El tercer hombre (8 page)

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Authors: Graham Greene

Tags: #Intriga

«¿Es usted otro de esos?».

«¿Qué quiere decir?».

«La policía».

«No. ¿Qué están haciendo?».

«Han estado entrando y saliendo todo el día».

«¿Qué están esperando?».

«Quieren ver cómo le sacan».

«¿A quién?».

«A Herr Koch».

A Martins se le ocurrió que alguien, además de él, había descubierto que Herr Koch no se había presentado como testigo, aunque era raro que eso fuera cuestión de la Policía. Preguntó:

«¿Qué ha hecho?».

«Nadie lo sabe. Los que están dentro no lo tienen claro aún: pudo ser suicidio o asesinato».

«¿Herr Koch?».

«Por supuesto».

Un niño pequeño se acercó a su informador y tiró de su mano. «Papá. Papá». Llevaba un gorro de lana, que le hacía parecer un gnomo; su rostro estaba contraído y azulado por el frío.

«¿Qué pasa, hijo?».

«Les oí hablar a través de la rejilla, papá».

«Oh, qué listo eres, pequeñín. Cuéntanos lo que has oído, Hansel».

«Oí cómo lloraba Frau Koch, papá».

«¿Nada más, Hansel?».

«No. Oí hablar al hombre grande, papá».

«Qué listo eres, Hansel, pequeñín. Cuéntale a papá qué dijo».

«Dijo: “¿Puede describirme, Frau Koch, al extranjero?”».

«Aja, ¿ve usted?, piensan que es un asesinato. ¿Y quién sabe si no tendrán razón? ¿Por qué iba Herr Koch a degollarse en el sótano?».

«Papá, papá».

«¿Sí, Hansel, pequeñín?».

«Cuando miré a través de la rejilla vi que había sangre en el coque».

«Vaya niño. ¿Cómo podías saber que era sangre? La nieve se filtra por todas partes».

El hombre se volvió hacia Martins y dijo:

«Qué imaginación que tiene este niño. A lo mejor cuando sea mayor se hace escritor».

El rostro contraído miró solemnemente hacia arriba, hacia Martins. El niño dijo: «Papá».

«Sí, Hansel».

«El también es un extranjero».

El hombre lanzó una gran carcajada que hizo que se volvieran una docena de cabezas.

«Escúchele, señor, escúchele», dijo con orgullo. «Piensa que lo ha hecho usted, sólo porque es extranjero. Como si ahora no hubiera más extranjeros que vieneses aquí».

«Papá, papá».

«¿Sí, Hansel?».

«Están saliendo».

Un grupo de policías rodeaba la camilla tapada que bajaban cuidadosamente por las escaleras por miedo a resbalar en la nieve pisoteada. Un hombre dijo:

«No pueden entrar las ambulancias en esta calle por las ruinas. Tendrán que llevarle hasta la vuelta de la esquina».

Frau Koch salió detrás de la comitiva; llevaba un chal que le cubría la cabeza y un viejo abrigo de arpillera. Su gruesa figura le hizo parecer un muñeco de nieve al hundirse en un médano, en el borde de la acera. Alguien le ayudó con la mano y ella lanzó una mirada perdida y desesperada a aquella muchedumbre de extraños. Si había allí amigos no los reconoció, aunque miró todos los rostros. Al pasar ella, Martins se agachó manoseando torpemente el cordón de su zapato, pero al levantar la vista se encontró a la altura de sus propios ojos con la mirada fría y escrutadora, de gnomo, del pequeño Hansel.

Cuando iba en busca de Anna, volvió una vez la cabeza. El niño tiraba de la mano de su padre y podía ver sus labios formando unas sílabas que eran como el estribillo de una balada triste.

«Papá, papá».

Le dijo a Anna:

«Han asesinado a Koch. Vámonos de aquí».

