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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (5 page)

La estrige voló hacia atrás unos pasos, como si la hubiera golpeado un martillo, pero se mantuvo de pie, sacó las garras, enseñó los dientes. Sus cabellos se alzaron y revolotearon como si estuviera siendo afectada por un viento fortísimo. Con esfuerzo, renqueando, paso a paso, lentamente y pese a todo, fue acercándose.

Geralt se sintió intranquilo. No había pensado que una Señal tan simple paralizara por completo a la estrige, pero tampoco esperaba que la bestia superara la resistencia con tanta facilidad. No podía sostener la Señal demasiado tiempo, era extenuante, y a la estrige le quedaban poco más que diez pasos para alcanzarle. Súbitamente, rompió la señal y saltó a un lado. Tal como esperaba, la estrige quedó sorprendida, se precipitó hacia adelante, perdió el equilibro, se dio la vuelta, se escurrió por las baldosas y cayó por las escaleras a través de la humeante abertura de entrada a la cripta. Se oyó desde arriba su infernal aullido.

Para ganar tiempo, Geralt saltó a los escalones que llevaban a la galería. No había recorrido ni siquiera la mitad de los peldaños, cuando la estrige surgió de la cripta, arrastrándose como una enorme araña negra. El brujo esperó a que le siguiera por las escaleras y entonces pasó por encima de la balaustrada y saltó abajo. La estrige se volvió en las escaleras, se tensó y voló hacia él en un imposible salto de casi diez metros. Ya no se dejaba engañar tan fácilmente con sus piruetas: arañó por dos veces con sus garras el caftán de cuero del rivio. Pero, de nuevo, un golpe terrible con las púas de plata del guante arrojó lejos de sí a la estrige y la hizo tambalearse. Geralt, sintiendo la rabia concentrada en él, se balanceó, arqueó el torso hacia atrás y con un potente puntapié en el costado derribó a la bestia.

El grito que lanzó fue el más sonoro de todos. Hasta caían pedazos del enlucido del techo.

La estrige se alejó, tiritando de malignidad indominable y de deseos de matar. Geralt esperó. Ya había desenvainado la espada, marcó en el aire un círculo, anduvo, rodeó a la estrige, poniendo cuidado en que el movimiento de la espada no fuera el mismo que el ritmo y el tiempo de sus pasos. La estrige no saltó, se acercó con lentitud, dirigiendo sus ojos hacia la brillante estela de la hoja.

Geralt se detuvo súbitamente, se quedó quieto con la espada en lo alto. La estrige, confundida, también se detuvo. El brujo describió un lento semicírculo con la espada. Dio un paso en dirección a la estrige. Luego otro. Y luego saltó, haciendo molinetes por encima de la cabeza.

La estrige se agachó, escapó en zigzag. Geralt estaba de nuevo muy cerca, la hoja centelleaba en su mano. Los ojos del brujo se encendieron con un brillo maligno, un ronco bramido atravesó sus apretados dientes. La estrige se echó atrás de nuevo, traspasada por el poder del odio, la maldad y la violencia concentrados que emanaban del hombre al que estaba atacando. Las olas de sentimientos la golpeaban, le traspasaban el cerebro y las entrañas. Afectada hasta el punto de producirle dolor por unos sentimientos hasta ahora desconocidos para ella, lanzó un pesado y trémulo gemido, se dio la vuelta en el sitio y se arrojó a una loca huida por el laberinto helado de los corredores del alcázar.

Geralt, sacudido por un escalofrío, estaba de pie en el centro de la sala. Solo. Mucho ha durado, pensó, hasta que este baile en los límites del abismo, este loco, macabro ballet de lucha ha obtenido el resultado deseado, la unidad psíquica con el contrario. Conseguir la conquista de los depósitos de voluntad concentrada escondidos dentro del engendro, la perversa y maligna voluntad por cuyo poder surgiera la estrige. El brujo tembló al recordar el momento en el que había absorbido dentro de sí tal carga de maldad para dirigirla, como un espejo, hacia el monstruo. Nunca antes se había encontrado con tanta concentración de odio y de locura asesina, incluso entre los basiliscos, que en este aspecto gozan de la peor fama.

