—Por este camino pasamos por la caseta de los botes —explicó la señora Oliver.
Mientras hablaba surgió ante su vista la caseta de los botes. Era una pintoresca casita con techo de paja, proyectada sobre el río.
—Ahí es donde estará el cadáver —dijo la señora Oliver—. El cadáver de la Persecución del Asesino, quiero decir.
—¿Y quién va a ser el asesinado?
—Ah, una excursionista, que en realidad es la primera mujer de un investigador atómico; una yugoslava —dijo la señora Oliver con ligereza—. Naturalmente, parece que el que la mató fue el investigador atómico, pero, claro, no es tan sencillo como eso...
—Claro que no... Estando usted por medio...
La señora Oliver aceptó el cumplido con un movimiento ondulante de la mano.
—En realidad —dijo—, quien la mata es el hacendado, y el motivo es bastante ingenioso, la verdad... No creo que lo adivine mucha gente... aunque en la quinta pista se indica muy claramente.
Poirot abandonó las sutilezas de la trama de la señora Oliver y, aprovechó para hacer una pregunta práctica:
—Pero ¿cómo se las arregla usted para conseguir un cadáver satisfactorio?
—Una exploradora —dijo la señora Oliver—. Iba a ser Sally Legge, pero ahora quieren que se ponga un turbante y lea el porvenir. Conque será una exploradora, llamada Marlene Tucker. Es una mocosa bastante tonta —añadió a modo de explicación—. Es muy fácil, todo se reduce a unos pañuelos de campesina y una mochila... y todo lo que tiene que hacer, cuando oiga que viene alguien, es echarse en el suelo y colocarse la cuerda alrededor del cuello. Bastante aburrido para la pobre chica, allí metida en la caseta, hasta que la encuentren, pero me he ocupado de que tenga un buen montón de «tebeos»... Por cierto, hay una pista para encontrar al asesino, escrito en uno de ellos... Conque todo encaja.
—¡Su inventiva me deja mudo de asombro! ¡Qué de cosas se le ocurren!
—Pensar cosas no es nada difícil —dijo la señora Oliver—. Lo malo es que piensa una demasiadas, y entonces todo se vuelve complicadísimo, y tiene una que desprenderse de algunas ideas, y eso sí que es horroroso. Ahora subiremos por aquí.
Empezaron a subir un sendero empinado y zigzagueante a lo largo del río, pero a un nivel más alto. El sendero, que discurría en medio de los árboles, dio una vuelta brusca y se encontraron en un claro, dominado por un pequeño templete blanco, con columnas. Un joven, vestido con unos viejos pantalones de franela y una camisa de un verde virulento, contemplaba el templete a cierta distancia, con el ceño fruncido. Giró en redondo, volviéndose hacia ellos.
—El señor Michael Weyman; monsieur Hércules Poirot —dijo la señora Oliver.
El joven aceptó la presentación haciendo con la cabeza una inclinación indiferente.
—Es extraordinario —dijo con voz amarga— ¡en qué sitios
pone
la gente las cosas! Esto, por ejemplo. La construyeron hace un año nada más... una cosa bastante bonita en su estilo y a tono con la época de la casa. Pero ¿por qué ponerlo
aquí
? El objeto de estas cosas es que sean visibles, «situado en una eminencia», así es como suelen expresarse, «a la que se llega por un verde campo en el que florecen los narcisos, etc.». Pero aquí tienen a este pobre diablo, perdido en medio de los árboles, invisible desde, todas partes... Tendría usted que echar abajo unos veinte árboles para poderlo ver desde el río.
—Puede que no hubiera otro sitio —dijo la señora Oliver.
Michael Weyman lanzó un bufido.
—En lo alto de aquel montículo cubierto de hierba, junto a la casa... Era el emplazamiento indicado. Pero no, estos ricachones son todos iguales: no tienen sentido artístico. Se le antoja un templete y lo encarga. Mira a su alrededor, para ver dónde lo pone. Luego, creo que un vendaval arrancó un roble muy grande y dejó una calva muy fea. «Ah, pues muy bien... dice el muy bruto... lo adecentaremos poniendo allí un templete.» ¡Es en lo único en que piensan estos ricachones; en «adecentarlo» todo! ¡Me extraña que no haya puesto macizos de geranios rojos y de calceolarias, todo alrededor de la casa! A un hombre así no se le debía consentir tener una propiedad como ésta.
Parecía muy acalorado.
«A ese joven —se dijo Poirot— es evidente que no le gusta sir George Stubbs.»
—Está asentado sobre hormigón —dijo Weyman— y debajo la tierra no es firme; claro, se ha hundido. Está todo agrietado por aquí... pronto constituirá un peligro... Sería mejor echarlo todo abajo y levantarlo de nuevo en lo alto del montículo que está cerca de la casa. Ése es mi consejo, pero el muy testarudo no quiere ni oír hablar ni lo más mínimo de ello.
—¿Y qué hay del pabellón de tenis? —preguntó la señora Oliver.
La expresión del joven se hizo aún más sombría.
