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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (22 page)

Mientras la tierra entera se despedazaba con sus conflictos, la paz estaba lejos de reinar en los Estados Unidos. La defección de las grandes sindicatos había impedido la rebelión de nuestros proletarios, pero la violencia estaba desencadenada en todas partes. Además de los tumultos de los obreristas, además del descontento de los granjeros y de lo que subsistía de las clases medias, se encendía y propagaba un renacimiento religioso. Una rama de los Adventistas del Séptimo Día acababa de surgir y tornaba un notable desenvolvimiento. Sus fieles proclamaban el fin del mundo.

—Sólo faltaba esto en la confusión universal —exclamaba Ernesto—. ¿Cómo esperar que ninguna solidaridad se asiente en medio de estas tendencias divergentes y contrarias? Realmente, este movimiento religioso adquiría proporciones formidables. Como consecuencia de su desilusión sobre todas las cosas terrenales, el pueblo estaba maduro e inflamado de un anhelo por un cielo en el que sus tiranos industriales entrarían más difícilmente que un camello por el ojo de una aguja. Predicadores de torva mirada vagabundeaban por todo el país; a pesar de todas las prohibiciones de las autoridades civiles y de las persecuciones decretadas contra los delincuentes, en incontables reuniones de campamentos se atizaban las llamas de ese fanatismo religioso.

«Han llegado los últimos días —gritaban—; ya comenzó el fin del mundo». Habían sido desencadenados los cuatro Vientos y Dios había agitado a las naciones para la lucha. Fue una época de apariciones y de milagros. Eran legión los profetas y los videntes. Por centenas de millares, las gentes abandonaban el trabajo y huían alas montañas para aguardar allí el inminente descenso de Dios y la ascensión de ciento cuarenta y cuatro mil elegidos. Pero Dios no aparecía y morían de hambrea millares. En su desesperación, devastaban las granjas para encontrar provisiones; el tumulto y la anarquía invadían los distritos rurales y no hacían más que exasperar la desdicha de los pobres granjeros desposeídos.

Pero las granjas y los graneros eran propiedad del Talón de Hierro. Se enviaron muchas tropas a la campaña, y los fanáticos fueron llevados a punta de bayoneta a sus tareas en las ciudades. En éstas se entregaron a motines y sublevaciones sin cesar renovadas. Sus jefes fueron ejecutados por sedición o encerrado en manicomios. Los condenados marchaban al suplicio con toda la alegría de los mártires. El país cruzaba por un período de locura mental. Hasta en los desiertos, en los bosques y los pantanos, desde Florida a Alaska, pequeños grupos de indios sobrevivientes bailaban a paso de fantasmas y esperaban el advenimiento de un Mesías de su cosecha.

Y en medio de este caos, con serenidad y seguridad que tenían algo de formidable, continuaba surgiendo la forma de ese monstruo de los tiempos: la Oligarquía. Con su mano de hierro y su talón de hierro presionando sobre este hormigueo de millones de seres, hacía surgir el orden de la confusión y cavaba sus cimientos y elevaba sus murallas sobre la misma podredumbre.

—Esperad que estemos instalados repetían los granjeros; así nos lo decía el señor Calvin en nuestro departamento de la calle Pell —. Ya habéis visto los Estados que hemos conquistado. En cuanto entremos en funciones, y con vosotros los socialistas para sostenernos, les haremos cantar otra canción.

Y los socialistas decían:

—Tenemos con nosotros a millones de descontentos y de pobres. Se han incorporado a nuestras filas los granjeros, los chacareros, la clase media y los jornaleros. El sistema capitalista va a saltar en pedazos. Dentro de un mes enviaremos cincuenta diputados al Congreso. Dentro de dos años, todos los puestos oficiales serán nuestros, desde la presidencia de la Nación hasta el empleo municipal en la perrera.

A lo que Ernesto replicaba, meneando la cabeza:

—¿Cuántos fusiles tenéis? ¿Sabéis dónde encontrar plomo en cantidad suficiente? ¡Ah!, y por lo que se refiere a la pólvora, creedme, las combinaciones químicas son más poderosas que las mezclas mecánicas.

