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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (32 page)

Después de eso, sobreviene una de esas bienhechoras ausencias. Ya no sabía nada ni veía nada: simplemente me arrastraba en busca de un asilo. Luego mi pesadilla continúa con la visión de una calle sembrada de cadáveres. Llegué allí de repente, igual que el viajero que encuentra inopinadamente un curso de agua rápida. Pero este río no corría: helado en la muerte, parejo y uniforme, se extendía de una a otra orilla y hasta se desbordaba en las aceras; de tanto en tanto, semejantes a carámbanos superpuestos, quebraban la superficie montones de cuerpos. Pobre gente del Abismo, pobres siervos acosados, yacían ahí como los conejos de California después de una batida
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. Observé esta vía fúnebre en los dos sentidos: no hubo allí el menor movimiento, el menor ruido. Los edificios mudos contemplaban la escena con sus incontables ventanas. Una vez, sin embargo, y una vez solamente, vi moverse un brazo en ese río letárgico. Juraría que ese brazo se contrajo en un ademán de agonía, al mismo tiempo que se erguía una cabeza ensangrentada, espectro de horror indecible que me farfulló algo inarticulado, luego volvió a caer y no se movió más.

Veo todavía otra calle bordeada de casas tranquilas; y recuerdo el pánico que me volvió a mis sentidos violentamente cuando me encontré delante del pueblo del Abismo; pero esta vez se trataba de un río que se movía y que avanzaba en mi dirección. Luego me di cuenta de que no tenía nada que temer. La onda se deslizaba lentamente, y de sus profundidades se elevaban gemidos, lamentos, maldiciones, chocheces, insensateces histéricas. La oleada arrastraba en su seno a los muy jóvenes y a los muy viejos, a los débiles y a los enfermos, a los impotentes y a los desesperados, a todos los desechos del Abismo. El incendio del gran «ghetto» del barrio sur los había vomitado al infierno de los combates callejeros, y nunca pude saber adónde iban ni qué se hicieron
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.

Tengo la vaga idea de haber roto un escaparate y de haberme escondido en una tienda para evitar a una reunión tumultuosa perseguida por soldados: En otro momento, estalló una bomba cerca de mí, en una calle tranquila en la que, a pesar de haber mirado con todos mis sentidos, no advertí a ningún ser humano. Mi próxima reminiscencia clara comienza con un tiro de fusil: advierto de pronto que sirvo de blanco a un soldado que viaja en automóvil. Me erró, y al punto me pongo a hacerle señas y a gritarle el santo y seña. Mi transporte en este automóvil permanece rodeado de nubarrones, rayados, empero, por un claro. Un tiro de fusil disparado por un soldado que está sentado junto a mí, me ha hecho abrir los ojos y ver a George Milford, a quien había conocido en los tiempos de Pell Street, desplomarse en la acera. El soldado volvió a tirar, y Milford se doblaba en dos, después caía de bruces y con los miembros estirados. El soldado reía y el automóvil partía velozmente.

Todo lo que recuerdo después es que fui arrancada de un profundo sueño por un hombre que daba grandes zancadas a mi alrededor. Sus rasgos estaban descompuestos y el sudor de la frente le corría por la nariz. Apoyaba convulsivamente sus dos manos contra su pecho y la sangre chorreaba hasta el piso a cada uno de sus pasos. Vestía el uniforme de los Mercenarios. A través de la pared nos llegaba el ruido sordo de los estallidos de las bombas. Era evidente que la casa en que me encontraba sostenía un duelo con otro edificio.

Llegó un médico a curar al soldado herido y pude enterarme que eran las dos de la tarde. Como mi jaqueca no mejoraba, el médico me dio un remedio enérgico que debía calmarme el corazón y aliviarme. Me dormí de nuevo, y cuando desperté estaba en la azotea del edificio. En la vecindad había cesado la batalla, y miraba el ataque de los aerostatos contra las fortalezas. Alguien había pasado su brazo a mi alrededor y yo me estaba acurrucadita contra él. Me parecía completamente natural que fuese Ernesto, y me preguntaba por qué tenía las cejas y los cabellos chamuscados.

