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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (14 page)

—Hay entre vosotros unas doce personas que aseguraron esta noche la imposibilidad del socialismo. Ya que habéis calificado algo de impracticable, permitidme que os demuestre ahora lo que es inevitable, es decir, la desaparición, no sólo de vosotros, los pequeños capitalistas, sino también de los grandes capitalistas y de los mismos trusts en determinado momento. Acordaos que la ola de la evolución Anca vuelve hacia atrás. Esta progresa sin reflujo de la rivalidad a la asociación, de la pequeña cooperación a la grande, de las vastas combinaciones a las organizaciones colosales, y de aquí al socialismo, la más gigantesca de todas.

Me decís que sueño. Perfectamente, voy a exponeros las matemáticas de mi sueño. Os desafío de antemano a demostrarme la falsedad de mis cálculos. Voy a desarrollar el proceso fatal del desmoronamiento del sistema capitalista y a deducir matemáticamente la causa de su caída. Veamos, y tened paciencia sí me salgo un poco del tema al comienzo.

Examínenos primero los procedimientos de una industria cualquiera, y no vaciléis en interrumpirme si digo algo que no podáis admitir. Tomemos, por ejemplo, una manufactura de calzado. Esta fábrica compra cuero y lo transforma en zapatos. Tenemos aquí cuero por valor de cien dólares, que pasa por la fábrica y sale de ella en forma de calzado por valor de doscientos, digamos. ¿Qué ha ocurrido? Que un valor de cien dólares ha sido agregado al del cuero. ¿Cómo ha sido eso?

Es que el capital y el trabajo han aumentado este valor. El capital ha conseguido la fábrica y las máquinas y ha pagado los gastos. La mano de obra proporcionó el trabajo. El esfuerzo combinado del capital y del trabajo ha incorporado un valor de cien dólares a la mercadería. ¿Estamos de acuerdo?

Las cabezas se inclinaron afirmativamente.

—Habiendo logrado esos cien dólares, el capital y el trabajo se disponen a proceder al reparto. Las estadísticas de las particiones de ese género contienen muchas fracciones, pero aquí, para mayor comodidad, nos conformaremos con una aproximación poco rigurosa, admitiendo que el capital toma una parte de cincuenta dólares y el trabajo una suma equivalente. No vamos a pelearnos por esta repartija; cualesquiera que sean los regateos, siempre se llega a una u otra cuota. Y no olvidéis que lo que digo de una industria es aplicable a todas. ¿Nos hemos puesto de acuerdo?
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.

Los invitados manifestaron su conformidad.

—Pues bien, supongamos que el trabajo, habiendo recibido sus cincuenta dólares, quiera volver a comprar zapatos. No podría rescatar más que por valor de cincuenta dólares, ¿no es así?

Pasemos ahora de esta operación particular a la totalidad dé las que se cumplen en los Estados Unidos, no solamente con respecto al cuero, sino a las materias primas, a los transportes y al comercio en general. En cifras redondas, la producción anual total de la riqueza en los Estados Unidos es de cuatro mil millones de dólares. Por consiguiente, el trabajo recibe en salarios dos mil millones al año. De los cuatro mil millones producidos, el trabajo puede rescatar dos. Sobre esto no cabe discusión. Y todavía me he quedado largo, pues, gracias a toda suerte de añagazas capitalistas, el trabajo ni siquiera puede rescatar la mitad del producto total.

Pero pasemos por alto y admitamos que el trabajo rescata dos mil millones. En consecuencia, es evidente que el trabajo no puede consumir más que dos mil millones.

Hay que rendir cuentas de los otros dos que el trabajo no puede rescatar ni consumir.

