El rey se alzó, dio algunos pasos por la habitación, se detuvo ante la espada del brujo que colgaba en la pared.
—¿Con esto? —preguntó, sin mirar a Geralt.
—No, ésta es para seres humanos.
—Me lo han contado. ¿Sabes qué, Geralt? Voy a ir contigo a la cripta.
—Descartado.
Foltest se volvió, los ojos brillantes.
—¿Sabes, hechicero, que yo no la he visto? Ni cuando nació, ni... después. Tenía miedo. Puede que no la vea nunca, ¿no es cierto? Tengo derecho al menos a ver cómo la matas.
—Repito, descartado. Es una muerte segura. También para mí. Si se me debilita la atención, la voluntad... No, rey.
Foltest se volvió, se fue hacia la puerta. A Geralt, durante un momento le pareció que se iría sin decir una palabra, sin un gesto de despedida, pero el rey se detuvo, le miró.
—Despiertas confianza —dijo—. Pese a que sé que eres una buena pieza. Me han contado lo que pasó en la venta. Estoy seguro de que mataste a aquellos rufianes únicamente para darte nombre, para asustar a la gente, a mí. Estoy seguro de que podrías haberles derrotado sin matarlos. Tengo miedo de que nunca llegue a saber si estás dispuesto a salvar a mi hija o a asesinarla sin más. Pero accedo a esto. Tengo que acceder. ¿Sabes por qué?
Geralt no contestó.
—Porque pienso —dijo el rey—, pienso que ella sufre. ¿No es cierto?
El brujo clavó sus penetrantes ojos en el rey. No asintió, no movió la cabeza, no efectuó el más mínimo gesto, pero Foltest lo vio. Supo la respuesta.
Geralt miró por la ventana del alcázar por última vez. Anochecía muy deprisa. En la orilla del lago destellaban vagamente las luces de Wyzima. Alrededor del alcázar había un descampado, un cinturón de tierra de nadie con el que la ciudad, a lo largo de seis años, se había ido distanciando del foco de peligro. No quedaba allí nada sino algunas ruinas, vigas podridas y restos de almenas desportilladas que, por lo visto, no merecía la pena desmontar y llevarse. El propio rey había trasladado su residencia lo más lejos posible, al otro confín de la villa: la cúpula abombada del nuevo palacio se recortaba a lo lejos sobre el fondo del cielo granate.
El brujo volvió a la mesa polvorienta delante de la que, en una de las habitaciones vacías y saqueadas, se estaba preparando sin prisas, tranquilo, cuidadosamente. Sabía que tenía mucho tiempo. La estrige no saldría de la cripta hasta la medianoche.
Encima de la mesa tenía una pequeña arqueta cerrada con un candado. La abrió. En su interior había unos frasquitos de vidrio negro, muy apretados entre tabiques rellenos de hierba seca. El brujo tomó tres de ellos.
Alzó del suelo un paquete alargado, envuelto en una gruesa piel de oveja y atado con correas de cuero. Lo desenrolló, sacó una espada con el puño labrado, en una vaina negra, cubierta con brillantes líneas de símbolos y de runas. Desenvainó el filo, que brilló en un limpio y espejeante relámpago. La hoja era de plata pura.
Geralt susurró una fórmula, bebió uno tras otro el contenido de dos frasquitos, colocando la mano izquierda encima de la empuñadura de la espada después de cada trago. Luego, envolviéndose sólidamente en su capote negro, se sentó. En el suelo. No había ninguna silla en la habitación. Ni, de hecho, en todo el alcázar
.
Se sentó inmóvil, con los ojos cerrados. Su respiración, al principio tranquila, se volvió de pronto acelerada, desigual, inquieta. Y luego se detuvo por completo. La mezcla, con la cual el brujo adquiría absoluto control sobre todos los órganos del cuerpo, se componía principalmente de veratro, estramonio, oxiacanta y lechetrezna. Otros ingredientes no poseían nombre en ninguna lengua humana. Para cualquier persona que, como Geralt, no estuviera acostumbrada a ella desde la niñez, la substancia resultaría un veneno mortal.