La mayor de las casualidades nos hizo volver a encontrarnos en esa horrible ciudad. No dudaba un momento de que yo había salido de Nueva York, pero cuando, al pasar por la habitación en que yo reposaba, me vio, no daba crédito a sus ojos. A partir de ese momento no fue mucho lo que pude ver de la Comuna de Chicago. Después de haber observado el ataque de los globos, Ernesto me llevó al interior del edificio, en donde dormí toda la tarde y toda la noche siguiente. Pasamos allí el tercer día, y al cuarto, después que Ernesto obtuvo de las autoridades un permiso y un automóvil, salimos de Chicago.

Mi jaqueca había pasado, pero estaba cansada de cuerpo y de alma. En el automóvil, pegada a Ernesto, observaba con mirada lánguida a los soldados que trataban de hacer salir el coche de la ciudad. La batalla se prolongaba solamente en localidades aisladas. Aquí y allí, distritos enteros todavía en posesión de los nuestros, eran rodeados y vigilados por fuertes contingentes de tropas. De esta manera, los camaradas se encontraban encerrados en un centenar de trampas aisladas, mientras se trataba de reducirlos, es decir, de matarlos, pues no les daban cuartel y ellos, por su parte, peleaban heroicamente hasta el último hombre
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.

Cada vez que nos aproximábamos a una localidad de esté tipo, los guardias nos detenían y nos obligaban a hacer un gran rodeo. Una vez nos ocurrió que el único medio de pasar dos fuertes posiciones de camaradas era atravesar una región devastada que se encontraba entre las dos. A cada lado del camino oíamos el tableteo y el rugido de la batalla, en tanto que el automóvil buscaba su camino por entre las ruinas humeantes y los muros que se tambaleaban. A menudo los caminos estaban bloqueados por montañas de escombros que nos obligaban a otros rodeos. Nos extraviábamos en ese laberinto de escombros y nuestro avance se hacía lento.

De las colmenas humanas («ghetto», talleres, etc.) no quedaban más que ruinas en las que el fuego todavía dejaba rescoldos. A lo lejos, hacia la derecha, un gran velo de humo oscurecía el horizonte. El chófer nos dijo que era la ciudad de Pullman, o, por lo menos, lo que quedaba de ella después de su completa destrucción. Había estado allí el tercer día para llevar algunos despachos. Era, según él, uno de los lugares en donde la batalla se había librado con más furia: calles enteras estaban ahora intransitables a raíz del amontonamiento de cadáveres.

Al doblar en una esquina desmantelada, el auto se encontró detenido por un verdadero talud de cuerpos: se habría creído que era una ola grande pronto a reventar. Adivinamos fácilmente lo que había pasado: cuando la muchedumbre, lanzada al ataque, doblaba la esquina, fue barrida en ángulo recto y a corta distancia por las ametralladoras que cerraban la calle lateral. Pero los soldados no escaparon al desastre. Una bomba estalló sin duda entre ellos, pues la muchedumbre, contenida unos momentos por el amontonamiento de muertos y de moribundos, había traspasado la barrera humana y precipitado su espuma viva e hirviente. Mercenarios y esclavos yacían mezclados, desgarrados y mutilados, acostados sobre los restos de los automóviles y de las ametralladoras.

Ernesto saltó del coche. Atrajo su atención una franja de cabellos blancos que caían sobre los hombros, cubiertos solamente con una camisa de algodón. Yo no miraba en ese momento, y hasta que no trepó de nuevo al coche y se sentó a mi lado cuando el coche partió, no me dijo:

—Era el obispo Morehouse.

Pronto estuvimos en pleno campo; lancé una última mirada hacia el cielo cubierto de humo. El ruido apenas perceptible de una explosión nos llegó de muy lejos. Entonces escondí mi cara en el pecho de Ernesto y lloré dulcemente por la Causa perdida. Su brazo me apretó con amor, más elocuente que las palabras.

—Perdida por, esta vez, querida —murmuró—, pero no para siempre. Hemos aprendido muchas cosas. Mañana la Causa se levantará más fuerte en sabiduría y en disciplina.

El automóvil se detuvo en una estación de ferrocarril, en donde debíamos tomar el tren para Nueva York. Mientras esperábamos en el andén, pasaron hacia Chicago tres expresos con ruido de truenos. Estaban atestados de peones andrajosos, de gente del Abismo.

—Levas de esclavos para la reconstrucción de la ciudad —dijo Ernesto—. Todos los de Chicago han sido muertos.