CAPÍTULO XVI:
EL FIN

Cuando para Ernesto y para mí llegó el momento de marcharnos a Washington, papá no quiso acompañarnos. Se había enamorado de la vida proletaria. En nuestro barrio miserable veía un amplio laboratorio sociológico y se había lanzado a una interminable orgía de investigaciones. Fraternizaba con los jornaleros, muchas de cuyas familias lo admitían en su seno y le entregaban su intimidad. Además, hacía changas, y el trabajo era para él una distracción y una fuente de observaciones científicas; en ello encontraba placer, y cuando volvía traía sus bolsillos llenos de notas, siempre dispuesto a contar alguna nueva aventura. Era el tipo perfecto del sabio.

Nada lo obligaba a trabajar, puesto que Ernesto ganaba, con sus traducciones bastante como para mantenernos los tres. Pero papá se obstinaba en la persecución de su fantasma, que debería ser un Proteo, a juzgar por la variedad de sus disfraces profesionales. Nunca olvidaré la noche en que se presentó en casa con un cesto de mercachifle lleno de cordones y elásticos, ni del día en que habiendo ido a comprar algo a la despensa de la esquina, él me atendió. Después de eso, me enteré sin mayor sorpresa que había sido camarero durante una semana en el café de enfrente. Fue sucesivamente sereno, vendedor ambulante de papas, pegador de etiquetas en un almacén de embalaje, peón de una fábrica de cajas de cartón, aguatero en una cuadrilla que construía una línea de tranvías y llegó a inscribirse como lava copas en un sindicato, poco antes de que lo disolvieran.

Me parece que lo había fascinado el ejemplo del obispo o, por lo menos, su indumentaria de trabajo, pues él también adoptó la camisa barata de algodón y el traje enterizo de brin con el angosto cinturón. Pero conservó un hábito de su vida anterior: el de vestirse para la comida o, mejor dicho, para la cena.

En cuanto a mí, yo podía ser dichosa en cualquier parte; la dicha de mi padre en esas nuevas condiciones, llevaba al colmo la mía.

—Cuando era chico —decía—, era muy curioso; quería saber todos los porqués y los cómos; fue así, por lo demás, cómo me hice físico. Hoy, la vida me parece tan curiosa como en mi infancia; y después de todo, nuestra curiosidad es lo que la hace digna de ser vivida.

A veces se aventuraba al norte de Market Street, en el barrio de los almacenes y de los teatros; vendía diarios, hacía algunas comisiones, abría portezuelas. Un día, al cerrar la de un coche, se encontró de manos a boca con el señor Wickson. Esa misma noche nos refirió alegremente el episodio.

—Wickson me miró atentamente cuando cerraba la puerta y murmuró: «¡Oh, que el diablo me lleve!». Sí, fue así como dijo: «¡Qué el diablo me lleve!» Se ruborizó y estaba tan aturdido que se olvidó de darme la propina. Pero pronto debió volverle el alma al cuerpo, pues apenas el coche había andado un trecho, cuando lo llevó de nuevo junto a la acera. Se asomó a la portezuela y se dirigió hacia mí:

—¡Cómo, profesor, usted! ¡Esto es demasiado! ¿Qué podría hacer por usted?

—Le cerré la portezuela —le respondí. De acuerdo con la costumbre, bien podía usted darme la propina.

—¡Vaya con lo que sale! —rezongó. Me refiero a algo que valga la pena.

Se había puesto realmente serio; quizá experimentaba algo así como un arrebato de su conciencia empedernida. También yo estuve un buen rato antes de contestarle. Cuando abrí la boca, él parecía profundamente atento. ¡Pero había que verlo cuando terminé de hablar!

—Pues bien —le contesté—, podría usted devolverme mi casa y mis acciones en las Hilanderías de la Sierra.

Papá hizo una pausa.

—¿Y qué contestó? —pregunté, impaciente.