El brujo volvió la cabeza violentamente. Su oído, sensible en este momento más allá de cualquier medida, percibió en el silencio con gran facilidad el rumor de pasos en el patio cubierto de ortigas. No podía tratarse de la estrige. Era demasiado pronto. Geralt colocó la espada en la espalda, escondió su fardo en el hogar de una chimenea arruinada y, silencioso como un murciélago, corrió por las escaleras.
En el patio había todavía suficiente claridad como para que el individuo que venía pudiera verle la cara al brujo. El hombre —era Ostrit— dio un violento salto y una mueca involuntaria de miedo y asco le deformó los labios. El brujo se sonrió torvamente: sabía qué aspecto tenía. Después de beber la mezcla de belladonna, aconitum y eufrasia el rostro toma un color de creta y las pupilas ocupan todo el iris. Pero el elixir permite ver en las tinieblas más oscuras y justo esto es lo que quería Geralt.
Ostrit se controló rápidamente.
—Pareces un cadáver, hechicero —dijo—. Seguro que a causa del miedo. No temas. Te traigo el indulto.
El brujo no respondió.
—¿No has oído lo que te he dicho, charlatán rivio? Estás salvado. Y eres rico. —Ostrit balanceó una talega bastante grande con la mano y la echó a los pies de Geralt—. Mil ducados. ¡Tómalos, monta en tu caballo y lárgate de aquí!
El rivio permanecía en silencio.
—¡No me mires con esos ojos! —Ostrit alzó la voz—. Y no me hagas perder tiempo. No pienso quedarme aquí hasta la medianoche. ¿Es que no entiendes? No quiero que deshagas el hechizo. No, no pienses que lo has adivinado. No estoy con Velerad y Segelin. No quiero que la mates. Simplemente tienes que irte. Todo ha de quedar como estaba.
El brujo no se movió. No quería que el noble se diera cuenta de lo acelerados que eran en aquel momento sus reacciones y movimientos. Oscurecía rápidamente y el elixir era tan activo que incluso la penumbra del crepúsculo resultaba deslumbrante para sus dilatadas pupilas.
—¿Y por qué todo ha de quedar como estaba? —preguntó, intentando pronunciar lentamente cada una de las palabras.
—Esto —Ostrit alzó la cabeza con orgullo— no debiera importarte ni un pimiento.
—¿Y si ya lo supiera?
—Interesante.
—Será más fácil echar a Foltest del trono si la estrige continúa atormentando a la gente, si la locura del rey hastía hasta el límite a los nobles y al populacho, ¿verdad? Vine aquí a través de Redania, por Novigrado. Allí se habla mucho de que hay en Wyzima quien ve en el rey Vizimir a su salvador y verdadero monarca. Pero a mí, don Ostrit, no me importan ni la política, ni los sucesores al trono, ni las revueltas palaciegas. Yo estoy aquí para hacer un trabajo. ¿No habéis oído nunca hablar del sentido del deber y de la honestidad común y corriente? ¿De la ética profesional?
—¡No sabes con quién estás hablando, vagabundo! —gritó furioso Ostrit mientras ponía la mano en el puño de la espada—. Basta ya, no tengo costumbre de discutir con don nadies. Miradlo, ¿ética, códigos, moralidad? ¿Y quién dice esto? ¿Un rufián, que apenas llegó y comenzó a matar gente? ¿Que se inclinaba en reverencia ante Foltest y a sus espaldas trataba con Velerad como un esbirro a sueldo? ¿Y tú te atreves a alzar la cabeza, lacayo? ¿A hacer como que eres un Sabio? ¿Un mago? ¿Un hechicero? ¡Tú, brujo del diablo! ¡Vete de aquí antes de que te golpee con la espada en los morros!
El brujo ni siquiera palpitó, se mantuvo de pie con tranquilidad.
