El último deseo (6 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Nenneke encogió los hombros mientras le vendaba el cuello con rápidos y certeros movimientos de sus rollizas manos.

—¿Tengo que darte consejos de cómo vivir? ¿Qué pasa, que soy tu madre o qué? Ya estás listo. Puedes vestirte. En el refectorio te espera el desayuno. Date prisa o en caso contrario tendrás que cocinártelo tú mismo. No pienso tener a las chicas en la cocina hasta el mediodía.

—¿Dónde puedo encontrarte más tarde? ¿En el santuario?

—No. —Nenneke se levantó—. En el santuario no. Eres un huésped bienvenido, brujo, pero no me andes dando vueltas por el santuario. Vete a dar un paseo. Y ya te encontraré yo misma.

—De acuerdo.

II

Geralt recorría por cuarta vez el paseo de álamos que llevaba de la puerta al edificio residencial, en dirección al bloque del templo y del santuario mayor, que estaban hundidos en el precipicio del acantilado. Después de pensárselo brevemente, decidió no volver bajo techo, dobló en dirección a las huertas y los edificios de labranza. Unas cuantas sacerdotisas vestidas con grises mantos de trabajo se afanaban allí en escardar percherones y alimentar las aves en el gallinero. Predominaban entre ellas las que eran jóvenes y muy jóvenes, casi niñas. Unas cuantas, cuando pasaba junto a ellas, le saludaron con un ademán de la cabeza o una sonrisa. Respondió a los saludos, pero no reconoció a ninguna. Aunque visitaba el santuario a menudo, una vez, a veces dos, al año, nunca se había encontrado con más de tres o cuatro caras conocidas. Las muchachas iban y venían, como sibilas para otros santuarios, como comadronas y sanadoras especializadas en enfermedades infantiles y femeninas, como druidas viajeras, ayas o maestras. Pero nunca faltaban nuevas que llegaban de todos lados, incluso de los lugares más lejanos. El santuario de Melitele en Ellander era muy conocido y gozaba de merecida fama.

El culto de la diosa Melitele era uno de los más antiguos y, en tiempos, más extendidos. Sus comienzos se perdían en olvidadas épocas todavía prehumanas. Casi cada raza prehumana y cada primigenia y aún errante tribu humana habían adorado algún tipo de diosa de la cosecha y la fertilidad, protectora de campesinos y hortelanos, patrona del amor y el matrimonio. La mayor parte de estos cultos se habían concentrado y unido en el culto a Melitele.

El tiempo, que se había ensañado con otras religiones y cultos, aislándolos eficazmente en capillas y templetes olvidados, apenas visitados, escondidos entre los edificios de las ciudades, había mostrado sin embargo piedad hacia Melitele. A Melitele todavía no le faltaban ni creyentes ni patrocinadores. Los estudiosos que analizaban este hecho explicaban la popularidad de la diosa echando mano de los primitivos cultos a la Gran Matriarca, a la Madre Naturaleza, apuntaban su relación con los ciclos de la naturaleza, con el renacimiento de la vida y con otros procesos de nombres sonoros. Un amigo de Geralt, el trovador Jaskier, al que le gustaba aparecer como especialista en todos los campos posibles, había buscado una explicación más sencilla. El culto a Melitele, había concluido, es un culto típico para mujeres. Melitele es al fin y al cabo la patrona de la fertilidad, de los nacimientos, es la protectora de las comadronas. Y una mujer que está dando a luz tiene que gritar. Además de los gritos habituales, que por lo general se componen de falsas promesas de que nunca más en la vida se volverán a dejar hacer por ningún asqueroso jovenzuelo, la mujer que está pariendo tiene que llamar en su ayuda a alguna diosecilla, y Melitele es perfecta para ello. Y como las mujeres han dado a luz, siguen dando a luz y seguirán dando a luz, aseguraba el poeta, por ello Melitele no debe tener miedo de perder su popularidad.

