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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (23 page)

Al mismo tiempo que la destrucción de los Granjeros, tuvo lugar la rebelión de los mineros, último espasmo de la agonía del trabajo organizado. Se declararon en huelga en número de setecientos cincuenta mil; pero estaban demasiado diseminados por todo el país para sacar partido de esta fuerza numérica. Aislados en sus respectivos distritos, fueron vencidos en montón y obligados a someterse. Pocock
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ganó allí sus espuelas de cómitre en jefe al mismo tiempo que el odio imperecedero del proletariado. Se perpetraron muchos atentados contra su vida, pero parecía tener un dios aparte. A él le deben los mineros la introducción de un sistema de pasaporte a la rusa, que les quitó la libertad de ir de un sitio a otro del país.

Los socialistas, empero, se mantenían firmes. Mientras los campesinos morían en el fuego y la sangre, mientras el sindicalismo era desmantelado, nos quedábamos callados y perfeccionábamos nuestra organización secreta. En vano los Granjeros ríos hacían reproches: les respondíamos con razón que toda rebelión de nuestra parte equivaldría a un suicidio definitivo de la Revolución. Vacilante al comienzo sobre la manera de entendérselas con el conjunto del proletariado, el Talón de Hierro había encontrado la tarea más simple de lo que esperaba, y no habría podido encontrar nada mejor que un levantamiento de parte nuestra para terminar de una buena vez. Pero supimos zafarnos de este proyecto, a pesar de los agentes provocadores que pululaban en nuestras filas. En aquellos primeros tiempos, sus métodos eran groseros; todavía tenían mucho que aprender, y nuestros Grupos de Combate los excluyeron poco a poco. Fue una tarea ruda y sangrienta, pero luchábamos por nuestra vida y por la Revolución, y estábamos obligados a combatir al enemigo con sus propias armas. Y aun allí poníamos lealtad: no ejecutamos a ningún agente del Talón de Hierro sin juzgarlo. Puede ser que hayamos cometido errores, pero si los hubo, fueron muy raros. Nuestros Grupos de Combate se reclutaban entre nuestros camaradas más bravos, entre los más combativos y los más dispuestos al sacrificio de sí mismos. Un día, al cabo de diez años, y de acuerdo con las cifras dadas por los jefes de esos grupos, Ernesto calculó que la actuación media pie los hombres y las mujeres que se habían hecho inscribir no pasaba de los cinco años. Todos los camaradas de los Grupos de Combate eran héroes, y, lo extraordinario del caso, es que a ellos les repugnaba atentar contra la vida. Esos amantes de la libertad violentaban su propia naturaleza, considerando que ningún sacrificio es demasiado grande para una causa tan noble
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La tarea que nos habíamos impuesto era triple. En primer lugar, queríamos escardar nuestras propias filas de agentes provocadores; luego, organizar los Grupos de Combate fuera de la organización secreta y general de la Revolución; y en tercer término, introducir nuestros propios agentes ocultos en todas las ramas de la Oligarquía, en las castas obreras, especialmente los telegrafistas, empleados de comercio, en el ejército, entre los soplones y los cómitres. Era una obra lenta y peligrosa. A menudo nuestros esfuerzos nos costaban dolorosos fracasos.

El Talón de Hierro había triunfado en la guerra franca, pero conservábamos nuestras posiciones en esta otra guerra subterránea, desconcertante y terrible que habíamos instituido.

Allí todo era invisible, casi todo imprevisto; sin embargo, en esta lucha entre ciegos había orden, un fin, una dirección. Nuestros agentes penetraban a través de toda la organización del Talón de Hierro, en tanto que la nuestra era penetrada por los suyos. Táctica sombría y tortuosa, llena de intrigas y de conspiraciones, de minas y de contraminas. Y detrás de todo eso, la muerte siempre amenazante, la muerte violenta y terrible. Desaparecían hombres y mujeres, nuestros más queridos camaradas. Se los veía hoy: mañana se habían desvanecido; nunca más volvíamos a verlos y sabíamos que estaban muertos.

En ninguna parte había seguridad ni confianza. El hombre que complotaba junto con nosotros podía ser un agente del Talón de Hierro. Pero lo mismo ocurría en el otro frente; y, sin embargo, estábamos obligados a concertar nuestros esfuerzos sobre la base de la confianza y de la certeza. A menudo fuimos traicionados: la naturaleza humana es débil. El Talón de Hierro podía ofrecer dinero y ocios para emplearlos en sus maravillosas ciudades de placeres y de descanso. En cambio, nosotros no teníamos otros atractivos que la satisfacción de ser fieles a un noble ideal, pero esta lealtad no tenía otro premio que el perpetuo peligro, la tortura y la muerte.

