Read El Talón de Hierro Online

Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

El Talón de Hierro (2 page)

Al lanzar este apóstrofe, Ernesto parecía verdaderamente encolerizado. Su faz enrojecida, su ceño arrugado, el fulgor de sus ojos, los movimientos del mentón y de la mandíbula, todo denunciaba un humor agresivo. Era, empero, una de sus maneras de obrar. Una manera que excitaba siempre a la gente: su ataque fulminante la ponía fuera de sí. Ya nuestros convidados olvidaban su compostura. El obispo Morehouse, inclinado hacia delante, escuchaba atentamente. El rostro del doctor Hammerfield estaba rojo de indignación y de despecho. Los otros estaban también exasperados y algunos sonreían con aire de divertida superioridad. En cuanto a mí, encontraba la escena muy alegre. Miré a papá y me pareció que iba a estallar de risa al comprobar el efecto de esta bomba humana que había tenido la audacia de introducir en nuestro medio.

—Sus palabras son un poco vagas —le interrumpió el doctor Hammerfield—. ¿Qué quiere usted decir exactamente cuando nos llama metafísicos?

—Os llamo metafísicos —replicó Ernesto— porque razonáis metafísicamente. Vuestro método es opuesto al de la ciencia y vuestras conclusiones carecen de toda validez. Probáis todo y no probáis nada; no hay entre vosotros dos que puedan ponerse de acuerdo sobre un punto cualquiera. Cada uno de vosotros se recoge en su propia conciencia para explicarse el universo y él mismo. Intentar explicar la conciencia por sí misma es igual que tratar de levantarse del suelo tirando de la lengüeta de sus propias botas.

—No comprendo —intervino el obispo Morehouse—.

Me parece que todas las cosas del espíritu son metafísicas.

Las matemáticas, las más exactas y profundas de todas las ciencias, son puramente metafísicas. El menor proceso mental del sabio que razona es una operación metafísica. Usted, sin duda, estará de acuerdo con esto.

—Como usted mismo lo dice —sostuvo Ernesto—, usted no comprende. El metafísico razona por deducción, tomando como punto de partida su propia subjetividad; el sabio razona por inducción, basándose en los hechos proporcionados por la experiencia. El metafísico procede de la teoría a los hechos; el sabio va de los hechos a la teoría. El metafísico explica el universo según él mismo; el sabio se explica a sí mismo según el universo.

—Alabado sea Dios porque no somos sabios —murmuró el doctor Hammerfield con aire de satisfacción beata.

—¿Qué sois vosotros, entonces?

—Somos filósofos.

—Ya alzasteis el vuelo —dijo Ernesto riendo—. Os salís del terreno real y sólido y os lanzáis a las nubes con una palabra a manera de máquina voladora. Por favor, vuelva a bajar usted y dígame a su vez qué entiende exactamente por filosofía.

—La filosofía es… —el doctor Hammerfield se compuso la garganta— algo que no se puede definir de manera comprensiva sino a los espíritus y a los temperamentos filosóficos. El sabio que se limita a meter la nariz en sus probetas no podría comprender la filosofía.

Ernesto pareció insensible a esta pulla. Pero como tenía la costumbre de derivar hacia el adversario el ataque que le dirigían, lo hizo sin tardanza. Su cara y su voz desbordaban fraternidad benigna.

—En tal caso, usted va a comprender ciertamente la definición que voy a proponerle de la filosofía. Sin embargo, antes de comenzar, lo intimo, sea a hacer notar los errores, sea a observar un silencio metafísico. La filosofía ea simplemente la más vasta de todas las ciencias. Su método de razonamiento es el mismo que el de una ciencia particular o el de todas. Es por este método de razonamiento, método inductivo, que la filosofía fusiona todas las ciencias particulares en una sola y gran ciencia. Como dice Spencer, los datos de toda ciencia particular no son más que conocimientos parcialmente unificados, en tanto que la filosofía sintetiza los conocimientos suministrados por todas las ciencias. La filosofía es la ciencia de las ciencias, la ciencia maestra, si usted prefiere. ¿Qué piensa usted de esta definición?