Caminó tan rápidamente como se lo permitía la nieve, doblando una esquina tras otra. La desconfianza y suspicacia del niño parecían extenderse como una nube sobre la ciudad: no podían caminar lo bastante aprisa como para esquivar su sombra. No hizo caso cuando Anna le dijo: «Entonces lo que dijo Koch era cierto.
Había
un tercer hombre», ni tampoco un poco después cuando añadió: «Tuvo que ser un asesinato. Nadie mata a un hombre para ocultar algo menos grave».

Los tranvías chispeaban como carámbanos al final de la calle: habían vuelto al Ring. Martins dijo:

«Es mejor que vuelvas sola a casa. No iré a verte hasta que las cosas no se aclaren».

«Pero nadie puede sospechar de ti».

«Preguntan sobre un extranjero que fue a visitar ayer a Koch. Las cosas se pueden poner desagradables durante un tiempo».

«¿Por qué no vas a la policía?».

«Porque son unos estúpidos. No me fío de ellos. Mira lo que le han colgado a Harry. Y además intenté pegarle a ese tal Callaghan. Me tienen ganas. Lo menos que me harían sería echarme de Viena. Pero si me quedo quieto únicamente podría comprometerme una persona: Cooler».

«Y él no va a querer hacerlo».

«No, si es culpable. Pero no puedo creerme que sea culpable».

Antes de separarse ella le dijo:

«Ten cuidado. Koch sabía muy poco y le asesinaron. Tú sabes tanto como Koch».

La advertencia se le alojó en el cerebro hasta que llegó al Sacher's; a partir de las nueve, las calles estaban casi vacías y volvía la cabeza cada vez que oía una pisada sorda que subía la calle detrás de él, como si aquel tercer hombre a quien habían protegido tan despiadadamente le siguiera como un verdugo. El centinela ruso del Grand Hotel parecía rígido por el frío, pero era humano, tenía un honrado rostro campesino con ojos de mongol. El tercer hombre no tenía rostro: sólo la coronilla de una cabeza vista desde una ventana. En el Sacher's, el señor Schmidt le dijo:

«El coronel Calloway ha estado aquí preguntando por usted, señor. Creo que le encontrará en el bar».

«Vuelvo dentro de un momento», dijo Martins, y salió como una flecha del hotel: quería tener tiempo para pensar. Pero nada más pisar fuera, un hombre se adelantó, se llevó la mano a la gorra y le dijo con firmeza:

«Señor, por favor».

Abrió de un golpe la puerta pintada de color caqui de un camión, con la Unión Jack en el parabrisas y le instó con firmeza a que entrara. Se rindió sin protesta: estaba seguro de que tarde o temprano, harían preguntas; el optimismo que había mostrado ante Anna Schmidt era fingido.

El chófer conducía a una velocidad peligrosa, rápido por la calzada helada, y Martins protestó. Le contestaron sólo un hosco gruñido y una frase mascullada que incluía la palabra «órdenes».

«¿Tiene usted órdenes de matarme?», preguntó Martins para hacer un chiste, y no recibió respuesta alguna. Vio a los Titanes del Hofburg manteniendo en equilibrio grandes globos de nieve sobre la cabeza, y luego se internaron en unas calles mal iluminadas donde se desorientó por completo.

«¿Está lejos?».

Pero el chófer no le hizo caso. Al menos, pensó Martins, no me han detenido; no han enviado a un guardia; me han invitado —¿no fue esa la palabra que usaron?— a visitar a la policía para hacer una declaración.

El coche se detuvo y el chófer le precedió mientras subían dos tramos de escalera; tocó el timbre de una gran puerta doble y Martins oyó muchas voces dentro. Se volvió bruscamente hacia el chófer y dijo:

«¿Dónde diablos…?», pero el conductor ya había bajado media escalera y la puerta se estaba abriendo. Los ojos de Martins se deslumbraron con las luces que había dentro; oyó, sin verle apenas, a Crabbin, que avanzaba hacia él.

«Ah, señor Dexter, estábamos muy preocupados, pero más vale tarde que nunca. Permítame que le presente a la señorita Wilbraham y a la Gräffin von Meyersdorf».

