Read El Talón de Hierro Online

Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (30 page)

En ese momento, la columna que avanzaba por la calle llegaba casi hasta nosotros. En cuanto las primeras filas pasaron bajo las ventanas de los edificios rivales, la acción se reprodujo con nuevos bríos. De un lado arrojaban bombas a la calle, del otro las lanzaban contra la casa de enfrente, que replicaba. Esta vez, por lo menos, sabíamos cuál era la casa ocupada por nuestros amigos. Hacían un buen trabajo defendiendo a la gente de la calle contra las bombas del enemigo.

Hartman me asió del brazo y me arrastró a un callejón bastante ancho.

—¡No son camaradas nuestros! —me gritó al oído.

Las puertas que daban a ese callejón sin salida estaban cerradas y atrancadas. No teníamos salida, pues en ese momento la cabeza de la columna ya había pasado frente a la boca del callejón. No era precisamente una columna, sino una masa informe, un torrente desencadenado que llenaba la calle: era el pueblo del Abismo, enloquecido por la bebida y los dolores, rugiendo y lanzándose impetuosamente para beber la sangre de sus amos. Ya había visto yo lo que era ese pueblo del Abismo: había cruzado sus «ghettos» y me parecía conocerlo; pero hoy se me antojaba que lo veía por primera vez. Su muda apatía se había desvanecido: en esa hora representaba una fuerza fascinadora y temible, una ola que se henchía en ondas de cólera visible, en oleadas rugientes y aullantes, una manada de carnívoros humanos borrachos con el alcohol saqueado en los almacenes, borrachos de odio, borrachos de sed de sangre; hombres en andrajos, mujeres en guiñapos, niños en pingajos; seres de inteligencia oscura y feroz, en cuyos rasgos se había borrado todo lo que hay de divino e impreso todo lo que hay de demoníaco en el hombre; monos y tigres; tísicos, demacrados y enormes bestias velludas; caras anémicas cuyos jugos vitales habían sido chupados por una sociedad vampira, y caras abotagadas por la bestialidad y el vicio; arpías ajadas y patriarcas barbudos con cabezas de muertos; una juventud corrompida y una vejez podrida; rostros de demonios, asimétricos y torvos, cuerpos deformes por los estragos de la enfermedad y las ansias de una eterna hambre; desechos y escorias de la vida, hordas vociferantes, epilépticas, rabiosas, diabólicas.

¿Podía haber sido de otra manera? El pueblo del Abismo no tenía nada que perder como no fuese su miseria y su dolor de vivir. ¿Y qué tenía que ganar? Nada, como no fuese una orgía final y terrible de venganza. A mi mente acudió la idea de que en ese torrente de lava humana había camaradas, héroes cuya misión había consistido en levantar a la bestia del Abismo para que el enemigo estuviese ocupado en abatirla.

Entonces me ocurrió una cosa sorprendente; en mí se operó una transformación. Se me fue el miedo a la muerte para mí o para los demás. En una extraña exaltación, me sentía como un ser nuevo en una nueva vida. Nada tenía importancia. Por esta vez, la Causa estaba perdida, pero reviviría mañana, siempre la misma, siempre joven y ardiente. Y así, pude interesarme tranquilamente en los horrores desatados durante las horas que siguieron. La muerte no significaba nada; la vida, no mucho más. Ora observaba como espectadora los acontecimientos, ora, arrastrada por su remolino, participaba en ellos con igual curiosidad. Mi espíritu había saltado a la fría altura de las estrellas y comprendido, impasible, una nueva escala de apreciación de los valores. Creo que si no me hubiese aferrado a esta tabla de salvación, me habría muerto.

