El tercer hombre (7 page)

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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

Martins se había pasado la hora del almuerzo leyendo los informes de la investigación, demostrando una vez más la superioridad del aficionado sobre el profesional y haciéndose más vulnerable al alcohol de Cooler (que cualquier profesional hubiera rechazado en horas de servicio). Eran casi las cinco cuando llegó al piso de Cooler, situado sobre una heladería en la zona norteamericana: el bar estaba lleno de soldados con sus chicas, y el ruido de las largas cucharas y las risas curiosas, libres e inmaduras le siguieron escalera arriba.

Los ingleses, a quienes no les gustan los norteamericanos en general, llevan en la mente una excepción como Cooler: un hombre de revueltos cabellos grises, un rostro bondadoso, preocupado y perspicaz, ese tipo de persona humanitaria que aparece en una epidemia de tifus, en una guerra mundial o en una hambruna china antes de que sus compatriotas hayan descubierto el lugar en un atlas. La tarjeta con la indicación «un amigo de Harry» parecía abrirle todas las puertas. Cooler llevaba el uniforme militar, con unas letras misteriosas en la galleta y sin galones de rango, aunque su criada le llamaba Coronel Cooler. Su caluroso apretón de manos fue el signo más amistoso que Martins había encontrado en Viena.

«Cualquier amigo de Harry es amigo mío», dijo Cooler. «Por supuesto que conozco su nombre».

«¿Por Harry?».

«Soy un gran lector de novelas del Oeste», dijo Cooler, y Martins le creyó como no había creído a Kurtz.

«Me gustaría que me contara —porque usted estaba allí, ¿no?— algo acerca de la muerte de Harry».

«Fue algo terrible», dijo Cooler. «Yo estaba empezando a cruzar la calle para acercarme a Harry. Él y el señor Kurtz estaban en la acera. Tal vez si yo no hubiera comenzado a cruzar él se hubiera quedado donde estaba. Pero me vio y vino hacia mí, y entonces aquel
jeep
… fue terrible, terrible. El conductor frenó, pero no pudo hacer nada. Tome un whisky, señor Martins. Sé que es ridículo, pero me pone nervioso pensar en aquello», dijo mientras servía la soda. «A pesar de este uniforme nunca había visto antes un hombre muerto».

«¿Estaba el otro hombre en el jeep?».

Cooler tomó un largo trago y luego midió lo que quedaba con sus ojos cansados y amables.

«¿A qué hombre se refiere usted, señor Martins?».

«Me han dicho que había otro hombre».

«No sé de dónde ha podido sacar esa idea. Todo esté en los informes de la investigación».

Volvió a servir dos copas muy abundantes.

«Sólo éramos tres: yo, el señor Kurtz y el chófer. El médico, por supuesto. Supongo que pensará usted en el médico».

«El hombre con quien he hablado lo vio desde una ventana —estaba en el piso al lado del de Harry— y me ha dicho que vio a tres hombres y al chófer. Eso fue antes de que llegara el médico».

«No fue eso lo que dijo en el tribunal».

«No quería comprometerse».

«Jamás se conseguirá que estos europeos se conviertan en buenos ciudadanos. Era su deber».

Cooler meditó tristemente mirando su copa.

«Es algo muy extraño, señor Martins, esto de los accidentes. Nunca encuentras dos informes que coincidan. Ni siquiera el señor Kurtz y yo estábamos de acuerdo en cuanto a los detalles. Las cosas ocurren súbitamente; en lo que menos piensas es en fijarte, hasta que ¡pum!, y luego tienes que reconstruir, recordar. Supongo que me quedé demasiado desconcertado intentando entender lo que había ocurrido y lo que vino después, como para darme cuenta que éramos cuatro».

«¿Cuatro?».

«Cuento a Harry. ¿Qué más vio, señor Martins?».

«Nada de interés, salvo que dice que Harry estaba ya muerto cuando le llevaron hasta la casa».

