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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (27 page)

—¿Adentro? —el joven estaba turulato —. ¿Tenéis catacumbas por aquí? He oído hablar de estas cosas.

—Entre y verá —respondió Biedenbach— con su más exquisito tono.

—Esto es ilegal —protestó el otro.

—Sí, según su ley —respondió el terrorista de una manera significativa —. Pero según nuestra ley, la nuestra, créame que esto está perfectamente permitido. Tiene que entrarle a usted en la mollera la idea de que se ha metido en un mundo muy diferente del mundo de opresión y de brutalidad en que ha vivido.

—Es cuestión de discutirlo —murmuró Wickson.

—¡Muy bien! Quédese con nosotros a discutir la cosa.

—El joven se echó a reír y siguió a su raptor a la casa. Fue conducido al cuarto más profundo bajo tierra. Uno de los camaradas se encargó de vigilarlo, mientras nosotros debatíamos el asunto en la cocina.

Con lágrimas en los ojos, Biedenbach expuso su opinión de que debíamos matarlo, y pareció aliviado cuando la mayoría votó contra su horrible proposición. Pero, por otra parte, no podíamos pensar en dejar salir al joven oligarca.

—Tengámoslo y eduquémoslo.

—Todo puede arreglarse —declaró Ernesto.

—En tal caso —gritó Biedenbach—, solicito el privilegio de que se me permita ilustrarlo sobre la jurisprudencia.

—Todos nos adherimos riendo a esta proposición. Tendríamos, pues, prisionero a Felipe Wickson y le enseñaríamos nuestra moral y nuestra sociología. Pero antes que nada había algo que hacer: era necesario borrar todas las huellas del joven oligarca, comenzando por las que había dejado en la pendiente del pozo. Recayó esta tarea en Biedenbach, que, suspendido desde arriba por una cuerda, trabajó hábilmente todo el resto del día e hizo desaparecer hasta la seña más insignificante. Se borraron también todas las huellas a partir del borde del agujero y siguió el curso del cañón. Luego, al ocaso, llegó John Carlson, que pidió los zapatos del joven Wickson.

Este no quería entrenar su calzado y estaba dispuesto a defenderlo en combate singular… Pero Ernesto le hizo sentir el peso de una mano de herrero. Carlson se quejaría más tarde de las muchas ampollas y desolladuras que le habían sacado los zapatos estrechos, utilizados en una hábil tarea. Partiendo del punto en donde se había dejado de borrar las huellas del joven, Carlson después de calzarse los zapatos en cuestión, se dirigió hacia la izquierda. Caminó durante varias millas, rodeó montículos, cruzó cimas, siguió cañones y, finalmente, ahogó la pista en el agua corriente de un río. Allí se descalzó, recorrió todavía el lecho del río cierta distancia y luego se puso sus zapatos. Una semana después, el joven Wickson entraba otra vez en posesión de los suyos.

Esa noche soltaron la jauría de caza y en el refugio casi no se pudo dormir. Varias veces en el curso del día siguiente los perros bajaron el cañón ladrando, pero se lanzaron hacia la izquierda sobre la pista falsa que Carlson había preparado, para ellos. Durante todo ese tiempo nuestros hombres esperaban en el refugio con las armas en la mano: tenían revólveres automáticos y fusiles, sin contar con una media docena de máquinas infernales fabricadas por Biedenbach. Es de imaginar la sorpresa de los investigadores si se hubiesen aventurado en nuestro escondite.

He revelado ahora la verdad sobre la desaparición de Felipe Wickson, oligarca antes y más tarde fiel servidor de la Revolución. Pues concluimos por convertirlo. Su espíritu era nuevo y plástico y la naturaleza lo había dotado de una moral sana. Varios meses después lo hicimos cruzar el Sonoma en uno de los caballos de su padre, hasta Petaluma Creek, en donde se embarcó en una pequeña chalupa de pesca. En fáciles etapas, gracias a nuestro ferrocarril oculto, lo enviamos al refugio de Carmel.

Permaneció allí ocho meses, al cabo de los cuales no quería abandonarnos, por dos razones: primero, que se había enamorado de Anna Roylston, y segundo, que se había vuelto uno de los nuestros. Sólo después que se convenció de la inutilidad de su amor se sometió a nuestros deseos y consintió en volver a casa de su padre. Aunque hasta su muerte desempeñó el papel de oligarca, fue en realidad uno de nuestros más preciados agentes. Más de una vez el Talón dé Hierro quedó confundido por el fracaso de sus planes y de sus operaciones contra nosotros. Si hubiese sabido cuántos de sus miembros trabajaban por nuestra cuenta, se habría explicado esos descalabros. Jamás cedió la lealtad a la Causa del joven Wickson
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. Hasta su muerte misma estuvo determinada por esta fidelidad al deber.

Fue al asistir a una de nuestras reuniones durante la gran sedición de 1927, cuando contrajo la neumonía que lo mató.

