El tercer hombre (6 page)

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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

«Naturalmente, dadas las circunstancias, me gustaría saber todo lo posible».

«No hay nada que pueda contarle que usted no sepa. Le atropello un automóvil. Estaba muerto cuando yo llegué».

«¿Pudo seguir consciente?».

«Creo que lo estuvo durante un rato, mientras le llevaban a su casa».

«¿Sufrió mucho?».

«No necesariamente».

«¿Está usted seguro de que fue un accidente?».

El doctor Winkler extendió una mano y enderezó un crucifijo.

«Yo no estaba presente. Limito mi opinión a la causa de su muerte. ¿Tiene usted alguna razón para sospechar?».

El aficionado tiene otra ventaja sobre el profesional: puede ser temerario. Puede contar innecesarias verdades y proponer teorías disparatadas. Martins dijo:

«La policía acusa a Harry de estar mezclado en delitos muy graves. Me parece que tal vez le asesinaran o que quizá se haya suicidado».

«No puedo darle una opinión», dijo el doctor Winkler.

«¿Conoce usted a un hombre llamado Cooler?».

«Creo que no».

«Estaba allí cuando murió Harry».

«Entonces claro que le conozco. Es uno que lleva un bisoñé».

«Ése es Kurtz».

El doctor Winkler no sólo era el médico más limpio que había conocido Martins, sino también el más cauto. Sus afirmaciones eran tan limitadas que ni por un momento podía uno dudar de su veracidad. Dijo:

«Allí había un segundo hombre».

Si tuviera que diagnosticar un caso de escarlatina, pensaba uno, se limitaría a decir que existía una erupción visible, que la temperatura era ésta o la otra. Nunca cometería un error en una investigación.

«¿Fue durante mucho tiempo médico de Harry?».

Parecía una extraña elección, si la había hecho Harry: a Harry le gustaban los hombres que tenían algo de temerarios, hombres capaces de cometer errores.

«Durante un año más o menos».

«Bueno, le agradezco que me haya recibido».

El doctor Winkler hizo una reverencia. Al hacerlo se oyó un leve crujido, como si su camisa fuera de celuloide.

«No debo apartarle más de sus pacientes».

Al dar la espalda al doctor Winkler, se enfrentó con otro crucifijo, una figura colgada con los brazos sobre la cabeza: un rostro alargado, como una agonía de El Greco.

«Es un crucifijo curioso», dijo.

«Jansenista», comentó el doctor Winkler, y cerró la boca bruscamente como si fuera culpable de dar demasiada información.

«No conozco la palabra. ¿Por qué tiene los brazos sobre la cabeza?».

El doctor Winkler dijo de mala gana:

«Porque según ellos, Él murió solamente para los elegidos».

[7]

Tal como yo lo veo al repasar mis archivos, las notas de las conversaciones y las declaraciones de varios personajes, en aquel momento Rollo Martins todavía habría podido irse de Viena sin correr peligro. Había demostrado una curiosidad insana, pero le había frenado la enfermedad en cada brote. Nadie había soltado nada. La lisa pared del engaño no había mostrado ninguna grieta a los dedos que palpaban. Cuando Rollo Martins dejó la consulta del doctor Winkler no corría peligro. Podía volver a su cama del Sacher's y dormir con la mente tranquila. Hasta podía haber visitado a Cooler en aquel momento sin problemas. Nadie se sentía seriamente molesto. Desgraciadamente para él —y siempre habría períodos en su vida en que lo lamentaría amargamente— escogió volver al piso de Harry. Quería hablar con el hombrecillo irritado que decía haber visto el accidente… ¿o realmente no había dicho tanto? Hubo un momento, cuando iba por la calle helada y sombría, en que se sintió inclinado a ir directamente a Cooler para completar su cuadro de aquellos pájaros siniestros que rodeaban el cadáver de Harry, pero Rollo, al mostrarse como Rollo, decidió lanzar una moneda al aire y ésta cayó del lado de la otra acción y de la muerte de dos hombres.

Quizá el hombrecillo —que se apellidaba Koch— había bebido más vino de la cuenta, quizá simplemente había tenido un buen día en la oficina, pero esta vez, cuando Rollo Martins tocó el timbre, se mostró amable y muy dispuesto a hablar. Acababa de cenar y tenía migas en el bigote.

«Ah, me acuerdo de usted. Es el amigo de Herr Lime».

Acogió con gran cordialidad a Martins y le presentó a su voluminosa esposa, a la cual estaba claro que controlaba muy estrictamente.

«En los viejos tiempos le hubiera ofrecido a usted una taza de café, pero ahora…».

Martins le pasó su pitillera y la cordialidad aumentó.

«Cuando vino usted ayer me comporté con cierta brusquedad», dijo Herr Koch, «pero es que tenía un poco de jaqueca y, como mi esposa no estaba en casa, fui yo el que tuvo que ir a abrir la puerta».

«¿Me contó que había visto realmente el accidente?».

Herr Koch intercambió una mirada con su esposa.