—Nada. ¿Qué podía contestar? Fui yo quien volvió a hablar: «Espero que usted será muy feliz». Me miraba con cara curiosa y sorprendida. Insistí: «Dígame, ¿es usted feliz? »De pronto, le dio orden de partir al cochero, y lo oí jurar a borbollones. El muy sinvergüenza no me dio propina, ni mucho menos me devolvió la casa ni mis bienes. Ya ves, querida, que la carrera de tu padre, como callejero, está sembrada de desilusión. Y fue así como mí padre se quedó en nuestro barrio de Pell Street mientras Ernesto y yo íbamos a Washington. El antiguo orden de cosas estaba virtualmente muerto, y el golpe de gracia iba a venir mucho antes de lo que me imaginaba. Contrariamente a lo que esperábamos, los electos socialistas no encontraron ningún obstáculo que les impidiera tomar posesión de sus asientos en el Congreso. Todo parecía marchar como sobre carriles, y me reía de Ernesto, que hasta en esta misma facilidad veía un siniestro presagio.

Encontramos a nuestros camaradas socialistas llenos de confianza en sus fuerzas y de optimismo en sus proyectos. Algunos Granjeros elegidos al Congreso habían acrecentado nuestro poderío, y en su unión preparamos un programa detallado de lo que había que hacer. Ernesto participaba leal y enérgicamente en todos esos trabajos, aunque no podía evitar repetir de vez en cuando y, aparentemente, fuera de propósito: «Y ya lo saben, en materia de pólvora, las combinaciones químicas valen mucho más que las mezclas mecánicas, créanmelo».

Las cosas comenzaron a echarse a perder para los Granjeros en la docena de Estados de que se habían apoderado en las elecciones. A los nuevos elegidos no se les permitió asumir sus funciones. Los titulares se negaron a cederles el cargo y, bajo el pretexto de no sé qué irregularidades en las elecciones, embrollaron toda la situación con los inexplicables procedimientos de los chupatintas. Los Granjeros se vieron reducidos a la impotencia. Los tribunales, que eran su último recurso, se hallaban en manos de los enemigos.

El minuto era especialmente peligroso. Si los campesinos así burlados recurrían a la violencia, todo estaba perdido. Los socialistas empleábamos todos nuestros esfuerzos para contenerlos; Ernesto pasó noches y días sin pegar los ojos. Los grandes jefes Granjeros también veían el peligro y se movían de perfecto acuerdo con nosotros. Mas todo eso fue inútil. La Oligarquía quería la violencia y puso en movimiento a sus agentes provocadores. Fueron ellos, el hecho es indiscutible, los que provocaron la rebelión de los campesinos.

Estalló en los doce Estados. Los Granjeros expropiados sé apoderaron de viva fuerza de sus gobiernos. Como este procedimiento era, naturalmente, anticonstitucional, los Estados Unidos echaron mano de su ejército. Disfrazados de artesanos, de chacareros o de trabajadores rurales, los emisarios del Talón de Hierro excitaban en todas partes a la población. En Sacramento, capital de California, los granjeros habían logrado mantener el orden. Una turba de policías secretas se precipitó sobre la ciudad condenada. Grupos formados exclusivamente por soplones incendiaron y pillaron diversas casas y fábricas e inflamaron el espíritu del pueblo, hasta que lo llevaron a unirse a ellos en el pillaje. Para alimentar esta conflagración, se distribuyó a torrentes alcohol en las barriadas pobres. Luego, cuando todo estuvo maduro, entraron en escena las tropas de los Estados Unidos, que eran, en realidad, soldados del Talón de Hierro. Once mil hombres, mujeres y niños, fueron fusilados en las calles de Sacramento o asesinados a domicilio. El gobierno nacional se hizo cargo del Estado, y todo concluyó para California.

