—¿Y si los trusts ganan esta batalla por la posesión de las máquinas y del mundo? —preguntó el señor Kowalt.
—En ese caso —respondió Ernesto—, vosotros, el trabajo y todos nosotros quedaremos aplastados bajo el talón de hierro de un despotismo más implacable y terrible que ninguno de los que mancharon las páginas de la historia humana. ¡El Talón de Hierro!
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Tal es el nombre que convendrá a esta horrible tiranía.
Hubo un silencio prolongado. Las meditaciones de cada cual se perdían en senderos profundos y poco frecuentados.
—Pero su socialismo es un sueño —dijo finalmente el señor Calvin; y repitió: ¡Un sueño!
—Voy a mostraron entonces algo que no es un sueño —respondió Ernesto—. A ese algo lo llamaré Oligarquía. Vosotros lo llamáis la Plutocracia. Entendemos por ella los grandes capitalistas y los trusts. Examinemos dónde está hoy el poder.
La sociedad tiene tres clases. Viene primero la plutocracia, compuesta por los banqueros ricos, los magnates de los ferrocarriles, los directores de grandes compañías y los reyes de los trusts. Luego viene la clase media, la vuestra, señores, que comprende a granjeros, comerciantes, pequeños industriales y profesiones liberales. Por fin, tercera y última, el proletariado, formado por los trabajadores asalariados
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No podéis negar que lo que actualmente constituye el poder esencial en los Estados Unidos es la posesión de la riqueza. ¿En qué proporción es poseída esta riqueza por las tres clases? He aquí las cifras: la plutocracia es propietaria de sesenta y siete mil millones. Sobre el número total de personas que ejercen una profesión en los Estados Unidos, solamente el 0,9 '% pertenece a la plutocracia, y no obstante, la plutocracia posee el 70 % de la riqueza total. La clase media posee veinticuatro mil millones. El 29 % de las personas que ejercen una profesión pertenece a la clase media y gozan del 25 % de la riqueza total. Queda el proletariado; dispone de cuatro mil millones. De las personas que ejercen una profesión, el 70 % vienen del proletariado; y el proletariado posee el 4 % de la riqueza total. ¿De qué lado está el poder, señores?
—De acuerdo con sus cifras, nosotros, los de la clase media, somos más poderosos que el trabajo —observó el señor Asmunsen.
—No es recordándonos nuestra inferioridad como mejoraréis la vuestra ante la fuerza de la plutocracia —replicó Ernesto—. Tengo algo más que decir sobre vosotros. Hay una fuerza más grande que la riqueza, mayor en el sentido de que no puede sernos arrebatada. Nuestra fuerza, la fuerza del proletariado, reside en nuestros músculos para trabajar, en nuestras manos para votar, en nuestros dedos para apretar un gatillo. De esta fuerza no pueden despojarnos. Es la fuerza primitiva, aliada a la vida, superior a la riqueza e inasible por ésta.
Vuestra fuerza, en cambio es amovible. Os la pueden retirar. En este mismo momento la plutocracia está arrebatándosla. Acabará por quitárosla por completo, y entonces dejaréis de ser de la clase media. Descenderéis a nuestro nivel. Os convertiréis en proletarios. Y lo formidable será que os incorporaréis a nuestra fuerza. Os acogeremos como hermanos y combatiremos codo con codo por la causa de la humanidad.
En cuanto al trabajo, no tiene nada concreto que le puedan quitar. Su parte en la riqueza nacional consiste en ropas y en muebles y, de tanto en tanto, en muy raros casos, una casa muy mal amueblada. Pero vosotros tenéis riquezas por valor de veinticuatro mil millones, y la plutocracia los tomará. Desde luego, es mucho más verosímil que el proletariado os los tome antes. ¿Comprendéis, señores, vuestra situación? La clase media es el corderito temblando entre el león y el tigre. Ha de ser de uno o de otro. Y si la plutocracia os toma primero, el proletariado tomará a la plutocracia enseguida. No es más que una cuestión de tiempo.