«Bueno, estaba muriendo, la diferencia es mínima. ¿Quiere otra copa, señor Martins?».

«No, me parece que no».

«Pues yo sí quiero otra. Le tenía mucho afecto a su amigo, señor Martins, y no me gusta hablar de ello».

«Tal vez una más por hacerle compañía. ¿Conoce a Arma Schmidt?», preguntó Martins, con el hormigueo del whisky en la lengua.

«¿La chica de Harry? Sólo la vi una vez, eso es todo. En realidad ayudé a Harry a arreglar sus documentos. No se deben contar esas cosas a un extraño, supongo, pero, a veces, hay que romper las reglas. También es un deber humanitario».

«¿Qué problema tenía?».

«Era húngara y su padre había sido un nazi, según dicen. Tenía miedo de que los rusos la fueran a coger».

«¿Por qué iban a hacerlo?».

«No siempre entendemos por qué hacen esas cosas. Tal vez simplemente para demostrar que no es bueno tener amistad con un inglés».

«Pero ella vive en la zona británica».

«Eso no les hubiera importado. Está sólo a cinco minutos desde la Commandatura. Las calles están mal iluminadas y no hay muchos policías».

«Le llevó usted dinero de parte de Harry, ¿no?».

«Sí, pero yo no lo habría mencionado. ¿Se lo contó ella?».

Sonó el teléfono y Cooler vació su copa.

«¿Diga?», dijo. «Sí, habla el coronel Cooler».

Luego se sentó con el auricular en la oreja y una expresión de triste paciencia, mientras una voz muy lejana se deslizaba por la habitación.

«Sí», dijo una vez más. «Sí».

Sus ojos se posaron en el rostro de Martins, pero parecía mirar mucho más allá: inexpresivos, bondadosos y amables, podían estar contemplando el mar.

«Ha hecho usted muy bien», dijo en tono encomiástico y luego, con cierta aspereza. «Por supuesto que se los entregarán. Le doy mi palabra. Adiós».

Colgó el teléfono y se pasó la mano con gesto hastiado por la frente. Era como si tratara de recordar algo que tenía que hacer. Martins dijo:

«¿Sabe algo de ese tráfico ilegal del que habla la policía?».

«Lo siento. ¿Cómo ha dicho?».

«Dicen que Harry andaba metido en negocios sucios».

«Oh, no», dijo Cooler. «No. Imposible. Tenía un gran sentido del deber».

«Kurtz parecía pensar que era posible».

«Kurtz no entiende la mentalidad de los anglosajones», respondió Cooler.

[9]

Era casi de noche cuando Martins comenzó a caminar a lo largo de la orilla del canal: al otro lado de las aguas se veían los semidestrozados baños de Diana, y, a lo lejos, el gran círculo negro de la Noria del Prater, quieta sobre las casas en ruinas. Por allí, al otro lado de las aguas grises, estaba el Segundo Bezirk, de propiedad rusa. St. Stephanskirche lanzaba su enorme chapitel herido al cielo que cubría la Ciudad Interior y, al subir la Kärntnerstrasse, Martins pasó junto a la puerta iluminada del centro de la Policía Militar. Los cuatro hombres que formaban la Patrulla Internacional subían a su
jeep
; el P.M. ruso se sentó junto al conductor (porque ese día los rusos habían tomado el relevo y empezaban sus cuatro semanas) y el inglés, el francés y el norteamericano subieron detrás. El tercer whisky puro comenzó a calentar el cerebro de Martins y se acordó de la chica de Ámsterdam, de la chica de París; la soledad caminaba a su lado por la acera llena de gente. Pasó la esquina de la calle donde estaba el Sacher's y siguió adelante. El que dominaba ahora era Rollo y se dirigía hacia la única chica que conocía en Viena.

