El último vuelo del flamenco (14 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

—¿Qué le hacían?

Por la noche llevaban al viejo a la prostituta. Llamaban a la meretriz aparte y le pedían que le diese ternura. Simple cariño sin anexos ni sexo. Al final, el plazo del viejo ya había pasado. La meretriz, que simplemente cantase para hacerlo dormir. Así acordaban con ella, sin que el viejo se diese cuenta. Y le pagaban incluso más para que, al día siguiente, confirmase la mentira del éxito de él. ¡Tanto vigor ni los más jóvenes! Familiares y prostituta alardeaban de la frescura del viejo, participando en la farsa. Lo que ocurrió, con los años, es que la muchacha se convirtió y se dedicó en exclusiva al anciano abuelo. Nunca más volvió a conocer a otro hombre. Hasta que un día, la prostituta apareció embarazada. A nadie le quedaban dudas: el niño debía de ser del abuelo.

—¿Y por qué, Massimo, se acuerda de eso?

—Ese niño soy yo.

Preferí no decir nada. No me parecía verdad esa confesión suya. ¿Por qué me entregaba a mí ese secreto? Pero el italiano proseguía: que había un destino, sí. Ese destino lo había guiado hasta allí, lo había atraído hasta esos confines y le había entregado, incluso, una prostituta que guardaba secretos.

—La mano de un buen santo me ha protegido.

Sólo ahora valoraba esa protección. Durante varias noches seguidas, no había dormido por miedo a explotar como los otros. ¿No sabía yo por qué él se había librado? Si se había mantenido no explosivo era porque había recibido el beneficio de una bondadosa protección. Había sobrevivido gracias a un amor.

—¿Y cree en eso, Massimo? ¿Cree en esas cosas nuestras?

Lo importante no era la verdad del asunto. Lo que contaba era que alguien había intercedido por él. Esa era la única verdad que le interesaba.

—¿Y quién cree que ha sido?

Creía que había sido Temporina. Su corazón se lo decía. Yo sabía que la anciana moza no podía encargar un hechizo. Ninguna mujer puede solicitar el servicio de un curandero sin llegar a ser madre.

—No ha sido Temporina. Ha sido otra.

El sonrió, seguro de que había sido Temporina. Siguió liando sus petates. En ese momento, parecía quedarle una casete. Recordó: era una declaración de Ana. Tenía allí una grabación que él solo había registrado. Una tarde en que yo había ido a la administración, el italiano había visitado a la prostituta.

—¿Así que usted anda por ahí sin mí? ¿Sin su traductor oficial?

El europeo se avergonzó. Comenzó a justificarse, pero yo lo eximí de culpas. Massimo todavía vaciló. Sin embargo, acabó conectando la grabadora y los dos nos callamos para escuchar la voz de Ana Diosquiera:

Cuídese, Massimo Risi: la boca es grande y los ojos son pequeños. O como se dice aquí: el burro come espinas con su lengua suave. Este lugar es más peligroso de lo que usted piensa. ¿Peligroso por qué? Lo descubrirá como lo haría el pato. Sí, como el pato que descubre la dureza de las cosas sólo después de romperse el pico.

Es que en medio de todo hay sangre, muertos a los que no les han cubierto el rostro. Esos muertos han dormido al sereno, han impurificado la noche. Para usted, seguramente, eso no es grave. Aquí no es la muerte, sino los muertos los que importan. ¿Entiende? Aún morirá más gente, se lo aseguro. No ponga esa cara. Yo espero que la desgracia ocurra a sus espaldas, ya que usted me parece un hombre bueno.

Fui enviada aquí por el Operativo Producción. ¿Quién se acuerda de eso? Abarrotaron camiones con putas, ladrones, todos mezclados con gente honesta y los mandaron lo más lejos posible. Todo de un día para el otro, sin aviso, sin despedida. Cuando se quiere limpiar una nación, sólo se producen suciedades.