—Quiere una especie de pagoda china —dijo, lanzando un gruñido—. ¡Dragones, hágame el favor! Todo porque a lady Stubbs le gusta verse con sombreros chinos. ¿Quién va a querer ser arquitecto? ¡El que quiere que le construyan algo decente no tiene dinero, y los que lo tienen quieren estas barbaridades!
—Le compadezco muy de veras —dijo Poirot gravemente.
—¡George Stubbs! —dijo el arquitecto con desprecio—. ¿Quién se cree que es? Se pasó la guerra emboscado en un cómodo puesto del Almirantazgo, en las tranquilas profundidades de Gales, y se deja crecer la barba para hacer creer que estuvo en servicio activo, en un convoy... al menos, eso es lo que dicen. Está podrido de dinero... ¡lo que se dice podrido!
—Bueno, ustedes los arquitectos necesitan de la gente que tiene dinero para gastar o nunca conseguirían un trabajo —señaló la señora Oliver muy razonablemente. Se puso en marcha hacia la casa y Poirot y el desalentado arquitecto se dispusieron a seguirla.
—Estos ricachones —dijo el último con amargura— no comprenden los principios elementales.
Le dio una patada final al desequilibrado templete.
—Si los cimientos están podridos, todo está podrido.
—Muy profundo es lo que usted dice —dijo Poirot—. Sí, muy profundo.
El sendero salió de la espesura y ante ellos surgió la casa, blanca y hermosa, resaltando contra el fondo de árboles oscuros que sobresalían detrás de ella.
—Sí, es realmente hermosa —murmuró Poirot.
—Quiere construir un salón de billar —dijo el señor Weyman con malignidad.
En un montículo delante de ellos, una señora de edad se afanaba podando un grupo de arbustos. Se enderezó para recibirlos, jadeando ligeramente.
—Todo ha estado tan descuidado durante años... —dijo—. ¡Y es tan difícil hoy en día conseguir un hombre que entienda de arbustos! Esta ladera debía ser una delicia de color, en marzo y abril, pero este año no está nada lucida... Todas estas ramas secas debían haberse podado el otoño pasado...
—Monsieur Hércules Poirot; la señora Folliat —dijo la señora Oliver.
La anciana sonrió.
—¡Conque éste es el gran monsieur Poirot! Es usted muy amable al venir a ayudarnos mañana. Esta señora, que es muy inteligente, ha imaginado una trama de lo más desconcertante... Será una verdadera novedad.
Poirot se sorprendió ante los graciosos modales de la señora. Parecía, pensó, como si fuera ella la anfitriona.
—La señora Oliver es una antigua amiga mía —dijo Poirot cortésmente—. Ha sido para mí un verdadero placer el acceder a su petición. Éste es un lugar verdaderamente precioso, ¡y qué noble y qué magnífica es la casa!
La señora Folliat dijo llanamente:
—Sí. La construyó el bisabuelo de mi marido, en 1790. La casa primitiva, isabelina, fue desmoronándose poco a poco y en 1700 la destruyó el fuego. Nuestra familia ha vivido aquí desde el año 1598.
Habló con voz tranquila y práctica. Poirot la miró con mayor atención. Era una mujer muy pequeña, maciza y vestida con ropa de paño ya muy gastada. El rasgo más notable de su persona eran los ojos, de un color azul claro de porcelana. Llevaba el cabello gris muy recogido con una redecilla. Aunque era evidente que no se preocupaba de su aspecto, tenía ese aire indefinible, tan difícil de explicar, por el que se ve que una persona es alguien.
Mientras, se encaminaban todos juntos hacia la casa, Poirot dijo tímidamente:
—Debe ser duro para usted tener extraños viviendo aquí.
Se produjo una breve pausa antes de que la señora Folliat respondiera. Cuando habló, lo hizo con voz clara y precisa sin mostrar la menor emoción.
—Hay tantas cosas duras, monsieur Poirot —dijo.
Era la señora Folliat la que abría la marcha y Poirot la siguió. La casa era graciosa, de bellas proporciones. La señora Folliat, cruzando una puerta a la izquierda, entró en un pequeño salón amueblado con gusto, pasando de éste al gran salón, lleno de personas que, en aquel momento, parecían hablar todas a un tiempo.
—George —dijo la señora Folliat—, este señor es monsieur Poirot, que ha tenido la amabilidad de venir a ayudarnos. Sir George Stubbs.
Sir George, que estaba hablando en voz muy alta, giró en redondo. Era un hombre alto, de rostro encendido y una barba que resultaba un poco inesperada. Producía el efecto desconcertante del actor que no acaba de decidirse por el papel que más le place y se queda entre el señor campesino y el «diamante en bruto» de los Dominios. Desde luego, no recordaba a la armada, a pesar de las observaciones de Michael Weyman. Sus modales y su voz eran joviales, pero sus ojos eran pequeños y agudos, de un azul muy penetrante. Saludó cordialmente a Poirot.
—Nos alegramos muchísimo de que su amiga la señora Oliver haya conseguido convencerle de que venga —dijo—. Ha sido una idea genial. Será usted causa de una enorme atracción de gente.
Miró a su alrededor, con expresión un poco vaga.
