Authors: Arthur C. Clarke y Frederik Pohl
Él lo prefería así. Le encantaba aquel lugar. Siempre le había gustado, aunque, pensándolo mejor, había de reconocer que a la edad de seis o siete años no se había sentido tan atraído por el peñón mismo como por las lagunas y las playas que lo rodeaban, en donde podía coger crías de tortuga estrellada para ponerlas a competir entre sí. Pero eso era entonces; con dieciséis años, ya se consideraba un hombre adulto en toda regla, y tenía cosas mejores en las que pensar.
Encontró un banco de piedra libre y se sentó en él, recostándose para disfrutar tanto de la calidez del sol que comenzaba a ponerse a sus espaldas como del viento suave proveniente del mar que se extendía ante él, mientras se disponía a pensar en los dos asuntos que ocupaban su mente. Al primero, en realidad, no tuvo que dedicarle mucho tiempo. Lo cierto es que no lo había decepcionado la ausencia de su padre: Ganesh ya le había dado a entender sobre qué quería hablar con él, y Ranjit estaba seguro, mal que le pesara, de saber qué era.
Se trataba de algo vergonzoso, y lo peor de todo era que podía haberlo evitado por completo con sólo haberse acordado de cerrar con llave su habitación para impedir que el conserje de la residencia universitaria en que vivía topase con los dos aquella tarde. Sin embargo, no lo había hecho, y aquél los había sorprendido. Ranjit sabía que Ganesh Subramanian había hablado con aquel hombre hacía mucho tiempo, con la única intención, a su decir, de asegurarse de que su hijo no necesitaba nada. Aquellas conversaciones, sin embargo, tenían la ventaja adicional de mantener al sacerdote bien informado de cuanto ocurría en la vida del muchacho.
Dejando escapar un suspiro, deseó poder eludir la discusión que estaba a punto de estallar; pero eso no era posible, y en consecuencia, optó por poner su atención en el segundo de los dos asuntos, el que predominaba sobre el resto de sus pensamientos.
Desde la posición elevada que le ofrecía la cumbre del peñón de Svāmi, que se alzaba a un centenar de metros de las calmas aguas de la bahía de Bengala, dirigió la mirada al este. Sobre la superficie, iluminada por el crepúsculo, no se veía otra cosa que el mar, y de hecho, no había nada más en un millar largo de kilómetros, a excepción de un puñado de islas dispersas, hasta alcanzar el litoral de Tailandia. Aquella noche había amainado el monzón del nordeste y el cielo se encontraba totalmente despejado. Hacia levante, a escasa altura, vio una estrella brillante cuya luz se presentaba ligeramente teñida de un tono rojo anaranjado. Ninguna resplandecía como ella, y Ranjit, distraído, se preguntó cuál sería su nombre. Su padre tenía que saberlo, por supuesto: como buen sacerdote, Ganesh Subramanian creía, con devoción sincera, en la astrología; pero además, había sentido siempre un gran interés por todas las ciencias seculares. Conocía los planetas del sistema solar, así como los nombres de muchos de los elementos, y sabía cómo se generaba la energía eléctrica suficiente para iluminar una ciudad a partir de unas cuantas barras de uranio. Además, había sabido transmitir a su hijo parte de su entusiasmo. Aun así, en el corazón de Ranjit no habían anidado tanto la astronomía, la física y la biología como una disciplina que las ligaba a todas: las matemáticas.
Ranjit era consciente de que esta afición también se la debía a su padre, ya que había sido él quien le había regalado, al cumplir trece años, el libro de G. H. Hardy
Apología de un matemático.
Fue allí donde dio por vez primera con el nombre de Srīnivāsā Rāmānujan, modesto oficinista que, pese a carecer de adiestramiento formal alguno en la materia, se convirtió en el mayor genio del mundo matemático durante los sombríos años de la primera guerra mundial. Fue Hardy precisamente, quien, tras recibir una carta suya en la que recogía un centenar de los teoremas que había descubierto, lo llevó a Inglaterra e hizo que alcanzase fama mundial.
Rāmānujan sirvió de inspiración a Ranjit, pues su caso demostraba que el talento matemático podía hallarse dentro de cualquiera, y el libro de Hardy logró inculcarle un interés específico y subyugador por la teoría de números; en particular, por las ideas extraordinarias que dominaron la obra del genio Pierre de Fermat, nacido siglos atrás, y de un modo aún más concreto, aquella cuestión imponente que había dejado a la posteridad: la demostración de la existencia, o la inexistencia, de su celebérrimo último teorema.
Ésa era la obsesión de Ranjit, y el asunto sobre el que se había propuesto reflexionar en el transcurso de aquella hora que tenía por delante. Por desgracia, no llevaba consigo la calculadora; pero había sido su mejor amigo quien lo había advertido del peligro que corría de haberla incluido en su equipaje.
—¿Te acuerdas de mi primo Charitha —le había preguntado—, el que sirve de capitán en el ejército? Dice que algunos de los guardias de los trenes confiscan calculadoras para luego venderlas por lo que puedan sacarles: la tuya de doscientos dólares de Texas Instruments puede acabar, por diez nada más, en manos de alguien que sólo la quiera para seguir la pista a sus inversiones monetarias. Así que más te vale dejarla en casa.