—El trabajo ni siquiera consume sus dos mil millones —declaró el señor Kowalt—. Si los agotase, no tendría sus depósitos en las cajas de ahorro. Los depósitos en las cajas de ahorro no son más que una especie de fondo de reserva, que se gasta tan pronto como se forma. Son economías puestas a un lado para la vejez, las enfermedades, los accidentes y los gastos de entierro. Es el bocado de pan que se deja en el aparador para la comida de mañana. No, el trabajo absorbe la totalidad del producto que puede rescatar con su salario.

Al capital se le dejan dos mil millones. ¿Consume éste el resto después de haber reembolsado sus gastos?

¿Devora el capital sus dos mil millones?

Ernesto se detuvo y planteó claramente la pregunta a varios individuos que se pusieron a menear la cabeza.

—No sé nada —dijo francamente uno de ellos.

—Sí que lo sabe —replicó Ernesto—. Reflexione un momento. Si el capital agotase su parte, la suma total del capital no podría crecer: permanecería constante. Pues bien, examine la historia económica de los Estados Unidos y verá que el total del capital no ha cesado de crecer.

Luego, el capital no se traga su parte. Recuerde la época en que Inglaterra poseía grandes cantidades de nuestras acciones ferroviarias. Al cabo de los años, se las hemos rescatado. ¿Qué debemos concluir de eso sino que la parte no empleada del capital ha permitido ese rescate? Hoy, los capitalistas de los Estados Unidos poseen centenares y centenares de millones de dólares en obligaciones mejicanas, rusas, italianas o griegas. ¿Qué representan esas obligaciones sino un poco de esa parte que el capital no ha engullido? Desde el comienzo mismo del sistema capitalista, el capital no ha podido tragar su parte.

Y ahora llegamos al nudo de la cuestión. En los Estados Unidos se producen cuatro mil millones de riqueza por año. El trabajo rescata y consume dos mil millones. El capital no consume los dos mil millones restantes: queda un fuerte excedente que no es destruido. ¿Qué puede hacerse? El trabajo no puede distraer nada, puesto que ya gastó todos sus salarios. El capital no puede equilibrar esta balanza, puesto que ya, y de acuerdo con su naturaleza, ha absorbido todo lo que podía. Y el excedente está ahí. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué se hace?

—Se lo vende al extranjero —declaró espontáneamente el señor Kowalt.

—Eso es —corroboró Ernesto—. De este remanente nace la necesidad de una salida al exterior. Se lo vende en el extranjero. Estamos obligados a venderlo en el extranjero. No hay otro medio de desprenderse de él. Este excedente vendido al extranjero constituye lo que llamamos balanza comercial favorable. ¿Seguimos de acuerdo?

—Seguramente, estamos perdiendo el tiempo con esta elaboración del abecé del comercio —dijo el señor Calvin de mal humor. Todos lo sabemos de memoria.

—Si puse tanto cuidado en exponer este alfabeto —replicó Ernesto—, es porque gracias a él voy a confundiros. Ahí está lo picaresco del asunto. Voy a confundiros en menos que canta un gallo.

Los Estados Unidos es un país capitalista que ha desarrollado sus recursos. En virtud de su sistema industrial, posee un remanente del que debe deshacerse en el extranjero
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. Lo que es cierto en los Estados Unidos, lo es igualmente para todos los países capitalistas cuyos recursos están desarrollados. Cada uno de esos países dispone de un excedente todavía intacto. No olvidéis que va uno y otros han comerciado y que, no obstante, esos excedentes continúan disponibles. En todos esos países el trabajo ha gastado sus jornales y no puede comprar nada; en todos ellos también el capital consumió ya todo lo que se lo permite su naturaleza. Y tienen en sus brazos esa sobrecarga, sin poder trocarla entre sí. ¿Cómo van a desembarazarse de ella?

—Vendiéndola a los países cuyos recursos no están desarrollados —sugirió Kowalt.