Mucho mejor, pensó, mientras se dirigía hacia la entrada de la cripta, que se recortaba en el suelo como un enorme charco. Mucho mejor porque este poderoso golpe lo había recibido la propia estrige. Esto le daba algo más de tiempo para seguir actuando, antes de que la bestia se sacudiera el shock de encima. El brujo dudó de si se atrevería a otro esfuerzo similar. El efecto de los elixires se debilitaba y el amanecer todavía estaba lejos. La estrige no debía alcanzar la cripta antes de la aurora, de lo contrario todo el esfuerzo habría sido en vano.

Bajó las escaleras. La cripta era pequeña, había en ella tres sarcófagos de piedra. El primero contando desde la entrada tenía la losa abierta hasta la mitad. Geralt extrajo del seno el tercer frasquito, bebió rápidamente su contenido, entró en el sarcófago, se sumergió en él. Como esperaba, la sepultura era doble, para la madre y la hija.

Cerró la cubierta sólo cuando escuchó de nuevo el grito de la estrige. Se echó boca arriba junto a los restos momificados de Adda, por dentro de la losa marcó la Señal de Yrden. Puso la espada sobre su pecho y colocó un pequeño reloj de arena fosforescente. Cruzó los brazos. No escuchaba ya los bramidos de la estrige que retumbaban en el alcázar. De hecho, ya no escuchaba nada pues la digital y el quelidonium habían comenzado a actuar.

VII

Cuando Geralt abrió los ojos, la arena del reloj se deslizaba hacia su final, lo que quería decir que el letargo había durado más de lo planeado. Aguzó el oído y no escuchó nada. Su cabeza funcionaba ya con normalidad.

Tomó la espada con la mano, movió la mano a lo largo de la tapadera del sarcófago murmurando una fórmula y después, ligeramente, levantó la losa unas pulgadas.

Silencio.

Corrió la tapa algo más, se sentó, y, con la espada dispuesta, asomó la cabeza fuera del sepulcro. La cripta estaba oscura pero el brujo sabía que en el exterior ya amanecía. Enchiscó fuego y prendió un candil en miniatura, lo elevó, produciendo en las paredes de la cripta unas sombras extrañas.

Vacío.

Salió con dificultad del sarcófago, dolorido, entumecido, pasmado de frío. Y entonces la vio. Estaba tumbada boca arriba delante del sepulcro, desnuda, inconsciente.

Era más bien fea. Delgaducha, con pequeños pechos puntiagudos, sucia. Los cabellos, de un rubio rojizo, le llegaban casi hasta la cintura. Colocando el candil encima de la losa, se puso de rodillas, se inclinó sobre ella. Tenía los labios muy pálidos, en los pómulos una herida enorme producida por los golpes de Geralt. El brujo se quitó los guantes, soltó la espada, sin ceremonias tanteó con un dedo la mandíbula superior. Tenía los dientes normales. Buscó su mano, escondida entre los cabellos dispersos. Antes de que pudiera encontrar el brazo, vio que tenía los ojos abiertos. Demasiado tarde.

Le clavó las garras por debajo del cuello, hiriendo profundamente, la sangre le salpicó la faz. Aulló, apuntando a los ojos con la otra mano. Él se echó sobre ella, agarrándole las dos manos por las muñecas, fijándolas al suelo. Chasqueó los dientes —ahora demasiado cortos— justo delante de su cara. La golpeó en el rostro con la frente, la aplastó con vigor. No tenía ya las fuerzas de antes, se revolvía por debajo de él, aullaba, escupiendo la sangre —la sangre de Geralt— que le resbalaba hasta los labios. La sangre fluía con rapidez. No quedaba tiempo. El brujo se agachó y la mordió enérgicamente en el cuello, justo por debajo de la oreja, hundió los dientes y apretó hasta que el aullido inhumano se transformó en grave y desesperado grito y, por fin, en un ahogado sollozo: el llanto de una muchacha de catorce años.