En Tizangara incluso me recibieron bien. Esta gente se apartaba, como no queriendo contaminarse. Al principio yo me sentía como en una prisión, sin rejas, pero rodeada por todos lados. Estaba como el prisionero que encuentra en el carcelero el único ser con quien hacer intercambio de humanidades. Y me pregunto: ¿por qué nos enseñaron esa mierda de ser seres humanos? Sería mejor ser animales, puro instinto. Poder violar, morder, matar. Sin culpa, sin juicio, sin perdón. La desgracia es ésta: sólo unos pocos han aprendido la lección de la humanidad.

En cierta ocasión, huí. Me metí por los matorrales hasta donde el bosque se despeina incluso sin viento alguno. Me quedé tumbada como muerta, junto a un puente en el lecho seco del río. Sentí que llegaba alguien, me alzaba en sus brazos. Yo estaba leve como entraña de murciélago. Me llevaron a una casa bonita, ni siquiera les habían enseñado a mis ojos a contemplar tales bellezas. Nunca identifiqué a quien me trataba: yo estaba exhausta, todo me llegaba entre nieblas y mareos. Después me dejaron en la iglesia cuando ya había vuelto en mí. Hoy creo que todo fue un sueño. Esa casa nunca existió. Y, si existió una casa semejante, se ha derrumbado, convertida en polvo sin recuerdo. Es que todas las mujeres del mundo duermen al sereno. Como si todas fuesen viudas y se sometiesen a los rituales de la purificación. Como si todas las casas hubiesen enfermado. Y el luto se extendiese por todo el mundo. A veces, en breves momentos de alegría, hacemos cuenta de que reposamos sobre ese techo perdido. A veces me parece reencontrar esa voz que me salvó, esa casa que me dio abrigo.

Estos poderosos de Tizangara tienen miedo de sus propias mezquindades. Están rodeados, en su deseo de ser ricos. Porque el pueblo no les perdona el hecho de que no repartan riquezas. La moral aquí es así: enriquécete, sí, pero nunca solo. Los pobres de dentro los persiguen, no los respetan los ricos de fuera. Me dan pena, mucha pena, siempre tan serviles.

Así aprendí mis sabidurías: paso como penumbra en el poniente. Soy una persona muy compatible. Como esos pajarillos que comen en la boca del cocodrilo. Le quito restos de los dientes y él me acepta. Me protejo encontrando cobijo en el centro del peligro. Mi vida es un ajuste de cuentas, un negocio entre dientes y mandíbulas de los matadores.

Aprenda esto, amigo. ¿Sabe por qué me gustó? Fue cuando lo vi cruzar la carretera, el modo como andaba. Un hombre puede medirse por su manera de andar. Caminaba, timinudo, como un niño que siempre está yendo a clase. Fue eso lo que aprecié. Usted es un hombre bueno, lo vi desde la primera vez que lo vi. ¿Recuerda que hablé con usted el día de su llegada? Allí, en el lugar de donde usted viene, también hay gente buena. Y eso me basta para tener esperanza. Aunque sea sólo uno. Uno aunque más no sea, me basta.

Al verlo, desde el primer día, me dije: éste se va a salvar. Porque aquí hace falta callar la sabiduría para sobrevivir. ¿Conoce la diferencia entre el sabio blanco y el sabio negro? La sabiduría del blanco se mide por la prisa con la que responde. Entre nosotros, el más sabio es aquel que más tarda en responder. Algunos son tan sabios que nunca responden.

Actúe así, Massimo: no aspire a ser el centro de nada. La importancia aquí es muy mortal. Fíjese, por ejemplo, en esas avecillas que se posan en el lomo de los hipopótamos. Su grandeza es su tamaño mínimo. Ese es nuestro arte, nuestra manera de hacernos mayores: aguardando en las espaldas de los poderosos.

Disculpe, tengo que interrumpir esta declaración, pero usted me está confundiendo. ¿Por qué me está mirando así? Me desea, ¿no es así, Massimo? Pero no puede ser. Con usted no puede ser. Si usted me toca, morirá.

