El Talón de Hierro (16 page)

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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

Su pretendido anarquismo fue puesto en la picota con una terrible campaña de prensa, en largos editoriales sembrados de insultos y de alusiones a su decadencia mental. Ernesto nos informó que esta táctica de la prensa capitalista no era una novedad: los diarios tenían costumbre de enviar reporteros a todas las reuniones socialistas con la consigna de alterar a la clase media y apartarla de toda posible afiliación al proletariado. Ernesto insistió con todas sus fuerzas para que papá abandonase la lucha y se pusiese a cubierto.

Entretanto, la prensa socialista recogió el guante y toda la fracción de la clase obrera que leía los diarios supo que el libro había sido suprimido; pero esta información no trascendió del mundo del trabajo. Enseguida, una gran casa de ediciones socialista. El Llamado a la Razón, convine con mi padre la publicación de su obra. A papá le entusiasmó la solución, pero Ernesto se mostraba alarmado.

—Le repito que estamos en el umbral de lo desconocido —insistía—. Ocurren a nuestro alrededor cosas enormes y secretas. Podemos percibirlas. Su naturaleza nos es desconocida, pero su presencia es certera. Se estremece toda la estructura de la sociedad. No me pregunte usted de qué se trata con precisión, porque yo mismo no sabría decirlo. Pero en esta licuefacción hay algo que tomará forma, ya que se está cristalizando. La supresión de su libro es un precipitado. ¿Cuántos otros han sido suprimidos? Lo ignoramos y no podemos enterarnos. Estamos en tinieblas. Ahora puede esperar hasta la supresión de la prensa y de las editoriales socialistas. Me temo que sea inminente. Seremos estrangulados.

Ernesto sentía mejor que el resto de los socialistas el pulso de los acontecimientos, pues apenas dos días después se desencadenaba el primer asalto. El Llamado a la Razón era un periódico semanal difundido en el proletariado y que tiraba regularmente setecientos cincuenta mil ejemplares. Además, publicaba a menudo ediciones especiales de dos a cinco millones de ejemplares, pagados y distribuidos por el pequeño ejército de trabajadores voluntarios que se agrupaban alrededor del Llamado. El primer golpe estuvo dirigido contra esas ediciones, y fue un mazazo: por un decreto arbitrario, la administración de Correos decidió que tales ediciones no formaban parte de la circulación ordinaria del diario, y, con ese pretexto, se negó a admitirlas en los trenescorreos.

Una semana después el ministro de Correos decidió que el diario mismo era sedicioso y lo radio definitivamente de sus transportes. Era un ataque terrible para la propaganda socialista. El Llamado se encontraba en una situación desesperada; ideó un plan para llegar a sus abogados por las compañías de trenes expresos, pero éstas se negaron a darles una mano. Era el golpe de gracia; pero no era definitivo, sin embargo, pues el Llamado esperaba continuar su empresa de ediciones. Veinte mil ejemplares del libro de papá estaban en la encuadernación y otros tantos en prensa. Sin que nada permitiera preverlo, una noche surgió no se sabe de dónde una banda de canallas; agitando una bandera estadounidense y entonando canciones patrióticas, prendieron fuego a los vastos talleres del Llamado, que fueron destruidos totalmente.

Ahora bien, la pequeña ciudad de Girard, Kansas, era una localidad absolutamente tranquila, en donde nunca había habido conflictos obreros. El Llamado pagaba sus salarios a tarifa de sindicato. De hecho, constituía el esqueleto de la ciudad, pues empleaba cientos de hombres y mujeres. La morralla no estaba compuesta por ciudadanos de Girard. Los amotinados parecían haber salido de debajo de la tierra y vuelto a ella una vez cumplida su misión. Ernesto veía todo este lío bajo las luces más siniestras.

—Los Cien Negros
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están en camino de organizarse en los Estados Unidos—decía—. Esto no es más que el comienzo. Cosas grandes veremos. El Talón de Hierro se envalentona.

De esta manera fue destruido el libro de papá. En los días que siguieron debíamos oír hablar mucho de los Cien Negros. De una a otra semana, otras hojas socialistas fueron privadas de sus medios de transporte y, en varios casos, los Cien Negros destruyeron sus talleres. Naturalmente, los diarios del país sostenían la política de las clases dominantes, y la prensa asesinada fue calumniada y vilipendiada, en tanto que los Cien Negros eran presentados como verdaderos patriotas y salvadores de la sociedad. Estos relatos falsos eran tan convincentes, que ciertos ministros del culto, aun sinceros, hicieron desde el púlpito el elogio de los Cien Negros, deplorando al mismo tiempo la necesidad de la violencia.

