—Permítame que se la lleve hasta su casa. ¿Vive usted cerca?
—En realidad, vivo en la casita del guarda, junto a la puerta principal de la finca. Sir George ha tenido la amabilidad de alquilármela.
La casa del guarda de su antiguo hogar... Poirot se preguntó cuáles serían los sentimientos de la señora Folliat sobre el particular. Su compostura era tan perfecta que Poirot no supo qué pensar. Cambió de tema, observando:
—Lady Stubbs es mucho más joven que su marido, ¿verdad que sí?
—Veintitrés años.
—Es muy atractiva físicamente.
La señora Folliat dijo en voz baja:
—Hattie es una buena chica.
No era la respuesta que esperaba Poirot. La señora Folliat continuó:
—La conozco muy bien, ¿sabe? Durante cierto tiempo ha estado bajo mi cuidado.
—No lo sabía.
—¿Cómo iba a saberlo? Es una historia triste, en cierto sentido. Su familia tenía plantaciones, plantaciones de azúcar en las Indias Occidentales. A consecuencia de un temblor de tierra la casa fue destruida por el fuego, y sus padres y hermanos murieron todos. Hattie estaba en un convento de París y de este modo se quedó de pronto sin ningún pariente cercano. Los albaceas testamentarios consideraron conveniente que con ella estuviera una señora que le autorizara y la presentara en sociedad, después de pasado cierto tiempo en el extranjero. Yo acepté el hacerme cargo de ella.
La señora Folliat añadió con sonrisa satírica:
—Cuando se presenta la ocasión sé ponerme elegante y, como es natural, tenía buenas relaciones. Por cierto, el difunto gobernador había sido íntimo amigo nuestro...
—Naturalmente, señora, lo comprendo.
—Me vino muy bien... Estaba pasando una mala temporada. Mi esposo había muerto muy poco antes de estallar la guerra. Mi hijo mayor, que estaba en la armada, se hundió con su barco; mi hijo menor, que había estado en Kenia, volvió, se metió en los comandos y lo mataron en Italia. Esto supuso el tener que pagar tres veces los derechos reales y esta casa tuvo que ser puesta en venta. Yo estaba muy mal de dinero y me alegré, además, de tener una chica joven a quien cuidar y con quien viajar. Le cogí mucho cariño a Hattie. Puede que la quisiera aún más porque, según pronto tuve ocasión de notar, no era... ¿cómo diría?, no era capaz de valerse por sí misma. Compréndame, monsieur Poirot. Hattie
no es
una deficiente mental, pero es lo que la gente del campo llama «simple». Se la embauca con mucha facilidad, es excesivamente dócil y cualquiera podría influir sobre ella. En mi opinión, ha sido una gran suerte el que apenas tuviera dinero. Con una gran fortuna, puede que su posición hubiera sido mucho más difícil. Los hombres la encontraban atractiva y, con una naturaleza afectuosa como la suya, era muy fácil captar su voluntad e influir sobre ella... Decididamente, había de tener alguien que la cuidara. Cuando después de la liquidación final de las propiedades de sus padres se descubrió que la plantación había sido destruida y que había más deudas que capital, me pareció magnífico que un hombre como sir George Stubbs se enamorara y quisiera casarse con ella.
—Posiblemente... sí... era una solución.
—Sir George —dijo la señora Folliat—, aunque de origen humilde y, digámoslo sin rodeos, completamente vulgar, es un hombre bueno y decente y extraordinariamente rico, además. No creo que haya pensado nunca en buscar una esposa que fuera su compañera
intelectual
, lo cual no deja de ser una ventaja. Hattie es exactamente lo que él quiere. Sabe lucir perfectamente vestidos y joyas, es afectuosa y complaciente y completamente feliz con él. Confieso que estoy contenta de que sea así, porque he de admitir que he influido sobre ella deliberadamente para que lo aceptara. Si hubiera resultado mal —su voz tembló— hubiera sido culpa mía, porque yo la insté a que se casara con un hombre mucho mayor que ella. Como le he dicho, Hattie es una muchacha dúctil. Cualquiera que esté a su lado puede dominarla a su antojo.
—Me parece —aprobó Poirot— que el arreglo que usted ha hecho ha sido muy prudente. Yo no soy romántico, como los ingleses. Para hacer un buen matrimonio, hay que tener en cuenta otras cosas, además del amor.
Y añadió:
—En cuanto a este lugar, Nasse House, es maravilloso. Según la conocida expresión, no parece en realidad cosa de este mundo.
—Puesto que Nasse tenía que ser vendido —dijo la señora Folliat temblándole ligeramente la voz— me alegro de que lo haya comprado sir George. Durante la guerra estuvo requisada por el ejército, y después, al venderla, pudo haberse convertido en una casa de huéspedes o una escuela, divididos los cuartos y privados de sus bellas proporciones. Nuestros vecinos, los Fletcher, de Hoodown, tuvieron que vender su casa y ahora es un Albergue Juvenil. Claro, uno se alegra de que la gente joven disfrute, y, después de todo, Hoodown no es muy antiguo, es del último período victoriano, no tiene gran mérito arquitectónico, afortunadamente, y no importa que se hagan alteraciones. Lo malo es que algunos de esos jóvenes se introducen clandestinamente en nuestra finca. Eso le enfada mucho a sir George. Bien es cierto que en algunas ocasiones han estropeado arbustos raros, dándoles patadas... Entran aquí tratando de encontrar un atajo hasta el lanchón que cruza el río.
