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Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema (8 page)

La leyó encorvado ante el desayuno, aunque no tuvo que dedicarle demasiado tiempo, pues era aún más breve que la precedente, y estaba dedicada casi por entero a la descripción de la «soberbia mansioncita» de Gamini.

Al entrar desde la calle, subes un tramo de escalones y llegas a la sala de estar, que los ingleses llaman
sala de visitas. Al
lado hay una cocina como de casa de muñecas, y eso es todo lo que encuentras en esa planta. Hay otros escalones que bajan del cuarto de estar a la parte trasera, en donde hay una habitación que da a unos cuantos metros cuadrados de barro que pretenden pasar por jardín. Creo que voy a llamarla
cuarto de invitados
, aunque no tengo intención de hacer que nadie pase la noche en él (a no ser, amigo mío, que pienses dejarte caer por aquí algún fin de semana). En la sala de estar hay otro tramo de escalones que lleva directamente al dormitorio y al cuarto de baño, lo cual no resulta muy cómodo para nadie que duerma en el cuarto de invitados y necesite evacuar a medianoche. En cuanto a la cocina, tiene de todo lo que uno pueda desear en una de las más modernas, aunque, como ya te he dicho, a escala de casa de juguete: el frigorífico es diminuto; los fogones y el fregadero, también, ¡y dudo que hayas visto nunca una lavadora con secadora más pequeña que la que me ha tocado! Yo estaba convencido de que tenía el tamaño justo para lavar un par de calcetines hasta que Madge me aseguró que para eso iba a necesitar meterlos por separado.

Pero en fin: esté como esté la casa, lo cierto es que es mía, aunque los muebles sean de estilo espantosiano. Y ahora tengo que dejarte, porque vamos a ir unos cuantos a ver la reposición de una de Stoppard y queremos cenar antes.

Ranjit se las compuso para sonreír al pensar en Gamini haciendo la colada, el mismo Gamini que siempre se había llevado consigo a casa la ropa sucia para dársela al servicio a fin de encontrársela, al día siguiente, limpia, planchada y doblada.

Semejante táctica, sin embargo, no le impidió preguntarse quién debía de ser aquella tal Madge. Y en ello estaba cuando apareció por su primera clase, dispuesto a llevarse una nueva decepción. Pero hete aquí que, milagrosamente, lo que ocurrió fue algo muy distinto.

CAPÍTULO V

De Mercurio a la nebulosa de Oort

E
l curso de Astronomía 101 no se daba en un aula como las demás, sino en una semejante a un teatro en miniatura en cuyos bancos curvos podía acomodarse un centenar de alumnos. Casi todos los asientos estaban ocupados, desde arriba hasta el nivel del suelo, en donde se ubicaban una mesa, una silla y un profesor que no parecía mucho mayor que el propio Ranjit. Se llamaba Joris Vorhulst, y si su condición de burgués saltaba a la vista, no parecía menos obvio que había optado por licenciarse fuera de la isla.

Ranjit también quedó impresionado por la relación de los centros a los que había asistido, lugares que gozaban de la veneración de los astrónomos de todo el mundo. El doctor Vorhulst había cursado estudios de posgrado en la Universidad de Hawái en Hilo, en donde había hecho prácticas en los colosales telescopios del viejo observatorio de Keck, y se había doctorado en el Instituto Tecnológico de California, el Caltech, lo que le había permitido, por si fuera poco, trabajar en el JPL, el Laboratorio de Propulsión a Chorro de Pasadena. En este último, había formado parte del equipo encargado del
Faraway
, la nave que había pasado por Plutón para internarse en el cinturón de Kuiper (o en el resto del cinturón de Kuiper, tal como lo habría expresado Vorhulst, leal a la decisión, adoptada por el común del gremio, de despojar a aquél de su condición de planeta y convertirlo en una más de las incontables bolas de nieve que conforman el cinturón). De hecho, Vorhulst había aseverado a la clase que, a esas alturas, el
Faraway
había atravesado la región de cuerpos menores de Kuiper y se aproximaba a los confines más inmediatos de la nebulosa de Oort.

A medida que el profesor explicaba lo que eran todas aquellas realidades desconocidas (cuando menos para Ranjit), el muchacho no pudo menos de quedar fascinado. Entonces, a punto de concluir la clase, participó a los alumnos una buena noticia al anunciar que todos tendrían el privilegio de mirar por el mejor telescopio de Sri Lanka: el del observatorio instalado en la ladera del Pindurutalágala.

—Tiene un excelente reflector de dos metros —aseguró—, regalo del Gobierno del Japón, que nos lo dio en sustitución del que nos había concedido con anterioridad.

El alumnado recibió sus palabras con un sonoro aplauso, que sin embargo, quedó corto ante el que le otorgaron cuando dijo:

—¡Ah!, por cierto: mi clave personal de entrada a la red es
Faraway
, y os invito a usarla para acceder a todo el material astronómico que hay recogido en ella.

