de cada golpe que lo hiere, de cada derrota que sufre, está la mano de la Compañía, ¿no es cierto?

El señor Calvin, desasosegado, callaba.

—Si no es cierto, dígamelo —insistió Ernesto como animándolo.

—Es cierto, —confesó el señor Calvin—. Nos habíamos apoderado de la Legislatura de Oregón y habíamos hecho aprobar soberbias leyes de protección; pero el gobernador, que es una criatura de los trusts, les opuso el veto. En cambio, en Colorado habíamos elegido un gobernador, y allí fue el Poder Legislativo el que le impidió entrar en funciones. Dos veces hicimos aprobar un impuesto nacional sobre la renta, y las dos veces lo rechazó la Corte Suprema como contrario a la Constitución. Las cortes están en mano de las asociaciones; nosotros, el pueblo, no pagamos bastante a nuestros jueces. Pero llegará el día…

—En que la combinación de los cartels dirigirá toda la legislación —le interrumpió Ernesto—, en que la asociación de los trusts será el mismo gobierno.

—¡Jamás, jamás! —exclamaron los asistentes—, súbitamente excitados y combativos.

—¿Queréis decirme qué es lo que haréis cuando ese día llegue? —preguntó Ernesto.

—Nos rebelaremos con toda nuestra fuerza gritó el señor Asmunsen, y su decisión fue saludada con nutridas aprobaciones.

—Será la guerra civil —observó Ernesto.

—Guerra civil ¡sea! —respondió el señor Asmunsen, aprobado por nuevas aclamaciones—. No hemos olvidado los altos hechos de nuestros antepasados. ¡Estamos dispuestos a combatir y a morir por nuestras libertades!

Ernesto dijo sonriendo:

—No olvidéis, señores, que hace un momento estuvimos tácitamente de acuerdo en que la palabra libertad significa para vosotros la autorización para exprimir a los demás y obtener de ellos ganancias.

Todos los convidados estaban ahora coléricos, animados de intenciones belicosas. Pero la voz de Ernesto dominó el tumulto.

—Una pregunta más: decís que os sublevaréis con todas vuestras fuerzas cuando el gobierno esté en manos de los trusts; por consiguiente, el gobierno empleará contra vuestra fuerza el ejército regular, la marina, la milicia, la policía, en una palabra, toda la máquina de guerra organizada de los Estados Unidos. ¿En dónde estará entonces vuestra fuerza?

En las caras de todos se pintó la consternación. Sin darles tiempo a recobrarse, Ernesto los alcanzó con un nuevo golpe directo.

—Hasta no hace mucho, lo recordaréis, nuestro ejército regular no se componía más que de cincuenta mil hombres; pero sus efectivos fueron aumentados de año en año, y ahora se compone de trescientos mil.

Insistió en el ataque.

—Y eso no es todo. Mientras vosotros os entregabais a la caza diligente de vuestro fantasma favorito, el lucro, e improvisabais homilías sobre vuestra querida mascota, la libre concurrencia, realidades aún más poderosas y crueles han sido preparadas por la combinación. Está la milicia.

—¡Es nuestra fuerza! —exclamó el señor Kowalt—. Rechazaremos con ella el ataque del ejército regular.

—Es decir, que vosotros mismos entraréis en la milicia —replicó Ernesto—, y que seréis enviados a Maine, a Florida o a las Filipinas o a cualquier otro lado para aplastar a vuestros camaradas insurreccionados en nombre de la libertad. Entretanto, vuestros camaradas de Kansas, de Wisconsin o de cualquier otro Estado, entrarán en la milicia y vendrán a California para ahogar en sangre vuestra propia guerra civil.

Esta vez se quedaron realmente escandalizados y mudos. Por fin el señor Owen murmuró:

—Es muy simple: no nos enrolaremos en la milicia. No íbamos a ser tan ingenuos.

Ernesto lanzó una franca carcajada.

—No comprendéis absolutamente la combinación que se ha tramado. No podríais defenderos, puesto que seríais incorporados por la fuerza en la milicia.

—Existe una cosa que se llama el derecho civil —insistió el señor Owen.