—Mejor que os vayáis vos, don Ostrit —dijo—. Está oscureciendo.
Ostrit retrocedió un paso, sacó rápidamente la espada.
—Tú lo has querido, hechicero. Te mataré. No te ayudarán para nada tus artes. Llevo conmigo un caparazón de tortuga.
Geralt se sonrió. La opinión sobre el poder del caparazón de tortuga era tan falsa como extendida. Pero el brujo no pensaba gastar fuerzas en sortilegios, ni mucho menos arriesgar la hoja de plata en el choque con el filo de Ostrit. Maniobró por debajo de los molinetes de la espada y golpeó al noble en la sien con el canto del puño y los gemelos de plata de sus mangas.
Ostrit recobró pronto el conocimiento, giró los ojos alrededor en la más completa oscuridad. Percibió que estaba atado. No vio a Geralt, que estaba junto a él. Pero se dio cuenta de dónde estaba y lanzó un aullido prolongado, terrible.
—Calla —dijo el brujo—. O la atraerás antes de tiempo.
—¡Maldito asesino! ¿Dónde estás? ¡Desátame inmediatamente, canalla! ¡Te ahorcarán por esto, hijo de perra!
—Calla.
Ostrit respiró con dificultad.
—¡Me dejarás aquí para que me devore! ¿Atado? —preguntó, ya más bajo, agregando terribles invectivas en un murmullo apenas audible.
—No —dijo el brujo—. Te soltaré. Pero no ahora.
—Maldito —silbó Ostrit—. ¿Para atraer a la estrige?
—Sí.
Ostrit calló, cesó de forcejear, se mantuvo tendido sin moverse.
—¿Brujo?
—Sí
—Es cierto que quería derribar a Foltest. No sólo yo. Pero sólo yo quería su muerte, quería que muriera bajo tortura, que se volviera loco, que se pudriera vivo. ¿Sabes por qué?
Geralt continuaba en silencio.
—Yo amaba a Adda. La hermana del rey. La amante del rey. La puta del rey. La amaba... brujo, ¿estás ahí?
—Estoy.
—Sé lo que piensas, pero no fue así. Créeme, no arrojé ningún hechizo. Sólo una vez dije, lleno de rabia... Sólo una vez. ¿Brujo, me escuchas?
—Te escucho.
—Fue su madre, la vieja reina. Seguro que fue ella. No podía ver que él y Adda... No fui yo. Sólo una vez, sabes, intenté persuadir a Adda... ¡Brujo! Me trastorné y dije... ¿Brujo? ¿Fui yo? ¿Yo?
—Eso ya no importa.
—¿Brujo? ¿Falta poco para la medianoche?
—Poco.
—Suéltame antes. Dame algo más de tiempo.
—No.
Ostrit no escuchó el chirrido de la lápida de la tumba al moverse, pero el brujo sí. Se inclinó y con el estilete cortó las ligaduras del noble. Ostrit no esperó a decir nada, se las arrancó, renqueó entumecido y torpe, echó a correr. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad de tal modo que veía el camino que conducía de la sala principal a la salida.
Con estruendo, se abrió en el suelo la losa que bloqueaba la entrada a la cripta. Geralt, prudentemente escondido detrás de la balaustrada, contempló la horrible silueta de la estrige, arrastrándose con presteza, rápida y sin duda en pos del retumbo de las botas de Ostrit. La estrige no produjo ni el menor sonido.
Un grito monstruoso, desgarrado, frenético, atravesó la noche, sacudió los viejos muros y continuó, alzándose y decayendo, vibrando. El brujo no pudo determinar correctamente la distancia —su sensibilizado oído se equivocaba— pero supo que la estrige había alcanzado a Ostrit muy rápido. Demasiado rápido.
