El último teorema (2 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

Pasamos la mayor parte del tiempo informándonos los unos a los otros de lo que habíamos estado haciendo desde la última vez que nos vimos, y creo que, de todas las historias, la mejor fue la de Judy Merrill. Había llegado al Japón antes que los demás, y había hecho una escapada de un par de días a Hiroshima mientras nos esperaba. Siempre tuvo un gran talento para hacer descripciones, y supo atraer nuestro interés mientras nos refería lo que había visto allí. De todos son conocidos los restos retorcidos de armazones de hierro que sobrevivieron a la primera bomba nuclear empleada jamás contra el hombre, y que los japoneses han conservado a guisa de monumento conmemorativo tras la destrucción del resto de los edificios a los que sustentaban, y el rostro a medio derretir del Buda de piedra. Y nadie olvida (pues nadie puede sacarse de la cabeza aquella imagen una vez que la ha visto) la sombra humana que quedó grabada de forma permanente sobre los escalones de piedra en que se hallaba sentado quien la proyectó a causa del intolerable fulgor que produjo la explosión nuclear en el cielo que se extendía sobre su cabeza.

—Debió de ser luminosa de verdad —dijo alguien; Brian, creo.

Y Arthur le respondió:

—Lo bastante para que, a estas alturas, haya podido observarse desde una docena de estrellas de las más cercanas a nosotros.

—Si es que hay alguien en ellas para verla —repuso otro, que creo recordar que fui yo mismo.

Y todos estuvimos de acuerdo en que bien podría ser que hubiera alguien observando… Al menos, resultaba hermoso pensar tal cosa.

* * *

En cuanto a los juegos de manos matemáticos, sigue sin parecerme éste el mejor momento para exponer la solución, aunque prometo que lo hará otra persona antes de que acabe el libro. Lo más probable es que sea un joven brillante, por nombre Ranjit Subramanian, al que está a punto de conocer el lector. Después de todo, las páginas que siguen no cuentan, en esencia, otra cosa que su historia.

TERCER PREÁMBULO

Pruebas atmosféricas

D
urante la primavera de 1946, en un atolón del Pacífico Sur llamado Bikini, virgen hasta aquel momento, la Armada estadounidense reunió una flota de noventa y tantos buques, entre acorazados, cruceros, destructores, submarinos y toda una serie de embarcaciones de apoyo de muy diversa procedencia. Algunos, apresados a los alemanes o a los japoneses, formaban parte del botín de la recién concluida segunda guerra mundial; aunque la mayoría estaba conformada por barcos estadounidenses deteriorados por el conflicto o anticuados. No tenían por misión hacerse a la mar para combatir en ninguna gigantesca batalla naval contra enemigo alguno, y de hecho, no iban a ninguna parte: aquella isla era su último destino. El motivo que había llevado a los almirantes a reunirlos allí no era otro que el de hacerlos servir de blanco para un par de bombas atómicas, lanzadas una desde el aire y la otra desde el mar, a fin de que el alto mando pudiese hacerse una idea del daño que podían sufrir sus fuerzas navales en caso de desencadenarse un conflicto nuclear en el futuro.

Huelga decir que el atolón de Bikini no representó el final de ese género de pruebas, sino sólo el principio: durante la docena larga de años que siguió a aquella fecha, Estados Unidos hizo estallar una bomba tras otra en la atmósfera para tomar cumplida nota del alcance y los daños correspondientes a cada una, así como de cualquier otro dato susceptible de ser extraído de tal experimentación. Poco después, además, seguirían su ejemplo los soviéticos y los británicos, y más tarde, también los franceses y los chinos. En total, las cinco primeras potencias nucleares (que no por casualidad resultaban ser los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas) lanzaron al aire más de mil quinientas de esas armas, en lugares como las islas Marshall, sitas en el océano Pacífico; Argelia y la Polinesia francesa; zonas desérticas de Australia; la ciudad kazaja de Semipalátinsk, bajo dominio soviético, y Nóvaia Zemliá, archipiélago del océano Ártico; en los yermos pantanosos de Lop Nor, pertenecientes a China, y en otros muchos puntos de todo el mundo.

De cualquier modo, con independencia de dónde se originaran, todas las explosiones provocaron un resplandor de intensidad inimaginable («más brillante que un millar de soles», conforme a la descripción del físico Hans Thirring) que se expandió en dirección al espacio en una cúpula hemisférica de fotones a razón de trescientos mil kilómetros por segundo.

* * *

Por aquel entonces, los fotones de aquel raquítico destello de radar que enviara a la Luna el joven Arthur Clarke habían recorrido un largo trayecto desde el lugar de la galaxia en que se había encontrado la Tierra en el momento de lanzarlos. ¿Cuánto? Veamos: habían transcurrido unos treinta años desde que había regresado el haz de su radar sin proporcionar dato alguno. La luz (como las ondas de radio o cualquier suerte de radiación electrónica) viaja, como ya sabemos, a unos trescientos mil kilómetros por segundo, y aquellos fotones se habían alejado cada año un año luz, lo que los había hecho recorrer los sistemas planetarios de varios centenares de estrellas. Muchas de ellas tienen planetas; algunas, planetas capaces de albergar vida, inteligente en una fracción reducida de los casos.