En los demás lugares las cosas pasaron de manera parecida. Cada uno de los Estados Granjeros fue limpiado por la violencia y lavado en sangre; al comienzo, los agentes secretos y los Cien Negros precipitaban el desorden, luego las tropas regulares eran llamadas inmediatamente en su ayuda. La asonada y el terror reinaban en todos los distritos rurales. Día y noche humeaban los incendios de granjas y almacenes, de aldeas y ciudades. Hizo su aparición la dinamita. Se hicieron saltar puentes y túneles y descarrilar trenes. Los pobres granjeros fueron fusilados y ahorcados a montones. Las represalias fueron crueles: gran cantidad de plutócratas y de oficiales eran masacrados. Los corazones estaban sedientos de sangre y de venganza. El ejército regular combatía a los granjeros con tanto salvajismo como si se tratara de pieles rojas. Y no le faltaban excusas: dos mil ochocientos soldados acababan de ser aniquilados en Oregón, en una espantosa serie de explosiones de dinamita, y muchos trenes militares habían sido volados de la misma manera, de modo que las tropas defendían su pellejo exactamente como los granjeros.

Por lo que respecta a la milicia, la ley de 1903 fue puesta en ejecución, y los trabajadores de cada Estado se vieron obligados, bajo pena de muerte, a fusilar a sus camaradas de los demás Estados. Desde luego, las cosas no anduvieron sin tropiezos al comienzo. Mataron a muchos oficiales y muchos hombres fueron ejecutados por los consejos de guerra. La profecía de Ernesto se cumplió con aterradora precisión en el caso de los señores Asmunsen y Kowalt. Ambos eran aptos para la milicia y fueron enrolados en California para le expedición punitiva contra los granjeros de Misuri. Los dos se negaron a prestar servicio. No se les dio tiempo para confesarse. Fueron llevados a un tribunal de guerra, y el asunto no se demoró: ambos fueron fusilados por la espalda.

Para evitar el servicio en la milicia, muchos jóvenes se refugiaron en las montañas, con lo cual se colocaron al margen de la ley, mas no fueron castigados sino más tarde, en tiempos más apacibles. Pero no perdieron nada con esperar, pues el gobierno lanzó una proclama invitando a todos los ciudadanos posibles de pena a abandonar las montañas dentro de los tres meses. Cumplido el plazo, un ejército de medio millón de soldados fue enviado a las sierras. No hubo sumarios ni juicios: a cualquiera que encontraban lo mataban allí mismo. Las tropas procedían de acuerdo con la idea de que nadie más que los proscritos permanecían en las montañas. Algunas bandas, atrincheradas en lo más fragoso de las alturas, resistieron valientemente, pero, tarde o temprano, todos los desertores de la milicia fueron exterminados.

Mientras tanto, el espíritu del pueblo se había impregnado de una lección más inmediata por el castigo infligido a la milicia sediciosa de Kansas. Esta importante rebelión se produjo al comienzo de las operaciones militares contra los granjeros. Se insurreccionaron seis mil hombres de la milicia. Desde hacía varias semanas daban muestras de fastidio y de turbulencia, y por esta razón se los retenía en el campo. Pero lo que está fuera de duda es que la insurrección abierta fue precipitada por los agentes provocadores.

En la noche del 22 de abril, los hombres se amotinaron y dieron muerte a sus oficiales, de los que sólo un número reducido escapó a la masacre. Esto soprepasaba el programa del Talón de Hierro: sus agentes habían trabajado demasiado bien. Pero de todo sacaba partido esa gente; estaban preparados para la explosión, y el asesinato de tantos oficiales proporcionaba una justificación a lo que seguiría. Coma por arte de magia, cuarenta mil hombres del ejército regular rodearon el campo o, mejor dicho, la trampa. Los desdichados milicianos advirtieron que los cartuchos tomados en los depósitos no eran del mismo calibre de sus fusiles. Izaron la bandera blanca para rendirse, pero no se tuvo en cuenta esa señal. No sobrevivió ningún amotinado; aniquilaron a los seis mil, sin dejar uno solo con vida. Al principio fueron aniquilados de lejos con obuses y sharapnels, luego, cuando intentaron una carga desesperada contra las líneas envolventes, segados con las ametralladoras. Conversé con un testigo ocular, que me contó que ninguno de los milicianos pudo aproximarse a menos de ciento cincuenta metros de esas máquinas mortíferas. El suelo estaba sembrado de cadáveres. En una carga final de caballería, los heridos fueron rematados a sablazos y a tiros y aplastados bajo los cascos de los caballos.

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