CAPÍTULO XXV:
LOS TERRORISTAS

Hasta varias semanas después de nuestro regreso a Nueva York, Ernesto y yo no pudimos apreciar en toda su extensión el desastre que había sufrido la Causa. La situación era amarga y sangrienta. En diversos lugares, dispersos en todo el país, había habido rebeliones y matanzas de esclavos. La lista de los mártires crecía rápidamente. En todas partes se habían realizado innumerables ejecuciones. Las montañas y las comarcas desiertas desbordaban de proscritos y de refugiados acosados sin cuartel. Nuestros propios refugios estaban atiborrados de camaradas cuyas cabezas habían sido puestas a precio. Gracias a los informes de los espías, varios de nuestros asilos fueron invadidos por los soldados del Talón de Hierro.

Un gran número de amigos nuestros, descorazonados y desesperados por esta postergación de sus esperanzas, replicaban con una táctica terrorista. De este modo surgían organizaciones de combate que no estaban afiliadas a las nuestras y que nos hicieron muy mal
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. Esos extraviados, mientras prodigaban locamente sus propias vidas, hacían abortar a menudo nuestros planes y retardaban nuestra reconstitución.

Y a toda esta agitación la pisoteaba el Talón de Hierro, caminando impasible hacia su fin, sacudiendo toda la urdimbre social, desbrozando a Mercenarios, castas obreras y servicios secretos para expulsar de allí a los camaradas, castigando sin odio y sin piedad, aceptando todas las represalias y llenando los claros tan pronto como se producían en su línea de combate. Paralelamente, Ernesto y los demás jefes trabajaban firmemente en reorganizar las fuerzas de la Revolución. Se comprenderá la amplitud de esta tarea sise tiene en cuenta…
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JACK LONDON,(12 de enero de 1876 – 22 de noviembre de 1916) nacido como John Griffith Chaney, tomó su apellido de su padrastro. Nació en San Francisco (California), esencialmente se auto-educó, proceso que llevó a cabo en la biblioteca pública de la ciudad leyendo libros. Tuvo diversos trabajos entre ellos, marinero, corresponsal de guerra, pescador, contrabandista, e incluso llegó a trabajar de doce a dieciocho horas al día en una enlatadora. En 1894, pasó treinta días en una penitenciaría de Nueva York por vagabundeo. De regreso a San Francisco comenzó a relatar sus experiencias. Publicó más de 50 libros que le supusieron grandes ingresos pero que dilapidó en viajes y alcohol. Vivió dos matrimonios tormentosos, y tuvo dos hijas. Fue acusado de plagio en numerosas ocasiones durante su carrera. Se distinguió en diversos campos, teniendo varios intereses y una biblioteca personal de 15.000 volúmenes.

Muchos de sus relatos, entre los que destaca su obra maestra,
La llamada de la selva
(1903), hablan de la vuelta de un ser civilizado a su estado primitivo, y la lucha por la supervivencia.
Los de abajo
(1903), sobre la vida de los pobres en Londres;
El lobo de mar
(1904), una novela basada en sus experiencias como cazador de focas;
Colmillo blanco
(1906) un libro pesimista sobre la crueldad, la hegemonía de los más fuertes y la lucha por la libertad.
El Talón de Hierro
(1908) sobre la revolución de los trabajadores;
John Barleycorn
(1913), un relato autobiográfico sobre su batalla personal contra el alcoholismo, y
El vagabundo de las estrellas
(1915), una serie de historias relacionadas entre sí sobre el tema de la reencarnación.