La muerte constituía así el único medio de que disponíamos para castigar esta debilidad humana: para nosotros era una necesidad castigar a los traidores. Cada vez que alguno de los nuestros nos traicionaba, uno o varios fieles vengadores se lanzaban tras él y no le perdían pisada. Podía ocurrirnos que fracasásemos en la ejecución de nuestras sentencias contra nuestros enemigos, como fue en el caso de los Pocock, pero todo fracaso se tornaba inadmisible cuando se trataba de castigar a los falsos hermanos. Algunos camaradas se dejaban comprar con nuestro permiso para tener acceso a las ciudades maravillosas y ejecutar allí nuestras sentencias contra los verdaderos vendidos. Lo cierto es que ejercíamos tal terror, que era más peligroso traicionarnos que permanecer fieles.

La Revolución tomaba un carácter profundamente religioso. Nos postrábamos ante su altar, que era el de la Libertad. Su espíritu divino nos iluminaba. Hombres y mujeres se consagraban a la Causa y ofrecían allí sus recién nacidos, como en otro tiempo los dedicaban al servicio de Dios. Eramos los servidores de la Humanidad.

CAPÍTULO XVII:
LA LIBREA ESCARLATA

Durante la devastación de los Estados arrebatados a los Granjeros, los elegidos por este partido desaparecieron del Congreso. Se les instruyó proceso por alta traición, y sus vacantes fueron ocupadas por criaturas del Talón de Hierro. Los socialistas formaban una miserable minoría y sentían aproximarse su fin. Congreso y Senado no eran más que vanos fantasmas. Allí se debatían gravemente y se votaban los problemas públicos de acuerdo con las fórmulas tradicionales, pero en realidad lo único que se hacía era darle un sello de constitucionalidad y de legalidad a los mandatos de la oligarquía.

Ernesto estaba en lo más rudo de la disputa cuando llegó el fin. Fue durante la discusión de un proyecto de asistencia a los desocupados. La crisis del año anterior había hundido a grandes masas del proletariado por debajo del nivel del hambre, y la extensión y propagación de los desórdenes las hundió más todavía. La gente moría de hambre a millones, en tanto que los oligarcas y sus valedores sé saciaban en el excedente de riquezas
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A esos desdichados les llamábamos el pueblo del abismo
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. Era para aliviar sus terribles sufrimientos que los socialistas habían presentado ese proyecto de ley. Pero el Talón de Hierro no lo encontraba a su paladar y preparaba, de acuerdo con su propia manera, un proyecto para procurar trabajo a millones de seres; y como sus puntos de vista no eran absolutamente los nuestros, había dado órdenes para qué se rechazara nuestro proyecto. Ernesto y sus camaradas sabían que su proyecto no cuajaría, pero, hartos de que los tuvieran esperando, deseaban una solución cualquiera. No pudiendo llevar nada a la práctica, no aguardaban nada más que poner fin a esta farsa legislativa en la que les hacían desempeñar un papel involuntario. Ignorábamos qué rumbo tomaría esta escena final, pero no podíamos prever una más dramática que la que se produjo.

Ese día me encontraba en la barra popular. Sabíamos que iba a ocurrir algo terrible. Cerníase en el aire un peligro cuya presencia hacían visible las tropas alineadas en los corredores y los oficiales agrupados a las puertas mismas del recinto. Era evidente que la Oligarquía estaba a punto de dar un gran golpe. Ernesto estaba en el uso de la palabra. Describía los sufrimientos de la gente sin empleo, como si hubiese acariciado la loca esperanza de conmover a esos corazones y a esas conciencias; pero los diputados republicanos y demócratas se reían irónicamente y se mofaban de él, interrumpiéndolo con exclamaciones y ruidos. Bruscamente, Ernesto cambió la táctica.

—Sé muy bien que nada de lo que diga podría influir sobre vosotros —declaró—. No tenéis un alma que pueda sacudir. Sois invertebrados, seres fláccidos. Os llamáis pomposamente Republicanos o Demócratas. No hay partidos con ese nombre, no existen republicanos ni demócratas en esta Cámara. No sois más que aduladores y alcahuetes, criaturas de la plutocracia. Discurrís a la manera antigua de vuestro amor a la libertad, ¡vosotros, que lleváis en el lomo la librea escarlata del Talón de Hierro!

Gritos de ¡al orden, al orden! ahogaron su voz. Con gesto desdeñoso, Ernesto esperó que el alboroto cesara un poco. Entonces, extendiendo los brazos como para juntarlos a todos, gritó, volviéndose hacia sus camaradas:

—Escuchad esos mugidos de bestias ahitas.

La batahola recomenzó con más fuerza. El presidente golpeaba el pupitre para lograr silencio y lanzaba miradas expectantes hacia los oficiales que se amontonaban en las puertas. Hubo gritos de ¡sedición! y un diputado por Nueva York, notable por lo rechoncho, soltó el epíteto de ¡anarquista! La expresión de Ernesto no era de las más tranquilizadoras. Todas sus fibras combativas parecían vibrar y su rostro era el de un animal agresivo. Sin embargo, se mantenía frío y dueño de sí.

—Acordaos —gritó con voz que dominó el tumulto—, vosotros, que no mostráis ninguna piedad para el proletariado, que éste, un día, no la tendrá para nosotros.

