El último vuelo del flamenco (4 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

A pesar de la nocturna tristeza de mi madre, yo vivía con el sosiego de un pez en agua quieta. En aquel tiempo, no había antaño. Todo para mí era reciente, a punto de nacer. En los meses debidos yo ayudaba a mi madre en la
machamba
,

el sembradío. La acompañaba entre los caminos, siempre nuevos, tales eran las verduras que se empecinaban en volver a ocupar los espacios. Ella sonriendo, como si disculpase los malos modales del bosque:

—Aquí al monte le gusta mucho crecer.

En los intermedios del sembradío, nos sentábamos, mi madre y yo, bajo la brisa del
canhoeiro
.

Ella me aferraba la mano mientras hablaba. Y  deshojaba sus lamentos: nuestra tradición no autoriza a un niño a asistir a un entierro. La muerte es visión de mayor. Sólo mi madre, ya crecida, parecía no estar autorizada a ver mi propia vida. Y sentenciaba, en consenso consigo misma:

—La vida, hijo mío, es una mala ilusionista.

En los atardeceres, los flamencos cruzaban el cielo. Mi madre se quedaba callada, mirándolos volar. Mientras no desapareciesen los largos pájaros ella no pronunciaba palabra. Ni yo podía moverme. Todo, en ese momento, era sagrado. Ya en el languidecer de la luz mi madre entonaba, casi a la sordina, una canción que había sacado de su inventiva. Para ella, los flamencos eran quienes empujaban el sol para que el día llegase al otro lado del mundo.

—¡Este canto es para que vuelvan mañana una vez más!

Cierta vez, acordamos un pacto, con Dios como testigo. Juntamos juramentos, sagrados hechizos: que yo iría a visitarla en el momento en que se estuviese despidiendo de vivir. Pues, en ese intervalo de instante, ella creía poder, al fin, verme de rostro y cuerpo. Y se selló el acuerdo: llegando su moribundez, me avisaría. Yo acudiría y ella, finalmente, me habría de conocer, los ojos en los ojos.

Pasó el tiempo y salí de la tierra nuestra, alentado por el padre Muhando. En la ciudad, yo tenía acceso al pupitre de las aulas. La escuela fue para mí como un barco: me daba acceso a otros mundos. Sin embargo, aquella enseñanza no me totalizaba. Al contrario: cuanto más aprendía, más me sofocaba. Me mantuve allí durante años, ganando saberes precisos y preciosos.

En el viaje de regreso ya no sería yo el que volvía. Sería un quién sabe, sin mi infancia. Culpa de nada. Sólo esto: soy árbol nacido al margen. Pero allí, en lo que deviene, soy canoa, huyendo por la corriente; más próximo soy madera incapaz de escapar del fuego.

Un día, el juramento de mi vieja madre cumplió su finalidad. Fueron a llamarme, con urgencia: mi madre se estaba despegando del alma. Viajé en el remolque de un viejo camión. Llegado a la aldea, acudí en un abrir y cerrar de ojos. Tenía que llegar antes de que ella se fuese del mundo. ¿Llegué tarde? En el corazón envejecido de una madre, los hijos regresan siempre tarde. Ella me tomó la mano y cerró los ojos como si respirase por ellos. Estaba tan quieta, tan sin brisa en el pecho, que me afligí. Los demás me sosegaron:

—Sólo está haciéndose la difunta. Sólo para que Dios se apiade de ella.

Pero no era tal el fingimiento. Nadie sabía que ella, gracias a ese desmayo, me había alcanzado finalmente en su visión. Me enfocaba, tal cual era yo en mis contornos. Su rostro se hizo repliegue, en ilegible sonrisa:

—Finalmente, eres parecido a él...

—¿A mi padre?

Ella volvió a sonreír, casi como en un suspiro, mientras repetía:

—A él...

Me apretó las manos, en un espasmo. El párpado ya se dibujaba estalactita. La muerte es un brevísimo balcón. Desde allí se observa el tiempo, así como se inclina el águila en el peñasco: alrededor todo el espacio se puede convertir en espléndida ocasión de vuelo.

—¿Madre? ¿Quién es él?

Se lo preguntaba sólo para hacer cuenta de que no había reparado en que ya ella desvivía. Lo que yo quería era achicar la tristeza. Me quedé con el cuerpo de mi madre apoyando una levedad en mi pecho, semejante a una hoja que cae del baobab. Había fallecido en ese instante en el que empezaba a contemplarme. ¿Sería verdad que me había llegado a ver? Pero eso ya no tenía ninguna importancia. Lo que hacía falta era avisar a mi padre de ese desaguisado.

Nuestra gente no vive sin tratar a los del lado de allá, pasados a poniente extremo. Habitamos así: la vida a oriente, la muerte a occidente. ¡La muerte, la muerte más su inexplicable utilidad! Mi madre había partido en la curva de la lluvia, yéndose a habitar la estrella de ninguna punta. A partir de entonces, la vida ya no se le aparecía: se había topado con el último desencuentro. Recordé incluso sus palabras madurando una esperanza para mí cuando yo de todo descreía:

—¿No ves los ríos que nunca llenan el mar? La vida de cada uno también es así: está siempre toda por vivirse.