Además, vuestra riqueza actual no da la verdadera medida de vuestro poder. En este momento, la fuerza de vuestra riqueza no es más que una nuez vacía. Es por eso que lanzáis vuestro lastimero grito de guerra: «¡Volvamos a los métodos de nuestros padres!» Sentís vuestra impotencia y el vacío de vuestra nuez. Voy a demostraron su vacuidad.
¿Qué poder poseen los granjeros? Más del cincuenta por ciento están en servidumbre por su mera condición de arrendatarios o porque están hipotecados; y todos están bajo tutela por el hecho de que ya los trusts poseen o gobiernan (lo que es la misma cosa, en el mejor de los casos) todos los medios para colocar los productos en el mercado, tales como los aparatos frigoríficos o elevadores, ferrocarriles y líneas de vapores. Además, los trusts gobiernan los mercados. En cuanto al poder político y gubernamental de los granjeros, me ocuparé de él en seguida, cuando hable del de toda la clase media.
Día a día los trusts exprimen a los granjeros, como exprimieron y estrangularon al señor Calvin y a todos los lecheros. Y día a día los comerciantes son aplastados de la misma manera. ¿Os acordáis cómo en seis meses el trust del tabaco barrió más de cuatrocientos estancos nada más que en la ciudad de Nueva York? ¿En dónde están los antiguos propietarios de minas de carbón? Vosotros sabéis, sin que necesite decíroslo, que el trust de los ferrocarriles detenta o gobierna la totalidad de los terrenos mineros de antracita y bituminosos. ¿No posee la Standard Oil Trust
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unas veinte líneas marítimas? ¿No controla también el cobre, sin contar con el trust de los altos hornos que ha montado como una pequeña empresa secundaria? Esta noche hay en los Estados Unidos diez mil ciudades que están iluminadas por compañías dependientes de la Standard Oil y hay además tantas cuyos transportes eléctricos, urbanos, suburbanos o interurbanos están en sus manos. Los pequeños capitalistas que en otro tiempo estaban interesados en esos miles de empresas han desaparecido. Vosotros lo sabéis. Es el mismo camino que estáis siguiendo.
Ocurre con los pequeños fabricantes lo que con los granjeros, en resumen, unos y otros están reducidos a la dependencia feudal. Y se puede decir otro tanto de los profesionales y de los artistas: en la época actual son en todo, menos de, nombre; villanos, como los políticos son mucamos. ¿Por qué usted, señor Calvin, se pasa sus días y sus noches organizando a los granjeros, lo mismo que al resto de la clase media, en un nuevo partido político? Porque los políticos de los viejos partidos no quieren tener nada que ver con sus ideas atávicas; y no lo quieren porque son lo que he dicho: los, mucamos, los sirvientes de la plutocracia.
He dicho también que los profesionales y los artistas eran los plebeyos del régimen actual. ¿Acaso son otra cosa? Del primero al último, profesores, predicadores, editores, se mantienen en sus empleos sirviendo a la plutocracia, y su servicio consiste en no propagar otras ideas que das inofensivas o elogiosas para los ricos. Cuantas veces se ponen a divulgar ideas amenazantes para éstos, pierden sus puestos; en este caso, si no guardaron algunos ahorros para los malos tiempos, descienden al proletariado y vegetan en la miseria o se hacen agitadores populares. Y no olvidéis que la prensa, el púlpito o la Universidad modelan a la opinión pública y marcan el paso a la marcha mental de la nación. En cuanto a los artistas, sirven simplemente de agentes para los gustos más o menos innobles de la plutocracia.