Le pregunté cómo sabía dónde vivía. Oh, dijo, había encontrado la dirección que ella le había dado la noche anterior, en la cama, estudiando un plano. Quería orientarse en la ciudad y se le daban muy bien los mapas. Podía memorizar nombres de calles y donde había que dar la vuelta fácilmente, porque siempre hacía el viaje de ida a pie.

«¿De ida?».

«Quiero decir cuando voy a ver a alguna chica o a alguien».

Por supuesto no sabía que ella iba a estar en casa, que esa noche no había función en el Josefstadt, o tal vez también eso lo había memorizado al ver los carteles. En cualquier caso estaba allí, sentada a solas en una habitación sin calefacción, con una cama disfrazada de diván, y con un guión mecanografiado, abierto por la primera página, sobre una mesa coja inadecuada y demasiado recargada —si es que a aquello se le podía llamar estar allí…, porque sus pensamientos estaban muy lejos—. Dijo con torpeza (y nadie podía decir, ni siquiera el propio Rollo, hasta qué punto su torpeza formaba parte de su técnica):

«Pensé que a lo mejor estaba usted en casa y decidí subir. Es que pasaba por aquí…».

«¿Pasaba? ¿Hacia dónde iba?».

Había un paseo de una buena media hora desde la Ciudad Interior hasta el límite de la zona inglesa, pero él siempre tenía una contestación preparada.

«He bebido demasiado whisky con el coronel Cooler. Necesitaba caminar y me encontré por aquí».

«No le puedo ofrecer una copa. Sólo té. Queda algo del paquete».

«No, gracias», dijo él, «¿estaba usted acaso leyendo ese guión?».

«No he pasado de la primera línea».

Lo cogió y lo leyó:
«Entra Louise
. LOUISE: He oído llorar a un niño».

«¿Podría quedarme un rato?», preguntó con una gentileza que era más propia de Martins que de Rollo.

«Encantada».

Se dejó caer en el diván y mucho tiempo después me contó (porque los amantes reconstruyen los más mínimos detalles si encuentran a alguien que los escuche) que fue entonces cuando realmente la miró por segunda vez. Ella estaba allí, tan torpe como él, vestida con unos viejos pantalones de franela malamente remendados en la parte de atrás; estaba allí con las piernas firmemente asentadas, como si estuviera defendiéndose de alguien y decidida a no ceder terreno: una figura pequeña y un poco rellenita, bien guardada la gracia que pudiera tener para fines exclusivamente profesionales.

«¿Ha sido un mal día?», preguntó él.

«A ésta hora siempre estoy mal», le explicó ella. «Él solía visitarme, y cuando le oí tocar el timbre, por un momento pensé…».

Se sentó en una silla dura frente a él y le dijo:

«Hábleme, por favor. Usted le conoció. Cuénteme cualquier cosa».

Así que él se puso a hablar. El cielo se iba oscureciendo al otro lado de la ventana mientras hablaba. Al cabo de un rato se dio cuenta de que las manos de ambos se habían juntado. Me dijo:

«No tenía intención de enamorarme y menos de la chica de Harry».

«¿Cuándo ocurrió?», le pregunté.

«Hacía mucho frío y yo me levanté para correr las cortinas de la ventana. Sólo me di cuenta de que tenía mi mano sobre la suya cuando la retiré. Cuando me puse en pie y bajé la vista para mirar su rostro. No tenía una cara bonita, ése era el problema. Era una cara para vivir con ella un día tras otro. Una cara para toda la vida. Me sentí como si estuviera penetrando en un nuevo país cuyo idioma no supiera. Yo siempre había creído que se ama a una mujer por su belleza. Permanecí allí, junto a las cortinas, esperando para correrlas, mirando hacia afuera. No podía ver más que mi propio rostro, buscando por la habitación, buscándola a ella». Me dijo:

«¿Y qué hizo Harry aquella vez?».