De los vítores que se lanzaron tras estas palabras, pocos fueron tan clamorosos como los que profirió el muchacho cingalés que ocupaba el asiento contiguo al de Ranjit. Cuando Vorhulst, mirando el reloj de la pared, anunció que dedicaría los diez minutos restantes a responder las preguntas que quisiesen plantear, Ranjit fue uno de los primeros en levantar la mano.

—¿Sí —dijo el docente mientras estudiaba la tarjeta de identificación que descansaba sobre su pupitre—, Ranjit?

El joven se puso en pie.

—Me estaba preguntando si ha oído hablar de Percy Molesworth.

—¿De Molesworth? —Vorhulst colocó la mano a modo de visera a fin de verlo con más claridad—. ¿Eres de Trincomali? —Y ante el gesto afirmativo del alumno, añadió—: Allí es donde está enterrado, ¿no? Sí: he oído hablar de él. ¿Has visto alguna vez el cráter lunar que lleva su nombre? Pues hazlo: con
Faraway
puedes acceder a la página del JPL.

Y eso fue precisamente lo que hizo no bien acabó la clase. Corrió a la hilera de ordenadores del vestíbulo y localizó de inmediato el Laboratorio de Propulsión a Chorro en la Red, tras lo cual descargó una imagen espléndida del cráter Molesworth. Aquella depresión de casi doscientos kilómetros de diámetro resultaba de veras impresionante. Pese a presentarse como poco menos que una simple planicie, contenía en su interior una docena de cráteres menores de los auténticos, provocados por meteoritos, y entre ellos había uno con un magnífico pico central. No pudo menos de recordar las visitas que había hecho con su padre a la tumba del astrónomo, y pensar en lo maravilloso que habría sido participarle que había tenido oportunidad de ver el cráter lunar. Sin embargo, esto último parecía imposible.

* * *

Huelga decir que el resto de las asignaturas no era, ni mucho menos, tan interesante como la de Astronomía 101. Se había matriculado en un curso de antropología con el convencimiento de que le sería fácil aprobarlo sin tener que pensar demasiado en el contenido, y aunque si bien era cierto que no revestía una gran complejidad, tuvo ocasión de averiguar que, además, resultaba tedioso hasta lo sumo. También había escogido psicología con la intención de conocer más detalles acerca del síndrome que, al parecer, padecía. Sin embargo, el profesor le había dejado claro ya en la primera clase que no creía en el GSSM, con independencia de lo que pudiesen afirmar los docentes de otros cursos.

—Si la circunstancia de hacer muchas cosas a la vez los volviera estúpidos —había sentenciado—, ¿cómo se las iba a ingeniar ninguno de ustedes para acabar la licenciatura?

Por último, se había inscrito en filosofía porque daba la impresión de pertenecer al género de materias en las que era posible capear el temporal sin estudiar demasiado. Y se había equivocado: el profesor De Silva era aficionado a preguntar en clase semana sí, y semana también, y si tal hecho podía llegar a resultar tolerable, Ranjit se había dado cuenta enseguida de que pertenecía a la clase de docentes que exigían a sus alumnos la memorización de datos. Al principio, trató de interesarse por la asignatura, convencido de que ni Platón ni Aristóteles constituían, en el fondo, una pérdida de tiempo. Sin embargo, cuando el profesor De Silva se internó en la Edad Media y la obra de gentes como Pedro Abelardo o santo Tomás de Aquino, la cosa fue empeorando. ¡Tanto se le daba a él la diferencia entre la epistemología y la metafísica, la existencia de Dios o lo que era en realidad la realidad! Así que la débil llama de su interés acabó por apagarse del todo.

Aun así, el placer de explorar los otros mundos del sistema solar no dejaba de tornarse cada vez más maravilloso. En particular cuando, durante la segunda clase, el doctor Vorhulst señaló que era posible visitar algunos planetas (quizá, cuando menos, uno o dos de los menos inhóspitos), y los repasó uno por uno. Mercurio, no: ¿quién iba a querer viajar a un astro tan ardiente y seco, por factible que fuera dar con agua (o más bien con hielo) en uno de sus polos? Venus resultaba aún menos deseable, dado que el manto de dióxido de carbono que lo envolvía tenía la virtud de atrapar el calor.

—Se trata de la misma clase de capa —les comunicó el profesor— que está provocando aquí, en la Tierra, el calentamiento del planeta, del que espero que seamos capaces de librarnos algún día. Por lo menos, de los efectos más negativos.

Se refería, según añadió, a la temperatura que había alcanzado en consecuencia la superficie venusiana, capaz de derretir el plomo.

A continuación se hallaba la Tierra.

—Ésa ya no hace falta que la colonicemos —bromeó Vorhulst—, porque todo apunta a que alguien o algo ya lo hizo hace mucho tiempo. —Y sin dar tiempo siquiera a que ninguno de sus alumnos reaccionase ante el comentario, prosiguió—: Pasemos, pues, a Marte. ¿Nos interesa visitarlo? O lo que es más interesante: ¿hay vida allí? El hombre lleva años planteándose esta pregunta.