—Geralt.

—Aquí estás, Nenneke. Te estaba buscando.

—¿A mí? —La sacerdotisa le miró con aire de burla—. ¿No a Iola?

—A Iola también —reconoció—. ¿Tienes algo en contra?

—En este momento, sí. No quiero que la molestes ni distraigas su atención. Tiene que prepararse y rezar, si algo tiene que salir del trance.

—Ya te dije —afirmó con frialdad— que no quiero trance alguno. No creo que un trance me pueda ayudar en algo.

—Y yo, sin embargo —se enfadó ligeramente Nenneke—, no creo que un trance así te perjudique en algo.

—No se me puede hipnotizar, soy inmune. Tengo miedo por Iola. Puede ser un esfuerzo demasiado grande para una médium.

—Iola no es una médium ni una vidente mentalmente enferma. Esta chiquilla goza de una protección especial de la diosa. No pongas ese gesto de idiota, si no te importa. Ya te dije que conozco tus opiniones sobre la religión, nunca me han molestado demasiado y seguro que tampoco en el futuro van a hacerlo. No soy una fanática. Tienes derecho a creer que nos gobierna la Naturaleza y la Fuerza oculta en ella. Tienes derecho a pensar que los dioses, y entre ellos mi Melitele, son sólo personificaciones de esta fuerza, inventados para el uso de necios, para que la comprendan más fácilmente, para que acepten su existencia. Según tú, es una fuerza ciega. Y para mí, Geralt, la fe permite esperar de la naturaleza aquello que encarna mi diosa: el orden, el derecho, el bien. Y la esperanza.

—Lo sé.

—Pues si lo sabes, ¿por qué esa reserva ante el trance? ¿De qué tienes miedo? ¿De que te mande ponerte de rodillas en el suelo delante de la estatua y entonar cánticos? Geralt, simplemente nos vamos a sentar un rato juntos, tú, yo y Iola. Y probaremos si las facultades de esta muchacha nos permiten leer en el torbellino de las fuerzas que te rodean. Puede que nos enteremos de algo que estaría bien que supiéramos. Y puede que no nos enteremos de nada. Puede que las fuerzas del destino que te rodean no quieran revelársenos, se mantengan ocultas e incomprensibles. Pero, ¿por qué no podemos probar?

—Porque esto no tiene sentido. No me rodea ningún torbellino del destino. E incluso si así fuera, ¿por qué diablos revolver en él?

—Geralt, estás enfermo.

—Herido, querrás decir.

—Sé lo que quería decir. Algo raro hay en ti, lo percibo. Por algo te conozco desde que eras eso, un pipiolo, cuando te conocí no me llegabas ni al cinturón de la falda. Y ahora siento que das vueltas en torno a algún maldito vórtice, enredado por completo, amarrado en un lazo que se cierra poco a poco. Quiero ver de qué se trata. Yo sola no puedo, necesito de las habilidades de Iola.

—¿No pretendes ir demasiado lejos? ¿Para qué tanta metafísica? Si quieres, me sinceraré contigo. Llenaré tus noches con relatos de los sucesos más interesantes de los últimos años. Prepara un barril de cerveza para que no se me seque la garganta y podemos empezar incluso hoy mismo. Me temo, sin embargo, que te aburriré, porque no encontrarás ningún vórtice ni ningún torbellino. Tan sólo historias de brujo común y corriente.

—Te escucharé con gusto. Pero el trance, te repito, no te perjudicaría.

—¿Y no juzgas —sonrió— que mi incredulidad en el significado de tal trance impedirá el éxito de antemano?

—No, no lo creo. ¿Y sabes por qué?

—No.

Nenneke se inclinó, le miró a los ojos con una sonrisa extraña en los pálidos labios.

—Porque ésa sería la primera prueba que llegase a mi conocimiento de que la incredulidad tenga alguna clase de poder.