Pero, después de todo, la riqueza no constituye por sí misma el verdadero poder, que es gubernamental por excelencia. ¿Quién rige hoy al gobierno? ¿Acaso el proletariado con sus veinte millones de seres alistados en múltiples ocupaciones? Vosotros mismos os reís a la sola idea. ¿Acaso la clase media con sus ocho millones de hombres ejerciendo diversas profesiones? Tampoco. ¿Quién dirige entonces al gobierno? Es la plutocracia con su mezquino cuarto de millón de personas ocupadas. Sin embargo, ni siquiera es ese cuarto de millón de hombres quien lo dirige realmente, aunque le preste servicios de guardia voluntaria. El cerebro de la plutocracia que dirige al gobierno se compone de siete pequeños y poderosos grupos. Y no olvidéis que esos grupos obran más o menos al unísono
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Permitidme que os esboce el poder de uno solo de esos grupos, el de los ferrocarriles. Emplea cuarenta mil abogados para rechazar las demandas del público ante los tribunales. Distribuye innumerables pases gratuitos de circulación entre jueces, banqueros, directores de diarios, ministros del culto, miembros de las universidades, de las legislaturas estaduales y del Congreso. Sostiene lujosos salones de intriga, lobbies
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, en las cabeceras de cada Estado y en la capital; y en todas las ciudades grandes y pequeñas del país emplea un inmenso ejército de curiales y politicastros cuya misión es asistir a los comités electorales y asambleas de partidos, de enredar a los jurados, de corromper a los jueces y de trabajar de cualquier manera por sus intereses
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Señores, no he hecho más que esbozar el poderío de uno de los siete grupos que forman el cerebro de la plutocracia
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. Vuestros veinticinco mil millones de riqueza no os dan derecho más que a veinticinco centavos de poder gubernamental. Es una nuez vacía y pronto hasta ésta os la van a quitar. Hoy la plutocracia tiene todo el poder en sus manos. Ella es la que fabrica las leyes, pues posee el Senado, el Congreso de los Diputados, las Cortes y las Legislaturas de los Estados. Pero no es eso todo. Detrás de la ley es menester una fuerza para ejecutarla. Hoy la plutocracia hace la ley y, para imponerla, tiene a su disposición la policía, el ejército, la marina y por fin la milicia, es decir, vosotros y yo, todos nosotros.
Después de estas palabras, la discusión se apagó, y pronto los convidados se levantaron de la mesa. Aquietados y domados, bajaban la voz para despedirse. Se los hubiera creído todavía espantados de la visión del futuro que habían contemplado.
—Indudablemente, la situación es seria —dijo el señor Calvin a Ernesto—. Tal como usted la ha pintado, yo no veo que se la pueda rectificar. No estoy en desacuerdo con usted sino con respecto a su condena a la clase media. Nosotros sobreviviremos y derribaremos a los trusts…
—Y usted volverá a los métodos de sus padres concluyó Ernesto.
—Perfectamente. Sé que en cierto modo somos destructores de máquinas y que eso es un absurdo. Pero hoy toda la vida parece absurda a consecuencia de las maquinaciones de la plutocracia. De cualquier modo, nuestra manera de destrozar las máquinas es práctica y posible, en tanto que su sueño no lo es. Su sueño socialista no es más que una quimera. Nosotros no podremos seguirlo a usted.
—Me gustaría mucho ver en usted, en usted y en los suyos, algunas nociones sobre la evolución sociológica —respondió Ernesto con tono preocupado cuando le dio la mano—. Eso nos ahorraría muchas dificultades.
Después de la cena de los hombres de negocios, se sucedieron como el rayo acontecimientos terriblemente importantes; y mi pobre pequeña vida, que había pasado por completo en la quietud de nuestra ciudad universitaria, fue arrastrada con todas mis aventuras personales al vasto torbellino de las aventuras mundiales. ¿Fue mi amor por Ernesto lo que hizo de mí una revolucionaria o lo fue su claro punto de vista desde el cual me había hecho contemplar la sociedad en que vivía? No lo sé a punto fijo. Pero me hice revolucionaria y me encontré hundida en un caos de incidentes que me hubiesen parecido inconcebibles tres meses antes. Las turbulencias de mi destino coincidieron con grandes crisis sociales.
