El último vuelo del flamenco

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

 

En el pueblo mozambiqueño de Tizangara, los cascos azules de la ONU trabajan para mantener la paz después de años de guerra civil. Cinco explosiones acaban con cinco soldados, de los que sólo quedan intactos sus genitales y sus cascos azules. Para investigar lo ocurrido llega al pueblo Massimo Risi, teniente italiano destinado en Maputo, la capital de Mozambique. Con la ayuda de Joaquim, un traductor local, Massimo emprende una investigación para esclarecer un misterio durante la cual aprende que en aquella tierra no todo es lo que parece.

Mia Couto

El último vuelo del flamenco

ePUB v1.0

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02.01.12

Título original: O último voo do flamingo

© 2000, Mia Couto

© De la traducción: Mario Merlino

© De esta edición:

2002, Santillana Ediciones Generales, S. L.

Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

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•  Distribuidora y Editora Aguilar, Altea,

Taurus, Alfaguara, S. A.

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Santafé de Bogotá. Colombia

ISBN: 84-204-4538-7

Depósito legal: M. 1.906-2002

Impreso en España - Printed in Spain

Diseño:

Proyecto de Enríe Satué

© Cubierta:

Juan Millas Sánchez

Edición realizada con el apoyo del

Instituto Portugués do Livro e das Bibliotecas

A Joana Tembe y a Joao Joáoquinho,

que me contaron historias como quien reza.

Fui yo quien transcribió, en portugués visible, las cosas que aquí se dicen. Hoy son voces que sólo oigo en la sangre, como si su recuerdo no me surgiese de la memoria sino del fondo del cuerpo. Es el precio por haber presenciado tales sucedidos. En el momento de los hechos, yo era traductor al servicio de la administración de Tizangara. Fui testigo de todo lo que aquí se divulga, oí confesiones, leí declaraciones. Puse todo en el papel obedeciendo a mi conciencia. Fui acusado de mentir, falsear las pruebas de asesinato. Me condenaron. Que yo haya mentido, no lo acepto. Pero lo que ocurrió sólo puede contarse con palabras que aún no han nacido. Ahora os cuento todo en un orden que depende únicamente de mi voluntad. Es que necesito librarme de estos recuerdos como el asesino se libra del cuerpo de la víctima.

Estábamos en los primeros años de la posguerra y todo parecía ir bien, contradiciendo la expectativa general de que los actos de violencia nunca acabarían. Ya habían llegado los soldados de las Naciones Unidas que venían a controlar el proceso de paz. Llegaron con la insolencia propia de cualquier militar. Ellos, pobres, creían ser dueños de fronteras, capaces de fabricar concordias.

Todo comenzó con ellos, los cascos azules. Estallaron. Sí, es lo que les ocurrió a esos soldados. Simplemente, comenzaron a estallar. Hoy, uno. Mañana, otro más. Hasta sumar, todos descontados, un total de seis fallecidos.

Ahora me pregunto: ¿estallaron en su realidad entera? Eso es lo que se dice, a falta de verbo. Porque de un estallado siempre queda algún resto de sustancia. En este caso, ni resto ni asomo. En lo hecho y lo deshecho, nunca quedó nada de su formato original. ¿Los soldados de la paz murieron? ¿Fueron muertos? Os dejo en la búsqueda de la respuesta, a través de estas páginas.

Dicho de Tizangara

Los amados dejan su recuerdo en lágrimas.
Los olvidados dejan su recuerdo en sangre.

Dicho de Tizangara

Un sexo abultado y abolido

El mundo no es lo que existe,

sino lo que ocurre.

Dicho de Tizangara

En crudo y al desnudo, he aquí el hecho: apareció un pene cortado, en plena Carretera Nacional, a la entrada de la aldea de Tizangara. Era un sexo abolido y abultado. Los habitantes relampaguearon frente al hallazgo. Llegaron todos, de todos lados. Un corro de gente se amontonó alrededor de la cosa. También yo me acerqué, situado en las filas de más atrás, más puesto que expuesto. Avisado soy: atrás es donde mejor se ve y menos se es visto. Cierto es el dicho: si la aguja cae en el pozo muchos acechan, pero pocos bajan a buscarla.

En nuestra aldea, un acontecimiento era algo que nunca sucedía. En Tizangara sólo los hechos son sobrenaturales. Y contra hechos todo son argumentos. Por eso, todos acudieron, nadie retrocedió. Y fue todo el día, un corro curioso, fermentando rumores. Vocabullían dudas, se improvisaban órdenes:

—Que alguien agarre... la cosa, antes de que sea atropellada.

—¿Atropellada o atropollada?

—¡Pobre tipo, se ha quedado manco central!

El gentío se agitaba, brujuleando. Estaban en aquel atolondramiento cuando alguien avistó, suspendida en el cielo, una gorra azul.

—¡Mirad, allí, en la copa del árbol!

Era una de esas gorras de los soldados de las Naciones Unidas. Colgada de una rama, se balanceaba a merced de las brisas. En el instante en que se confirmó la identidad de la boina fue como una navaja que hendiese la murmuración. Y luego la multitud ya no se responsabilizó. No valía la pena alborotar el avispero. Y la gente se dispersó, inmediata, comentando que nada había ocurrido, hasta admiraban mucho lo que nunca habían visto. Y desdecían:

—Va a caer una lluvia de mojar al viento.

—Sí, es mejor que volvamos a lo nuestro.

—¡Pues vámonos!

Y se dispersaron, en total desbarajuste. Sobre el asfalto caliente quedó el apéndice huérfano. En la rama seca siguió el sombrero misionero, plenamente solo en medio de la ventolina. Azul sobre fondo azul.