Se encontraban entonces junto a la entrada principal de la finca. La casa del guarda, un pequeño edificio blanco de un solo piso, se hallaba un poco separada de la avenida y estaba rodeada por un pequeño jardín, protegido por una valla.
La señora Folliat volvió a coger la cesta, con unas palabras de gracias.
—Siempre le he tenido mucho cariño a esta casita —dijo mirándola con afecto—; y Merdell, que fue, durante treinta años, nuestro jardinero mayor, vivía aquí. Me gusta mucho más que la casa de arriba, aunque ésta ha sido ampliada y modernizada por sir George. Hubo que hacerlo; tenemos ahora de jardinero mayor a un muchacho joven, con una esposa joven... y estos jóvenes han de tener sus planchas eléctricas y ollas modernas y televisión... todas estas cosas. Hay que ir con los tiempos... —suspiró—. Casi no queda nadie antiguo en la finca; todos son caras nuevas.
—Me alegro, señora —dijo Poirot—, de que, por lo menos, haya encontrado un refugio.
—¿Conoce usted los versos de Spenser? «El sueño tras la faena, el puerto tras la tormenta, la paz después de la guerra y tras la vida la muerte, satisfacen plenamente... ».
[5]
Hizo una pausa y dijo sin cambiar de entonación:
—Éste es un mundo muy malo, monsieur Poirot. Y hay gente muy mala en el mundo. Probablemente lo sabe usted tan bien como yo. Yo no digo estas cosas en presencia de la gente joven; podrían desalentarse; pero es cierto... Sí, éste es un mundo muy malo.
Le hizo con la cabeza una señal de despedida, luego se volvió y entró en la casa. Poirot se quedó inmóvil, con la vista fija en la puerta cerrada.
Sintiéndose con ánimo de hacer exploraciones, Poirot cruzó la verja y bajó a la carretera, empinada y serpenteante, que desembocaba poco después en un pequeño embarcadero. Había una gran campana con una cadena y un letrero que decía: «Para llamar al bote». Junto al embarcadero había varios botes amarrados. Un hombre muy viejo, con ojos reumáticos, que se recostaba contra un poste, se acercó a Poirot arrastrando los pies.
—¿Quiere usted el ferry, señor?
—No, gracias. Vengo de Nasse House, dando un paseo.
—Ah, ¿está usted en Nasse? Allí trabajé yo de muchacho y mi hijo fue jardinero mayor. Pero yo me cuidaba de los botes. Al viejo señor Folliat le tenían loco los botes. Salía hiciera el tiempo que hiciese. ¡Ya lo creo! En cambio a su hijo, el comandante, a ése no le importaban los botes. Caballos, eso era lo único que le importaba. Y le llevaron un buen puñado de billetes. Eso y la botella... ¡Menuda vida le dio a su mujer! A lo mejor la ha visto usted... Vive ahora en la casa del guarda.
—Sí, acabo de dejarla allí ahora mismo.
—Ella también es Folliat, prima segunda por parte de los Tiverton. Es una gran jardinera. Todos esos arbustos llenos de flores los ha plantado ella. Incluso cuando la guerra, cuando ocuparon la casa y los dos jóvenes caballeros se fueron a la guerra, todavía seguía cuidando los arbustos y no dejó que se echaran a perder.
—Fue una gran desgracia que le mataran a sus dos hijos.
—Sí, entre unas cosas y otras ha tenido una vida muy dura. Tuvo disgustos con su marido y disgustos con el joven caballero también. No con el señor Henry. Ése era todo lo agradable que se puede pedir; salió a su abuelo, le gustaba ir en bote y se fue a la armada, como era de cajón, pero el señorito James, ése le dio muchos disgustos. Tenía deudas, mujeres y un genio endiablado, además. Era uno de esos que no pueden andar derechos. Pero la guerra le vino bien; como si dijéramos, le dio su oportunidad. ¡Ah! Hay muchos que no pueden andar derechos en la paz y que luego mueren en la guerra como los valientes.
—De modo que ahora —dijo Poirot— ya no hay ningún Folliat en Nasse.
La verborrea del viejo cesó bruscamente.
—Si usted lo dice, señor.
Poirot miró al viejo con curiosidad.
—En cambio, tienen ustedes a sir George Stubbs. ¿Qué se opina de él en la localidad?
—Se dice que es millonario —contestó el viejo en tono jocoso.
—¿Y su esposa? —preguntó con indiferencia Poirot.
—Ah, es una señora muy guapa, de Londres. De jardines no entiende nada. Dicen también que anda un poco mal de aquí.
Se dio en la sien unos golpecitos significativos.