Notas

[1]
La segunda revuelta fue en gran parte la obra de Ernesto Everhard, aunque, naturalmente, en cooperación con los líderes europeos. El arresto y la ejecución de Everhard constituyeron el acontecimiento más notable de la primavera de 1932. Pero había preparado tan minuciosamente ese levantamiento, que sus camaradas pudieron realizar igualmente sus planes sin demasiada confusión ni retardo. Después de la ejecución de Everhard, su viuda se retiró a Wake Robin Lodge, una casita en las montañas de la Sonoma, en California.
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[2]
Alusión evidente a la primera revuelta, la de la Comuna de Chicago.
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[3]
Sin que esto implique contradecir a Avis Everhard, puede hacerse notar que Everhard fue simplemente uno de los muchos y hábiles jefes que proyectaron la segunda revuelta. Hay, con el curso de los siglos, estamos en condiciones de afirmar que, aunque Ernesto hubiese sobrevivido, el movimiento no habría por eso fracasado menos desastrosamente.
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[4]
La segunda revuelta fue verdaderamente internacional. Era un plan demasiado colosal para que hubiera podido ser elaborado por el genio de un solo hombre. En todas las oligarquías del mundo los trabajadores estaban listos para levantarse a una señal convenida. Alemania, Italia, Francia y toda Australia eran países de trabajadores, Estados socialistas dispuestos a ayudar a la revolución de los demás países. Lo hicieron valientemente; y fue por eso que, cuando la segunda revuelta fue aplastada, fueron aplastados ellos también por la alianza mundial de las oligarquías y sus gobiernos socialistas fueron a su vez reemplazarlos por gobiernos oligárquicos.
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[5]
John Cunningham, padre de Avis Everhard, era profesor de la Universidad del Estado en Berkeley, California. Su especialidad eran las ciencias físicas, pero se dedicaba a muchas otras investigaciones originales y estaba considerado como un sabio muy distinguido. Sus principales contribuciones a la ciencia fueron sus estudios sobre el electrón y, sobre todo, su obra monumental titulada «Identidad, de la Materia y de la Energía», en la cual estableció sin refutación posible que la unidad última de la materia y la unidad última de la fuerza son una sola y misma cosa. Antes de él, esta idea había sido entrevista, pero no demostrada, por Sir Oliver Lodge y otros exploradores del nuevo campo de la radioactividad.
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[6]
Las ciudades de Berkeley, de Oakland y algunas otras situadas en la bahía de San Francisco están ligadas a esta última capital por abarcas que hacen la travesía en algunos minutos; virtualmente, forman una aglomeración única.
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[7]
En ese tiempo los hombres tenían la costumbre de combatir a puñetazos para llevarse el premio. Cuando uno de ellos caía sin conocimiento o era muerto, el otro se llevaba el dinero.
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[8]
Músico negro que tuvo un instante de popularidad en los Estados Unidos.
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[9]
Federico Nietzsche, el filósofo loco del siglo XIX de la era cristiana, que entrevió fantásticos resplandores de verdad, pero cuya razón, a fuerza de dar vueltas en el gran circulo del pensamiento humano, se escapó por la tangente.
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[10]
Profesor célebre, presidente de la Universidad de Standford, fundada por donación.
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[11]
Monista idealista que durante mucho tiempo confundió a los filósofos de su época, negando la existencia de la materia, pero cuyos sutiles razonamientos acabaron por desmoronarse cuando los nuevos datos empíricos de la ciencia fueron generalizados en filosofía.
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[12]
El terremoto que destruyó a San Francisco en 1906.
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[13]
Durante este período, varios prelados fueron expulsados de la Iglesia por haber predicado doctrinas inaceptables, sobre todo cuando su prédica recordaba en algo al socialismo.
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[14]
La guardia extranjera del palacio de Luis XVI, rey de Francia, que fuera guillotinado por su pueblo.
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[15]
En esta época, la distinción entre gentes nacidas en el país o venidas de fuera era neta y celosamente marcada.
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[16]
Este libro ha continuado imprimiéndose secretamente durante los tres siglos del Talón de Hierro. Existen varios ejemplares de sus diversas ediciones en la Biblioteca Nacional de Ardis.
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[17]
En aquellos tiempos, grupos de hombres de presa poseían todos los medios de transporte y el público debía pagar tasas para servirse de ellos.
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[18]
En aquellos tiempos de desatino y de anarquía, tales disputas eran frecuentes. A veces, los obreros rehusaban trabajar; otras veces, eran los empleadores los que se negaban a dejarlos trabajar. Las violencias y las revueltas resultantes de esos desacuerdos ocasionaban la destrucción de muchos bienes y de no pocas vidas. Todo esto nos parece hoy inconcebible; ocurre lo mismo con otra costumbre de la época, la que tenían los hombres de las clases inferiores de romper los muebles cuando reñían con sus mujeres.