—Perfectamente; como veis, mi razonamiento es tan claro y tan simple que se desenvuelve solo en vuestro espíritu. Demos ahora un paso adelante. Supongamos que los Estados Unidos colocan su excedente en un país cuyos recursos no están desarrollados, en el Brasil, por ejemplo. Acordaos que esta balanza está fuera y por encima del comercio, pues los artículos comerciales ya han sido consumidos. ¿Qué dará en cambio el Brasil a los Estados Unidos?

—Oro —dijo el señor Kowalt.

—Pero en el mundo sólo hay una cantidad limitada de oro —objetó Ernesto.

—Oro bajo forma de fianzas, obligaciones y otras prendas por el estilo —rectificó el señor Kowalt.

—Ahora lo tengo. Los Estados Unidos recibirán del Brasil, a cambio de su excedente, obligaciones y garantías. ¿Qué significa eso sino que los Estados Unidos entrarán en posesión de los ferrocarriles, de las fábricas, de las minas y de las tierras del Brasil? ¿Y qué resultará de eso?

El señor Kowalt reflexionó y sacudió la cabeza.

—Os lo voy a decir —continuó Ernesto—. Resultará esto: que los recursos del Brasil van a desarrollarse. Bien, demos un paso más. Cuando, bajo el impulso del sistema capitalista, el Brasil haya desarrollado sus propios recursos, poseerá él también un excedente no consumido. ¿Podrá colocarlo en los Estados Unidos? No, porque éstos tienen ya su propio excedente. ¿Y los Estados Unidos podrán hacer como antes y colocar su excedente en el Brasil? No, puesto que este país tiene ahora el suyo propio.

¿Qué sucede? En adelante, los Estados Unidos y el Brasil deben buscar sus salidas en comarcas cuyas fuentes de riqueza no estén todavía explotadas. Pero por el hecho mismo de descargar allí su remanente, esas nuevas regiones verán crecer sus recursos y no tardarán en poseer, a su vez, excedentes: entonces se ponen a buscar nuevos países para aliviarse. Bien, señores, seguidme: nuestro planeta no es tan grande; no hay más que un número limitado de regiones en la tierra. Cuando todos los países de la tierra, hasta el último y más insignificante, tengan una sobrecarga en sus brazos y estén ahí mirando a los demás igualmente sobrecargados, ¿qué va a pasar?

Hizo una pausa y observó a sus oyentes. Era divertido ver sus caras perplejas. En medio de abstracciones, Ernesto había evocado una visión clara. En esos momentos ellos la veían muy precisamente y tenían miedo.

—Hemos comenzado por el abecé, señor Calvin —dijo Ernesto con malicia—, pero ahora le di el resto del alfabeto. Es completamente sencillo: en eso reside su belleza. Seguramente, usted tiene lista la respuesta. Pues bien, ¿qué ocurrirá cuando todos los países del mundo teman su excedente no consumido? ¿Adónde irá a parar entonces vuestro sistema capitalista?

El señor Calvin bamboleaba preocupado su cabeza. Evidentemente buscaba una falla en el razonamiento que Ernesto acababa de exponer.

—Hagamos juntos un rápido repaso al terreno ya andado —resumió Ernesto—. Hemos comenzado por una operación industrial cualquiera, la de una fábrica de calzado, y henos establecido que la división del producto elaborado conjuntamente que allí se practicaba era similar a la división que se cumplía en la suma total de todas las operaciones industriales. Hemos descubierto que el trabajo no puede volver a comprar con su salario más que una parte del producto y que el capital no consume todo el resto. Hemos hallado que una vez que el trabajo había consumido todo lo que le permitían sus salarios y el capital todo lo que necesitaba, quedaba un excedente disponible. Hemos reconocido que no se podía disponer de esa balanza sino en el extranjero. Hemos convenido que el fluir de ese excedente a un país nuevo provocaba allí el desarrollo de los recursos, de suerte que en poco tiempo ese país, a su vez, se encontraba sobrecargado con un remanente. Hemos extendido este proceso a todas las regiones del planeta, hasta que cada una de ellas se atiborra, de año en año y de día en día, de un exceso del que no puede desembarazarse en ningún otro país. Y ahora os pregunto una vez más, ¿qué vamos a hacer con esos excedentes?