La Historia se escribía rápidamente. Aproximábanse las elecciones de otoño, y Ernesto fue proclamado candidato al Congreso por el Partido Socialista. La huelga de los tranviarios de San Francisco había sido rota, lo mismo que otra huelga subsiguiente de carreros. Estas dos derrotas habían sido desastrosas para el trabajo organizado. La Federación del Frente de Mar y sus aliados del Astillero habían apoyado a los carreros y todo el andamiaje así levantado se había derrumbado sin pena ni gloria. La huelga fue sangrienta. A cachiporrazos la policía derribó a un gran número de trabajadores, y la lista de los muertos se hizo más larga a raíz del empleo de una ametralladora.

Por consiguiente, los ánimos estaban sombríos, sedientos de sangre y de revancha. Derrotados en el terreno elegido por ellos mismos, estaban dispuestos a buscar un desquite en el terreno político. Mantenían su organización sindical, lo que les daba fuerzas para la lucha así comprometida. Las probabilidades de Ernesto eran cada vez más serias. Día a día, nuevas Uniones decidían apoyar a los socialistas, y hasta el mismo Ernesto no pudo menos de sonreír cuando se enteró de la afiliación de los auxiliares de Pompas Fúnebres y de los desplumadores de Aves. Los trabajadores se volvían reacios; mientras se precipitaban con entusiasmo loco en las reuniones socialistas, permanecían impermeables a las tretas de los políticos de los viejos partidos; los oradores de éstos hablaban habitualmente en salas vacías, pero de vez en cuando debían afrontar salas colmadas en donde eran maltratados a tal punto que en más de una ocasión fue menester la intervención de las reservas de la policía.

La Historia se escribía cada vez más aceleradamente. El aire estaba vibrante de acontecimientos. El país entraba en un período de crisis
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, ocasionado por una serie de años prósperos, durante los cuales se había hecho de día en día más difícil colocar en el extranjero el excedente no consumido. Las industrias trabajaban a horario reducido: muchas grandes fábricas estaban paradas esperando la salida de sus reservas; en todas partes se procedía a la reducción de salarios.

Otra gran huelga acababa de ser destruida. Doscientos mil mecánicos, con su medio millón de aliados de la metalurgia, habían sido vencidos en el conflicto más sangriento que hasta entonces hubiese estallado en los Estados Unidos. A raíz de batallas sostenidas contra los contingentes de rompe huelgas
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armados por las asociaciones patronales, los Cien Negros, surgiendo en las localidades más alejadas unas de otras, se entregaban a una intensa destrucción de propiedades; y con ese pretexto, cien mil hombres del ejército regular de los Estados Unidos fueron enviados para acabar por la fuerza. Un gran número de jefes obreristas fueron ejecutados, muchos otros condenados a prisión y millares de huelguistas corrientes concentrados en campos de pastoreo
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y abominablemente tratados por la soldadesca.

Había que pagar ahora los años de prosperidad. Todos los mercados, abarrotados, se desmoronaban, y en la caída general de los precios, el del trabajo caía más vertiginosamente que todos los demás. El país estaba convulsionado por las discordias industriales. Aquí y allí, por todas partes, los obreros se declaraban en huelga; y cuando no se hallaban en huelga, los patronos los echaban a la calle.

Los diarios estaban llenos de relatos de violencia y de sangre. Y en todo eso andaba la mano de los Cien Negros. La asonada, el incendio, la destrucción a tontas y a locas eran su función específica, que ellos cumplían con el corazón alegre. Llamado por los actos de los Cien Negros
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, todo el ejército regular se había puesto en campaña. Todas las villas y ciudades semejaban campos militares y los trabajadores eran fusilados como perros. Los rompe huelgas se reclutaban en la muchedumbre de desocupados, y cuando llevaban las de perder en sus grescas con los hombres de los sindicatos, siempre aparecían a punto las tropas regulares para aplastar a estos últimos. Estaba, además, la milicia. Hasta entonces no había sido necesario recurrir a la ley secreta sobre la milicia: sólo su parte regularmente organizada entraba en acción, pero operaba en todos lados. Por fin el gobierno aumentó en este período de terror, en cien mil hombres los efectivos del ejército.

Jamás el mundo del trabajo había sufrido un castigo tan severo. Esta vez, los grandes capitanes industriales, los oligarcas, habían arrojado todas sus fuerzas en la brecha abierta por las asociaciones de patronos batalladores, que, en realidad, pertenecían a la clase media. Estimulados por la dureza de los tiempos y el derrumbamiento de los mercados, y sostenidos por los jefes de la Alta Finanza, infligieron una terrible y decisiva derrota a la organización del trabajo. Esta liga era poderosa, pero era la alianza del león y del cordero, y la clase media no debería tardaren percatarse de ello.

La clase trabajadora daba muestras de una disposición ruda y sanguinaria, pero estaba abatida. Su ruina, sin embargo, no puso fin a la crisis. Los Bancos, que por si mismos constituían una de las importantes fuerzas de la oligarquía, continuaban cobrando sus anticipos. El grupo de Wall Street
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transformó el mercado de las existencias en un torbellino en el que todos los valores del país se redujeron casi a cero. Y sobre los desastres y las ruinas se irguió la forma de la Oligarquía naciente, imperturbable, indiferente y segura de sí misma. Esta serenidad y esta seguridad eran una cosa aterradora. Para alcanzar sus fines, empleaba no solamente su propio y vasto poderío, sino también todo el del Tesoro de los Estados Unidos.