La soltó cuando dejó de moverse, se puso de rodillas, sacó de un bolsillo en la manga un pedazo de lienzo, se vendó el cuello. Tomó la espada que estaba tirada a su lado, le puso la hoja en el cuello a la ahora inconsciente chiquilla, se inclinó sobre sus dedos. Las uñas estaban sucias, rotas, ensangrentadas, pero... normales. Completamente normales.

El brujo se levantó con esfuerzo. A la entrada de la cripta se derramaba el húmedo, grisáceo y viscoso color del amanecer. Se dirigió hacia los escalones, pero se detuvo, se sentó en el empedrado. A través de la tela que envolvía el cuello manaba la sangre, caía por los brazos, chorreaba hasta las manos. Desabrochó el caftán, rasgó la camisa, la deshizo, la convirtió en trapos, los envolvió alrededor del cuello sabiendo que no tenía demasiado tiempo, que ahora mismo iba a desmayarse...

Lo logró. Y se desmayó.

En Wyzima, junto al lago, un gallo, erizando las plumas por la fría humedad, cantó roncamente por tercera vez.

VIII

Contempló los blancos muros y las vigas del techo de la habitación del cuerpo de guardia. Movió la cabeza, frunciendo el ceño por el dolor, gimiendo. Tenía en el cuello un vendaje sólido, grueso y muy profesional.

—Estate tendido, hechicero —dijo Velerad—. Estate tendido, no te muevas.

—Mi... espada.

—Claro, claro. Por supuesto, lo más importante es tu plateada espada de brujo. Está aquí, no temas. La espada y el cofre. Y tres mil ducados. Sí, sí, no digas nada. Yo soy un viejo tonto y tú eres un brujo listo. Foltest repite estas palabras desde hace dos días.

—Dos...

—Pues sí, dos. No te trinchó mal el pescuezo, se veía todo lo que tienes por dentro. Perdiste mucha sangre. Por suerte corrimos al alcázar nada más cantar el tercer pollo. En Wyzima no durmió nadie aquella noche. No se podía. Metisteis un ruido tremendo. ¿No te cansa mi palabrería?

—La prin... cesa.

—La princesa, pues como princesa. Delgada. Y más bien tirando a tonta. Llora sin tregua. Y se mea en la cama. Pero Foltest dice que cambiará. Pienso que no será a peor, ¿no, Geralt?

El brujo cerró los ojos.

—Vale, ya me voy. —Velerad se levantó—. Descansa. ¿Geralt? Antes de que me vaya, dime, ¿por qué la mordiste? ¿Eh? ¿Geralt?

El brujo dormía.

La voz de la razón 2
I

—Geralt.

Alzó la cabeza, expulsado del sueño. El sol estaba ya muy alto, traspasaba con violencia las molduras de los postigos cegándole con manchas de oro, penetraba la habitación con tentáculos de luz. El brujo se tapó los ojos con las manos, sin necesidad, un gesto instintivo del que nunca se había librado, pues bastaba sólo contraer las pupilas hasta volverlas apenas unas rendijas perpendiculares.

—Ya es tarde —dijo Nenneke, abriendo las ventanas—. Os habéis dormido. Iola, desaparece. Ya no estás aquí.

La muchacha se levantó con rapidez, saltó de la cama, recogiendo el albornoz del suelo. En los brazos, en el lugar donde un segundo antes habían estado sus labios, Geralt sintió restos de saliva que se iban disipando.

—Espera... —dijo inseguro. Ella miró hacia él, volvió la cabeza rápidamente.