Y él había tenido la sensatez de seguir su consejo. Aun así, el engorro que suponía su ausencia no era demasiado importante, ya que lo más maravilloso del último teorema de Fermat era, precisamente, su simplicidad. Después de todo, ¿qué podía ser más sencillo que
a
2
+ b
2
= c
2
?
El cuadrado de la longitud de uno de los catetos de un triángulo rectángulo, sumado al cuadrado de la longitud del otro, es igual al cuadrado de la hipotenusa (el caso más simple es el que presenta dos catetos de tres y cuatro unidades respectivamente y una hipotenusa de cinco; pero existen muchos otros ejemplos con números enteros).
Cualquiera es capaz de comprobar por sí mismo esta sencilla ecuación usando sólo una regla y escasos rudimentos de aritmética. Pero lo que había hecho Fermat para obsesionar a generaciones enteras de matemáticos era aseverar que semejante relación se verificaba sólo en el caso de cuadrados, y no en el de cubos ni potencias mayores. Además, decía poder probarlo. Sin embargo, jamás llegó a publicar su demostración.
[1]
Ranjit se desperezó y, bostezando, sacudió la cabeza para zafarse de sus ensoñaciones. Entonces, tomó un guijarro y lo lanzó con todas sus fuerzas para oírlo caer al agua poco después de perderlo de vista en la oscuridad del crepúsculo. Sonrió al reconocer para sí que parte de lo que, por lo que sabía, decían de él no era del todo falso. Así, por ejemplo, no erraba por entero quien aseguraba que estaba obsesionado. Hacía tiempo que había elegido a qué quería ser fiel, y fiel a ello se había mantenido; de modo que, a esas alturas, se había convertido en lo que podría calificarse
de fermatiano.
Si Fermat decía haber demostrado el teorema, Ranjit Subramanian, como muchos otros matemáticos antes que él, tenía por artículo de fe que dicha prueba debía de existir.
Pero con ello Ranjit no se refería a ninguna aberración como la que había dicho hallar Wiles y él había tratado de hacer que analizase en la universidad su profesor de matemáticas. Si aquel viejo fiasco (databa ya de las postrimerías del siglo XX) podía llamarse «prueba» —término que él dudaba en emplear para referirse a algo que era incapaz de leer ningún ser humano biológico—, él no negaba su validez técnica. Tal como había hecho saber a Gamini Bandara poco antes de que aquel condenado conserje abriera la puerta y los encontrara, saltaba a la vista que no era la demostración de la que se había jactado Pierre de Fermat en las notas marginales de su ejemplar de la
Aritmética
de Diofanto.
Ranjit volvió a dejar asomar al rostro una sonrisa triste al recordar que lo siguiente que había dicho a su amigo era que estaba dispuesto a hallar por sí mismo la demostración de Fermat. Aquel comentario había sido, precisamente, el que había dado origen a las risas, las burlas y las payasadas amistosas que habían desembocado en la escena con que se había topado el portero al entrar. Tan ensimismado se hallaba rememorando aquel momento, que no oyó los pasos de su padre, ni llegó siquiera a reconocerlo hasta que él, posando una mano sobre su hombro, le preguntó:
—¿Soñando despierto?
* * *
La presión de la mano de Ganesh le instó a permanecer sentado. El sacerdote, tomando asiento a su lado, escrutó con ademán metódico el rostro, el atuendo y la figura de su hijo.
—Estás muy delgado —se lamentó.
—Tú también —contestó Ranjit, sonriendo, aunque también un tanto preocupado al advertir en el semblante de su padre una expresión que jamás había visto antes: un desasosiego y un pesar que no se ajustaban al optimismo habitual del anciano—. Tranquilo: en la universidad me dan de comer bastante bien.
—Sí. —Ganesh hizo un gesto de asentimiento con el que reconoció tanto la precisión del comentario como el hecho de que sabía de buena tinta que la alimentación que recibía su hijo era la adecuada—. ¿Y qué más hacen por ti?
La pregunta se prestaba a ser interpretada como una invitación a decir algo respecto del derecho que poseía de tener su propia vida sin que lo anduviese espiando el personal de servicio. Sin embargo, prefirió aplazar aquel asunto tanto como le fuera posible.
—Sobre todo —improvisó a la carrera—, me han tenido ocupado las matemáticas. Sabes lo del último teorema de Fermat… —En aquel momento, asomó por vez primera el interés al rostro de Ganesh—. Claro que lo sabes —añadió su hijo—. ¡Si fuiste tú quien me dio el libro de Hardy! El caso es que se tiene la comprobación de Wiles por la verdadera prueba. ¡Menuda abominación! ¿Cómo la construye Wiles? Se remite al vínculo que dijo haber descubierto Ken Ribet entre la formulación de Fermat y la conjetura de Taniyama-Shimura, que afirma que…
Ganesh lo interrumpió con una palmada en el hombro.