Los capitanes de industria se habían vuelto contra la clase intermedia. Las asociaciones de patronos, que los habían ayudado a romper la organización del trabajo, eran a su vez despedazadas por sus antiguos aliados. En medio de este derrumbamiento de los pequeños financieros e industriales, los trusts se mantenían firmemente: mostrábanse sólidos y muy activos. Sembraban vientos sin temor ni intervalo, pues ellos solos sabían cómo recoger las tempestades y sacar de ello provecho. ¡Y qué provechos, qué enormes beneficios! Suficientemente fuertes para hacer frente al huracán que habían contribuido en gran parte a desencadenar, se lanzaban entre sí los unos contra los otros y pillaban las migajas que flotaban a su alrededor.

Los valores eran lamentable e increíblemente empequeñecidos y los trusts ampliaban sus posesiones en proporciones no menos inverosímiles; sus empresas se extendían a muchísimos campos nuevos, y siempre a expensas de la clase media.

Así, el verano de 1912 vio el virtual asesinato de la pequeña burguesía. Hasta el mismo Ernesto se asombró de la rapidez con que le habían dado el golpe de gracia.

Meneó la cabeza con aire de mal augurio y vio venir sin ilusiones los comicios de otoño.

—Es inútil —decía—; estamos derrotados por anticipado. El Talón de Hierro está ahí. Había puesto mis esperanzas en una victoria pacífica, lograda gracias a las urnas. Seremos despojados de las escasas libertades que nos quedan; el Talón dé Hierro pisoteará nuestras caras: ya no cabe esperar otra cosa que una sangrienta revolución de la clase trabajadora. Naturalmente, lograremos la victoria, pero me estremezco al pensar en lo que nos costará.

Desde entonces, Ernesto puso su fe en la bandera de la revolución. En este terreno iba más allá de su partido. Sus camaradas socialistas no podían seguirlo: continuaban creyendo que podían lograr la victoria en las elecciones. No es que hubiesen quedado aturdidos por los golpes ya recibidos: no les faltaba ni sangre fría ni coraje. Eran incrédulos; eso era todo. Ernesto no conseguía inspirarles un temor serio al advenimiento de la Oligarquía. Lograba conmoverlos, pero ellos estaban demasiado seguros de su propia fuerza. En su teoría de la evolución social, la Oligarquía no tenía cabida; por consiguiente, la Oligarquía no podía existir.

—Lo mandaremos al Congreso y todo andará sobre rieles —le dijeron en una de nuestras reuniones secretas.

—Y cuando me rapten del Congreso, me pongan contra la pared y me hagan saltar los sesos —preguntó fríamente Ernesto, ¿qué haréis vosotros?

—Entonces nos levantaremos con todo nuestro poder —respondieron en el acto una docena de voces—. Entonces chapotearéis en vuestra propia sangre —fue la respuesta—. Conozco esta cantilena: se la oí cantar a la clase media; y ahora ¿en dónde se halla ésta con su poderío?

CAPÍTULO XI:
LA GRAN AVENTURA

El señor Wickson no había intentado ver a mi padre. Se encontraron por casualidad en la barca que hace el viaje a San Francisco, de modo, pues, que el aviso que le dio no era premeditado; si el azar no los hubiese reunido, no, habría habido advertencia. Por otra parte, de esto no se desprende necesariamente que el resultado hubiese sido diferente. Papá descendía de la sólida y vieja cepa del Mayflower
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, y la buena sangre no se desmiente.

—Ernesto tenía razón —me dijo al volver—. Ernesto es un muchacho notable y me gustaría más saberte mujer de él que del rey de Inglaterra o del mismo Rockefeller.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con aprensión.

—Que la Oligarquía va a pisotearnos la cara. Me lo dio a entender claramente Wickson. Me ofreció reponerme en la Universidad. ¿Qué te parece? Wickson, el muy tacaño, tiene poder suficiente para decidir si he de enseñar o no en la Universidad. Pero me ha ofrecido algo más: me propuso hacerme nombrar presidente de un gran colegio de ciencias físicas que están proyectando (de un modo u otro la Oligarquía tiene que desembarazarse de su excedente, ¿no es cierto?), y agregó: «¿Recuerda usted lo que le dije a ese socialista enamorado de su hija? Le dije que pisotearíamos a la clase obrera. Pues bien, lo haremos. Por lo que toca a usted, siento por usted, como sabio, un profundo respeto, pero si une su destino al de la clase obrera, bueno, entonces cuídese el rostro. Es todo lo que puedo decirle». Luego me volvió la espalda y se marchó.

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