—¡Hattie! —repitió luego el nombre en tono un poco más alto—. ¡Hattie!
Lady Stubbs estaba recostada en un gran sillón, a cierta distancia de los demás. Parecía no prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Miraba sonriendo su mano, extendida en el brazo del sillón. Movía la mano de derecha a izquierda para que la luz se reflejara en las profundidades verdes de una gran esmeralda que lucía en el dedo corazón.
Levantó la vista con cierto sobresalto infantil y dijo:
—¿Cómo está?
Poirot se inclinó sobre su mano.
Sir George continuó haciendo las presentaciones.
—La señora Masterton.
La señora Masterton era una mujer monumental, que a Poirot le recordó vagamente a un sabueso, de mandíbula hundida y ojos grandes, tristes y ligeramente inyectados en sangre. Se inclinó hacia Poirot y reanudó su discurso, con una voz que de nuevo le hizo pensar en el ladrido de un sabueso.
—Esta estúpida discusión sobre la tienda del té tiene que terminarse, Jim —dijo en tono autoritario—. Tienen que avenirse a razones. No podemos hacer fracasar la fiesta por las pendencias locales de esas tontas.
—No, claro —dijo el hombre a quien se dirigía.
—El capitán Warburton —dijo sir George.
El capitán Warburton, que llevaba una chaqueta sport a cuadros y tenía cierto parecido con un caballo, mostró una hilera de blancos dientes en una sonrisa de lobo, continuando luego su conversación.
—No se moleste; yo lo arreglaré —dijo—. Les hablaré paternalmente. ¿Y qué hay de la tienda de la fortuna? ¿En aquel espacio, junto a la magnolia? ¿O al final del césped, junto a los rododendros?
Sir George continuó con las presentaciones.
—El señor y la señora Legge.
Un joven alto, con la cara muy pelada del sol, sonrió de un modo agradable. Su esposa, una atractiva pelirroja de cara pecosa, hizo con la cabeza un saludo amistoso, enfrascándose de nuevo en una controversia con la señora Masterton.
—...junto a la magnolia
no
... el cuello de botella...
—...tenemos que desparramar cosas... pero si hay una pista...
—...mucho más fresco. Quiero decir que, dando el sol de lleno en la casa...
—...y el «tiro al coco»
[2]
no puede estar demasiado cerca de la casa... los chicos son tan locos tirando...
—Y ésta es la señorita Brewis —dijo sir George— que nos gobierna a todos.
La señorita Brewis estaba sentada detrás de la gran bandeja de plata con el servicio de té. Era una mujer delgada, de aspecto eficiente, de unos cuarenta y tantos años y ademanes vivos y agradables.
—¿Cómo está usted, monsieur Poirot? —dijo—. Espero que el tren no haya venido demasiado abarrotado. Los trenes a veces van llenísimos en esta época del año. Le daré una taza de té. ¿Leche? ¿Azúcar?
—Muy poca leche, mademoiselle, y cuatro terrones de azúcar.
Y añadió, mientras la señorita Brewis se encargaba de atender su demanda:
—Ya veo que reina la mayor actividad.
—Sí. Siempre hay tantas cosas que atender en el último minuto... Y la gente de ahora le falla a uno de un modo extraordinario. Las tiendas, las sillas, las cosas de comer... Tiene uno que estarles encima. Me he pasado en el teléfono media mañana.
—¿Qué hay de esas estacas, Amanda? —dijo sir George—. ¿Y los palos extra para el golf de reloj?
[3]
—Todo eso está ya bien claro, sir George. El señor Benson, del club de Golf, fue de lo más notable.
La señorita Brewis le pasó a Poirot su taza.
—¿Un sandwich, monsieur Poirot? Éstos son de tomate y éstos de
foie gras
. Pero quizá —dijo la señorita Brewis, pensando en los cuatro terrones de azúcar— prefiera usted un pastel de crema, ¿verdad?
Poirot prefería un pastel de crema y se sirvió uno muy dulce y blanducho.
Luego con cuidado, para mantenerlo en equilibrio, fue a sentarse junto a su anfitriona. Continuaba haciendo jugar la luz sobre la joya y levantó la vista hacia él, con una sonrisa infantil y complacida.
—Mire —dijo—; es bonita, ¿verdad?
Él la había estado observando con atención. Llevaba un gran sombrero chino de paja color magenta. El sombrero daba una tonalidad rosada a su piel pálida. Iba muy maquillada, de un modo exótico, muy poco inglés. El cutis muy pálido, los labios de un vivo color ciclamen y en los ojos una generosa cantidad de rimmel. Por debajo del sombrero asomaba su cabello, negro y liso, pegado a la cabeza como un casquete de terciopelo. El rostro tenía una belleza lánguida, muy poco inglesa. Era un producto del sol del trópico, sorprendido, por decirlo así, por casualidad, en un salón inglés. Pero fueron sus ojos los que impresionaron a Poirot. Tenían una mirada fija, infantil, casi estúpida. Había hecho la pregunta de un modo infantil y confidencial y Poirot le contestó como se contesta a una niña de corta edad.