Y ahora, por inconsecuencia, yo partía para encontrar a mi padre. ¿Por dónde él se cernía? ¿Se mantenía allí, en los alrededores de nuestro distrito, incapaz de lo lejos, inepto para lo cerca? ¿Alquilaría aún su viejo barco a los pescadores de la desembocadura del río? Yo esperaba que sí, por causa del afecto que había ganado por la embarcación, las veces que había permanecido bajo cuidados paternos. Yo le había dado nombre al bote: el
Barco iris
. Y allá me encimaba en la proa, surcando aquellas aguas. Cuando construyeron la presa, el río se hizo más aplicado y el estuario complaciente, ofrecido a navegaciones todo el año.

Todas las veces que fui a visitar a mi padre me entregué a la vida del pueblo de allí. Ayudé en las tareas de a bordo, tiré de la red, arponeé pulpos, amarré embarcaciones. Mi padre me recibía satisfecho en la playa. Nunca quiso saber nada de mis cansancios. Tenía una idea muy suya sobre el trabajo. Para él, era el barco el que hacía andar al remo. En toda su vida, sólo había andado por los interiores. Era un sabedor de montes, ignorante de océano.

En ese tiempo, yo aún tenía el cuerpo todo vivo, estaba allí para creencias y nacencias. Por la noche, ante la crepitación de la hoguera, el viejo Sulplicio me pedía que relatase mis aventuras barqueras. Y sonreía, defendiendo sus incapacidades en asuntos marinos.

—El camarón anda en el agua y no sabe nadar.

Después de los conflictos que había tenido con la administración, mi viejo no guardaba un buen concepto del trabajo. Antes, había creído en el poder del trabajo para crear futuro. Había perdido esa creencia. En los últimos años, decidió incluso ponerse el pijama para toda la vida. Sólo por la noche, cuando el pijama debía cumplir sus congénitos servicios, se liberaba del vestuario. Se desnudaba para dormir.

—Papá, ¿con pijama durante el día?

Es que solía darse el caso de que dormitase aquí y acullá, arrimado incluso a la más tremenda claridad. Así, con tal indumentaria, estaba bien preparado para esas cabezadas. Pero la cuestión no era sólo el pijama: el viejo se llenaba de manías que contrariaban a la gente universal. Como en otro ejemplo: sólo los domingos se calzaba. En los restantes días, los de la semana, sus pies tocaban tierra, satisfechos por acariciar el infinito del suelo. Al acabar el día, derramaba un té tibio en sus piernas. Los pies desnudos en una palangana se empapaban, en baño de reposo.

—Estoy dándoles de beber —y se reía.

Mi madre se irritaba mucho con ese uso fuera de costumbre. La rareza, sin embargo, tenía una razón: andaba descalzo para no gastar su único par de zapatos. Los llevaba colgando de las manos, pero sin ponérselos nunca mientras marchaba. Se los calzaba sólo después, cuando ya estaba quieto en pose de señor.

Aquellos momentos junto a mi padre me llevaban hacia un incierto sueño, quién sabe si lo que llaman ternura no era ese amodorrarse. Esos breves tiempos fueron, hoy lo sé, mi única casa. En el estuario donde mi viejo había echado su existir yo inventaba mi naciente.

No obstante, las visitas a la desembocadura del río fueron breves y pocas, simples fulgores de remembranza. Mi madre acabó prohibiendo esas malas influencias suyas. Mi viejo, que pagase con el aislamiento su irresponsabilidad. Ella se vengaba así de su deserción. Cuando se retiró de la familia, él aún anduvo un tiempo vagabundeando por ahí. Después se había instalado en los alrededores de la aldea, haciendo de su vida lo que hacemos con la sábana: se pliegan los extremos y se entierran bajo el colchón. Nosotros nunca veíamos los extremos de su vivir, ni la dirección que daba a su existencia. Ese era el misterio oculto por debajo de sí mismo. Comenzó a dar señales de sí sólo cuando era yo muy niño. Y nos visitaba, de pascuas a ramos. Se dejaba estar unos días. Nunca reparé si dormía en alguna habitación. En el fondo, deseaba guardar la ilusión de que él y mi madre aún compartían las noches bajo el mismo techo.

A la mañana siguiente, me llevaba por un descampado. No iba muy lejos. Allí, junto a un enorme montículo de termitas, se detenía. Se echaba a flor de tierra y acariciaba el termitero. Después se incorporaba y apuntaba más allá de unos frondosos
konones
:

—¿Ves aquel caminito?

Yo no veía sino las frondas. La sabana allí se cerraba en verdes. No servía de nada apurar la vista. Los dos teníamos miedo de ir más lejos. Pero él apuntaba la distancia e insistía en su advertencia:

—Cuando llegue el fin del mundo debes tomar ese sendero. ¿Me oyes?

Consejo que nunca querría cumplir. Pero que estaba fuera de toda duda. Que él sabía que era cierto y certero el final de la humanidad.

