Read El Talón de Hierro Online

Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (31 page)

La segunda aeronave fracasó desastrosamente. Volando mal y demasiado bajo, fue atravesada a balazos como una espumadera antes de alcanzar las fortalezas. Estaba tripulada por Hertfor y Guinness, que fueron despedazados al mismo tiempo en el campo en que cayeron. Presa de desesperación, Biedenbach —nos contaron después—se embarcó también, solo, en el tercer globo. El también volaba mal, pero tuvo la fortuna de que los soldados no lograsen agujereárselo seriamente. Me parece volver a ver la escena tal como la presencié desde el techo del rascacielos: el esférico volando a la deriva y, debajo, un hombre suspendido como un punto negro. No alcanzaba a ver la fortaleza, pero los que estaban en el techo decían que ahora se encontraba justamente encima. No vi caer la carga de expedita, pero vi que el globo daba un salto en el aire. Al cabo de un instante apreciable, una gran columna de humo se levantó en el aire y fue sólo después que oí el trueno de la explosión. El tierno Biedenbach acababa de destruir una fortaleza. Después de eso, otros dos esféricos se elevaron al mismo tiempo. La explosión prematura de la expedita despedazó a uno; el otro, desgarrado por el contragolpe, vino a caer justo en la fortaleza que quedaba y la hizo saltar. Si la cosa hubiese sido calculada no habría resultado mejor, aunque dos compañeros perdieron la vida.

Vuelvo ahora a la gente del Abismo, puesto que en verdad fue con ésta sola con quien tuve que entendérmelas. Los hombres del Abismo devastaron y destruyeron todo en la ciudad propiamente dicha, pero no consiguieron ni por un segundo llegar en el oeste a la ciudad de los oligarcas. Estos habían tomado muy bien sus medidas protectoras.

Por espantosa que pudiese ser la devastación en el corazón de la ciudad, los oligarcas con sus mujeres y sus niños, pudieron retirarse sin sufrir el menor daño. Se dice que durante esas terribles jornadas, sus niños se divertían en los parques y que el tema favorito de sus juegos era una imitación de sus mayores pisoteando al proletariado.

Los Mercenarios, sin embargo, no encontraron fácil su tarea, no sólo cuando tuvieron que ajustar cuentas con el pueblo del Abismo, sino cuando tuvieron que pelear con los nuestros. Chicago permaneció fiel a sus tradiciones, y si bien es cierto que toda una generación de revolucionarios fue barrida, también lo es que ella se despachó asimismo a una generación de enemigos. Está de más decir que el Talón de Hierro guardó secreto sobre la cifra de sus pérdidas, pero, quedándose por debajo de la verdad, puede calcularse en ciento treinta mil el número de Mercenarios muertos.

Desgraciadamente, los camaradas no tenían ninguna probabilidad de éxito: en lugar de estar sostenidos por una rebelión de todo el país, estaban solos, de modo que la Oligarquía podía disponer contra ellos de la totalidad de sus fuerzas. En esta ocasión, hora tras hora, día tras día, trenes sobre trenes, cientos de miles de soldados de línea fueron volcados sobre Chicago.

Pero también el pueblo del Abismo era innumerable. Cansados de matar, los militares emprendieron un vasto movimiento envolvente, dirigido a rechazar al populacho, como si fuese ganado, hacia el lago Michigan. Fue al comienzo de este movimiento cuando encontramos Garthwaite y yo al joven oficial. Si esta táctica fracasó, se debió al esfuerzo espléndido de los camaradas. Los Mercenarios, que esperaban reunir a toda la masa humana en una sola tropa, no consiguieron arrojar al lago más de cuarenta mil de esos miserables. En varias ocasiones, cuando algún grupo bien embretado era arreado hacia los muelles, nuestros amigos creaban una diversión, y la muchedumbre se escapaba por alguna abertura practicada en la red.