La ola humana había avanzado casi media milla cuando fuimos descubiertos. Una mujer vestida con andrajos inverosímiles, con las mejillas hundidas y los negros ojos hundidos en sus órbitas, nos vio a Hartman y a mí. Lanzó un aullido y se precipitó contra nosotros, arrastrando parte de la columna, con sus cabellos grises ondeando desgreñados y en finas trenzas; le corría sangre por la frente, de una herida que tenía en el cuero cabelludo. Blandía una hacheta; su otra mano, seca y sarmentosa, estrujaba convulsivamente el vacío, como la garra de un ave de rapiña. Hartman se lanzó delante de mí. El momento no estaba para explicaciones. Nos hallábamos decentemente vestidos y eso bastaba. Su puñetazo alcanzó a la mujer entre los ojos; la fuerza del golpe la arrojó hacia atrás, pero encontró el muro movible y volvió a saltar hacia delante, aturdida y desamparada, en tanto que su hacheta caía sin fuerza en el hombro de Hartman.

Al punto perdí la noción de lo que sucedía. Estaba tapada por la muchedumbre. El reducido espacio en que nos encontrábamos se pobló de gritos, de aullidos y de blasfemias. Llovían los golpes sobre mí. Las manos desgarraban y arrancaban mis vestidos y mi carne. Tuve la sensación de que me despedazaban. Estaba a punto de ser derribada y ahogada, cuando en lo más intenso del tropel una mano férrea me asió por el hombro y me arrancó violentamente. Vencida por el sufrimiento y el aplastamiento, me desvanecí.

Hartman no debía salir vivo de ese pasadizo. Para defenderme, había afrontado el primer choque. Fue lo que me salvó, pues inmediatamente después el amontonamiento se había vuelto demasiado denso para permitir otra cosa que ciegos manotones o tirones.

Volví en mí en medio de una desenfrenada agitación; todo a mi alrededor era arrastrado por el mismo movimiento. Me sentía barrida por una monstruosa inundación que me llevaba no sabía adónde. El aire fresco me acariciaba las mejillas y llenaba mis pulmones. Desfalleciente y aturdida, sentía vagamente que un brazo fuerte rodeaba mi talle, me levantaba casi y me impulsaba hacia delante.

Me ayudaba débilmente con mis propias piernas. Delante de mí veía agitarse la espaldera de una chaqueta de hombre. Rasgada de arriba abajo, a todo lo largo de la costura del medio, la hendidura latía como un pulso regular, abriéndose y cerrándose al ritmo del paso de su dueño. Este fenómeno me fascinó un buen rato, mientras recobraba mis sentidos. Después sentí mil alfilerazos en las mejillas y en la nariz y advertí que me corría sangre por la cara. Mi sombrero había desaparecido y mi cabellera, deshecha, flotaba al viento. Un dolor agudo en la cabeza me recordó la mano que había arrancado los cabellos en el tumulto. Mi pecho y mis brazos estaban cubiertos de magulladuras y completamente doloridos.

Mi cerebro se iluminaba; sin detenerme en mi marcha, me volví para mirar al hombre que me sostenía, al que me había arrancado de la turba y salvado. El se percató de mi movimiento.

—Vamos bien —gritó con voz ronca—. La reconocí enseguida.

Pero yo no terminaba de volver en mí. Antes de haber podido decir una palabra, pisé encima de una cosa viva que se contrajo bajo mis plantas. Empujada por los que venían detrás, no pude bajarme para mirar, pero sabía que era una mujer caída a la que millares de pies aplastaban sin descanso contra el pavimento.

—Vamos bien —repitió el hombre—. Yo soy Garthwaite.

Estaba barbudo, descarnado y sucio, pero pude reconocer en él al robusto mocetón que, unos tres años atrás, había pasado algunos meses en nuestro refugio de Glen Ellen. Me dio el santo y seña del servicio secreto del Talón de Hierro, para hacerme comprender que él también trabajaba allí.

—Voy a sacarla de aquí en cuanto se presente la ocasión —me dijo—, pero, por lo que más quiera, camine con precaución y ¡líbrese de dar un paso en falso y caer!