—Sé protegerme, he traído preservativos.

—No es eso. Esta es otra enfermedad.

—Entonces, ¿cómo es que moriré?

—Las mujeres aquí han sido tratadas...

—¿Tratadas cómo?

—Olvídelo, Massimo. Olvídelo, alguien le explicará todo más adelante.

Quién sabe si más tarde podremos encontrarnos, lejos de todo esto. Ahora, sólo voy a contarle cómo sucedió aquella noche lo del zambiano. Nunca se lo he contado a nadie, usted es el primero en saber lo que ocurrió. Pues ese soldado me visitó sin guardar las maneras. El hombre no perdió tiempo con besos. Usted sabe cómo es mi gente. Se me echó encima, sin preparación, más baboso que un perro. Y allí se sirvió, siempre encima de mí, completamente desnudo, excepto la gorra en la cabeza. Sudado, haciéndosele agua la piel, gemía entre jadeos. Los suspiros y los gemidos iban creciendo, cada vez más frecuentes, y yo que me sentía aliviada al ver que la cosa terminaba. Fue en ese instante cuando, en vez de correrse, el tipo reventó, con estruendo. Me llevé un susto casi de muerte. Cerré los ojos. Ya había oído hablar de eso, de los extranjeros que estallan cuando montan a las chicas. Sin embargo, a mí nunca me había ocurrido, nunca. Yo no quería siquiera abrir los ojos, ver la sangre toda salpicada, con las tripas colgando de las lámparas. Pero finalmente no tuve que limpiar nada. El hombre había estallado como un globo. Aquel viviente se había hecho trizas sin dejar rastro.

Y ahora vayase. Dé media vuelta y no vuelva hacia atrás. No intente mirarme. Pues me vería echándole un ojo deseoso. Vaya, que otro tiempo habrá de visitarnos.

La voz manuscrita
de Sulplicio

Yo querría morir siendo víctima

de la mejor fórmula de vida:

bebida fiel y mujeres confusas.

Declaración de Sulplicio

Esa mañana mi padre llegó cuando Massimo aún dormía. El viejo irrumpió en mi habitación y observó todo como un perro husmeando desconfianzas. Se detuvo junto a la mesa donde el italiano había dejado la grabadora.

—¿Esta máquina es la que fotografía las voces?

—Sí.

—Qué vergüenza, hijo mío. Qué vergüenza.

—¿Qué vergüenza qué? —pregunté.

Para él estaba claro: ¿cómo podía yo estar capturando las palabras de mis compatriotas en una caja como ésa? ¿Qué destino tendrían dentro de aquella caja nuestras voces? ¿Quién podía asegurar que no sería para hacer hechizos allá en Europa? Hechizos contra nuestra pobre tierra, ya tan martirizada.

Me decidí a conceder alguna explicación. Mi viejo estaba fuera de moderneces. Tizangara estaba muy lejos, él era muy remoto. Pero, para mi sorpresa, antes de que yo comenzase con mi explicación, mi padre me pidió que conectase la grabadora.

—Conecta esa máquina de porquería.

—¿Para qué, padre?

—Quiero ver mi voz escrita ahí.

Y Sulplicio habló. Le pedí que se acercase al micrófono. Dijo que no le daría semejante confianza a la máquina. Que su voz era fuerte. Y me dijo a mí sus inolvidables palabras. Lo que dijo quedó registrado. Superando la sospecha de malignos aprovechamientos. He aquí sus palabras:

Para ti, hijo mío, para ti que has ido al colegio, el suelo es un papel donde todo se escribe. Para nosotros la tierra es una boca, el alma de una caracola. El tiempo es el caracol que enrolla esa concha. Acercamos el oído a esa caracola y oímos el principio, cuando todo era antaño.