CAPÍTULO XXI:
EL RUGIDO DE LA BESTIA

Durante nuestra prolongada estada en el refugio estuvimos perfectamente al tanto de cuanto ocurría en el mundo exterior, lo cual nos permitió apreciar con exactitud la fuerza de la Oligarquía contra la cual luchábamos. De las indecisiones de esta época de transición se desprendieron instituciones de formas más claras, con todos los caracteres y atributos de la permanencia. Los oligarcas harían conseguido inventar una máquina gubernamental tan complicada como vasta, pero que funcionaba, a pesar de nuestros esfuerzos por trabarla y sabotearla.

Para muchos revolucionarios fue una sorpresa: ellos no concebían semejante posibilidad. El caso es que la actividad del país continuaba. Había hombres que se afanaban en los campos y en las minas; naturalmente, no eran más que esclavos. En cuanto a las industrias esenciales, prosperaban en toda la línea. Los miembros de las grandes castas obreras estaban contentos y trabajaban de buena gana. Por primera vez en su vida conocían la paz industrial. Ya no vivían preocupados con horas reducidas, huelgas, cierre de talleres o sellos de sindicatos. Vivían en casas más confortables, en lindas ciudades para ellos, deliciosas si se las comparaba con los tugurios y los «ghettos» de otrora: Tenían mejor aliento, menos trabajo diario, más vacaciones, una elección más variada de placeres y de distracciones intelectuales. En cuanto a sus hermanos y hermanas menos afortunados, los trabajadores no favorecidos, ese pueblo deslomado del Abismo, no se preocupaban en lo más mínimo. Se anunciaba en la humanidad una era de egoísmo. Esto, sin embargo, no es del todo exacto, pues en las castas obreras pululaban agentes nuestros, hombres que, por sobré las necesidades de su estómago, advertían las radiantes figuras de la Libertad y de la Fraternidad.

Otra institución que había adquirido forma y que funcionaba perfectamente era la de los Mercenarios. Esos cuerpos armados habían salido del antiguo ejército regular y sus efectivos llevados a un millón de hombres sin contar las fuerzas coloniales. Los Mercenarios constituían una raza aparte: habitaban ciudades para ellos, administradas por un gobierno virtualmente autónomo, y gozaban de muchísimos privilegios. Eran ellos los que consumían una gran parte del molesto excedente de riqueza. Perdieron todo contacto de simpatía con el resto del pueblo y desarrollaron una conciencia y una moral de clase aparte. Y no obstante, teníamos millares de agentes entre sus filas
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.

La misma Oligarquía se desarrolló de una manera notable y, hay que confesarlo, inesperada. Como clase, se disciplinó. Cada uno de sus miembros tuvo su misión asignada en el mundo y estaba obligado a cumplirla. No hubo más jóvenes ociosos y ricos. Su fuerza era empleada para consolidar la de la Oligarquía. Servían ya como oficiales superiores en el ejército, va como capitanes o lugartenientes en la industria. Seguían carreras en las ciencias aplicadas y muchos de ellos llegaron a ser ingenieros de renombre. Entraban en las numerosas administraciones del gobierno, ocupaban empleos en las administraciones coloniales y eran recibidos a millares en los diversos servicios secretos. Hacían aprendizaje si se me permite la expresión en la enseñanza, las artes, la Iglesia, la ciencia y la literatura, y en esas diferentes ramas desempeñaban una importante función al modelar la mentalidad nacional de modo que asegurase la perpetuidad de la Oligarquía.

Les enseñaban, y más tarde ellos enseñaban a su vez, que su manera de proceder era la buena. Asimilaban el ideario aristocrático desde el momento en que, niños aún, comenzaban a recibir las primeras impresiones del mundo exterior: este ideario se lo habían impreso en sus propias fibras, al punto de que formaba parte de su carne y de sus huesos. Se veían a sí mismos como domadores de animales, como pastores de venados. Bajo sus pies se elevaban siempre los gruñidos subterráneos de la rebelión. En medio de ellos, con paso furtivo, rondaba sin cesar la muerte violenta: las bombas, las balas y los puñales representaban los colmillos de esa fiera rugiente del Abismo a la que tenían que dominar para que la humanidad subsistiese.

Porque los oligarcas se creían los salvadores del género humano y se consideraban como trabajadores heroicos sacrificándose por su mayor bien.

Estaban convencidos de que su clase era el único sostén de la civilización, y persuadidos de que si aflojaban un minuto, el monstruo los engulliría en su panza cavernosa y viscosa, con todo lo que hay de bueno y de maravilloso en el mundo. Sin ellos, reinaría la anarquía y la humanidad volvería a caer en la noche de donde había salido a costa de tantos trabajos. La horrible imagen de la anarquía era constantemente puesta ante los ojos de sus hijos, hasta que, obsesionados por este temor fomentado, éstos estuviesen dispuestos a obsesionar también a sus propios descendientes. Tal era la bestia que había que pisotear; su aplastamiento constituía el supremo deber de la aristocracia. En resumen, ellos solos, con sus esfuerzos y sacrificios incesantes, se mantenían entre la débil humanidad y el monstruo voraz. Lo creían a pie juntillas, estaban seguros de ello.

