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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (3 page)

¡Cómo vive en mi memoria esta escena! Me parece oírlo, con su entonación de guerra: los azotaba con un haz de hechos, cada uno de los cuales era una vara cimbreante.

Era implacable. No pedía ni daba cuartel. Nunca olvidaré la tunda final que les infligió.

—Esta noche habéis reconocido en varias ocasiones, por confesión espontánea o por vuestras declaraciones ignorantes, que desconocéis a la clase obrera. No os censuro, pues ¿cómo podríais conocerla? Vosotros no vivís en las mismas localidades, pastáis en otras praderas con la clase capitalista. ¿Y por qué obraríais en otra forma? Es la clase capitalista la que os paga, la que os alimenta, la que os pone sobre los hombros los hábitos que lleváis esta noche. A cambio de eso, predicáis a vuestros patrones las migajas de metafísica que les son particularmente agradables y que ellos encuentran aceptables porque no amenazan el orden social establecido.

A estas palabras siguió un murmullo de protesta alrededor de la mesa.

—¡Oh!, no pongo en duda vuestra sinceridad prosiguió Ernesto. Sois sinceros: creéis lo que predicáis. En eso consiste vuestra fuerza y vuestro valor a los ojos de la clase capitalista. Si pensaseis en modificar el orden establecido, vuestra prédica tornaríase inaceptable a vuestros patrones y os echarían a la calle. De tanto en tanto, algunos de vosotros han sido así despedidos. ¿No tengo razón?
[13]
.

Esta vez no hubo disentimiento. Todos guardaron un mutismo significativo, a excepción del doctor Hammerfield, que declaró:

—Cuando su manera de pensar es errónea, se les pide la renuncia.

—Lo cual es lo mismo que decir cuando su manera de pensar es inaceptable. Así, pues, yo os digo sinceramente: continuad predicando y ganando vuestro dinero, pero, por el amor del cielo, dejad en paz a la clase obrera. No tenéis nada de común con ella, pertenecéis al campo enemigo. Vuestras manos están blancas porque otros trabajan para vosotros. Vuestros estómagos están cebados y vuestros vientres son redondos. —Aquí el doctor Ballingford hizo una ligera mueca y todos miraron su corpulencia prodigiosa. Se decía que desde hacia muchos años no podía veme los pies—. Y vuestros espíritus están atiborrados de una amalgama de doctrinas que sirve para cimentar los fundamentos del orden establecido. Sois mercenarios, sinceros, os concedo, pero con el mismo título que lo eran los hombres de la Guardia Suiza
[14]
. Sed fieles a los que os dan el pan y la sal, y la paga; sostened con vuestras prédicas los intereses de vuestros empleadores. Pero no descendáis hasta la clase obrera para ofreceros en calidad de falsos guías, pues no sabríais vivir honradamente en los dos campos a la vez. La clase obrera ha prescindido de vosotros. Y creédmelo, continuará prescindiendo. Finalmente, se libertará mejor sin vosotros que con vosotros.

CAPÍTULO II:
LOS DESAFÍOS

En cuanto los invitados se fueron, mi padre se dejó caer en un sillón y se entregó a las explosiones de una alegría pantagruélica. Nunca, después de la muerte de mi madre, lo habla visto reírse con tantas ganas.

—Apostaría cualquier cosa a que al doctor Hammerfield nunca le había tocado nada semejante en su vida —dijo entre dos accesos de risa—. ¡Oh, la cortesía de las controversias eclesiásticas! ¿No notaste que comenzó como un cordero, me refiero a Everhard, para mudarse de pronto en un león rugiente? Es un espíritu magníficamente disciplinado. Habría podido ser un sabio de primer plano si su energía se hubiese orientado en ese sentido.

¿Necesito confesar que Ernesto Everhard me interesaba profundamente, no sólo por lo que pudiera decir o por su manera de decirlo, sino por sí mismo, como hombre? Nunca había encontrado a alguien parecido, y es por eso, supongo, que a pesar de mis veinticuatro años cumplidos, todavía no me había casado. De todas maneras, debo confesar que me agradaba y que mi simpatía fincaba en algo más que en su inteligencia dialéctica. A pesar de sus bíceps, de su pecho de boxeador, me producía el efecto de un muchacho cándido. Bajo su disfraz de fanfarrón intelectual, adivinaba un espíritu delicado y sensitivo: Estas impresiones me eran transmitidas por vías que no sé definir sino como mis intuiciones femeninas.

En su llamada de clarín había algo que había penetrado en mi corazón. Me parecía oírlo todavía y deseaba escucharlo de nuevo. Me habría gustado ver otra vez en sus ojos ese relámpago de alegría que desmentía la impasible seriedad de su rostro. Otros sentimientos vagos, pero más profundos, bullían dentro de mí. Ya casi lo amaba. Supongo, empero, que si nunca más lo hubiera vuelto a ver, esos sentimientos imprecisos se habrían esfumado y que lo habría olvidado fácilmente.