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[19]
Proletariado, palabra derivada del latín Proletarii. En el sistema del Censo de Servio Tulio, era el nombre dado a los que no prestaban otro servicio al Estado que educar a los niños (proles), en otras palabras, a los que no tenían importancia ni por la riqueza, ni por la situación, ni por sus aptitudes especiales.
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[20]
Autor de varias obras económicas y filosóficas, inglés de nacimiento y candidato al cargo de gobernador de California en, las elecciones de 1906, por la lista del Partido Socialista, del cual era uno de sus jefes.
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[21]
No hay en la historia página más horrible que la del tratamiento de los niños y de las mujeres reducidos a la esclavitud en las fábricas inglesas durante la segunda mitad del siglo XVIII de la era cristiana. Fue en esos infiernos industriales donde nacieron algunas de las más insolentes fortunas de la época.
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[22]
Everhard habría podido encontrar un ejemplo todavía más probatorio en la actitud adoptada por la Iglesia del Sur antes de la Guerra de Secesión, cuando asumía abiertamente la defensa de la esclavitud, según se advierte en los documentos siguientes. En 1835, la Asamblea General de la Iglesia Presbiteriana declaró que «la esclavitud está reconocida en el Antiguo y el Nuevo Testamento, y no está condenada por la autoridad divina». La Asociación de los Baptistas de Charleston decía en su mensaje del mismo año: «El derecho que tienen los amos de disponer del tiempo de sus esclavos ha sido netamente reconocido por el Creador de todas las cosas, el cual es seguramente libre para investir a quiere le dé la gana de la propiedad de algún objeto que le agrade» El reverendo E. D. Simón, doctor en Divinidad y profesor del Colegio Metodista Randolph Macon, en Virginia, escribía: «Los extractos de las Santas Escrituras afirman de una manera inequívoca el derecho de propiedad sobre los esclavos, con todos los corolarios que se desprenden de ella. El derecho de comprarlos y de venderlos está claramente expuesto. En resumen, sea que consultemos la política judía instituida por Dios mismo, sea la opinión y las prácticas unánimes del género humano en todos los tiempos, sea en fin las prescripciones del Nuevo Testamento y la ley moral, estamos obligados a concluir que la esclavitud no es inmoral. Una vez establecido este punto y que los primeros africanos fueron reducidos legalmente a la servidumbre, el derecho de retener en ésta a sus hijos se desprende como consecuencia inevitable. Vemos, pues, que la esclavitud existente en América está fundada en derecho». No es de asombrar que la misma idea haya sido retomada por la Iglesia una o dos generaciones después, relativa a la defensa de la propiedad capitalista. En el Museo de Asgard se encuentra un libro titulado Essays in Application, escrito por Henry Van Dyke y publicado en 1905. Según hemos podido conjeturarlo, su autor era un hombre de iglesia. La obra es un buen ejemplo de lo que Everhard habría llamado mentalidad burguesa. Hay que hacer notar la similitud entre la declaración de la Asociación de Baptistas citada más arriba y la que escribió Van Dyke setenta años más tarde: «La Biblia enseña que Dios posee al mundo. Lo distribuye a cada hombre según su voluntad, conforme a las leyes generales».
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[23]
Existían en esa época millares de pobres comerciantes llamados mercachifles o buhoneros. Transportaban de puerta en puerta toda su existencia de mercaderías. Era un verdadero derroche de energías. Los procedimientos de distribución eran tan confusos y desatinados como todo el conjunto del sistema social.
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[24]
A crazy ramshackle house, expresión destinada a pintar el estado de ruina y de deterioro de las casas en que se albergaban en esa época gran número de trabajadores. Pagaban siempre un alquiler al propietario, y un alquiler enorme, dado el poco valor de esas covachas.
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[25]
En aquel tiempo, el robo era muy corriente. Todos se robaban recíprocamente. Los príncipes de la sociedad robaban legalmente o hacían legalizar sus robos, en tanto que los pobres diablos robaban ilegalmente. Nada estaba seguro a menos que fuese custodiado. Un crecido número de hombres eran empleados como guardianes para proteger las propiedades. Las casas de los ricos eran combinaciones de fortalezas, de sótanos abovedados y de cajas fuertes. La tendencia que todavía notamos entre los chicos de apropiarse del bien ajeno es considerada como una supervivencia rudimentaria de esta disposición al despojo, entonces universalmente extendida.
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[26]
Los trabajadores eran llamados a sus tareas y despedidos de las mismas por medio de silbatos a vapor horriblemente chillones, que desgarraban los tímpanos.
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[27]