Había un buffet lleno de tazas de café; una cafetera humeante; el rostro de una mujer que brillaba por el esfuerzo; dos hombres con el rostro feliz e inteligente de jóvenes estudiantes y, apiñada al fondo, una multitud, como rostros en su álbum familiar, con los rasgos anticuados, deslustrados, serios y joviales de los lectores habituales. Martins miró hacia atrás, pero la puerta estaba cerrada.

Le dijo desesperadamente al señor Crabbin:

«Lo siento, pero…».

«No piense más en eso», dijo el señor Crabbin. «Tome una taza de café y luego comenzaremos el coloquio. Hoy ha venido gente muy interesante. Se encontrará en su elemento, señor Dexter».

Uno de los jóvenes le puso una taza de café en la mano y el otro le echó un montón de azúcar antes de que pudiera decir que lo prefería sin nada. El más joven le susurró al oído:

«¿Le importaría firmar después uno de sus libros, señor Dexter?».

Una mujer grande, vestida de seda negra, cayó sobre él y le dijo:

«No me importa que me oiga la Gräffin, señor Dexter, pero no me gustan sus libros, no me parecen nada bien. Yo creo que una novela debe contar una buena historia».

«Yo también», dijo Martins, desesperado.

«Por favor, señora Bannock, espere al coloquio».

«Sé que soy demasiado franca, pero estoy segura de que el señor Dexter valora la crítica
sincera
».

Una anciana, que supuso era la Gräffin, dijo:

«No leo muchos libros en inglés, señor Dexter, pero me han dicho que los suyos…».

«¿Quieren terminar el café?», dijo Crabbin, y le llevó aprisa hacia una sala interior donde había unas cuantas personas mayores sentadas en un semicírculo de sillas con un aire de paciencia triste.

Martins no fue capaz de contarme muchas cosas de aquella reunión; su mente aún estaba atónita con la muerte; al levantar la vista esperaba ver en cualquier momento al niño Hansel y oír el estribillo persistente y pedante, «papá, papá». Al parecer Crabbin fue el primero que habló en la reunión y, conociéndole como le conozco, estoy seguro de que trazó un panorama lúcido, equilibrado y sin prejuicios de la novela inglesa contemporánea. Le he oído muchas veces dar la misma charla, recalcando cada vez, como única variación, la obra del visitante inglés de turno. Tocaría brevemente diversos aspectos técnicos —el punto de vista, el paso del tiempo— y luego declararía iniciado el coloquio.

Martins no oyó en absoluto la primera pregunta, pero afortunadamente Crabbin llenó el vacío y la contestó de modo satisfactorio.

Una mujer con un sombrero marrón y una piel en torno al cuello dijo con apasionado interés:

«¿Puedo preguntar al señor Dexter si está trabajando en una nueva obra?».

«Oh, sí, sí».

«¿Podría decirme el título?».

«El tercer hombre», dijo Martins, y ese salto le proporcionó una falsa confianza.

«Señor Dexter, ¿puede decirnos qué autor le ha influido más?».

Martins, sin pensarlo, dijo: «Grey». Por supuesto hablaba del autor de
Jinetes de la pradera roja
, y quedó encantado de que su respuesta proporcionara una general satisfacción, pero un anciano austríaco preguntó:

«¿Grey? ¿Qué Grey? No sé quién es».

Martins se sintió ya a salvo y dijo:

«Zane Grey, no conozco a ningún otro», y se quedó desconcertado por las obsequiosas risitas de la colonia inglesa.

Crabbin intervino rápidamente para ayudar a los austríacos:

«Es una bromita del señor Dexter. Se refería al poeta Gray, un genio sutil, comedido y amable… son fáciles de encontrar las afinidades».

«¿Y se llama Zane Grey?».

«Ahí está la broma del señor Dexter. Zane Grey escribió lo que nosotros llamamos novelas del Oeste: novelitas populares y baratas sobre bandidos y vaqueros».

«¿No es un gran escritor?».