Pero no era mi sino no volver a verlo. El interés que mi padre sentía desde hacia poco por la sociología y las comidas que daba regularmente excluían esta eventualidad. Papá no era sociólogo: su especialidad científica era la física y sus investigaciones de esta rama habían sido fructuosas. Su matrimonio lo había hecho perfectamente dichoso; pero después de la muerte de mi madre, sus trabajos no pudieron llenar el vacío. Se ocupó de filosofía con un interés al comienzo indeciso y moderado, luego creciente de día en día; se sintió atraído por la economía política y por las ciencias sociales, y como poseía un sentimiento de justicia muy vivo, no tardó en apasionarse por el enderezamiento de entuertos. Advertí con gratitud estas muestras de un interés remozado por la vida, sin sospechar adónde sería llevada la nuestra. Con el entusiasmo de un adolescente, se entregó con alma y vida a sus nuevas investigaciones, sin preocuparse ni remotamente adónde lo llevarían.

Acostumbrado de tanto tiempo al laboratorio, hizo de su comedor un laboratorio social. Gentes de todas clases y de todas las condiciones se encontraban allí reunidas: sabios,' políticos, banqueros, comerciantes, profesores, jefes obreristas, socialistas y anarquistas. Los incitaba a discutir entre ellos y después analizaba las ideas de los polemistas sobre la vida y sobre la sociedad.

Había trabado conocimiento con Ernesto poco antes de la «noche de los predicantes». Después que se marcharon los convidados, me contó cómo lo había encontrado. Una tarde, en una calle, se había detenida para escuchar a un hombre que, encaramado en un cajón de jabón, hablaba ante un grupo de obreros. Era Ernesto. Perfectamente imbuido de las doctrinas del Partido Socialista, era considerado como uno de sus jefes y reconocido como tal en la filosofía del socialismo. Poseyendo el don de presentar en lenguaje simple y claro las más abstractas cuestiones, este educador de nacimiento no creía descender porque se trepase a un cajón para explicar economía política a los trabajadores.

Mi padre se interesó en el discurso, convino una cita con el orador y, una vez trabado el conocimiento, lo invitó a la cena de los reverendos. Me reveló enseguida algunos informes que había podido recoger sobre él. Ernesto era hijo de obreros, aunque descendía de una vieja familia establecida desde hacía más de doscientos años en América
[15]
. A los diez años se había ido a trabajar a una fábrica y más tarde había hecho su aprendizaje como herrero. Era un autodidacto: había estudiado solo francés y alemán, y en esa época ganaba mediocremente su vida traduciendo obras científicas y filosóficas para una insegura casa de ediciones socialistas de Chicago. A este salario se agregaban algunos derechos de autor de sus propias obras, cuya venta era restringida. Esto fue lo que pude saber de él antes de ir a la cama; me quedé mucho rato desvelada escuchando de memoria el sonido de su voz. Me asusté de mis propios pensamientos. ¡Se semejaba tan poco a los hombres de mi clase, me parecía tan extraño, tan fuerte! Su dominio me encantaba y me aterrorizaba a la vez, y mi fantasía se echó a volar tan bien que al cabo me sorprendí considerándolo como enamorado. Y como marido. Siempre había oído decir que en los hombres la fuerza es una irresistible atracción para las mujeres, pero éste era demasiado fuerte. «¡No, no —exclamé—, es imposible, absurdo!» Y a la mañana siguiente, al despertarme, descubrí en mí el deseo de volver a verlo, de asistir a su victoria en una nueva discusión, de vibrar una vez más ante su entonación de combate, de admirarlo en toda su certidumbre y su fuerza, despedazando la suficiencia de los demás y sacudiéndoles sus pensamientos fuera de su rutina. ¿Qué importaba su fanfarronada? Según sus propios términos, ella funcionaba, producía sus efectos. Además, su fanfarronada era bella para verla, excitante como un comienzo de batalla.

Pasaron varios días, empleados en leer los libros de Ernesto que papá me había prestado. Su palabra escrita era como su pensamiento hablado: clara y convincente. Su simplicidad absoluta persuadía aunque uno dudase todavía. Tenía el don de la lucidez. Su exposición del tema era perfecta. Sin embargo, a pesar de su estilo, había un montón de cosas que me desagradaban. Atribuía demasiada importancia a lo que é1 llamaba la lucha de clases, al antagonismo entre el trabajo y el capital, al conflicto de los intereses.

Papá me refirió, divertido, el juicio del doctor Hammerfield sobre Ernesto: «Un mequetrefe insolente, hinchado de suficiencia por un saber insuficiente. No quería encontrarlo de nuevo. El obispo Morehouse, en cambio, se había interesado por Ernesto y deseaba vivamente una nueva entrevista. Un muchacho inteligente —sentenció—, y vivaz, demasiado vivaz, pero es demasiado seguro, demasiado seguro».