La función de los abogados de corporaciones era la de servir por métodos desleales los instintos rapaces de esas asociaciones. En 1905, el señor Teodoro Roosevelt, presidente a la sazón de los Estados Unidos, decía en su discurso de apertura de Harward: «Todos sabemos que en el estado actual de cosas un gran numero de los miembros más influyentes y mejor distribuidos del foro se especializan en todas las aglomeraciones ricas, en la preparación de planes audaces e ingeniosos encaminados a permitir a sus clientes ricos, individuos o corporaciones, la evasión de las leyes dictadas en el interés público para regir el empleo de las grandes fortunas».
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[28]
Este ejemplo da una idea de la lucha a muerte que hacia estragos en toda la sociedad. Los hombres se despedazaban mutuamente, como lobos hambrientos. Los lobos grandes se comían a loa pequeños, y Jackson era uno de los más débiles en esta horda humana.
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[29]
Digamos, no para explicar el juramento de Smith, sino el verbo enérgico empleado por Avis, que esas virilidades de lenguaje, comunes entonces, expresaban perfectamente la bestialidad de la vida que se llevaba, vida de felinos más que de seres humanos.
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[30]
Alusión al total de los votos obtenidos por la lista socialista en las elecciones de 1910. El aumento progresivo de este total indica el rápido crecimiento del Partido de la Revolución en los Estados Unidos. Era de 2.068 votos en 1888, de 123.713 en 1902, de 435.040 en 1904, de 1.108.427 en 1908 y, en 1910, de 1.608.211.
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[31]
En esta lucha perpetua entre fieras, nadie, por rico que fuese, estaba seguro del porvenir. Esta preocupación por el bienestar de su familia llevó a loa hombres a inventar los seguros. Este sistema, que en nuestra edad esclarecida parece absurdo y cómico, representaba entonces una cosa muy seria. Lo más gracioso es que los fondos de las compañías de seguros eran frecuentemente saqueados y disipados por los personajes encargados de administrarlos.
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[32]
Antes del nacimiento de Avis Everhard, John Stuart Mill escribió en su «Ensayo sobre la Libertad»: «Allí donde existe una clase dominante, son sus intereses de clase y sus sentimientos de superioridad de clase los que moldean una parte considerable de la moral pública».
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[33]
Las contradicciones verbales llamadas Irish bulls han sido durante mucho tiempo un encantador defecto de los antiguos irlandeses.
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[34]
Los diarios de 1902 atribuían a Mr. George F. Baer, presidente de la Anthracite Coal Trust, la enunciación del siguiente principio: «Los derechos e intereses de las clases trabajadoras serán protegidos por los hombres cristianos a los cuales Dios, en su sabiduría infinita, ha confiado los intereses de la propiedad en este país» .
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[35]
La palabra sociedad está empleada aquí en un sentido restringido, según él uso corriente de la época, referida a los zánganos dorados que, sin trabajar, se saciaban en las celdas de miel de la colmena. Ni los hombres de negocios ni los trabajadores manuales tenían tiempo ni ocasión de jugar a ese juego de sociedad.
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[36]
El sentimiento de la Iglesia en esta época se expresaba por la fórmula: «Traed vuestro dinero mancillado» .
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[37]
En las columnas del Outlook, revista de crítica semanal de la época (18 de agosto de 1908), se cuenta la historia de un obrero que perdió un brazo en circunstancias absolutamente semejantes a las del caso Jackson.
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[38]
Creemos que esta palabra es original de Jack London. Formada con las palabras griegas filo, amigo, y mathein, aprender, viene a significar «amigos del estudio». (N. del T.)
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[39]
Palabra formada del lego y significando «sabios locos», que sirve para designar a los estudiantes de segundo año en las universidades norteamericanas. (N. de Louis Postif.)
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[40]
Todavía no sé había descubierto la vida simple y subsistía la costumbre de llenar los departamentos de cacharros. Las piezas eran museos cuyo mantenimiento exigía un trabajo continuo. El demonio del polvo era amo de la casa: había mil medios de atraer el polvo y unos pocos solamente para librarse de él.
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[41]
La invalidación de testamentos era uno de los rasgos particulares de la época. Para los que habían amasado una gran fortuna era un problema angustioso encontrar la manera de disponer de ella después de su muerte. La redacción e invalidación de testamentos se convirtieron en especialidades complementarias, como la fabricación de corazas o de obuses. Se recurría a los hombres de leyes más sutiles para redactar testamentos que fuese imposible invalidar; pero, a pesar de ello, eran invalidados a veces por los mismos abogados que los habían redactado. No obstante, entre los ricos persistía la ilusión de que era posible hacer un testamento absolutamente inatacable, ilusión que durante muchas generaciones fue fomentada y cuidada entre sus clientes por los hombres de leyes. Fue aquélla una búsqueda análoga a la del disolvente universal por los alquimistas de la Edad Media.
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