«No, no. Qué va», dijo el señor Crabbin, «En el sentido estricto de la palabra yo ni siquiera le llamaría escritor».

Martins me dijo que sintió los primeros chispazos de rebeldía al oír esa declaración. Nunca se había considerado un escritor, pero la petulancia de Crabbin le irritó, hasta la manera con que la luz se reflejaba en sus gafas parecía un motivo más de irritación. Crabbin dijo:

«No son más que pasatiempos».

«¿Por qué diablos no va a serlo?», dijo ferozmente Martins.

«Oh, bueno, lo único que quería decir…».

«¿Qué era Shakespeare?».

Alguien dijo con gran osadía:

«Un poeta».

«¿Ha leído a Zane Grey?».

«No, no puedo decir…».

«Entonces no sabe de lo que está hablando».

Uno de los jóvenes intentó echar una mano a Crabbin.

«¿Y James Joyce, dónde colocaría a James Joyce, señor Dexter?».

«¿Qué quiere decir con eso?, no quiero colocar a nadie en ningún sitio», dijo Martins.

Había sido un día muy agitado y lleno de acontecimientos: había bebido demasiado con el coronel Cooler; se había enamorado; un hombre había sido asesinado y ahora tenía el sentimiento bastante injusto de que le estaban pinchando. Zane Grey era uno de sus héroes: que le asparan si había de consentir más tonterías.

«Lo que quiero decir es, ¿le situaría usted entre los verdaderamente grandes?».

«Si quiere que le diga la verdad en mi vida he oído hablar de él. ¿Qué ha escrito?».

El no se daba cuenta, pero estaba provocando una enorme sensación. Únicamente un gran escritor podía mostrarse tan arrogante y original. Varias personas escribieron el nombre de Zane Grey en el dorso de unos sobres, y la Gräffin susurró roncamente a Crabbin:

«¿Cómo se escribe Zane?».

«La verdad es que no estoy muy seguro».

«Le lanzaron simultáneamente varios nombres: nombrecillos afilados y cortantes como Stein; cantos redondos, como Woolf». Un joven austríaco, con un mechón de cabellos negros sobre la frente, exclamó «Daphne du Maurier» y el señor Crabbin dio un respingo y miró de soslayo a Martins. Le dijo en voz baja:

«Sea comprensivo con ellos».

Una mujer de rostro aniñado, vestida con un jubón tejido a mano, dijo anhelante:

«¿No le parece a usted, señor Dexter, que nadie, nadie ha escrito sobre los
sentimientos
tan poéticamente como Virginia Woolf? En prosa, quiero decir».

Crabbin le susurró:

«¿Podría decir algo sobre la corriente de la conciencia?».

«¿La corriente de qué?».

Una nota de desesperación apareció en la voz de Crabbin.

«Por favor, señor Dexter, estas personas son auténticos admiradores suyos. Quieren oír sus opiniones. Puede creerme si le digo que han
asediado
el instituto».

Un hombre mayor, austríaco, preguntó:

«¿Existe en la Inglaterra actual algún escritor de la talla del difunto John Galsworthy?».

Hubo un estallido de risitas coléricas en el cual se intercambiaron los nombres de Du Maurier, Priestley y alguien llamado Leyman. Martins se recostó sombríamente y vio de nuevo la nieve, la camilla, el rostro desesperado de Frau Koch. Pensó: si yo no hubiera vuelto nunca, si yo no hubiera hecho preguntas, ¿estaría aún vivo aquel hombrecillo? ¿De qué forma había beneficiado a Harry al proporcionar otra víctima… una víctima para aplacar el miedo de quién? ¿De Herr Kurtz, del coronel Cooler (eso no podía creerlo), del doctor Winkler? Ninguno de ellos parecía capaz de un crimen tan sórdido, tan repugnante como aquel del sótano; podía escuchar la voz del niño, gritando: «Vi sangre en el coque», y alguien se volvió hacia él con un rostro vacío, sin rasgos, un huevo de color gris, el tercer hombre.

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