Poco después de nuestro encuentro con el joven oficial, vimos un ejemplo. El grupo tumultuoso en el que habíamos formado parte y que había sido rechazado, encontró su retirada cortada hacia el sur y el este, por fuertes contingentes. Las tropas que habíamos encontrado lo contenían del lado oeste. Sólo el norte estaba libre, y hacia el norte se dirigió, es decir, hacia el lago, hostigado desde tres lados por el tiro de las ametralladoras y de los fusiles automáticos. Ignoro si presintió su destino o si fue un sobresalto ciego del monstruo; lo cierto es que la muchedumbre se precipitó súbitamente por una calle transversal hacia el oeste, dio luego vuelta en la primera esquina y, volviendo sobre sus pasos, se dirigió al sur, hacia el gran «ghetto».

En ese preciso instante, Garthwaite y yo tratábamos de marchar hacia el oeste, para salir de la región de los combates callejeros: de nuevo volvimos, pues, a caer en plena refriega. Al llegar a una esquina, vimos a la multitud rugiente que se lanzaba contra nosotros. Garthwaite me asió del brazo y ya íbamos a echar a correr cuando me retuvo justo a tiempo para impedir que me cayera debajo de las ruedas de una media docena de automóviles blindados y armados con ametralladoras que acudían a toda velocidad; detrás se encontraban los soldados armados con fusiles automáticos. Mientras tomaban posición, la muchedumbre llegaba sobre ellos. Parecía inevitable que los soldados serían arrasados antes de que tuvieran tiempo de entrar en acción.

Aquí y allí los soldados descargaban sus fusiles, pero esos fuegos aislados carecían de efecto sobre la turba, que continuaba avanzando mugiendo de rabia. Era evidente que había dificultades para maniobrar con las ametralladoras. Los automóviles sobre los cuales estaban emplazadas obstruían la calle, de suerte que los tiradores tenían que tomar posición encima de los coches, o entre éstos o en las aceras. Cada vez llegaban más soldados, y nosotros no podíamos salir de semejante amontonamiento. Garthwaite me tomaba del brazo y ambos nos aplastábamos contra la pared de una casa.

La turba no había llegado a diez metros cuando entraron en acción las ametralladoras. Ante esa cortina mortal de fuego, nada podía sobrevivir. Las oleadas continuaban llegando, pero ya no avanzaban: se apilaban en un enorme montón de muertos y de heridos que se agrandaba: Los que estaban detrás empujaban a los demás hacia delante, y columnas, de una a otra cuneta, se enchufaban a sí mismas, como el árbol de un telescopio. Algunos heridos, hombres y mujeres, lanzados por encima de la empalizada de esta horrible barrera, descendían, resistiéndose, hasta bajo las ruedas de los automóviles y a los pies de los soldados, que los ensartaban en sus bayonetas. Sin embargo, vi a uno de esos desdichados incorporarse y saltar sobre un soldado, al que mordió en la garganta. Ambos, el militar y el esclavo, rodaron estrechamente abrazados en el fango.

El fuego cesó. La tarea había terminado. El populacho, detenido en su loca tentativa de abrirse paso. Dieron orden de despejar de muertos las ruedas de los automóviles blindados, que no podían avanzar sobre ese montón de cadáveres, para conducirlos hasta una de las calles transversales. Los soldados estaban retirando los cuerpos de entre las ruedas cuando ocurrió aquello. Más tarde supimos cómo se había producido. La esquina opuesta de la misma manzana había sido ocupada por un centenar de camaradas. Se habían abierto camino entre las azoteas y los muros y conseguido llegar hasta el techo de la casa, a cuyo pie estaban los Mercenarios amontonados en la calle. Entonces tuvo lugar la contramatanza.