—Sí, Ranjit —dijo con dulzura—. No hace falta que te molestes en explicarme lo de Taniyama-Shimura.
—Vale. —Y tras meditar unos instantes, prosiguió—. Voy a simplificar: la médula del argumento de Wiles descansa sobre dos teoremas: el primero afirma que una curva elíptica dada es semiestable, pero no modular; el segundo, que todas las curvas elípticas semiestables poseedoras de coeficientes racionales son, en realidad, modulares. La contradicción es evidente, y…
Ganesh soltó un suspiro afectuoso.
—Te interesa de veras ese tema, ¿no es así? —observó—. Pero sabes que, en matemáticas, estás mucho más adelantado que yo. Así que, ¿por qué no hablamos de otra cosa? ¿Qué me dices del resto de tus estudios?
—¡Ah! —exclamó él, algo perplejo, pues tenía por cierto que su padre no lo había hecho viajar a Trincomali para charlar sobre sus clases—. Claro, claro: las demás asignaturas. —En lo que a temas de conversación se refería, aquél no era tan malo como el que podía haberle revelado el conserje a su padre; pero tampoco podía considerarse de lo más apasionante. En consecuencia, soltó aire y se decidió a hacer frente a la situación—. ¿Para qué voy a aprender francés? —dijo al fin—. ¿Para ponerme a vender recuerdos en el aeropuerto a los turistas llegados de Madagascar o Québec?
Su padre sonrió.
—El francés es una lengua de gran importancia cultural —señaló— que, por cierto, también hablaba tu héroe, monsieur Fermat.
—Aja… —fue la respuesta de Ranjit, quien, aun admitiendo que había mucho de cierto en ello, seguía sin convencerse del todo—. Pero ¿qué me dices de la historia? ¿A quién puede importarle eso? ¿Para qué queremos saber lo que dijo a los portugueses el rey de Kandy?; ¿o si expulsaron los holandeses a los ingleses de Trincomali o fue al revés?
Su padre volvió a darle una palmadita.
—Aun así, la universidad te exige que apruebes una serie de asignaturas si quieres obtener el título: ya tendrás tiempo de especializarte en lo que quieras cuando accedas a un grado superior. Además de las matemáticas, ¿no hay nada que te interese de lo que te enseñan en la facultad?
Ranjit se animó un tanto.
—Ahora mismo, no; pero el año que viene, al menos, me libraré de la biología. ¡Menudo tostón! Entonces podré elegir una asignatura científica diferente, y pienso matricularme en astronomía. —Aquello le trajo a la memoria la reluciente estrella roja, y al alzar la vista hacia ella pudo comprobar que en aquel momento dominaba con su luz el horizonte oriental.
El sacerdote no le defraudó.
—Sí, es Marte —anunció siguiendo la mirada del muchacho—. Hoy brilla con más intensidad de lo habitual: esta noche va a ser espléndida para mirar las estrellas. —Y volviendo la vista a su hijo, agregó—: Ya que hablamos del planeta Marte: ¿recuerdas quién fue Percy Molesworth? Hemos visitado su tumba a menudo.
Ranjit buscó entre sus recuerdos de infancia y halló, satisfecho, la pista que estaba buscando.
—Claro, el astrónomo. —Ambos se referían al capitán del ejército británico que había estado apostado en Trincomali a finales del siglo XIX—. Era especialista en asuntos marcianos, ¿no? —Feliz al ver que aquella conversación resultaba agradable a su padre, siguió diciendo—: Él fue quien demostró lo de… mmm…
—Los canales —lo ayudó su padre.
—¡Eso: lo de los canales! Demostró que no eran construcciones reales de una civilización marciana avanzada, sino un ejemplo más de lo que pueden llegar a engañarnos nuestros ojos.
Ganesh asintió con un gesto alentador.
—Fue un astrónomo eminente, e hizo la mayor parte de su trabajo aquí, en Trinco. Además, fue…
Se detuvo antes de completar la frase, y volviéndose para mirar de hito en hito a su hijo, suspiró.
—¿Te das cuenta, Ranjit —le preguntó—, de que lo único que estoy haciendo es retrasar lo inevitable? No te he pedido que vengas a verme para hablar de astrónomos: lo que quiero que tratemos es algo muchísimo más serio. Se trata de tu relación con Gamini Bandara.
Había llegado el momento. El joven se llenó de aire los pulmones antes de exclamar:
—¡Créeme, papá: no es lo que piensas! Gamini y yo sólo lo hacemos por juego. No significa nada.
De súbito, el sacerdote adoptó una expresión de sorpresa.
—¿Que no significa nada? ¡Claro que lo que estabais haciendo no significa nada! ¿O es que acaso piensas que no estoy al tanto de todos los modos que gustan de emplear los jóvenes para experimentar con toda clase de comportamiento? —Meneando la cabeza en ademán de reproche, le espetó—: Créeme, Ranjit: lo que importa no es que estuvieses experimentando con conductas sexuales, sino la persona con quien lo hacías. —Su voz volvía a sonar tensa, como si a las palabras les estuviese costando salir—. Recuerda, hijo mío, que tú eres tamil, y Bandara, cingalés.