Los humanos jamás llegaron a saber qué seres de otros soles detectaron por vez primera lo que estaba ocurriendo en la Tierra. ¿Los de Groombridge 1.618, quizá? ¿Los de Centauri B (o ya puestos, A)? ¿Los de Lalande 21.185, los de Eridani o acaso los de Ceti? Nunca lo supieron, y tal vez fuera mejor así, ya que sólo habría servido para inquietarlos. Fuera cual fuere el sistema planetario que hubiesen habitado, los astrónomos que había entre aquellas criaturas (quienes, por cierto, no se denominaban
astrónomos
, sino
catalogadores de exterioridades)
prestaron no poca atención a aquella pulsación que, aunque débil, los dejó preocupados.

Aunque su aspecto no se asemejaba, en absoluto, al del hombre, poseían, sin lugar a dudas, «emociones» casi humanas, entre las que se contaba algo similar al miedo. A la propagación de microondas procedentes de la Tierra, primer motivo de desasosiego con que toparon, fueron a unirse los estallidos, mucho más brillantes, que llegarían poco después desde White Sands, lugar en que se efectuaron las primeras pruebas nucleares; desde Hiroshima y Nagasaki, y desde otras muchas partes. Tales destellos llevaron a aquellos observadores extraterrestres del firmamento a mantener acaloradas discusiones entre ellos, pues daban a entender que había problemas, y de los gordos.

No puede decirse que aquellos primeros espectadores tuviesen miedo de lo que estaba haciendo la humanidad en el pequeño y remoto planeta en que vivía: tanto se les daba lo que pudiese ocurrirle a la Tierra; lo que los preocupaba era que aquel hemisferio radiactivo en expansión no se extinguiera una vez que sobrepasase su estrella y siguiera viajando por la galaxia, pues más tarde o más temprano, toparía con otros individuos que sí iban a tomárselo mucho más en serio.

EL ÚLTIMO TEOREMA
CAPÍTULO I

El peñón de Svãmi

H
a llegado, por fin, la hora de que conozcamos a Ranjit Subramanian, la persona en torno a cuya vida, tan larga como extraordinaria, gira todo el presente libro.

En aquel tiempo contaba dieciséis años de edad y, pese a ser poco más que un novato de la principal universidad de Sri Lanka, situada en la ciudad de Colombo, se mostraba más engreído, si cabe, que cualquier adolescente medio. Estaban a finales del semestre, y a instancia de su padre, había cruzado al sesgo la isla para hacer el dilatado viaje que lo separaba del distrito de Trincomali, en donde éste gozaba de la enorme distinción de superior del templo hindú de Tirukonesvaram. Lo cierto es que Ranjit adoraba a su padre, y siempre se alegraba de ir a verlo; y sin embargo, en aquella ocasión no podía decir tal cosa, porque apenas le costaba imaginar de qué quería hablar con él el venerable Ganesh.

Ranjit era un muchacho listo; tanto que casi alcanzaba el grado de inteligencia que él mismo se atribuía. También era bien parecido, y aunque no fuese alto como una torre, es de reconocer que la mayoría de los ceilaneses tampoco lo es. Pertenecía al pueblo tamil, y tenía el color de la piel del intenso castaño oscuro de una cucharada de cacao en polvo un instante antes de sumergirse en leche caliente. Lo segundo, sin embargo, no se debía a lo primero: los habitantes de Sri Lanka presentaban una extensa variedad de complexiones, desde el blanco cercano al escandinavo a un negro tan oscuro que rayaba en el púrpura. La ascendencia de su mejor amigo, Gamini Bandara, era cingalesa pura hasta la generación mas remota a que nadie se hubiera molestado en remontarse, y aun así, los dos muchachos tenían el mismo tono de piel. Su amistad había comenzado hacía mucho, la noche espeluznante en que el fuego había devorado la escuela de Gamini, probablemente por causa de los cigarrillos que habían dejado olvidados en un trastero dos de los alumnos de más edad.

A Ranjit, como a todo hijo de vecino capaz de recoger un trozo partido de contrachapado y lanzarlo a la parte trasera de un camión, y de hecho, como a todos los estudiantes de su propia escuela, lo habían llamado para ayudar en las labores de emergencia. Había sido una tarea pesada, mucho más que la que estaban acostumbrados a ejercer los músculos en desarrollo de un jovenzuelo, por no hablar ya del dolor provocado por las astillas o por los numerosos cortes recibidos de los cristales rotos que lo cubrían todo. Aquélla fue la peor parte, aunque la experiencia tuvo también momentos buenos, como ocurrió cuando Ranjit y otro muchacho de su edad dieron, al fin, con el origen de ciertos sonidos lastimeros procedentes de un montón de escombros, y rescataron, intacto aunque aterrorizado, al viejo gato siamés del director. Después de que uno de los profesores tomara al animal para llevarlo con su dueño, los dos se miraron sonrientes, y Ranjit, tendiendo la mano a la manera inglesa, anunció:

—Yo me llamo Ranjit Subramanian.