Me quedé por allí, solo, con un extraño presentimiento. En mi alma, tenía clavada una espina. Yo, la verdad, quitaba la hiel del vinagre. Aquél no era todavía el sucedido, sino los preparativos de su llegada. Cuando el silencio clarea se escuchan los oscuros presagios. Fue en ese momento cuando me sorprendió la voz, jadeante:

—¡Ha sido convocado!

—¿Convocado yo?

Conocía de sobra al mensajero: era Chupanga, el adjunto del administrador. Hombre baboso, servil: un lameculos. Como todo adulón: sumiso con los grandes, arrogante con los pequeños. El menda fingía desconocerme, ocupado en sus superiores apariencias. Intenté incluso un apretón de manos, pero enseguida él atajó el tiempo yendo al grano. El burro, en compañía del león, ya no saluda al caballo.

—¿No habla usted fluidamente otras lenguas?

—Hablo unas lenguas, sí.

—¿Lenguas locales o mundiales?

—Unas y otras. Unas, de corrido. Otras, para salir del paso.

El mensajero golpeó los tacones de las botas, al modo de los militares. Ese ruido, simple como era, me sonó a un aviso. Parecía un ángel escapando por los alrededores de los aires. Y, realmente, lo era. Los ángeles ven lo que no ocurre. En ese preciso momento, comenzaban los primeros problemas, esquinas donde mi destino habría de hacerse laberinto. Fuera de mí, la voz de Chupanga insistía:

—Ha sido convocado por Su Excelencia.

Su Excelencia era el administrador. Ante una orden como ésa no se vacila. Oímos, callamos y hacemos cuenta de que, callados, obedecemos. No vale la pena pretender osadía. ¿Existe alguien a quien primero le nacen los dientes y sólo después los labios? Cuanto más minúsculo es un lugar, mayor el tamaño de la obediencia.

Fue así como, momentos después, desemboqué derecho y directo en la sede de la administración. Era el mismo edificio de los tiempos coloniales, ya depurado de espíritus. El caserón había sido tratado por los hechiceros, según las creencias. La voz de mando se abrevió, con aristas afiladas:

—Entre, amigo. Necesitamos sus servicios.

Esteban Jonás, el administrador del pueblo, ocupaba todo el ancho de la puerta. La preocupación le goteaba en el rostro. Un pañuelo blanco iba y venía enjugándole la frente. Un generador llenaba todo de ruido y el administrador tuvo que forzar la voz:

—Entre, camarada..., es decir, amigo.

Entré. Dentro estaba más fresco. En el techo, un ventilador agitaba el aire. Yo lo sabía, como todos en el pueblo: el administrador había desviado el generador del hospital para sus más privados servicios. Doña Ermelinda, su mujer, había vaciado el equipamiento público de las enfermerías: neveras, cocina, camas... Hasta había salido en un periódico de la capital que aquello era abuso de poder. Jonás se reía: él no abusaba; eran los otros quienes no tenían ningún poder. Y repetía el dicho: el cabrito come donde está amarrado.

—Lo he mandado llamar porque necesitamos una acción más que inmediata.

Al administrador incluso se le cascaba la voz. Con razón y motivo: una delegación oficial debía de estar a punto de llegar. Venía a investigar el caso del sexo cortado. Habrían de venir los del gobierno de dentro, más los del gobierno de fuera. Hasta de las Naciones Unidas vendrían. Venían a investigar el caso del sexo cortado. Y los otros casos que implicaban a los cascos azules desaparecidos. Nunca el pueblo de Tizangara había recibido tan altas individualidades. La voz del administrador Esteban Jonás temblaba cuando me señaló y dijo:

—Pues queda, de inmediato, nombrado traductor oficial.

—¿Traductor? Pero ¿a qué lengua?

—Eso no interesa en absoluto. Cualquier gobierno que se precie tiene sus traductores. Usted es mi traductor particular, ¿comprende?

No entendía, pero había aprendido que, en Tizangara, nada exige entendimiento. Carraspeé incluso para sugerir mis objeciones. Fue cuando hizo su entrada doña Ermelinda, la parienta del administrador. Ella se hacía llamar Primera Dama. Me miró como si yo no alcanzase siquiera la condición de gente. Y habló, prestando grandes servicios al mundo:

—Dicen que viene un italiano y que se quedará aquí a hacer la investigación. ¿Usted habla italiano?

—Yo, no.

—Estupendo. Porque los italianos nunca hablan italiano.

—Pero, disculpe, señor administrador, ¿a qué lengua debo traducir?

—Inglés, alemán. Una cualquiera, no se haga mala sangre.

De nuevo se interpuso la administradora, haciendo invisible a su esposo. Hablaba acomodándose el turbante y sacudiendo su larga túnica. Ermelinda proclamaba que eran vestiduras típicas de África. Pero nosotros éramos africanos, de carne y alma, y jamás habíamos visto tal indumentaria. En ese momento, reiteraba:

—Lo que yo quiero, como que me llamo Ermelinda, es que sepan que nosotros, en Tizangara, tenemos traducción simultánea.

Agitó los dedos, acomodando sus adornos. Exhibía más anillos que Saturno. Volviéndose hacia su marido, quiso saber si habían mandado llamar a la cultura.

—¿La cultura?

—Sí, los grupos de danza.

—No aceptarán venir. Sin pago no aceptan.

—Pero ¿acaso en esta tierra ya nadie hace nada por amor?

La Primera Dama quiso saber más: si el pueblo seguía concentrado en la carretera. Porque pretendía realizar una visita oficial al lugar del hecho. El marido, incómodo, preguntó:

—¿Vas a ver eso, Ermelinda?

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