El tercer hombre (10 page)

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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

Abrí el fichero de Lime y comencé a leer. Al principio las pruebas se basaban únicamente en indicios y Martins comenzó a ponerse nervioso. Muchas eran coincidencias: informes de agentes acerca de que Lime había estado a determinada hora en determinado lugar; acumulación de oportunidades, su trato con ciertas personas.

«Pero es que esas mismas pruebas podría emplearlas contra mí», protestó una vez.

«Espere un momento», dije.

Por alguna razón, Harry Lime se había vuelto descuidado: posiblemente se dio cuenta de que sospechábamos de él y se inquietó.

Tenía un cargo muy importante en la Organización de Ayuda y un hombre así se inquieta con mayor facilidad. Metimos a uno de nuestros agentes en el Hospital Militar Británico: para entonces sabíamos el nombre del intermediario, pero nunca habíamos podido remontar la línea hasta el origen. En todo caso no quiero cansar al lector, como cansé a Martins entonces, con todas las etapas: el largo forcejeo hasta ganar la confianza del intermediario, un hombre llamado Harbin. Al final le apretamos las tuercas a Harbin y seguimos apretándolas hasta que cantó. Ese tipo de trabajo policiaco es muy parecido al del servicio secreto: buscas a un agente doble al que puedas controlar realmente y Harbin era nuestro hombre. Pero ni siquiera él nos pudo llevar más allá de Kurtz.

«¡Kurtz!» exclamó Martins. «¿Por qué no le han echado el guante?».

«Nos estamos acercando a la hora cero», dije.

Kurtz supuso un gran paso adelante, porque tenía comunicación directa con Lime: tenía un pequeño trabajo en el exterior relacionado con la ayuda internacional. Con Kurtz, Lime, a veces, ponía las cosas en blanco y negro, si no tenía más remedio. Le enseñé a Martins la fotocopia de una nota:

«¿Puede identificarla?».

«Es la letra de Harry». La leyó entera. «No encuentro nada malo aquí».

«No, pero ahora lea esta nota de Harbin, dirigida a Kurtz, que nosotros le dictamos. Mire la fecha. Este es el resultado».

Leyó ambas dos veces.

«¿Entiende lo que quiero decir?».

Cuando uno ve un mundo que camina hacia su fin, un avión que se desvía de su curso, supongo que no tiene ganas de charlar, y desde luego para Martins un mundo había llegado a su fin, un mundo de amistad fácil, de veneración a un héroe, de confianza, que había comenzado veinte años antes en el pasillo de un colegio. Cada recuerdo —las tardes entre las altas hierbas, la caza ilegal en Brickworth Common, los sueños, los paseos, cada experiencia compartida— comenzó a contaminarse al mismo tiempo, como la tierra de una ciudad afectada por la radiactividad. Durante mucho tiempo no se podría caminar con seguridad por allí. Mientras estaba sentado, sin decir nada, saqué una preciada botella de whisky del armario y serví dos dobles largos.

«Venga», le dije, «bébalo». Y él me obedeció como si yo fuera su médico. Le serví otro.

«¿Está seguro de que era el verdadero jefe?», dijo lentamente.

«Es hasta donde hemos podido llegar por ahora».

«¿Sabe? Él siempre estaba dispuesto a saltar antes de mirar».

No le contradije, pero no era ésa la impresión que me había dado Lime. Buscaba algo para consolarse.

«Supongamos», dijo, «que alguien supiera algo comprometedor de su pasado, que le obligaron a entrar en el tráfico ilegal, como usted obligó a Harbin a hacer un doble juego…».

«Es posible».

«Y le asesinaron por si hablaba cuando le detuvieran».

«No es imposible».

«Me alegro de que lo hicieran», dijo. «No me hubiera gustado oír cantar a Harry».

Hizo un curioso movimiento con la mano para quitarse el polvo de la rodilla como si dijera, «se acabó».

«Voy a volver a Inglaterra», me dijo.

«Preferiría que no lo hiciera todavía. La policía austríaca crearía un conflicto si intentara irse de Viena ahora. ¿Me entiende? El sentido del deber de Cooler le impulsó a llamarles también a ellos».

«Ya entiendo», dijo con desesperanza. «Cuando hayamos encontrado al tercer hombre…».

«A él sí que quiero oírle cantar», dijo. «El hijo de puta. El hijo de la grandísima puta».

[11]

Cuando me dejó. Martins se fue a coger una borrachera impresionante. Escogió para hacerlo el Oriental, aquel cabaret pequeño, deprimente y lleno de humo, con fachada de imitación oriental. Las mismas fotografías con semidesnudos en la escalera, los mismos norteamericanos medio borrachos en el mostrador, el mismo vino malo y las mismas extraordinarias ginebras: podía estar en cualquier tugurio nocturno de tercera categoría en cualquier otra capital harapienta de una harapienta Europa. En determinado momento de la desesperada madrugada apareció la Patrulla Internacional a echar un vistazo, y un soldado ruso, al verla, se dirigió como una flecha hacia las escaleras con la cabeza agachada y ladeada como una alimaña de los campos. Los norteamericanos ni siquiera se movieron y nadie se metió con ellos. Martins tomó copa tras copa; probablemente hubiera tomado también a una mujer, pero todas las chicas del cabaret se habían ido a casa y no había más mujeres que una hermosa periodista francesa de rostro sagaz, que le hizo un comentario a su acompañante y se quedó desdeñosamente dormida.