—Y yo —respondió el otro, estrechándola con júbilo—, Gamini Bandara. Menuda hazaña, la nuestra, ¿eh?

Los dos estuvieron de acuerdo, y cuando, por fin, se les permitió dar por concluido el trabajo de aquel día, se pusieron juntos en la cola de la especie de gachas que constituía su cena y no dudaron en colocar uno al lado del otro sus sacos de dormir aquella noche. Desde entonces, habían sido amigos íntimos; a lo cual había ayudado, sin lugar a dudas, el hecho de que, inutilizado el colegio de Gamini por culpa del fuego, sus alumnos se vieran obligados a realojarse en las aulas del centro de Ranjit. Gamini había resultado tener todo lo que pudiera desearse de un buen amigo: hasta en lo tocante a la gran obsesión que dominaba la vida de Ranjit, que no estaba dispuesto a compartir con nadie y por la que su amigo no sentía interés en absoluto.

Había, claro está, otro aspecto importante de la persona de Gamini, y era precisamente éste el asunto sobre el que quería hablar con él su padre, por más que el joven no lo desease en absoluto.

Ranjit torció el gesto. Tal como le habían instruido, se dirigió de inmediato a una de las entradas laterales del templo; pero no para encontrarse con su padre, sino con un monje de edad anciana llamado Surash, quien se limitó a comunicarle (de un modo más bien oficioso, según imaginó) que habría de esperar un poco. Y esperó, durante un período que consideró bastante largo, sin más ocupación que la de escuchar el bullicio procedente del edificio sagrado en que trabajaba su padre y que a él le provocaba emociones encontradas, pues si por una parte había brindado a su procreador un motivo para vivir, no poco prestigio y un quehacer profesional gratificante, también lo había incitado a perseguir el estéril designio de persuadir a su hijo a seguir sus pasos. Ranjit jamás iba a hacer tal cosa: ya desde niño, le había resultado imposible creer en la compleja cohorte de deidades, masculinas y femeninas, del hinduismo con cuyas imágenes, provistas algunas de cabezas de animales y de un número insólito de brazos, se hallaban exornados los muros del templo. Sabía el nombre de todos ellos, y también enumerar sus poderes especiales y los principales días de ayuno consagrados a cada uno, desde que tenía seis años; pero no por fervor religioso, sino por su afán por complacer a su queridísimo padre.

Recordaba haberse despertado, de niño, a primera hora de la mañana para verlo levantarse al alba con la intención de hacer su ablución en el pozo del templo. Lo observaba desnudarse de cintura hacia arriba de cara al sol naciente, y lo escuchaba pronunciar un
om
largo y resonante. Siendo algo mayor, aprendió a articular por sí mismo dicho mantra, así como la ubicación de las seis partes del cuerpo que tocaba, y a ofrecer agua a las estatuas de la sala de la
pūjā.
Después, sin embargo, se fue de casa para asistir al colegio, y dado que no se le exigían observancias religiosas, éstas acabaron por desaparecer. Con diez años, tenía claro que jamás abrazaría el credo de su padre.

No es que la suya no fuese una profesión magnífica. Bien cierto era que el templo de Ganesh Subramanian no era ni tan antiguo ni tan grandioso como el edificio al que había tratado de sustituir. De hecho, aunque se le había asignado, no sin arrojo, la misma denominación del centro de culto original, Tirukonesvaram, ni siquiera su superior se refería a él con otro nombre que el de «el templo nuevo». Hubo que esperar a 1983 para verlo acabado, y en lo que al tamaño se refiere, no podía compararse, ni por asomo, con el célebre «templo de las mil columnas», cuyos comienzos contaban con el amparo de dos milenios de historia.

Finalmente recibieron a Ranjit, aunque no fue su padre, sino el viejo Surash, quien se dirigió a él en tono de disculpa.

—Es por esos peregrinos —le hizo saber—. ¡Son tantos…! Más de cien, ¡y tu padre, el sacerdote principal, se ha propuesto dar audiencia a todos! ¿Por qué no vas a sentarte en el peñón de Svāmi a ver el mar? Él irá a buscarte dentro de una hora, quizá; pero en este instante… —Y dejando escapar un suspiro, meneó la cabeza y se dio la vuelta para seguir ayudando a su superior a hacer frente al aluvión de peregrinos, dejando a Ranjit que se las arreglara solo.

* * *

Lo que, de hecho, no estaba nada mal, ya que el muchacho agradecía la posibilidad de pasar todo ese tiempo en solitario en el peñón. Una hora antes el peñón debía de haber estado plagado de parejas y familias enteras que habrían ido a comer al aire libre o a disfrutar de la vista o de la brisa fresca de la bahía de Bengala; pero a esas alturas, una vez que el sol había comenzado a ocultarse tras las colinas occidentales, estaba poco menos que desierto.

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