La semilla de la verdad
I

Unos pequeños puntos negros en el cielo cubierto de madejas de niebla atrajeron la atención del brujo con su movimiento. Eran muchos. Los pájaros describían círculos, girando con lentitud y espaciosidad, luego, súbitamente, descendían y enseguida volvían a ascender, moviendo las alas.

El brujo observó los pájaros durante bastante tiempo, calculó la distancia y el tiempo aproximado que tardaría en atravesarla, añadiendo algo por la dificultad del terreno, la espesura del bosque, la profundidad y la disposición de los barrancos que se esperaba en el camino. Al final se quitó el capote, apretó dos agujeros del cinturón que le cruzaba el pecho al bies. La empuñadura y el puño de la espada colgada a su espalda sobresalían por su hombro derecho.

—Vamos a dar un pequeño rodeo, Sardinilla —dijo—. Nos salimos del sendero. Esos pajarillos, me parece, no andan dando vueltas por ahí sin un motivo.

La yegua, por supuesto, no contestó, pero se movió, sirviendo a la voz a la que estaba acostumbrada.

—Quién sabe, puede que sea un alce muerto —dijo Geralt—. Y puede que no sea un alce. ¿Quién sabe?

El barranco estaba justo allí donde se lo esperaba. En cierto momento el brujo se encontró mirando desde arriba a las copas de los árboles que cubrían densamente la hondonada. La pendiente del barranco no era, sin embargo, demasiado pronunciada, y el fondo estaba seco, sin endrinas, sin troncos podridos. Atravesó el barranco con facilidad. Al otro lado había un bosquecillo de abedules, detrás de él un gran claro, un brezal y un terreno donde yacían los enmarañados tentáculos de ramas y raíces arrancadas por el viento.

Los pájaros, espantados por la aparición del jinete, se elevaron, graznaron salvajemente, agudamente, roncamente.

Geralt vio de inmediato el primer cuerpo: el blanco de una zamarra de carnero y el azul celeste de un vestido de mujer resaltaban entre los amarillentos cipreses del soto. No vio el otro cuerpo, pero percibió donde estaba: la situación del cadáver la traicionaban tres lobos que miraban al jinete con tranquilidad, apoyados en las patas traseras. La yegua del brujo resopló. Los lobos, como obedeciendo una orden, en silencio, sin apresurarse, trotaron hacia el bosque, volviendo de tanto en tanto la cabeza triangular hacia el recién llegado. Geralt bajó del caballo.

La mujer de la zamarra y el vestido celeste no tenía rostro, garganta ni la mayor parte del muslo izquierdo. El brujo pasó de largo sin agacharse.

El hombre estaba tendido con la cara hacia abajo. Geralt no dio la vuelta al cuerpo, viendo que tampoco aquí los pájaros y los lobos habían estado ociosos. Tampoco había necesidad de una observación más atenta de los restos. Los brazos y la espalda del jubón de lana estaban cubiertos por un dibujo bien ramificado de sangre seca. Estaba claro que el hombre había muerto de un golpe en la nuca y que sólo después los lobos habían masacrado el cuerpo.

En un cinturón muy amplio, junto a un corto cuchillo en una vaina de madera, el hombre llevaba una saca de cuero. El brujo la tomó, arrojó luego sobre la hierba un eslabón, un pedazo de yeso, cera para sellar, un puñado de monedas de plata, una navaja de afeitar cerrada con las cachas de hueso, una oreja de conejo, un llavero con tres llaves, un amuleto con un símbolo fálico. Dos cartas, escritas en un lienzo, mojadas por la lluvia y el rocío, las runas se habían desfigurado, desintegrado. Una tercera, en un pergamino, estaba también afectada por la humedad pero aún legible. Era una cédula de crédito, expedida por un banco propiedad de enanos de Murivel a un mercader de nombre Rulle Asper o Aspen. La cantidad a crédito no era muy alta.