Y quise decir: «Al diablo con Harry, se ha muerto. Los dos le amábamos, pero se ha muerto. Los muertos son para que se les olvide». Pero en vez de eso dije: «¿Qué crees que hizo? Se puso a silbar su antigua melodía como si nada hubiera ocurrido». Y la silbé para ella lo mejor que pude. Le oí contener el aliento y me di la vuelta para mirarla y antes de que pudiera pensar: ¿Voy por el buen camino, es ésta la carta ganadora, el truco adecuado?, ya había dicho: «Se ha muerto. No puedes pasarte la vida recordándolo».

«Ya lo sé, pero quizá ocurra algo antes», me dijo.

«¿Qué quieres decir con que ocurrirá algo?».

«Oh, que puede haber otra guerra, que me moriré, que me llevarán los rusos».

«Con el tiempo te olvidarás de él. Te enamorarás otra vez».

«Ya lo sé, pero no quiero hacerlo. ¿No te das cuenta que no quiero?».

De manera que Rollo Martins se apartó de la ventana y se sentó de nuevo en el diván. Cuando se había levantado medio minuto antes era el amigo de Harry que consolaba a la chica de éste; ahora era un enamorado de Arma Schmidt que había estado una vez enamorada del hombre que ambos conocían por el nombre de Harry Lime. Aquella tarde él no volvió a hablar del pasado. En lugar de eso le habló de la gente que había conocido.

«De Winkler puedo creer cualquier cosa», le dijo, «pero Cooler, bueno, Cooler me cae bien. Fue el único de sus amigos que defendió a Harry. El caso es que si Cooler tiene razón, Koch no la tiene, y la verdad es que creí que había encontrado algo interesante».

«¿Quién es Koch?».

Le explicó que había vuelto al piso de Harry y le describió su entrevista con Koch, la historia del tercer hombre.

«Si es cierto», dijo ella, «eso es muy interesante».

«No prueba nada. Después de todo Koch no colaboró en la investigación; puede ocurrir lo mismo con ese desconocido».

«Esa no es la cuestión», dijo ella. «Significa que
ellos
mintieron: Kurtz y Cooler».

«Pudieron mentir tal vez para no crearle complicaciones a ese tipo, si es que era un amigo».

«Otro amigo, allí mismo. ¿Y dónde está entonces la honradez de tu Cooler?».

«¿Qué podemos hacer? Koch se cerró Como una ostra y me echó de su piso».

«A mí no me echará», dijo ella, «ni tampoco su Use».

Hicieron juntos el largo camino hasta el piso; la nieve se pegaba a sus zapatos y les hacía avanzar lentamente, como presos arrastrando sus cadenas. Amia Schmidt preguntó:

«¿Está lejos?».

«Ya no. ¿Ves a ese grupo de gente en la calzada? Está por ahí cerca».

El grupo parecía una mancha de tinta sobre la blancura, una mancha que se corría, cambiaba de forma y se "extendía. Cuando estaban más cerca, Martins dijo:

«Me parece que es ése el bloque. ¿Qué crees que será eso, una manifestación política?».

Anna Schmidt se detuvo. Dijo:

«¿Has hablado de Koch con alguien más?».

«Sólo contigo y con el coronel Cooler. ¿Por qué?».

«Tengo miedo. Esto me recuerda…».

Tenía los ojos clavados en el grupo y él nunca supo qué recuerdo surgió de su confuso pasado para ponerla sobre aviso.

«Vámonos», le suplicó.

«Estás loca. Aquí hemos descubierto algo, algo importante…».

«Te esperaré».

«Pero tú vas a hablar con él».

«Averigua primero lo de toda esa gente», dijo, cosa rara en alguien que trabaja tras las candilejas. «Odio el gentío».

Caminó lentamente, solo, con la nieve pegada a sus talones. No era una reunión política porque nadie estaba pronunciando un discurso. Tuvo la impresión de que las cabezas se volvían para mirarle, como si él fuera la persona a quien esperaban. Cuando llegó al principio de la pequeña muchedumbre, supo que aquella era la casa. Un hombre le miró con dureza:

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