Había cambiado. No poseía ya nada de la ninfa, de la luminosa aparición perfumada que había sido al amanecer. Sus ojos eran azules y no negros. Y su piel estaba poblada de pecas: en la nariz, en el escote, en los brazos. Aquellas pecas estaban llenas de gracia, le sentaban bien al tono de su piel y a sus cabellos rojizos. Pero no las había visto entonces, al amanecer, cuando ella era aún su sueño. Con vergüenza y tristeza se dio cuenta de que lo que sentía hacia ella era resentimiento, resentimiento porque no había seguido siendo un sueño. Y supo que nunca se perdonaría a sí mismo ese resentimiento.

—Espera —repitió—. Iola... Quisiera...

—No le digas nada, Geralt —dijo Nenneke—. Y de todas formas no te va a contestar. Desaparece, Iola. Date prisa, chiquilla.

La muchacha, envuelta en el albornoz, se arrastró hacia la puerta, haciendo ruido en el suelo con sus pies desnudos, turbada, sonrojada, torpe. Ya no recordaba en nada a...

Yennefer.

—Nenneke —dijo él, alcanzando la camisa—. Espero que no pretendas... ¿No la vas a castigar?

—Idiota —resopló la sacerdotisa, acercándose a la cama—. Te has olvidado de dónde estás. Esto no es una cueva de ermitaños ni un convento. Esto es el santuario de Melitele. Nuestra diosa no prohíbe a las sacerdotisas... nada. Casi.

—Me has prohibido hablarle a ella.

—No te he prohibido nada, llamé tu atención sobre su inutilidad. Iola no habla.

—¿Cómo?

—No habla porque hizo un voto. Es una especie de renuncia gracias a la que... Aj, qué te voy explicar, si ni así lo vas a entender, ni siquiera vas a intentar entenderlo. Conozco tu opinión sobre las religiones. No, no te vistas todavía. Quiero comprobar cómo cicatriza tu cuello.

Se sentó al borde de la cama, con gran habilidad desenrolló los gruesos vendajes de lino que envolvían el cuello del brujo. Él apretó los labios a causa del dolor.

A poco de llegar a Ellander, Nenneke le había retirado el horrible hilo de zapatero con el que le habían cosido en Wyzima, había abierto la herida y la había revisado. El resultado había sido el previsto: había llegado al santuario casi curado, puede que un poco rígido, y ahora estaba otra vez enfermo y dolorido. Pero no protestó. Conocía a la sacerdotisa desde hacía años, sabía lo grande que era su sabiduría médica y la rica y amplia farmacia de la que disponía. La convalecencia en el santuario de Melitele sólo podía serle beneficiosa.

Nenneke palpó la herida, la lavó y comenzó a maldecir. Se sabía esto ya de memoria, pues había empezado desde el primer día y nunca olvidaba blasfemar cada vez que veía los recuerdos dejados por las zarpas de la princesa de Wyzima.

—¡Vaya una monstruosidad! ¡Dejarse zurrar así por una simple estrige! ¡Músculos, tendones, por un pelo no te afectó la arteria! Por la Gran Melitele, Geralt, ¿qué te pasa? ¿Cómo le dejaste acercarse tanto? ¿Qué querías hacer con ella? ¿Trajinártela?

No respondió, sonrió ligeramente.

—No pongas esa sonrisa de tonto. —La sacerdotisa se levantó, tomó una bolsa con vendas que estaba sobre la cómoda. Pese a su corpulencia y baja estatura se movía con agilidad y gracia—. No es nada divertido lo que ha pasado. Estás perdiendo reflejos, Geralt.

—Exageras.

—No exagero. —Nenneke colocó sobre la herida un paquete verde que exhalaba un penetrante olor a eucalipto—. No debes dejarte herir, y te dejaste, y esto es muy serio. Yo diría que fatal. Incluso con tus extraordinarias facultades de regeneración pasarán unos meses hasta que recuperes la completa movilidad del cuello. Te lo advierto, en este tiempo no pruebes tus fuerzas en una pelea con un contrincante que sea muy rápido.

—Te agradezco la advertencia. Puedes además darme un consejo: ¿de qué voy a vivir durante este tiempo? ¿Junto a unas cuantas señoritas, compro un carro y organizo una casa de citas ambulante?

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