«Use, la investigación ya ha terminado. No hay peligro. Puedes confiar en mi criterio. El caballero es amigo. Sí, yo vi el accidente, pero usted es el único que lo sabe. Cuando digo que lo vi, quizá sería mejor decir que lo oí. Oí el frenazo y el ruido del patinazo, y llegué hasta la ventana a tiempo de ver cómo llevaban el cuerpo a la casa».

«¿Pero no prestó testimonio?».

«Lo mejor es no mezclarse en esas cosas. En mi oficina me necesitan. No tenemos personal suficiente y además no
vi
…».

«Pero usted me contó ayer cómo ocurrió».

«Así fue como lo describieron los periódicos».

«¿Sufrió mucho?».

«Estaba muerto. Miré directamente desde la ventana de aquí y vi su rostro. Sé cuando un hombre está muerto. Mire, en cierto modo, es mi trabajo. Soy el jefe administrativo de la funeraria».

«Pero los otros dicen que no murió en el acto».

«Tal vez no conocen la muerte como yo».

«Estaba muerto, por supuesto, cuando llegó el médico. Él me lo contó».

«Murió en el acto. Puede fiarse de la palabra de un hombre que sabe».

«En mi opinión, Herr Koch, debía usted haber testimoniado».

«Uno debe cuidarse de sí mismo, Herr Martins. Yo no era el único que debí hacerlo».

«¿Qué quiere usted decir?».

«Había tres personas que ayudaron a llevar a su amigo hasta la casa».

«Lo sé. Dos hombres y el conductor».

«El chófer se quedó donde estaba. Estaba muy impresionado el pobre hombre».

«Tres hombres…».

Fue como si súbitamente, al palpar aquella pared lisa, sus dedos se hubieran encontrado no tanto una grieta, pero sí al menos, una rugosidad que no había sido alisada por los cuidadosos constructores.

«¿Puede describirme a los hombres?».

Pero Herr Koch no estaba acostumbrado a observar a los vivos: solamente se había fijado en el hombre del bisoñé; los otros dos no eran más que hombres, ni altos ni bajos, ni flacos ni gruesos. Los había visto desde arriba, encogidos, agachados sobre su carga, no habían mirado para arriba y él había apartado la vista rápidamente y cerrado la ventana, dándose cuenta en seguida de que lo más sensato era que no le vieran.

«Yo no podía testificar, Herr Martins».

¡Cómo que no, pensó Martins, cómo que no! Ya no le quedaban dudas de que había sido un asesinato. ¿Por qué si no mentían sobre el momento de la muerte? Querían acallar con sus regalos de dinero y sus billetes de avión a los dos únicos amigos que Harry tenía en Viena. ¿Y el tercer hombre? ¿Quién era?

Dijo: «¿Vio usted salir a Herr Lime?».

«No».

«¿No oyó un grito?».

«Sólo los frenos, Herr Martins».

A Martins se le ocurrió que no había nada —salvo la palabra de Kurtz, Cooler y el conductor— que demostrara que en realidad Harry murió en aquél preciso momento. Había la prueba médica, pero lo más que podía demostrar era que había muerto dentro, digamos, de una media hora, y en cualquier caso esa prueba valía tanto como la palabra del doctor Winkler: aquel hombre pulcro y contenido que crujía entre sus crucifijos.

«Herr Martins, se me acaba de ocurrir… ¿va usted a seguir en Viena?».

«Sí».

«Sí necesita un sitio donde alojarse y hablara en seguida con las autoridades, posiblemente podría conseguir el piso de Herr Lime. Es una propiedad requisada».

«¿Quién tiene las llaves?».

«Las tengo yo».

«¿Podría ver el piso?».

«Ilse, las llaves».

Herr Koch le llevó al piso que había sido de Harry. En el oscuro pasillo se notaba todavía el aroma de los cigarrillos: los cigarrillos turcos que Harry fumaba siempre. Parecía mentira que el olor de un hombre quedara aún en los pliegues de una cortina cuando éste ya no era más que materia sin vida, un gas, putrefacción. Una luz, que venía de una pantalla adornada con cuentas, le dejó en la semioscuridad, palpando para encontrar los picaportes.

La sala de estar estaba completamente desnuda: a Martins le pareció que demasiado desnuda. Habían arrimado las sillas contra la pared; el escritorio que debía de haber utilizado Harry no tenía polvo ni papeles. El parqué reflejaba la luz como un espejo. Herr Koch abrió una puerta y enseñó un dormitorio: la cama estaba hecha pulcramente, con sábanas limpias. En el cuarto de baño ni siquiera una cuchilla vieja de afeitar indicaba que lo había ocupado hacía unos días un hombre vivo. Tan sólo el pasillo oscuro y el aroma de los cigarros daba la sensación de que alguien había vivido allí.

«Ya lo ve —dijo Herr Koch—, está preparado para un nuevo inquilino. Ilse lo ha limpiado todo».

Lo había hecho a fondo. Después de una muerte tenía que haber más desorden que aquél. Un hombre no se puede marchar a hacer su más largo viaje sin olvidar esto o aquello, sin dejar una cuenta sin pagar, una instancia oficial sin contestar, la fotografía de una muchacha.

«¿No había papeles, Herr Koch?».