Martins siguió la ronda: en Maxim's había unas cuantas parejas que bailaban sombríamente, y en un lugar llamado Chez Víctor la calefacción estaba averiada y la gente bebía sus cócteles con los gabanes puestos. Para entonces bailaban manchas ante los ojos de Martins y se sentía oprimido por la soledad. Volvió a pensar en la chica de Dublín y en la de Ámsterdam. Eso era algo que no le fallaba nunca: la copa a secas, el simple acto físico: no hay que esperar fidelidad de las mujeres. Su mente daba vueltas en círculos: del sentimiento a la lujuria, para volver de nuevo de la creencia al cinismo.

Ya no había tranvías y se puso tercamente a caminar para ir a ver a la chica de Harry. Quería hacer el amor con ella, nada más que eso: sin tonterías, sin sentimentalismos. Su humor se había tornado violento, el camino cubierto de nieve ondeaba como un lago y dirigió sus pensamientos por nuevas sendas de pena, amor eterno y renuncia. Al abrigo de la esquina de un muro se puso a vomitar en la nieve.

Debían de ser las tres de la mañana cuando subió las escaleras hacia la habitación de Anna. Casi estaba sobrio ya y sólo tenía una idea en la cabeza: que ella debía enterarse de lo de Harry. Pensó que de algún modo ese conocimiento liberaría del peso muerto que dejan los recuerdos en los seres humanos y quizá así tendría una oportunidad con ella. Si uno está enamorado, no piensa jamás que la chica no lo sabe: cree que lo ha dicho claramente con el tono de su voz, con el roce de una mano. Cuando Anna le abrió la puerta, asombrada del aspecto desgreñado que él tenía en el umbral, ni siquiera se imaginó que ella se enfrentaba con un extraño.

«Anna, lo he descubierto todo», le dijo.

«Entra», dijo ella. «No querrás despertar a toda la casa».

Llevaba una bata; el diván se había convertido en una cama, esa clase de cama toda revuelta que muestra lo poco que ha dormido su ocupante.

«Bueno», dijo mientras él estaba allí de pie, buscando torpemente las palabras, «¿qué pasa? Creía que no ibas a aparecer por aquí. ¿Te busca la policía?».

«No».

«Tú no mataste a ese hombre, ¿verdad?».

«Por supuesto que no».

«Está borracho, ¿no?».

«Un poquito», dijo de mal humor.

Las cosas no iban como él había pensado.

«Lo siento», dijo irritado.

«¿Por qué? A mí también me gustaría tomar una copa».

Él dijo:

«He estado con la policía británica. Se han convencido de que feo no fui. Pero me lo han contado todo. Harry estaba metido en asuntos ilegales muy graves», dijo con tono desesperado. «Era capaz de cualquier cosa. Los dos nos equivocamos».

«Será mejor que me lo cuentes», dijo Anna.

Se sentó en la cama y él se lo contó, tambaleándose junto a la mesa donde el guión de ella seguía abierto por la primera página. Impongo que se lo contó confusamente, recalcando lo que más le había impresionado, los niños muertos de meningitis y los que estaban en la sala de enfermos mentales. Se detuvo y se quedaron en silencio.

Ella dijo:

«¿Ya has terminado?».

«Sí».

«¿Estabas sobrio cuando te lo contaron? ¿Te dieron pruebas?».

«Sí».

Añadió con hastío. «Así que ya sabes cómo era Harry».

«Me alegro que se haya muerto», dijo ella. «No me hubiera gustado verle pudrirse durante años en la cárcel».

«¿Pero a ti te cabe en la cabeza que Harry —tu Harry y el mío— pudiera estar mezclado en…?».

Dijo con desesperación:

«Me parece como si nunca hubiera existido, como si lo hubiera estado soñado. ¿O estuvo siempre riéndose de tontos como nosotros?».

«Tal vez. ¿Qué más da?», dijo ella.

«Siéntate. No te preocupes».

Había previsto que sería él quien la consolara a ella, no al revés. Ella dijo:

«Si aún estuviera vivo quizá pudiera explicárnoslo, pero deberlos recordarle tal como era con nosotros. Hay tantas cosas que se desconocen de las personas, hasta de las personas que uno quiere: cosas buenas, cosas malas. Hay que aceptarlas todas».

«Esos niños…».

Ella dijo colérica:

«Por el amor de Dios, deja de fabricar a la gente a
tu
imagen. Harry era de verdad. No era solamente tu héroe y mi amante. Era Harry. Se dedicaba al tráfico ilegal. Hacía fechorías. ¿Y qué? Era el hombre que conocimos».

Martins le dijo:

«Déjate de estúpidas sabidurías. ¿No te das cuenta de que te quiero?».

Ella le miró atónita:

«¿Tú?».