—Pero no cuando el gobierno decreta el estado de sitio. En cuanto hablaseis de levantaros en masa, vuestra masa se volvería contra vosotros. Estaríais incorporados en la milicia de grado o por fuerza. Acabo de oír a alguien que habló de habeas corpus. En punto a habeas corpus tendréis post mortem y en materia de, garantías, la de la autopsia. Si os negáis a entrar en la milicia, o a obedecer una vez incorporados, os someterán a un consejo de guerra improvisado y seréis fusilados como perros. Esa es la ley.

—¡No es la ley! —afirmó con autoridad el señor Calvin—. No existe semejante ley. Todo eso usted lo ha soñado, joven. ¿Cómo? ¿Según usted mandarían la milicia a las Filipinas? Eso sería anticonstitucional. La Constitución especifica claramente que la milicia no podrá ser enviada fuera del país.

—¿Qué tiene que ver la Constitución con todo esto? —preguntó Ernesto. La Constitución es interpretada por las Cortes, y éstas, como lo reconoció el señor Asmunsen, son juguete de los Trusts. Además, he dicho que era la ley. Es ley desde hace años, desde hace nueve años, señores.

—¿La ley dice —preguntó el señor Calvin, incrédulo— que podemos ser llevados por la fuerza a la milicia… y fusilados por un consejo de guerra improvisado si nos negamos a marchar?

—¿Cómo es posible que nunca hayamos oído hablar de esa ley? —preguntó mi padre, y vi también que para él era una novedad.

—Por dos razones —dijo Ernesto—. Primero, porque no se ha presentado la ocasión de aplicarla; si hubiera llegado el momento, habríais oído hablar de ella muy pronto. Segundo, porque esta ley pasó al galope en el Congreso y en secreto en el Senado y, por decirlo así, sin discusión. Nosotros, los socialistas, lo sabíamos y lo hemos publicado en nuestra prensa. Pero vosotros no leéis jamás nuestros diarios.

—Yo sostengo que usted sueña dijo el señor Calvin con testarudez. El país no habría permitido tal cosa.

—Sin embargo, el país lo ha permitido de hecho —replicó Ernesto—. Y por lo que hace a los sueños, dígame si esto es de la tela con que se hacen los sueños.

Sacó de su bolsillo un folleto y se puso a leer:

«Sección I, etcétera… Se decreta, etcétera… que la milicia se compone de todos los ciudadanos varones y válidos de más de dieciocho años y de menos de veinticinco que habiten en los diversos Estados y territorios, así como en el distrito de Colombia…»

«Sección VIII… Que todo oficial o soldado enrolado en la milicia acordaos que, de acuerdo con la sección I, todos vosotros estáis enrolados que se negara o que olvidara presentarse delante del oficial de reclutamiento después de haber sido llamado como se prescribe más arriba, será llevado ante un Consejo de Guerra y posible de las penas pronunciadas por ese consejo…»

«Sección IX… Que cuando la milicia fuera llamada a servicio actual por los Estados Unidos, quedará sometida a los mismos reglamentos y artículos que las tropas regir lares de los Estados Unidos…»

Esta es vuestra situación, señores, estimados conciudadanos americanos y camaradas milicianos. Hace nueve años, los socialistas creíamos que esta ley estaba dirigida contra el Trabajo; pero parece más bien que está dirigida contra vosotros. El diputado Wiley declaró en la breve discusión que se permitió que el proyecto de ley «proporcionaría una fuerza de reserva para acogotar al populacho —el populacho sois vosotros—, señores y para proteger a todo trance la vida, la libertad y la propiedad». En el futuro, cuando os alcéis con vuestra fuerza, recordad que os rebeláis contra la propiedad de los trusts y contra la libertad legalmente concedida de exprimiros. Señores, os han arrancado los colmillos, os han cortado las garras. El día en que os irgáis en vuestra virilidad, faltos de uñas y de dientes, seréis tan inofensivos como una legión de moluscos.

—¡No creo una sola palabra! —gritó el señor Kowalt—. No existe semejante ley. Es un infundio inventado por los socialistas.

—El proyecto de ley fue presentado en la Cámara el treinta de julio de mil novecientos dos por el representante de Ohio. Fue discutido al galope. Fue aprobado por el Senado el catorce de enero de mil novecientos tres. Y justamente siete días después era aprobado por el presidente de los Estados Unidos
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CAPÍTULO IX:
UN SUEÑO MATEMÁTICO

En medio de la general consternación causada por su revelación, Ernesto continuó con la palabra:

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