Agachándose, Geralt levantó la mano derecha del hombre. Como se esperaba, un anillo de cobre que estaba incrustado en un dedo hinchado y amoratado llevaba la señal del gremio de los armeros: un estilizado casco con visera, dos espadas cruzadas y la runa A grabada debajo de ellas.

El brujo regresó al cuerpo de la mujer. Cuando dio la vuelta al cuerpo algo le pinchó en un dedo. Era una rosa prendida al vestido. La flor se había comenzado a marchitar pero no había perdido color. Los pétalos eran de un azul muy oscuro, casi añil. Geralt veía por primera vez en su vida una rosa así. Dio la vuelta del todo al cadáver y se estremeció. En la deforme y destrozada nuca de la mujer se podían ver claramente señales de colmillos. Y no de lobos.

El brujo retrocedió con cuidado hacia el caballo. Sin perder de vista los confines del bosque, se subió a la silla. Dos veces recorrió el claro, inclinado, escudriñó atentamente la tierra, observando todo.

—Sí, Sardinilla —dijo en voz baja, deteniendo el caballo—. La cosa está clara, aunque no del todo. El armero y la mujer venían a caballo, desde aquel bosque. Sin duda se encaminaban desde Murivel a su casa, porque nadie lleva consigo durante mucho tiempo una cédula de crédito sin realizar. No sé por qué iban por aquí y no por el sendero. Pero atravesaron el brezal el uno al lado del otro. Y entonces, no sé por qué, los dos bajaron del caballo o se cayeron. El armero murió en el acto. La mujer echó a correr, luego tropezó y también murió y algo que no ha dejado huellas la arrastró por la tierra con los dientes apretados a su nuca. Sucedió hace dos o tres días. Los caballos se escaparon, no vamos a buscarlos.

La yegua, por supuesto, no contestó, resopló inquieta, reaccionando al familiar tono de voz.

—Lo que mató a los dos —continuó Geralt, mirando a los límites del bosque— no era ni un lobisome ni una silvia. Ni el uno ni la otra hubieran dejado tanta carne para los comedores de carroña. Si hubiera por aquí una ciénaga diría que se trata de una kikimora o de un vipper. Pero aquí no hay ciénaga alguna.

Agachándose, el brujo aflojó un tanto la gualdrapa que cubría el costado del caballo, dejando al descubierto otra espada, sujeta a las albardas, que tenía una vaina brillante y decorada y una empuñadura negra como el carbón.

—Sí, Sardinilla. Daremos un rodeo. Hay que comprobar por qué el armero y la mujer iban por el monte y no por el sendero. Si pasamos de largo con indiferencia tales acontecimientos, no ganaremos ni siquiera para tu avena, ¿no es cierto, Sardinilla?

La yegua se movió servicialmente hacia adelante a través del calvero, apoyándose con cuidado en los tocones derribados por el viento.

—Aunque no sea un lobisome, no vamos a arriesgarnos —continuó el brujo, sacando de una bolsa en la silla un ramillete seco de toja y colgándolo junto a la boquilla. La yegua resopló. Geralt desanudó un poco el caftán debajo del cuello, sacó un medallón con la cabeza de un lobo mostrando los dientes. El medallón, que colgaba de una cadena de plata, se bamboleaba al ritmo del movimiento del caballo, brillando como el mercurio bajo los rayos del sol.

II

Vio por vez primera las rojas tejas de la techumbre cónica de una torre cuando alcanzó la cumbre de una elevación, a la que se encaramaba para acortar el arco de la curva de un sendero poco marcado. El desvío, poblado de avellanos, obstruido por ramas secas, cubierto por una gruesa alfombra de hojas amarillas, no era demasiado seguro para cabalgar. El brujo retrocedió, avanzando cuidadosamente por la pendiente, volvió al camino. Cabalgaba despacio, cada cierto tiempo detenía el caballo, se agachaba en la silla, observaba las huellas.

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