—Muy honorable… muy digna de crédito —murmuró torpemente el doctor Hammerfield.

Pero Ernesto era implacable.

—¡Cuidado! —le advirtió—. Mire que mi definición es fatal para la metafísica: Si desde ahora usted no puede señalar una grieta en mi definición, usted será inmediatamente descalificado por adelantar argumentos metafísicos. Y tendrá que pasarse toda la vida buscando esa paja y permanecer mudo hasta que la haya encontrado.

Ernesto esperó. El silencio se prolongaba y se volvía penoso. El doctor Hammerfield estaba tan mortificado como embarazado. Este ataque a mazazos de herrero lo desconcertaba completamente. Su mirada implorante recorrió toda la mesa, pero nadie respondió por él. Sorprendí a papá resoplando de risa tras su servilleta.

—Hay otra manera de descalificar a los metafísicos —continuó Ernesto, cuando la derrota del doctor fue probada—, y es juzgarlos por sus obras. ¿Qué hacen ellos por la humanidad sino tejer fantasías etéreas y tomar por dioses a sus propias sombras? Convengo en que han agregado algo a las alegrías del género humano, pero ¿qué bien tangible han inventado para él? Los metafísicos han filosofado, perdóneme esta palabra de mala ley, sobre el corazón como sitio de las emociones, en tanto que los sabios formulaban ya la teoría de la circulación de la sangre. Han declamado contra el hambre y la peste como azotes de Dios, mientras los sabios construían depósitos de provisiones y saneaban las aglomeraciones urbanas. Describían a la tierra corno centro del universo, y para ese tiempo los sabios descubrían América y sondeaban el espacio para encontrar en él estrellas y las leyes de los astros. En resumen, los metafísicos no han hecho nada, absolutamente nada, por la humanidad. Han tenido que retroceder paso a paso ante las conquistas de la ciencia. Y apenas los hechos científicamente comprobados habían destruido sus explicaciones subjetivas, ya fabricaban otras nuevas en una escala más vasta para hacer entrar en ellas la explicación de los últimos hechos comprobados. He aquí, no lo dudo, todo lo que continuarán haciendo hasta la consumación, de los siglos. Señores, los metafísicos son hechiceros. Entre vosotros y el esquimal que imaginaba un dios comedor de grasa y vestido de pieles, no hay otra distancia que algunos miles de años de comprobaciones de hechos.

—Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles ha gobernado a Europa durante doce siglos enunció pomposamente el doctor Ballingford; y Aristóteles era un metafísico.

El doctor Ballingford paseó sus ojos alrededor de la mesa y fue recompensado con signos y sonrisas de aprobación.

—Su ejemplo no es afortunado —respondió Ernesto—. Usted evoca precisamente uno de los períodos más sombríos de la historia humana, lo que llamamos siglos de oscurantismo: una época en que la ciencia era cautiva de la metafísica, en que la física estaba reducida a la búsqueda de la piedra filosofal, en que la química era reemplazada por la alquimia y la astronomía por la astrología. ¡Triste dominio el del pensamiento de Aristóteles!

El doctor Ballingford pareció vejado, pero pronto su cara se iluminó y replicó: Aunque admitamos el negro cuadro que usted acaba de pintarnos, usted no puede menos de reconocerle a la metafísica un valor intrínseco, puesto que ella ha podido hacer salir a la humanidad de esta fase sombría y hacerla entrar exila claridad de los siglos posteriores.

—La metafísica no tiene nada que ver en todo eso —contestó Ernesto.

—¡Cómo! —exclamó el doctor Hammerfield—. ¿No fue, acaso, el pensamiento especulativo el que condujo a los viajes de los descubridores?