«Sí, yo. No mato a la gente con medicamentos falsificados. No soy un hipócrita que convence a la gente de que es el más grande. Soy un mal escritor que bebe demasiado y se enamora de las chicas…».

«Pero si ni siquiera sé de qué color son tus ojos», dijo ella. «Si me hubieras llamado ahora mismo para preguntarme si eras moreno o rubio o tenías bigote, no hubiera podido contestarte».

«¿No puedes olvidarle?».

«No».

Martins le dijo:

«Tan pronto como hayan aclarado el asesinato de Koch, me iré de Viena. Ya no me interesa si Kurtz mató a Harry o si fue el tercer hombre. Quien quiera que fuera hizo justicia a su manera. Tal vez yo mismo le hubiera matado en esas circunstancias. Pero tú sigues queriéndole. Quieres a un tramposo, a un asesino».

«Quería a un hombre», dijo. «Ya te lo he dicho, un hombre no cambia porque tú descubras más cosas sobre él. Sigue siendo el mismo».

«Odio tu manera de hablar. Tengo un dolor de cabeza espantoso y tú no dejas de hablar y hablar…».

«Yo no te pedí que vinieras».

«Me irritas».

De pronto ella se echó a reír. Le dijo:

«Eres de lo más cómico. Apareces aquí a las tres de la mañana —un extraño— y me dices que me quieres. Luego te enfadas y buscas pelea. ¿Qué esperas que haga o que diga?».

«No te había visto reír hasta ahora. Hazlo otra vez. Me gusta».

«No tengo fuerzas para reír dos veces».

La tomó por los hombros y la sacudió suavemente.

«Me dedicaría a poner caras cómicas todo el día», le dijo, «Me pondría cabeza abajo y te sonreiría entre las piernas. Aprendería un montón de chistes en los libros de discursos de sobremesa».

«Quítate de la ventana. No hay cortinas».

«Nadie está mirando».

Pero al volver automáticamente sobre lo que había dicho, ya no estuvo tan seguro: una larga sombra, que se había proyectado quizá por el movimiento de las nubes sobre la luna, se inmovilizó otra vez. Dijo:

«Sigues queriendo a Harry, ¿no es así?».

«Sí».

«Quizá yo también. No estoy seguro». Dejó caer las manos y añadió: «Me voy».

Se alejó rápidamente. No se molestó en mirar si le estaban siguiendo, en ver qué era esa sombra. Pero al pasar al final de una calle se volvió casualmente, y al otro lado de la esquina, pegada contra la pared para que no la advirtieran, había una figura gruesa y robusta. Martins se detuvo y se quedó mirando. Aquella figura tenía algo de familiar. Quizá, pensó, me haya acostumbrado a él inconscientemente durante las últimas veinticuatro horas; quizá sea uno de esos que con tanta asiduidad se dedica a vigilar mis movimientos. Martins permaneció allí, a veinte yardas de distancia, mirando fijamente a la figura silenciosa e inmóvil del oscuro callejón que también le miraba a él. Un agente de la policía, quizá, o si no, un agente de aquellos otros hombres, esos que primero habían corrompido a Harry y luego le habían asesinado: ¿y no podía ser el tercer hombre?

No era el rostro lo que le resultaba familiar, porque ni siquiera podía ver el ángulo de su mandíbula; ni tampoco era capaz de percibir un movimiento, porque el cuerpo estaba tan inmóvil que comenzó a pensar que todo era una ilusión provocada por la oscuridad. Dijo bruscamente:

«¿Quiere usted algo?», y no hubo respuesta.

Volvió a decirlo de nuevo, con la irascibilidad de la bebida: «Contésteme, ¿no puede?», y hubo una respuesta, porque alguien a quien había despertado corrió malhumoradamente una cortina y la luz fue a caer directamente hacia el otro lado del angosto callejón e iluminó los rasgos de Harry Lime.

[12]

«¿Cree usted en fantasmas?», me preguntó Martins.

«¿Y usted?».

«Ahora sí».

«También creo que los borrachos ven cosas: unas veces ratas, otras algo aún peor». No había venido en seguida a contarme la historia: sólo el peligro que pudiera correr Anna Schmidt le trajo de rebote a mi despacho, como algo que hubiera arrastrado la marea, desgreñado, sin afeitar, obsesionado por una experiencia que no podía comprender. Dijo:

«Si sólo hubiera sido la cara no me habría preocupado. Había estado pensando en Harry y era fácil que le hubiera confundido con un extraño. La luz se apagó en seguida, ¿entiende? Sólo le vi un segundo y el hombre echó a correr calle abajo, si es que era un hombre. No tenía por donde desviarse, pero yo estaba tan estupefacto que le di otras treinta yardas de ventaja. Llegó a uno de esos quioscos de anuncios y en un momento desapareció. Corrí tras él. Tardé solamente diez segundos en llegar al quiosco y él debió de oírme correr, pero lo raro es que no apareció más. Llegué al quiosco. Allí no había nadie. La calle estaba vacía. No podía haberse metido en ningún portal sin que yo le viera. Sencillamente se esfumó».

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