Salió al centro de la sala, estaba de pie junto a la entrada a la cripta. Dejó caer el capote. Encogió los hombros para acomodar la espada. Se puso unos guantes. Tenía todavía un poco de tiempo. Sabía que la estrige, aunque saciada después del último plenilunio, no abandonaría rápidamente el cuerpo de Ostrit. El corazón y el hígado eran para ella valiosas reservas de provisiones para mantenerse durante el prolongado letargo.
El brujo esperó. Calculó que quedaban todavía tres horas hasta la aurora. El canto del gallo podría hacer que se equivocara. De todos modos, no había con toda seguridad gallo alguno por aquellos andurriales.
Escuchó. La estrige caminaba despacio, arrastrando los pies por las baldosas. Por fin la vio. La descripción había sido correcta. Una cabeza grande y desproporcionada colocada sobre un cuello corto estaba rodeada por una larga y enmarañada aureola de cabellos rojizos. Los ojos brillaban en la oscuridad como dos tizones. Se quedó de pie, inmóvil, mirando a Geralt. De pronto abrió las fauces, como si estuviera mostrando orgullosa las hileras de dientes blancos y agudos, después de lo que chasqueó las mandíbulas con un crujido que recordaba un arca al cerrarse. Y sin pausa alguna saltó, desde el mismo sitio, sin tomar carrerilla, apuntando al brujo con unas garras manchadas de sangre.
Geralt se echó a un lado, giró en una pirueta fulgurante, la estrige le rozó, giró también, cortó el aire con las zarpas. No perdió el equilibrio, atacó de nuevo, inmediatamente, dio media vuelta, cerrando los dientes justo delante del pecho de Geralt. El rivio saltó hacia el otro lado, cambió por tres veces la dirección de sus vueltas en una pirueta súbita que desorientó a la estrige. Mientras saltaba la golpeó con fuerza en la parte de atrás de la cabeza con unas púas de plata que llevaba en el dorso de los guantes, en las falanges.
La estrige lanzó un bramido terrible, llenando el alcázar de un eco atronador, cayó a tierra, quedó inmóvil y comenzó a gañir, ronca, maligna, rabiosa.
El brujo sonrió con malicia. La primera prueba, como pensaba, había funcionado. La plata era mortal para las estriges, como para la mayor parte de los monstruos traídos a la vida por embrujos. Existía, pues, una oportunidad: la bestia era como otras, y esto podía garantizar un desencantamiento efectivo, pero en cualquier caso, como último recurso, la espada de plata podía salvarle la vida.
La estrige no se apresuró con el siguiente ataque. Esta vez se acercó despacio, mostrando los colmillos, babeando asquerosamente. Geralt se echó hacia atrás, anduvo en semicírculo, dando pasos con mucho cuidado, acelerando y deteniendo su movimiento desconcentró a la estrige, le dificultó su preparación para el salto. Mientras caminaba el brujo desenrolló una cadena larga, pesada y fuerte, con un peso al final. La cadena era de plata.
En el momento en que la estrige se tensó y saltó, la cadena silbó en el aire y, disolviéndose como cera, cubrió en un instante los brazos, el cuello y la cabeza de la fiera. La estrige cayó en el salto, lanzando un aullido que traspasaba los oídos. Se agitó por el pavimento, bramando terriblemente, no se sabía si de rabia o del punzante dolor que le producía el odiado metal. Geralt estaba satisfecho. Matar a la estrige, si lo quisiera, no supondría, ahora mismo, ni el más mínimo problema. Pero el brujo no echó mano a la espada dado que, hasta el momento, nada en el comportamiento de la estrige había dado motivos para sospechar que pudiera tratarse de un caso incurable. Geralt retrocedió hasta una distancia adecuada y, sin apartar la mirada de la forma que se revolvía por el suelo, respiró hondo, se concentró.
La cadena estalló, los eslabones de plata se derramaron como lluvia por todos los rincones, tintineando por la piedra. Cegada por la rabia, la estrige se lanzó de nuevo al ataque. Geralt esperó tranquilo y alzando la mano derecha trazó sobre sí la Señal de Aard.