Redoblaron los gritos de ¡sedicioso!, ¡anarquista!

—Ya sé que no votaréis este proyecto —continuó Ernesto—. Habéis recibido de vuestros amos la orden de votar en contra. ¡Y osáis tratarme de anarquista, vosotros, que habéis destruido el gobierno del pueblo; vosotros, que os pavoneáis en público con vuestra librea de vergüenza escarlata! No creo en el infierno, pero a veces lo lamento, y en este momento estoy tentado de creer en él, pues el azufre y la pez hirviendo no serían suficientes para castigar vuestros crímenes como se merecen. Mientras haya seres semejantes a vosotros, el infierno es una necesidad cósmica.

Se produjo un movimiento en las puertas. Ernesto, el presidente y todos los diputados miraron en esa dirección.

—¿Por qué no ordena a sus soldados, señor presidente, que entren y cumplan su faena? —preguntó Ernesto—. ¡Ejecutarían su plan con toda celeridad!

—Hay otros planes preparados —fue la réplica. Es por eso que los soldados están aquí.

—Supongo que planes nuestros —ironizó Ernesto. El asesinato o algo por el estilo.

Con la palabra asesinato, el tumulto recomenzó. Ernesto no podía hacerse oír, pero permanecía de pie, aguardando que amainara. Fue entonces cuando ocurrió aquello. Desde mi asiento en la galería no vi nada más que un relámpago. Su estrépito me ensordeció, y vi a Ernesto trastabillar y caer en un remolino de humo, mientras los soldados corrían en todas direcciones. Sus camaradas estaban de pie, locos de rabia, dispuestos a todas las violencias; pero Ernesto se afirmó un momento y agitó los brazos para imponerles silencio.

—¡Es un complot, cuidado! —les gritó con ansiedad. No os mováis, pues seréis aniquilados.

Entonces se desplomó lentamente, justo cuando los soldados se le acercaban.

Un instante después hicieron despejar las galerías y ya no vi nada más.

A pesar de que era mi marido, no me dejaron acercarme a él.

En cuanto me di a conocer, me arrestaron. Al mismo tiempo eran detenidos todos los diputados socialistas que se encontraban en Washington, incluso el pobre Simpson, a quien una fiebre tifoidea lo tenía inmovilizado en el lecho.

El proceso fue rápido y breve. Ya todos estaban condenados de antemano. Lo milagroso fue que no lo ejecutaran a Ernesto. Fue un yerro de la Oligarquía, y bien caro que le costó. En esta época se sentía muy segura de sí misma.

Embriagada por el éxito, la Oligarquía no podía creer que este puñado de héroes tuviese poder suficiente como para zamarrearla desde la base. Mañana, cuando la gran rebelión estalle y en el mundo entero resuenen los pasos de las multitudes en marcha, comprenderá, pero demasiado tarde, hasta qué punto pudo agrandarse esta banda heroica
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En mi calidad de revolucionaria y confidente intima de las esperanzas, de los temores y de los planes secretos de los revolucionarios, estoy en mejores condiciones que nadie para responder a la acusación lanzada contra ellos de haber hecho 'estallar esa bomba en el Congreso. Y puedo afirmar redondamente, sin ninguna especie de reservas ni de dudas, que los socialistas eran completamente ajenos a este asunto, tanto los del Congreso como los de fuera. Ignoramos quién arrojó el artefacto, pero estamos absolutamente seguros de que no fue nadie de los nuestros.

Por lo demás, diversos indicios demuestran que el Talón de Hierro fue responsable de este hecho. Naturalmente, no podemos probarlo, y nuestra conclusión sólo se basa en presunciones. He aquí algunos de los hechos que conocemos. Los agentes del servicio secreto del gobierno le habían enviado al presidente de la Cámara un informe previniéndole que los miembros socialistas del Congreso estaban a punto de recurrir a una táctica terrorista y que ya habían decidido sobre el día en que sería llevada a cabo. Ese día fue precisamente aquel en que tuvo lugar la explosión. En previsión, el Capitolio había sido abarrotado de tropas. Siendo, pues, cierto que nada sabíamos de esta bomba, que, en efecto, estalló y que las autoridades habían adoptado medidas teniendo en vista su explosión, es lógico deducir que el Talón de Hierro sabía algo acerca de todo ello. Afirmamos, además, que el Talón de Hierro fue culpable de este atentado, que preparó y ejecutó con la intención de endilgarnos la responsabilidad y de provocar nuestra ruina.

El presidente divulgó la advertencia a todos los miembros del Congreso que vestían la librea escarlata. Durante el discurso de Ernesto, todos sabían que se iba a cometer un acto de violencia. Y hay que hacerles esta justicia, creían sinceramente que sería cometido por los socialistas. En el proceso, y siempre de buena fe, algunos atestiguaron que habían visto a Ernesto disponerse a lanzar la bomba y que ésta había estallado prematuramente. Desde luego, no habían visto nada de todo esto, pero en su imaginación afiebrada por el miedo así lo creían.

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