—¡Ah, estimado señor! —dijo Ernesto sonriendo—, lo creía descalificado. Usted no ha encontrado todavía ninguna pajita en mi definición de la filosofía, de modo que usted está colgado en el aire. Sin embargo, como sé que es una costumbre entre los metafísicos, lo perdono. No, vuelvo a decirlo, la metafísica no tiene nada que ver con los viajes y descubrimientos. Problemas de pan y de manteca, de seda y de joyas, de moneda de oro y de vellón e, incidentalmente, el cierre de las vías terrestres comerciales hacia la India, he aquí lo que provocó los viajes de descubrimiento. A la caída de Constantinopla, en mil cuatrocientos cincuenta y tres, los turcos bloquearon el camino de las caravanas de hindúes, obligando a los traficantes de Europa a buscar otro. Tal fue la causa original de esas exploraciones. Colón navegaba para encontrar un nuevo camino a las Indias; se lo dirán a usted todos los manuales de historia. Por mera incidencia se descubrieron nuevos hechos sobre la naturaleza, magnitud y forma de la tierra, con lo que el sistema de Ptolomeo lanzó sus últimos resplandores.

El doctor Hammerfield emitió una especie de gruñido.

—¿No está de acuerdo conmigo? —preguntó Ernesto. Diga entonces en dónde erré. —No puedo sino mantener mi punto de vista —replicó ásperamente el doctor Hammerfield—. Es una historia demasiado larga para que la discutamos aquí.

—No hay historia demasiado larga para el sabio —dijo Ernesto con dulzura—. Por eso el sabio llega a cualquier parte; por eso llegó a América.

No tengo intenciones de describir la velada entera, aunque no me faltan deseos, pues siempre me es grato recordar cada detalle de este primer encuentro, de estas primeras horas pasadas con Ernesto Everhard.

La disputa era ardiente y los prelados se volvían escarlata, sobre todo cuando Ernesto les lanzaba los epítetos de filósofos románticos, de manipuladores de linterna mágica y otros del mismo estilo. A cada momento los detenía para traerlos a los hechos: «Al hecho, camarada, al hecho insobornable», proclamaba triunfalmente cada vez que asestaba un golpe decisivo. Estaba erizado de hechos. Les lanzaba hecho contra las piernas para hacerlos tambalear, preparaba hechos en emboscadas, los bombardeaba con hechos al vuelo.

—Toda su devoción se reserva al altar del hecho —dijo el doctor Hammerfield.

—Sólo el hecho es Dios y el señor Everhard su profeta parafraseó el doctor Ballingford.

Ernesto, sonriendo, hizo una señal de asentimiento.

—Soy como el tejano —dijo; y como lo apremiasen para que lo explicara, agregó—: Sí, el hombre de Missouri dice siempre: «Tiene que mostrarme eso»; pero el hombre de Tejas dice: «Tengo que ponerlo en la mano». De donde se desprende que no es metafísico.

En cierto momento, como Ernesto afirmase que los filósofos metafísicos no podrían soportar la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield tronó de repente:

—¿Cuál es la prueba de la verdad, joven? ¿Quiere usted tener la bondad de explicarnos lo que durante tanto tiempo ha embarazado a cabezas más sabias que la suya?

—Ciertamente —respondió Ernesto con esa seguridad que los ponía frenéticos—. Las cabezas sabias han estado mucho tiempo y lastimosamente embarazadas por encontrar la verdad, porque iban a buscarla en el aire, allá arriba. Si se hubiesen quedado en tierra firme la habrían encontrado fácilmente. Sí, esos sabios habrían descubierto que ellos mismos experimentaban precisamente la verdad en cada una de las acciones y pensamientos prácticos de su vida.

—¡La prueba! ¡El criterio! —repitió impacientemente— el doctor Hammerfield. Deje a un lado los preámbulos. Dénoslos y seremos como dioses.

Había en esas palabras y en la manera en que eran dichas un escepticismo agresivo e irónico que paladeaban en secreto la mayor parte de los convidados, aunque parecía apenar al obispo Morehouse.