Sin la menor señal de advertencia, una lluvia de bombas cayó desde la cima del edificio. Los automóviles quedaron reducidos a polvo, lo mismo que un crecido número de soldados. Nos lanzamos en una carrera loca con los sobrevivientes. En la esquina de los fondos de la misma manzana, desde otro edificio, abrieron fuego sobre nosotros. Los soldados habían alfombrado la calle de cadáveres, y ahora les llegaba el turno de servir de alfombra. En cuanto a Garthwaite y a mí, nuestras vidas parecían protegidas por un hado. Como hacía un rato, volvimos a protegernos bajo un porche. Mi camarada no estaba dispuesto a dejarse atrapar otra vez. Cuando el estallido de las bombas amainó, arriesgó una mirada a izquierda y derecha.

—El populacho vuelve —me gritó. Tenemos que salir de aquí.

Corrimos tomados de la mano por la calzada ensangrentada, resbalando y chapaleando mientras nos dirigíamos a la esquina más próxima. En la calle transversal vimos a algunos soldados que huían todavía. Nada les ocurría: la vía estaba libre. Nos detuvimos para mirar hacia atrás. La turba se desbordaba lentamente, ocupada en armarse con los fusiles de los muertos y en rematar a los heridos. Vimos el fin del joven oficial que nos había socorrido. Se incorporó penosamente sobre un codo y comenzó a descargar al azar su pistola automática.

—¡Caramba, se me fueron al agua mis perspectivas de promoción! —dijo Garthwaite riendo—, en el momento en que una mujer se arrojaba contra él blandiendo una cuchilla de carnicero. ¡Vámonos! No llevamos buen rumbo,, pero de una manera u otra, saldremos del paso.

Huíamos hacia el este a través de calles tranquilas, y en cada encrucijada estábamos listos para cualquier eventualidad. Hacia el sur, un incendio inmenso oscurecía el cielo: era el gran «ghetto» que se quemaba. Al fin, me dejé caer en el cordón de la acera, agotada, incapaz de dar un paso más. Estaba magullada, deshecha, con todos mis miembros doloridos; sin embargo, no pude menos de sonreírme cuando Garthwaite, liando un cigarrillo, me dijo:

—Ya sé que la metí en las brasas cuando quise sacarla del fuego, pero es que esta situación no tiene ni pies ni cabeza. Esto es un lío que no lo entiende nadie. Cada vez que intentamos salir, algo ocurre que vuelve a meternos dentro. No estamos más que a una o dos manzanas de aquel callejón de donde la saqué. Amigos y enemigos, todo está confuso. Es el caos. No se puede decir por quiénes están ocupado estos malditos edificios. En cuanto uno quiere saberlo, le cae una bombita en el cráneo. Y si uno sigue su camino tranquilamente, se lleva por delante a la turba y lo tronchan las ametralladoras, o si no se da de narices con los Mercenarios, y entonces a uno lo «paquean» los propios camaradas parapetados en las azoteas. Y como si eso no bastara, llega la turbamulta y a uno lo liquida también.

Sacudió melancólicamente la cabeza, encendió su cigarrillo y se sentó junto a mí.

—Y, como si fuera poco, ¡tengo un hambre que no es para contarla! —agregó. Me comería adoquines.

Al ratito se había puesto de pie para buscar, efectivamente, un adoquín en medio de la calle. Lo trajo y lo utilizó para romper la ventana de un comercio.

—Es una planta baja, y no sirve para gran cosa —explicó al ayudarme a cruzar la abertura que había practicado—. Pero no podemos encontrar nada mejor. Usted podrá echarse un sueñito, y yo iré a hacer una recorrida. Terminaré por sacarla de aquí, pero hace falta tiempo, tiempo, un tiempo infinito… y algo de comer.

Nos encontrábamos en una talabartería, y me improvisó una cama con cojinillos en el fondo de la tienda. Para colmo de males, sentía que se acercaba una espantosa jaqueca; por eso me consideré dichosa de poder cerrar los ojos para tratar de dormir.

—Volveré —me dijo cuando me dejó. No le prometo regresar con un automóvil, pero seguramente traeré alguna longaniza.

¡Pasarían tres años antes de que pudiese volver a ver a Garthwaite! En lugar de regresar, fue llevado a un hospital con una bala en los pulmones y otra en el cuello.