El astrónomo estadounidense Percival Lowell se había persuadido no sólo de que la había, sino de que quienes habitaban el planeta eran gentes por demás civilizadas poseedoras de sorprendentes avances tecnológicos que les habían permitido construir la gigantesca red de canales que había observado sobre su faz Giovanni Schiaparelli. Sin embargo, la llegada de telescopios más potentes, y la ayuda del capitán Percy Molesworth, cuyo cuerpo yacía en Trincomali, dieron al traste con aquella idea al demostrar que los
canali
del italiano no eran sino marcas casuales que su ojo había tomado por líneas rectas. Al final, las tres primeras misiones del programa Mariner de la NASA zanjaron el debate al fotografiar su superficie árida, fría y llena de cráteres.

—Sin embargo —concluyó el profesor—, desde entonces se han tomado instantáneas más precisas del planeta que muestran indicios de la existencia de corrientes de agua. No es que las haya aún, claro; pero sí que las hubo, con certeza, en algún punto del pasado. Los partidarios de la existencia de vida en Marte volvían a tener motivos para estar eufóricos después de que el péndulo volviese a estar de su lado. Y ¿quién tiene razón? —Tras recorrer con la mirada a la concurrencia, concluyó sonriente—: Creo que el único modo de determinarlo consistirá en enviar a un grupo de exploración, dotado, a ser posible, de herramientas de excavación.

Dicho esto, se detuvo antes de continuar:

—Supongo que ahora os estaréis preguntando: «¿Y en busca de qué van a excavar?». Pero antes de responder, quisiera saber si alguien piensa que nos hemos saltado algún planeta en la lista que hemos hecho hasta ahora.

El silencio se apoderó de la sala mientras el centenar de alumnos contaba con los dedos (Mercurio, Venus, la Tierra, Marte), hasta que una joven de la primera fila inquirió:

—¿Se refiere a la Luna, señor Vorhulst?

Mirando su nombre en la placa de identificación, inclinó la cabeza a tiempo que reconocía:

—Eso es, Roshini. Pero antes de visitar la Luna, os voy a enseñar unas fotos de un lugar en el que sí he estado yo. Me refiero a Hawái.

A continuación se volvió hacia la pantalla que tenía desplegada a sus espaldas, y en la que ya podía verse una instantánea nocturna de una oscura loma que descendía hasta el mar. Se mostraba salpicada de manchas de color rojo encendido como las fogatas del campamento de un ejército, y en el punto en que alcanzaban la costa se apreciaban violentos fuegos de artificio producidos por los ardientes meteoritos que saltaban sobre su superficie.

—Esto es Hawái —anunció el profesor—, la isla. El volcán Kilauea ha entrado en erupción, y lo que veis es la lava que corre hacia el mar. Cada uno de los ríos comienza a solidificarse por la parte de fuera a medida que desciende, con lo que forma una tubería de piedra endurecida por la que fluyen las deyecciones. De cuando en cuando, eso sí, la lava rompe el conducto. ¿Veis las manchas de materia incandescente?

Dejó transcurrir unos instantes a fin de dar tiempo a la clase a preguntarse qué hacían observando Hawái cuando tenían que tratar de la Luna, y acto seguido volvió a accionar el mando para hacer aparecer en la pantalla una fotografía en la que aparecía él mismo con una joven de no poco atractivo provista de un exiguo traje de baño. Ambos se hallaban a la entrada de lo que parecía una cueva plagada de maleza en medio de una selva tropical.

—La que está conmigo es Annie Shkoda —hizo saber a los alumnos—, mi directora de tesis en Hilo. Y que nadie se imagine nada, porque un mes después de la foto se casó con otro. Aquí estamos a punto de entrar en lo que los estadounidenses llaman el «túnel volcánico de Thurston». A mí me gusta más la denominación Hawaiana de
Nahuku
, porque, en realidad, el tal Thurston no tenía nada que ver con aquella formación: fue sólo un editor de periódico que hizo campaña en favor de la creación del Parque Nacional de los Volcanes. En fin: lo que ocurrió fue que, hace quizá cuatrocientos o quinientos años, entró en erupción el Kilauea, o tal vez el Mauna Loa, más antiguo. La lava que despidió formó conductos, y al apagarse el volcán, la materia que permanecía en estado líquido siguió deslizándose hasta salir de ellos, en tanto que aquellas gigantescas cañerías de piedra quedaron en el sitio. Con el tiempo, fueron a cubrirse de barro, tierra y Dios sabe qué más; pero seguían allí. —Se detuvo y alzó la vista para mirar a las filas de alumnos—. ¿Alguien se atreve a adivinar qué tiene que ver todo esto con la Luna?

Como movidas por un resorte, se levantaron al instante veinte manos. Vorhulst eligió al muchacho que había sentado al lado de Ranjit.

—¡Dime, Jude!

El joven se puso en pie con gesto de entusiasmo.

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