Mi primer recuerdo son los hombres a la caza del flamenco. Vivíamos en la margen de esas lagunas, allí donde pastan las grandes aves. Tu abuelo nos llevaba a mí y a tu tío a cazar. Nos enseñaba a ser hombres, con su carga de crueldad. Mi tío se quedaba escondido detrás de un árbol de mango. Empuñaba revelando su vigor un palo largo. Mi padre se alejaba, disminuido en la lejanía, más allá de las salinas. Yo lo veía nublarse más allá de esa mancha rosácea, cuando los vapores del mediodía hacen de todo un espejismo.

De repente, tu abuelo batía palmas y corría, a gritos para ahuyentar a los animales. ¿Llegó el flamenco después del avión? Pues él no se yergue en el aire, en inmediata ascensión, como los demás pájaros. Ellos se impulsan a sí mismos para volverse aéreos. También aquellos flamencos enarbolaban sus cuellos, desarraigaban sus pies, atizaban sus largas patas por el pantano. El suelo reblandecido parecía rechazar las velocidades, amortiguando la llegada de la muerte.

Y allí llegaba la junta de zancudas, descomidiéndose en la fuga. Y mi tío se preparaba, en el escondrijo del tronco. De repente, el palo cortaba el aire, traaaas, y era palo contra palo, se oía la embestida, las patas del ave descubrían súbitas nuevas rodillas y se abatían como el fino arbusto ante el relámpago.

Ya derribado, el pájaro semejaba una larga cinta rosa que se retorciera en una sábana de ceniza. En la agonía, las plumas blancas se iban agrisando, el cuello convertido en serpiente ciega.

Mi tío salía a gritos del árbol. Yo me quedaba plantado observando esa tristeza. Mi padre acudía y ordenaba:


Kufa mbalame
!

Era la orden de matar al pájaro. En las manos de mi hermano, el palo cumplía el mandato, el animal sucumbía. Aquel golpe se acurrucaba en mi alma. El pájaro moría en mí. Lo peor, sin embargo, aún no había llegado. Por la noche, yo estaba obligado a comer aquella carne. Mi padre creía que me faltaba dureza, prontitud en matar. Debía entonces comer aquel destrozo. Para ser hombre. Me negaba.

—Come, chaval, haz cuenta de que es pescado.

Y me pegaba. Hasta que yo fingía que, en la oscuridad, masticaba aquella carne. Una de esas noches maldije a mi viejo. ¿Y sabes qué? El falleció esa noche. Incluso oí sus gritos, todo él temblaba, le salía una espuma verde por la boca. Mi tío me culpó, proyectó en mí toda su rabia. Desde entonces me perseguía, menoscabando mi estima:

—Se está volviendo un poco afeminado.

Yo me sentía frágil, perseguido por esa vergüenza. Matar a los flamencos era una prueba de virilidad en la que me habían suspendido. Y me quedé amilanado, inferior, cabizbajino. Hasta que conocí a tu madre y ella me salvó de ese fondo sin fondo. Los hombres son así, simuladores de fuerza porque tienen miedo. Ella me tocó, leve, y dijo:

—Tú eres fuerte, no hace falta que le demuestres nada a nadie.

Entonces inventó la historia del flamenco. Dijo que era una leyenda en sus orígenes. Pero que era mentira. Ella misma la había inventado, sólo para apaciguar a mis fantasmas.

Mi padre se calló. Estaba emocionado, una añoranza le atravesaba la garganta. Salió y se quedó en el balcón mirando la noche. Desde donde estaba, me dijo:

—Ahora vuelve atrás y haz que eso suene. Quiero escucharme.

Dejé que la grabadora reprodujese sus palabras, tan recientes que parecían eco. Él se oyó, maravillado, moviendo la cabeza en constante asentimiento. Por fin, añadió una orden a otra orden:

—Y no quiero que ese italiano escuche mis palabras. ¿Has oído? Aún no confío al cien por cien en ese hijo de su madre.

—Pero, padre, ese italiano nos está ayudando.

—¿Ayudando?

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