Todo eso recordaba yo cuando llegué a la playa de Inhamudzi donde mi viejo se había exiliado. El lugar no era distante y yo había viajado más recuerdos que kilómetros. Esta vez, llegaba casi sin mí, parecía descuajaringado. Mis saberes de la ciudad, ¿para qué servían? Aquellos caminos tenían usos que no eran los mismos de las calles urbanas: parecían hechos sólo para pasar sueños y ponientes.

Aquellas estrechas ruinas aliviaban la tristeza de la tierra dando camino al último sol, en dirección a los secretos rincones de nuestra alma. Circulé por allí. Busqué entre las tiendas y chabolas de cañas. No había señal de él, sólo dimes y diretes, esto y lo de más allá. El viejo Sulplicio, ¿sabía él de su propia realidad?

Finalmente lo descubrí. ¿Qué le habían hecho a mi padre? Estaba flaco, escuchimizado, parecía incluso que su alma era algo externo a él. Desde mi última visita se había apalancado en un rincón oscuro, en el hueco de un viejo faro. Se había convertido en farero. Había subido a ocupar un faro desempleado, ya ningún barco usaba aquellos caminos de salida al mar.

A pesar de todo, el viejo se tomaba en serio su nueva profesión. Aquello exigía mucha atención: enfocar el infinito, fiscal del horizonte. ¡Si toda su vida había controlado, en pie de alerta, la sabana! Ahora simplemente cambiaba el objeto de su vigilancia. Sería por eso por lo que hacía cuenta de que yo era invisible cuando dije:

—Padre, traigo noticias tristes de Tizangara.

Con un gesto firme me ordenó silencio. Que estaba concentrado en la ventolera. Acechó el horizonte y sacudió la cabeza:

—¿Recuerdas que estaba aprendiendo el idioma de los pájaros? Pues tu madre nunca me lo permitió.

—Padre, escúcheme...

—Ahora, hijo mío, ya no hablo ninguna lengua, sólo me quedan dejes. ¿Entiendes?

Yo no entendía nada. Mi padre divagaba sin forma en el pensamiento. Mi aire serio, insistiendo en el asunto que allí me llevaba, rápidamente lo indispuso.

—Me recuerdas a tu madre: nunca entiendes. ¡No sabes lo mal que me sienta!

De ahí en adelante, se negó a escuchar. Categórico, sacudió la mano cortándome el habla.

—Vete, no quiero oír nada de lo que vienes a decirme...

—Es que mamá...

—No quiero oír...

Oí sus pasos subiendo la escalera de caracol. De repente, se detuvo. Su voz, deformada, me llegó:

—Es extraño. ¡Por aquí ya no se oyen tiros!

—Papá, la guerra ha terminado.

—¿Tú crees?

Ya avanzaba yo por el camino de regreso, cuando su voz se cernió sobre mí. Hablaba desde la ventana de la torre.

—¿Te acuerdas del sendero por detrás de nuestra casa? Pues no lo olvides: si el mundo se acaba de repente, tienes que tomar ese camino.

La explicación de Temporina

Unos saben y no creen.

Ésos nunca llegan a ver.

Otros no saben y creen.

Ésos no ven más que un ciego.

Refrán de Tizangara

El italiano se había reclinado como una manecilla. Parecía que le había gustado el relato de mis infancias. Cuando terminé, se quedó en silencio. Permaneció así durante un tiempo, sumido en aquella pausa. Sólo después dijo:

—Esta historia suya... ¿Todo eso es verdadero?

—¿Cómo verdadero?

—Disculpe que le pregunte. Pero me quedé escuchando, me he perdido. ¿Qué hora es?

Era hora de regresar a la pensión. Soplaba un viento punzante. El mismo recepcionista estaba en el umbral de la puerta barriendo unas placas de plástico. Algunas de las letras del anuncio habían caído con la ventolera. Se leía ahora: «Martillo Jo».

El italiano, cansado, no se sintió dormir. Esa noche lo ocupó un extraño sueño: la anciana del corredor entraba en la habitación, se desnudaba revelando las carnes más apetitosas que jamás viera. En el sueño, el italiano hizo el amor con ella. Massimo Risi había experimentado tan placenteras caricias. Rodó y volvió a rodar en las sábanas, entre altos gemidos, frotándose en la almohada. Para ser una pesadilla, se lo estaba pasando muy bien.

Despertó sudado y sucio, con el pecho aún jadeante. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que alguien había hurgado en sus ropas. Alguien había estado en la habitación. Se levantó y vio el cubo con agua. Suspiró, aliviado. Había sido, sin duda, el chico de la pensión. Massimo se lavó con ayuda de un vaso. Se afeitó con el resto del agua del baño. Se quedó mirando el cubo como si se diese cuenta, por primera vez, de cuánto puede valer un poco de agua. Después salió de la habitación y se fue deslizando por el corredor cuando un brazo lo detuvo. Era la anciana Temporina. El italiano se quedó helado. Dengosa, la vieja dio unos pasos alrededor del extranjero. Después se apoyó, entre requiebros, en la puerta de la habitación. Sonrió extrañamente señalándose la barriga:

—Estoy embarazada de ti...

Risi preguntó, con la voz estrangulada:

—¿Qué?

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