En aquel día todo había de ocurrir bruscamente. También de una manera brusca se detuvo la muchedumbre. Tropecé con violencia contra una gorda que marchaba delante (el hombre de la americana rasgada había desaparecido), y los que venían detrás fueron lanzados contra mí. Se había desencadenado el infierno en una cacofonía de alaridos, de maldiciones y de gritos de agonía que dominaban el tableteo de las ametralladoras y el crepitar de la fusilería. Al principio no comprendía nada. La gente caía a derecha e izquierda, a mi alrededor. La mujer que estaba delante de mí se dobló en dos y cayó, tomándose el vientre en un loco abrazo. Junto a mis piernas, un hombre se debatía en los estertores de la agonía.

Me di cuenta de que estábamos a la cabeza de la columna. Nunca supe cómo había desaparecido la media milla de masa humana que nos precedía, y todavía me pregunto si fue aniquilada por algún aterrador artefacto de guerra, dislocada y destruida en pedazos, o si pudo escapar dispersándose. Pero el hecho cierto es que nos encontrábamos allí a la cabeza de la columna y no en el medio, y que en ese momento éramos barridos por una estridente lluvia de plomo.

En cuanto la muerte comenzó a sembrar claros en esa masa, Garthwaite, que no había soltado mi brazo, corrió a la cabeza de un puñado de sobrevivientes hacia el amplio soportal de una casa de comercio. Allí fuimos aplastados contra las puertas por una masa de criaturas ansiosas, jadeantes, y permanecimos cierto tiempo en esta horrible situación.

—¡Sí que la hice bien! —se lamentaba Garthwaite—. La traje a una buena ratonera. En la calle conservábamos cierta posibilidad de movimiento; aquí no tenemos ninguna. Sólo nos queda gritar ¡Vive ta Révolution!

Comenzó entonces lo que aguardábamos. Los Mercenarios mataban sin dar, cuartel. La espantosa presión que sentíamos al comienzo empezó a aflojara medida que progresaba la matanza. Al caer, los muertos y los agonizantes dejaban un poco más de sitio. Garthwaite colocó su boca junto a mi oído y me gritó palabras que no pude captar en medio de la horrorosa baraúnda. Sin aguardar más, me arrojó al suelo y me cubrió con el cuerpo de una mujer agonizante. Luego, a fuerza de forcejear y de empujar, se deslizó hasta mí, tapándome en parte con su propio cuerpo. Una montaña de muertos y de moribundos comenzó a apilarse sobre nosotros, y encima de ese montón, los heridos se arrastraban gimiendo. Pero esos movimientos cesaron pronto y reinó un silencio a medias, entrecortado por las quejas, los suspiros y los estertores.

De no haber sido por la ayuda de Garthwaite, me habrían aplastado. Y aún hoy me parece inconcebible que haya podido sobrevivir después de semejante compresión. Sin embargo, y dejando los dolores aparte, el único sentimiento que me dominaba era el de la curiosidad. ¿Cómo terminaría eso? ¿Qué sentiría yo al morir? Fue así como recibí mi bautismo de sangre, mi bautismo rojo, en la carnicería de Chicago. Hasta ese momento, yo consideraba a la muerte como una teoría, pero a partir de entonces, aquélla representa para mí un hecho sin importancia, a tal punto es fácil.

Los Mercenarios, en tanto, no estaban aún satisfechos. Invadieron el porche para terminar con los heridos y buscar a los ilesos que, como nosotros, se hacían los muertos. Escuché a un hombre, arrancado de un montón, implorarles de una manera abyecta, hasta que un tiro le cortó la palabra. Una mujer se arrancó de otro montón, gruñendo y disparando tiros. Antes de morir, martilló seis veces su arma, pero no pude saber con qué resultado, pues sólo seguíamos esas tragedias por los sonidos. A cada instante nos llegaban a retazos escenas de esta clase, todas las cuales se resolvían con un tiro de revólver. En los intervalos oíamos a los soldados hablar y jurar entre los cadáveres, mientras sus oficiales los apremiaban.

Finalmente, la emprendieron con nuestro montón. Sentíamos que la presión disminuía a medida que retiraban los muertos y heridos. Garthwaite se puso a decir el santo y seña. Al comienzo no lo oían. Alzó la voz.