Tampoco esta vez nadie respondió.

—¿Y, señor Calvin? —lo provocó Ernesto.

—Eso está fuera de mi alcance —confesó el interpelado.

—Nunca había pensado en semejantes cosas —declaró el señor Asmunsen—. Y, sin embargo, está tan claro como si estuviera escrito.

Era la primera vez que escuchaba una exposición de la doctrina de Karl Marx
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sobre la plusvalía. Ernesto lo había hecho tan simplemente que yo también me sentía pasmada e incapaz de responder.

Voy a proponeros un medio para desprenderos del excedente dijo Ernesto. Arrojadlo al mar. Tirad cada año los centenares de millones de dólares que valen los calzados, los vestidos, el trigo y todas las riquezas comerciales. ¿No se arreglaría así el asunto?

—Claro que lo sería —respondió el señor Calvin—. Pero es absurdo de su parte hablar de esa manera.

Ernesto repuso con la velocidad del rayo:

—¿Es usted menos absurdo, señor destructor de máquinas, cuándo aconseja la vuelta a los procedimientos antediluvianos de sus abuelos? ¿qué propone usted para librarse de la plusvalía? Esquivar el problema cesando de producir, pues no otra cosa importa una vuelta a un método de producción tan primitivo e impreciso, tan desordenado y desatinado, que hace imposible producir el menor excedente.

El señor Calvin tragó saliva. La estocada había llegado al blanco. Tuvo un movimiento de deglución y luego tosió para aclararse la garganta.

—Tiene usted razón —dijo—. Estoy convencido. Es absurdo; pero tenemos que hacer algo. Para nosotros, los de la clase media, es una cuestión de vida o muerte. Nos negamos a morir. Preferimos ser absurdos y volver a los métodos de nuestros padres, por groseros y dispendiosos que sean. Romperemos las máquinas. ¿Y vosotros qué pensáis hacer?

—No podéis romper las máquinas —replicó Ernesto—. No podéis hacer refluir la ola de la evolución. Se os oponen dos grandes fuerzas, cada una de las cuales es más poderosa que la clase media. Los grandes capitalistas, los trusts, en una palabra, no os dejarán emprender la retirada. Ellos no quieren que las máquinas sean destruidas. Y, más fuerte aún que el poder de los trusts, está el del trabajo, que no os permitirá romper las máquinas. La propiedad del mundo (comprendiendo en él las máquinas) se encuentra en el campo de batalla, entre las líneas enemigas de los trusts y del trabajo. Ninguno de los dos ejércitos desea la destrucción de las máquinas, pero cada uno quiere su posesión. En esta lucha no hay lugar para la clase media, pigmea entre dos titanes. ¿No sentís vosotros, pobre clase media, que estáis entre dos muelas que ya han comenzado a moler?

Os he demostrado matemáticamente la inevitable ruptura del sistema capitalista. Cuando cada país se encuentre excedido de una sobrecarga inconsumible e invendible, el andamiaje plutocrático cederá bajo el espantoso amontonamiento de beneficios levantado por él mismo. Pero ese día no habrá máquinas rotas. Su posesión será la postura que estará en juego en el combate. Si el trabajo sale victorioso, el camino estará expedito para vosotros. Los Estados Unidos, y sin duda el mundo entero, entrarán en una era nueva y prodigiosa. Las máquinas, en lugar de aplastar a la vida, la tornarán más bella, más feliz y más noble. Como miembros de la clase media abolida y de concierto con la clase trabajadora —la única que subsistirá—, participaréis en el equitativo reparto de los productos de esas máquinas prodigiosas. Y nosotros, unidos todos, construiremos otras más maravillosas aún. Y habrán desaparecido los excedentes no consumidos porque no existirán más los lucros.

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