Ernesto volvió una tarde con mi padre. El obispo Morehouse había llegado ya, y tomábamos el té en la veranda. Debo aclarar que la presencié prolongada de Ernesto en Berkeley se debía al hecho de que seguía cursos especiales de biología en la Universidad y también porque trabajaba mucho en una nueva obra titulada Filosofía y Revolución
[16]

Cuando Ernesto entró, la veranda pareció súbitamente achicada. No es que fuese extraordinariamente grande —no medía más que 1,75m—, sino que parecía irradiar una atmósfera de grandeza. Al detenerse para saludarme, manifestó una ligera vacilación en extraño desacuerdo con sus ojos intrépidos y su apretón de manos; éste era seguro y firme, lo mismo que sus ojos, que esta vez, empero, parecían contener una pregunta mientras me miraba, como el primer día, demasiado detenidamente.

—He leído su Filosofía de las clases trabajadoras —le dije, y vi brillar sus ojos de alegría.

—Naturalmente —me respondió—, usted habrá tenido en cuenta el auditorio al cual estaba dirigida la conferencia.

—Sí, y es a propósito de esto que quiero discutir con usted.

—Yo también tengo que pedirle algunas aclaraciones —dijo el obispo Morehouse. Ante este doble desafío, Ernesto se alzó de hombros con aire jovial y aceptó una taza de té.

El obispo se inclinó para cederme la precedencia.

—Usted fomenta el odio de clases —le dije a Ernesto. Me parece que ese llamado a todo lo que hay de estrecho y de brutal en la clase obrera es un error y un crimen. El odio de clases es antisocial y lo considero antisocialista.

—Pido un veredicto de inocencia —respondió—. No hay odio de clases ni en la letra ni en el espíritu de ninguna de mis obras.

—¡Oh! —exclamé con aire de reproche.

Tomé mi libro y lo abrí.

Ernesto bebía su té, tranquilo y sonriente, mientras yo hojeaba.

—Página ciento treinta y dos —leí en alta voz—: «En el estado actual del desarrollo social, la lucha de clases se produce, pues, entre la clase que paga los salarios y las clases que los reciben».

Lo miré con aire triunfal.

—Ahí no hay nada que tenga que ver con el odio de clases me dijo sonriendo.

—Usted dice «lucha de clases».

—No es lo mismo. Y, créame, nosotros no fomentamos el odio; decimos que la lucha de clases es una ley del desenvolvimiento social. Nosotros no somos responsables de esa ley, puesto que no la hacemos. Nos limitamos a explicarla, de la misma manera que Newton explicaba a gravedad. Simplemente, analizamos la naturaleza del conflicto de intereses que produce la lucha de clases.

—Pero no debería haber conflicto de intereses —exclamé.

—Estoy completamente de acuerdo —respondió—. Y es precisamente la abolición de ese conflicto de intereses el que tratamos de provocar nosotros los socialistas. Dispénseme, déjeme que le lea otro asaje. —Le alcancé el libro y volvió algunas páginas—. Página ciento veintiséis: «El ciclo de las luchas de clases que comenzó con la disolución del comunismo primitivo de la tribu y el nacimiento de la propiedad individual, terminará con la supresión de la apropiación individual de los medios de existencia social».

—Yo no estoy de acuerdo con usted —atajó el obispo, y su cara pálida se encendió ligeramente por la intensidad de sus sentimientos—. Sus premisas son falsas. No existen conflictos de intereses entre el trabajo y el capital, o por lo menos, no debieran existir.

—Le agradezco —dijo Ernesto gravemente— que me haya devuelto mis premisas en su última proposición.

—¿Pero por qué tiene que haber conflicto? —preguntó el obispo acaloradamente.

—Supongo que porque estamos hechos así —dijo Ernesto alzándose de hombros.

—¡Es que no estamos hechos así!

—¿Pero usted me está hablando del hombre ideal, despojado de egoísmo? —preguntó Ernesto. Son tan pocos que tenemos el derecho de considerarlos prácticamente inexistentes. ¿O quiere usted hablarme del hombre común y ordinario?

—Hablo del hombre ordinario.

—¿Débil, falible y sujeto a error?

El obispo hizo un signo de asentimiento.

—¿Y mezquino y egoísta?

El pastor renovó su gesto.

—Preste atención —declaró Ernesto—. He dicho egoísta.

El hombre ordinario es egoísta afirmó valientemente el obispo.

¿Quiere conseguir todo lo que pueda tener?

—Quiere tener lo más posible; es deplorable, pero es cierto.

—Entonces lo atrapé—. Y la mandíbula de Ernesto chasqueó como el resorte de una trampa. Tomemos un hombre que trabaje en los tranvías.

—No podría trabajar si no hubiese capital —interrumpió el obispo.

—Es cierto, y usted estará de acuerdo en que el capital perecería si no contase con la mano de obra para ganar dividendos.

El obispo no contestó.

—¿No es usted de mi opinión? —insistió Ernesto.

El prelado asintió con la cabeza.

—Entonces, nuestras dos proposiciones se anulan recíprocamente y nos volvemos a encontrar en el punto de partida. Empecemos de nuevo: los trabajadores de tranvías proporcionan la mano de obra. Los accionistas proporcionan el capital. Gracias al esfuerzo combinado del trabajo y del capital, el dinero es ganado
[17]
. Se dividen esa ganancia. La parte del capital se llama dividendos; la parte del trabajo se llama salarios.

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