—No es que no sea siempre muy agradable hablando y muy cariñosa. Hace poco más de un año que están aquí. Compraron la casa y la arreglaron toda de nuevo. Recuerdo como si fuera hoy cuando llegaron. Era por la noche, al día siguiente de la peor tormenta que recuerdo haber visto en toda mi vida. Había por todas partes árboles derrumbados, uno estaba atravesado en la calzada y tuvimos que serrarlo a toda prisa para que quedara el camino libre para el coche. Y el gran roble de allá arriba se cayó y tiró otros muchos al caer y menudo jaleo se armó.
—Ah, sí, donde está ahora el templete, ¿verdad?
El viejo se echó a un lado y escupió mostrando su disgusto.
—Sí, templetes, tonterías modernistas. Nunca hubo templete en tiempos de los viejos Folliat. Fue idea de la señora, eso del templete. No hacía tres semanas que estaban aquí cuando lo levantaron y seguro que fue ella la que convenció a sir George. Está de lo más ridículo, allí muy derecho, en medio de los árboles como si fuera un templo de judíos. Ahora, un cenador rústico con cristales de colores ya sería otra cosa.
Poirot esbozó una sonrisa.
—Las señoras de Londres —dijo— tienen sus caprichos. Es triste que se haya ido la época de los Folliat.
—No lo crea usted, señor —el viejo soltó una risita astuta—. Siempre habrá algún Folliat en Nasse.
—Pero la casa pertenece a sir George Stubbs.
—Eso puede ser, pero todavía hay un Folliat aquí. ¡Ah! ¡Menudos son los Folliat!
—¿Qué quiere usted decir?
El viejo le miró de reojo con expresión llena de malicia.
—La señora Folliat está viviendo en la casa del guarda, ¿no es verdad? —preguntó.
—Sí —dijo Poirot lentamente—. La señora Folliat vive en la casa del guarda y éste es un mundo muy malo y toda la gente de este mundo es muy mala.
El viejo se le quedó mirando con fijeza.
—¡Ah! —dijo—; puede ser que tenga usted razón.
Y se alejó de nuevo, arrastrando los pies.
—Sí, pero ¿de qué me sirve? —se preguntó Poirot irritado mientras subía lentamente la cuesta en dirección a la casa.
Hércules Poirot se arregló meticulosamente, aplicándose una pomada perfumada al bigote y retorciéndoselo hasta darle un aspecto feroz. Se contempló en el espejo y quedó satisfecho de lo que vio.
Se oyó sonar un gong y bajó la escalera.
El mayordomo, después de una actuación de lo más artística, (crescendo, forte, diminuendo rallentado), colocaba en el gancho correspondiente el palillo del gong. Su cara morena y melancólica tenía una expresión de placer.
Poirot pensó: «Una carta en términos de escándalo del ama de llaves... o acaso del mismo mayordomo...» Ese mayordomo daba la impresión de no haber hecho otra cosa en su vida más que escribir esa clase de cartas. Poirot se preguntó si la señora Oliver habría copiado sus personajes de la vida real.
La señorita Brewis cruzó el vestíbulo. Llevaba un vestido de terciopelo floreado que la favorecía muy poco, y Poirot se acercó a ella, preguntándole:
—¿Tienen ustedes ama de llaves?
—Oh, no, monsieur Poirot. Por desgracia, en estos tiempos no puede uno permitirse esas gollerías, salvo en casas verdaderamente grandes. No, yo soy el ama de llaves de esta casa... más ama de llaves que secretaria, algunas veces.
Soltó una risita agria.
—¿De modo que es usted el ama de llaves?
Poirot la observó pensativo.
No podía imaginarse a la señorita Brewis escribiendo una carta de escándalo. Ahora, una carta anónima... eso era otra cosa. Había sabido de cartas anónimas escritas por mujeres parecidas a la señorita Brewis, mujeres fuertes, dignas de confianza, de las que nadie a su alrededor hubiera sospechado.
—¿Cómo se llama el mayordomo? —preguntó.
—Henden.
La señorita Brewis parecía un poco sorprendida.
Poirot se rehizo y explicó rápidamente:
—Lo pregunto porque tengo idea de que lo he visto antes en alguna parte.
—Es muy probable —dijo la señorita Brewis—. Ninguna de estas gentes suele estar en una casa más de cuatro meses. Pronto habrán recorrido todos los puestos disponibles de Inglaterra. Después de todo no hay mucha gente que pueda permitirse hoy en día el lujo de tener mayordomos o cocineras.
Entraron en el salón, donde sir George, que resultaba poco natural dentro de su traje de etiqueta, ofrecía jerez a sus invitados. La señora Oliver, vestida de raso color gris acero, parecía un barco de guerra antiguo, y lady Stubbs inclinaba su cabeza morena sobre el
Vogue
, mirando los figurines de modas.
—Se nos presenta una velada muy atareada —les advirtió—. Nada de bridge esta noche. Todos a la obra. Todavía hay que hacer una serie de letreros y uno grande para la adivinadora del porvenir. ¿Qué nombre pondremos? ¿Madame Zuleika? ¿Esmeralda? ¿O Romany Leigh, la Reina de los Gitanos?