—Oye eso —dijo un soldado.

Y enseguida se escuchó la orden breve de un oficial:

—¡Atención ahí! Anden con cuidado.

¡Oh, esta primera bocanada de aire, mientras nos quitaban el peso de encima! Garthwaite dijo lo necesario inmediatamente, pero a mí me hicieron sufrir un breve Interrogatorio para probar que era del servicio del Talón de Hierro.

—No hay duda: son agentes provocadores —dedujo el oficial.

Era un joven imberbe, el hijo menor de alguna gran familia de oligarcas.

—¡Oficio de porquería! —gruñó Garthwaite—. Voy a renunciar y trataré de entrar en el ejército. Ustedes sí la pasan bien.

—Se ha ganado el pase —respondió el joven oficial—; puedo darle una mano y tratar de arreglar eso. Me bastará con decir cómo lo encontré a usted.

Anotó el nombre y el número de Garthwaite y se volvió hacia mí.

—¿Y usted?

—¡Oh! Yo voy a casarme y mandaré todo esto a paseo —respondí con desenfado.

Y así nos pusimos a conversar tranquilamente, en tanto que a nuestro alrededor remataban a los heridos. Todo eso me produce ahora el efecto de un sueño pero en aquel instante me parecía la cosa más natural del mundo. Garthwaite y el joven oficial se enfrascaron en una conversación animada sobre la diferencia entre los métodos de guerra modernos y esta batalla de calles y de rascacielos empeñada en toda una ciudad. Los escuchaba atentamente mientras me peinaba y prendía alfileres en los desgarrones de mis vestidos; y, sin embargo, en todo ese tiempo continuaba la matanza de los heridos. A veces los estampidos de los revólveres cubrían las voces de Garthwaite y del oficial, que tenían que repetirlas.

Pasé tres días de mi vida en esta carnicería de la Comuna de Chicago, y puedo dar una idea de su inmensidad diciendo que, durante ese lapso, no alcancé a ver otra cosa que la matanza del pueblo del Abismo y las batallas en las alturas entre un rascacielos y otro. En realidad, no pude ver nada de la obra heroica realizada por los nuestros, porque me vi obligada a estar del otro bando. Escuché las explosiones de sus minas y de sus bombas, y he visto el humo de los incendios provocados por ellos, y eso fue todo. Sin embargo, seguí los episodios de una gran acción aérea: el ataque en globo que nuestros camaradas llevaron contra las fortalezas. La acción tuvo lugar el segundo día. Los tres regimientos rebeldes habían sido destruidos hasta el último hombre. Las fortalezas estaban atestadas de Mercenarios, el viento soplaba en la buena dirección y nuestros aerostatos partían de un edificio de oficinas del centro.

Después de su partida de Glen Ellen, nuestro amigo Biedenbach había inventado un explosivo muy poderoso que había bautizado con el nombre de «expedita». A los globos se los había provisto con este explosivo; eran simples montgolfieras, infladas con aire caliente, grosera y precipitadamente construidas, pero que bastaron para cumplir con su misión. Vi toda la escena desde un techo vecino. El primer globo le erró completamente a las fortalezas y desapareció en el campo, pero ya sabríamos de él posteriormente. Eran sus pilotos Burton y O’Sullivan, y descendieron a la deriva encima de una línea férrea, justo cuando pasaba un tren militar a toda velocidad hacia Chicago. Los dos camaradas dejaron caer toda su carpa de expedita sobre la locomotora. Los restos obstruyeron el tránsito durante varios días. Lo más lindo fue que, deslastrado de su carga de explosivos, el globo dio un salto en el aire y no cavó sino unas doce millas más lejos de suerte que nuestros dos héroes escaparon sanos y salvos.

Other books

Ocean's Justice by Demelza Carlton
In the Shadow of Angels by Donnie J Burgess
Seis problemas para don Isidro Parodi by Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares
Valley Forge by David Garland
La carretera by Cormac McCarthy