CAPÍTULO XXIV:
PESADILLA

Estaba molida, pues en la noche anterior, en el tren, no había pegado los ojos. Me dormí profundamente. La primera vez que me desperté, era de noche. Garthwaite no había vuelto. Había perdido mi reloj y no tenía la menor idea de la hora que sería. Me quedé un rato acostada, con los ojos cerrados y escuché todavía ese mismo ruido sordo de explosiones lejanas: era el infierno que seguía desatado. Me llegué hasta el frente del comercio; en el cielo se reflejaban inmensos incendios y en la calle se veía casi tan claro como en pleno día: se habrían podido leer hasta los caracteres más pequeños. De algunos grupos de manzanas más allá llegaba el crepitar de las granadas y de las ametralladoras, y de una gran distancia vino el eco de una serie de fuertes explosiones. Me volví a mi lecho de cojinillos y no tardé en dormirme.

Cuando me desperté de nuevo, se filtraba hasta mí una luz amarilla y enfermiza. Era la aurora del segundo día. Vine otra vez hasta la fachada del almacén. Cubría el cielo una nube de humo rasgada de relámpagos lívidos. En la acera de enfrente vacilaba un miserable esclavo. Con una mano se apretaba fuertemente el costado y dejaba tras sí un reguero de sangre. Sus ojos cargados de espanto miraban a todas partes y por un segundo se fijaron en mí. Su cara reflejaba la expresión patética y muda de animal herido y acosado. Me vio, pero no existía entre nosotros, ni de su parte ni de la mía, ningún lazo de entendimiento, la menor simpatía. Se recogió sensiblemente en sí mismo y se arrastró más lejos. No podía esperar ninguna ayuda en este mundo: era una de las presas perseguidas en esta gran cacería de ilotas a que estaban entregados los amos. Todo lo que esperaba, todo lo que buscaba, era un agujero hacia donde arrastrarse y esconderse como una bestia salvaje. Lo sobresaltó el estrépito de una ambulancia que cruzaba por la esquina. Las ambulancias no estaban hechas para los suyos; con un gruñido quejumbroso se arrojó bajo el soportal. Un minuto después volvía a salir y proseguía su cojera desesperada.

Regresé a mis cojinillos y aguardé durante una hora la vuelta de Garthwaite. Mi jaqueca no se había ido; por el contrario, aumentaba. Tenía que hacer un esfuerzo de voluntad para abrir los ojos, y cuando quería fijarlos en algo experimentaba una tortura intolerable. Un martilleo formidable me martirizaba el cerebro. Débil y vacilante, salí por el escaparate roto y bajé a la calle, buscando por instinto y al azar la manera de escapar de esa espantosa carnicería. A partir de ese momento viví una pesadilla. Mi recuerdo de las horas siguientes es como el que se conserva de un mal sueño. Muchos de los acaecimientos están grabados con nitidez en mi cerebro, indelebles imágenes separadas por intervalos de inconsciencia durante los cuales han debido pasar cosas que ignoro y que no sabré nunca jamás.

Recuerdo haber tropezado en la esquina con las piernas de un hombre. Era el pobre diablo de hacía un rato, que se había arrastrado hasta allí y extendido en el suelo: vuelvo a ver sus pobres manos nudosas; se parecían más a pezuñas córneas y armadas de garras, que a manos, completamente retorcidas y deformadas por su trabajo diario, con sus palmas cubiertas de enormes callosidades. Al recobrar mi equilibrio para proseguir mi camino, miré la cara del miserable y comprobé que todavía vivía: sus ojos, vagamente conscientes, habían reparado en mí y me veían.

Other books

Einstein's Dreams by Alan Lightman
What a Doll! by P.J. Night
I Am a Star by Inge Auerbacher
It's Got A Ring To It by Desconhecido(a)
The Education of Madeline by Beth Williamson
Maxine by Sue Fineman
Dead Wrong by Mariah Stewart