Para comenzar, mi padre fue expulsado de la Universidad. ¡Oh!, tal vez exagero en la expresión: simplemente le pidieron su renuncia, eso fue todo. La cosa no tenía una importancia esencial. A decir verdad, mi padre se quedó encantado. Según él, su despido, precipitado por la publicación de su libro «Economía y Educación», no hacía más que confirmar su tesis. ¿Podía darse una prueba más concluyente de que la instrucción pública estaba dominada por la clase capitalista?
Esta confirmación, empero, no vio la luz pública, pues nadie se enteró de que había sido obligado a retirarse de la Universidad. Era un sabio tan eminente, que semejante noticia, publicada con motivo de su renuncia forzosa, hubiera conmovido al mundo entero. Los diarios destilaron alabanzas y honores sobre él, felicitándolo por haber renunciado a la pesada tarea de las clases para consagrar todo su tiempo a las investigaciones científicas.
Papá comenzó por reírse; luego se enojó (en dosis tónica). Ocurrió entonces que su libro fue suprimido. Esta supresión se produjo en un secreto tal, que al principio nos quedamos en ayunas. Inmediatamente de publicada, la obra había causado cierta emoción en el país. La prensa capitalista lo había zamarreado cortésmente a papá: en general, lamentaba que un sabio tan grande hubiese salido de su dominio para aventurarse en el de la sociología, que le era perfectamente desconocido y en donde no había tardado en extraviarse. Todo eso duró una semana, durante la cual papá bromeaba, diciendo que había tocado en la llaga al capitalismo. Luego, repentinamente, se hizo el silencio en los diarios y en las revistas críticas y el libro desapareció de la circulación en una forma no menos repentina. Era imposible encontrar un solo ejemplar en ninguna librería. Papá escribió a los editores, y le respondieron que las planchas habían sido deterioradas accidentalmente. Se sucedió una correspondencia confusa. Puestos entre la espada y la pared, los editores terminaron por confesar que no veían la posibilidad de reimprimir su obra, pero que estaban dispuestos a cederle sus derechos de autor.
—En todo el país —le dijo Ernesto— no encontrará usted otra casa editora que consienta negociar. En su lugar, me pondría de inmediato a cubierto, pues esto no es más que un pregusto de lo que le reserva el Talón de Hierro.
Papá era ante todo un sabio y nunca se creía autorizado a saltar enseguida a las conclusiones. Para él, un experimento de laboratorio no merecía ese nombre si no se lo había seguido hasta en sus menores detalles. Así, pues, emprendió pacientemente una gira entre los editores. Todos le dieron una multitud de pretextos, pero ninguno quiso encargarse del libro.
Cuando se enteró de que su obra había sido secuestrada, papá intentó informarle al público, pero sus comunicados a la prensa no recibieron respuesta. En una reunión socialista a la que asistían muchos reporteros, creyó haber encontrado la ocasión pare romper el silencio: se levantó y contó la historia de este escamoteo. Al día siguiente, al leer los diarios, se puso a reír al principio; después entró en un estado de ira en que toda calidad tónica estaba suprimida. Las crónicas no decían una sola palabra de su libro, pero disfrazaban su conducta de una manera deliciosa: Habían deformado sus palabras y sus frases y transformado sus observaciones sobrias y mesuradas en un discurso de anarquista de barricada. Estaba hecho con mucha habilidad. Recuerdo particularmente un ejemplo: papá había empleado el término «revolución social» y el cronista había omitido simplemente el término «social». La información había sido transmitida a todo el país por la Associated Press, y en todos lados provocó gritos de reprobación. Papá fue conocido entonces como anarquista o nihilista; una caricatura vastamente difundida lo representó blandiendo una bandera roja a la cabeza de una banda grosera y salvaje armada de antorchas, de cuchillos y de bombas de dinamita.