—El doctor Jordan
[10]
lo ha establecido muy claramente —respondió Ernesto—. He aquí su medio de controlar una verdad: "¿Funciona? ¿Confiaría usted su vida a ella?

—¡Bah! En sus cálculos se olvida usted del obispo Berkeley
[11]
—ironizó el doctor Hammerfield—. La verdad es que nunca lo refutaron.

—El más noble metafísico de la cofradía —afirmó Ernesto sonriendo—, pero bastante mal elegido como ejemplo. Al mismo Berkeley se lo puede tomar como ejemplo de que su metafísica no funcionaba.

Al punto el doctor Hammerfield se encendió de cólera, ni más ni menos que si hubiese sorprendido a Ernesto robando o mintiendo.

—Joven —exclamó con voz vibrante—, esta declaración corre pareja con todo lo que ha dicho esta noche. Es una afirmación indigna y desprovista de todo fundamento.

—Heme aquí aplastado —murmuró Ernesto con compunción—. Desgraciadamente, ignoro qué fue lo que me derribó. Hay que «ponérmelo en la mano», doctor.

—Perfectamente, perfectamente —balbuceó el doctor Hammerfield—. Usted no puede afirmar que el obispo Berkeley hubiese testimoniado que su metafísica no fuese práctica. Usted no tiene pruebas, joven, usted no sabe nada de su metafísica. Esta ha funcionado siempre.

—La mejor prueba a mis ojos de que la metafísica de Berkeley no ha funcionado es que Berkeley mismo —Ernesto tomó aliento tranquilamente— tenía la costumbre de pasar por las puertas y no por las paredes, que confiaba su vida al pan, a la manteca y a los asados sólidos, que se afeitaba con una navaja que funcionaba bien.

—Pero ésas son cosas actuales y la metafísica es algo del espíritu —gritó el doctor. —¿Y no es en espíritu que funciona? —preguntó suavemente Ernesto.

El otro asintió con la cabeza.

—Pues bien, en espíritu una multitud de ángeles pueden balar en la punta de una aguja —continuó Ernesto con aire pensativo—. Y puede existir un dios peludo y bebedor de aceite, en espíritu. Y yo supongo, doctor, que usted vive igualmente en espíritu, ¿no?

—Sí, mi espíritu es mi reino —respondió el interpelado.

—Lo que es una manera de confesar que usted vive en el vacío. Pero usted regresa a la tierra, estoy seguro, a la hora de la comida o cuando sobreviene un terremoto.

—¿Sería usted capaz de decirme que no tiene ninguna aprensión durante un cataclismo de esa clase, convencido de que su cuerpo insubstancial no puede ser alcanzado por un ladrillo inmaterial? Instantáneamente, y de una manera puramente inconsciente, el doctor Hammerfield se llevó la mano a la cabeza en donde tenía una cicatriz oculta bajo sus cabellos. Ernesto había caído por mera casualidad en un ejemplo de circunstancia, pues durante el gran terremoto
[12]
el doctor había estado a punto de ser muerto por la caída de una chimenea. Todos soltaron la risa.

—Pues bien, —hizo saber Ernesto cuando cesó la risa —, estoy esperando siempre las pruebas en contrario— y en el medio del silencio general, agregó: —No está del todo mal el último de sus argumentos, pero no es el que le hace falta.

El doctor Hammerfield estaba temporariamente fuera de combate, pero la batalla continuó en otras direcciones. De a uno en uno, Ernesto desafiaba a los prelados. Cuando pretendían conocer a la clase obrera, les exponía a propósito verdades fundamentales que ellos no conocían, desafiándolos a que lo contradijeran. Les ofrecía hechos y más hechos y reprimía sus impulsos hacia la luna trayéndolos al terreno firme.

Other books

Kissing Brendan Callahan by Susan Amesse
Booked by Kwame Alexander
Past Perfect by Susan Isaacs
Surrender by Brenda Joyce
Any Man So Daring by Sarah A. Hoyt
A Useless Man by Sait Faik Abasiyanik