«Herr Lime siempre fue un hombre muy ordenado. Su papelera estaba llena y su portafolios se lo llevó su amigo».

«¿Qué amigo?».

«El caballero del bisoñé».

Por supuesto que era posible que el viaje no le hubiera resultado a Lime tan inesperado y a Martins se le ocurrió que tal vez le estuviera esperando para que le ayudara. Le dijo a Herr Koch:

«Creo que a mi amigo le asesinaron».

«¿Asesinado?».

La cordialidad de Herr Koch quedó apagada por la palabra. Dijo:

«No le habría invitado a pasar aquí si hubiera pensado que iba a decir usted ese disparate».

«¿Por qué tiene que ser un disparate?».

«En esta zona no hay asesinatos».

«De todas formas su testimonio podría ser muy valioso».

«No tengo testimonio que dar. No vi nada. No es asunto mío. Por favor, váyase en seguida. Se ha comportado usted de la manera más desconsiderada».

Empujó a Martins por el pasillo; el aroma del humo se iba perdiendo. Las últimas palabras de Herr Koch antes de cerrar de golpe su puerta fueron: «No es asunto mío».

¡Pobre Herr Koch! No somos nosotros quienes escogemos los asuntos que nos conciernen. Más tarde, cuando interrogué detenidamente a Martins, le pregunté:

«¿Vio usted a alguien en la escalera, o fuera, en la calle?».

«A nadie».

No tenía nada que perder por recordar a algún paseante casual, así que le creí. Me dijo:

«Me llamó la atención lo tranquila y muerta que parecía toda la calle. Una parte había sido destruida por las bombas, ¿sabe?, y la luna brillaba sobre los montones de nieve. Todo estaba tan silencioso. Podía oír el crujido de mis pies en la nieve».

«Claro que eso no prueba nada. Hay un sótano donde se podía esconder cualquiera que le hubiera seguido».

«Sí».

«O su historia puede ser mentira».

«Sí».

«El problema es que no veo motivo para que sea así. Es cierto que ya es usted culpable de estafa. Vino aquí para ver a Lime, quizá para ayudarle…».

«¿En qué consiste ese famoso tráfico ilegal que está insinuando constantemente?», me preguntó Martins.

«Le habría contado toda la verdad la primera vez que le vi si no hubiera usted perdido los estribos tan rápidamente. Ahora me parece que no resultaría tan sensato contárselo. Sería revelar información oficial y sus contactos, ¿sabe?, no inspiran confianza. Una muchacha con documentos falsos conseguidos por Lime, ese hombre llamado Kurtz».

«El doctor Winkler…».

«No tengo nada contra el doctor Winkler. No, si es usted un mentiroso no necesita la información, pero podría ayudarle a conocer exactamente lo que nosotros sabemos. Es que, ¿sabe?, no conocemos bien todos los hechos».

«Seguro que no. Yo podría inventarme un policía mejor que usted tomándome un baño».

«Su estilo literario no hace honor a su tocayo».

Cuando se acordó del señor Crabbin, aquel pobre y apurado representante del British Council, Rollo Martins se ruborizó molesto, desconcertado, avergonzado. Eso también me hizo confiar en él.

Desde luego había hecho que Crabbin lo pasara mal durante unas cuantas horas. Al volver al Hotel Sacher's, después de su entrevista con Herr Koch, encontró una nota desesperada del representante.

«Llevo todo el día intentando localizarle», decía Crabbin. «Es esencial que nos veamos para poder decidir un programa adecuado para usted. Esta mañana he concertado por teléfono conferencias en Innsbruck y Salzburgo para la semana que viene, pero necesito que me dé usted su consentimiento en lo que se refiere a los temas, para poder imprimir los programas. Yo le sugeriría dos conferencias: “La crisis de fe en el mundo occidental” (aquí se le respeta mucho como escritor cristiano, pero la conferencia no debe ser política y no se pueden hacer referencias ni a Rusia ni al comunismo), y “La técnica de la novela contemporánea”. Sería la misma conferencia que la de Viena. Aparte de eso, hay muchísima gente a la que le gustaría conocerle y quisiera preparar un cóctel para principios de la próxima semana. Pero para todo esto tengo que hablar con usted». La carta terminaba con una nota de profunda ansiedad: «Vendrá usted al coloquio de mañana por la noche, ¿no? Le esperamos a las 8:30 y, huelga decir, que estaremos encantados de que venga. Enviaré un automóvil a recogerle al hotel a las 8:15 en punto».

Rollo Martins leyó la carta y, sin acordarse más del señor Crabbin, se fue a dormir.

[8]

Después de un par de copas el espíritu de Rollo Martins siempre se volvía hacia las mujeres: de una manera vaga, sentimental, romántica y como sexo en general. Después de tres copas, como un piloto que una vez localizado el blanco se lanza en picado, comenzaba a dedicarse a una chica que estuviera libre. Si Cooler no le hubiera ofrecido una tercera copa, probablemente no hubiera ido tan pronto a casa de Anna Schmidt y si…, pero hay demasiados «síes» en mi manera de escribir, porque mi profesión es medir las posibilidades humanas y la fuerza del destino no puede encontrar espacio en mis archivos.

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