No podría insistir bastante sobre esta convicción de rectitud moral común a toda la clase de los oligarcas. Este convencimiento era la fuerza del Talón de Hierro, y muchos camaradas tardaron demasiado en comprenderlo o lo comprendieron a regañadientes. La mayoría atribuía la fuerza del Talón de Hierro a su sistema de recompensas y de castigos. Es un error. El cielo y el infierno pueden entrar como factores primordiales en el celo religioso de un fanático, pero para la mayoría son accesorios con respecto al bien y al mal. El amor al bien, el deseo del bien, el descontento de lo que no sea absolutamente bien, en una palabra, la buena conducta, he aquí el factor principal de la religión. Y puede decirse otro tanto de la Oligarquía. La prisión, el destierro, la degradación, por una parte, y por otra, los honores, los palacios, las ciudades de maravilla, no son más que contingencias. La gran fuerza motriz de los oligarcas es su convicción de hacer bien. No nos detengamos en las excepciones; no tengamos en cuenta la opresión y la injusticia en medio de las cuales nació el Talón de Hierro. Todo eso es conocido, admitido, comprendido. De lo que se trata es de que la fuerza de la Oligarquía reside actualmente en su concepción satisfecha de su propia rectitud
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.

Y a la inversa, también la fuerza de la revolución, durante estos últimos y terribles veinte años, residió en su conciencia de ser honrada. De otra manera no se explican nuestros sacrificios ni el heroísmo de nuestros mártires. Es por esta sola razón que el alma de un Mendenhall se inflamó por la Causa y escribió su admirable «Canto del Cisne» en la noche que precedió a su suplicio. Es por esta razón que Huberto murió en medio de las torturas, negándose hasta el fin a traicionar a sus camaradas. Es por este motivo que Anna Roylston rechazó la dicha de la maternidad y que John Carlson se quedó, sin sueldo, como fiel guardián del refugio de Glen Ellen. Que se les pregunte a todos los camaradas revolucionarios, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, eminentes o humildes, geniales o simples, y se comprobará siempre que fueron movidos poderosa y persistentemente por su sed de justicia.

Pero volvamos a nuestra historia. Antes de salir de nuestro refugio, Ernesto y yo comprendíamos perfectamente hasta qué punto se había desarrollado el poderío del Talón de Hierro. Las castas obreras, los Mercenarios, los innumerables agentes y policías de toda clase habían sido ganados completamente por la Oligarquía. Vista la situación, y haciendo abstracción de la pérdida de su libertad, vivían con más comodidad que antes. Por otra parte, la gran masa desesperada del pueblo del Abismo se hundía en un embrutecimiento apático y satisfecho de su miseria. Cada vez que algunos proletarios de fuerza excepcional se distinguían en el rebaño, los oligarcas se apoderaban de ellos y los admitían en las castas obreras o en las filas de los Mercenarios. De este modo, todo descontento se aplacaba: y el proletariado se encontraba privado de sus jefes naturales.

La condición del pueblo del Abismo era lamentable. Para ellos había muerto la escuela comunal. Vivían como bestias en «ghettos» hormigueantes y sórdidos; se pudrían en la miseria y en la degradación. Habían sido suprimidas todas sus antiguas libertades. A esos esclavos del trabajo les era negada hasta la misma elección de ese trabajo. Se les negaba igualmente el derecho de mudar de residencia y el de llevar armas. Eran siervos, no de la tierra, como los granjeros, sino de las máquinas y del trabajo. Cuando la necesidad de ellos se hacía sentir para una tarea extraordinaria, como la construcción de grandes carreteras, líneas aéreas, canales, túneles, pasajes subterráneos o fortificaciones, se procedía a la leva en los «ghettos» de trabajadores y los llevaban de a decenas de millares, de grado o por fuerza, hasta el sitio de las obras. Verdaderos ejércitos de siervos trabajaban actualmente en la construcción de Ardis, amontonados en miserables barracas en donde es imposible la vida de familia y donde la decencia está proscrita por una promiscuidad bestial. En verdad, esa bestia rugiente del Abismo, tan temida por los oligarcas, está muy bien donde está, pero no hay que olvidar que son éstos los que la crearon y la mantienen, son éstos los que impiden la desaparición del mono y del tigre en el hombre.

En este momento precisamente corre el rumor de que se han proyectado nuevas levas para la construcción de Asgard, la ciudad maravillosa que debe sobrepasar todo el esplendor de Ardis cuando ésta esté terminada
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. Seremos nosotros, los revolucionarios quienes nos encargaremos de continuar esta gran obra, pero ella no será realizada por miserables siervos. Los muros, las torres y las flechas de esta ciudad feérica se elevarán al ritmo de canciones, y en su belleza incomparable no se amalgamarán suspiros y gemidos, sino armonías y alegrías.

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