Pero el pueblo no se dio prisa en empujar. El extranjero se quedó usando el cristal como almohada, sin ánimo para mendigar ayuda. Pasó un buen rato. En la mejilla del consultor internacional, corrían gotas de sudor más veloces que los lentos minutos del tiempo.
Fue Ana Diosquiera quien soltó un chasquido de dedos. En un segundo, manos a montones se juntaron en la trasera del vehículo. Mientras el pueblo empujaba el coche, la prostituta se acomodó como si estuviese enmarcada, las manos sobre los muslos. Altiva, se quedó mirando a la comitiva desaparecer sin dignarse a dar una señal de despedida. Cuando el polvo volvió a asentarse, ella volvió a lanzar una breve mirada de soslayo a la carretera. Confirmó, entonces, que Massimo Risi se había quedado en la aldea, junto con una porción de jefes. Ana Diosquiera se le acercó y le dijo:
—Han muerto millares de mozambiqueños y nunca os hemos visto aquí. ¿Ahora desaparecen seis extranjeros y ya es el fin del mundo?
El italiano permaneció mudo. Ana Diosquiera se arrimó a él, mimosamente, y prometió que ayudaría a aclarar el misterio. Por ejemplo, podía anticipar el secreto de lo que había observado del resto del infeliz. ¿Por casualidad el extranjero se había fijado en el tamaño de ese resto? La esperada revelación se hizo oír:
—Ese hombre era del sexo más culino.
Y la prostituta prorrumpió en una carcajada mientras se quitaba una mota imaginaria de las hebras lisas de su falsa cabellera.
¿Añoranzas de un tiempo?
Añoranzas tengo de no tener tiempo.
Dicho de Tizangara
Los visitantes se acomodaron en la aldea: el ministro se instaló en la casa del responsable local. Había otra residencia para el representante de las Naciones Unidas. Pero el italiano prefirió quedarse en la pensión. Quería mantener su independencia, fuera de los esquemas montados por las autoridades del lugar. Yo seguía las órdenes, tras él, como un perrito. Y ahí me quedé, instalado en otro cuarto de la pensión. Al lado, para lo que hiciese falta.
Massimo Risi rehusó que le llevase el equipaje y allá fue, tropezando con los baches, con pandillas de chicos que lo perseguían y mendigaban dulces.
—
Masuíti
,
↵
patroncito.
Masuíti
.
Yo seguía atrás, respetuosamente. Mientras tanto, observaba al extranjero: ¡cómo se le veía el alma por su trasero! Los europeos, cuando caminan, parecen pedir permiso al mundo. Pisan el suelo con delicadeza pero, extrañamente, hacen mucho ruido.
Llegamos, por fin, a la pensión. En la fachada había aún vestigios de los tiros. El hueco que deja un tiro es como el óxido: nunca envejece. Aquellas ocavidades parecían muy pero que muy recientes, hasta hacían estremecer, tal era la impresión que daban de que la guerra aún estuviese viva. Encima de la puerta, sobrevivía la placa «Pensión Martillo Jonás». Antes, el nombre del establecimiento era Martillo Proletario. Mudan los tiempos, se desnudan las voluntades.
Massimo entró con miedo en una sala oscura. Mil ojos se desorbitaban ante el blanco entrando en la pensión. Frente a un mostrador cubierto de periódicos antiguos, el italiano preguntó:
—¿Me puede informar de cuántas estrellas tiene este establecimiento?
—¿Estrellas?
El recepcionista creyó que el hombre no entendía el buen portugués y sonrió condescendiente:
—Señor: aquí, a esta hora, no tenemos estrellas.
El extranjero miró hacia atrás pidiendo mi auxilio. Me adelanté y expliqué los deseos del visitante. El quería conocer las condiciones. El recepcionista no se hizo esperar:
—¿Las condiciones? Bien, eso es un poco dificultoso porque, en esta fase, las condiciones ya no se planifican por anticipado.
Además, hay lugares en los que la curiosidad no es buena consejera. Anticiparse al tiempo es algo que sólo puede traer pesares. Y el anfitrión aconsejó: que el huésped dejase las maletas y el alma. AI final de todo, cuando ya estuviese de regreso, sería buena ocasión para que él entendiese las llamadas «condiciones».
—Aquí sólo se sabe lo que está ocurriendo cuando ya ha ocurrido. ¿Me comprende, estimado señor?
El italiano miró el techo con expresión de pájaro en busca de un hueco en la jaula. La pregunta nos pareció tonta pero el funcionario fue rápido en la respuesta:
—La pensión es privada, pero es del Partido. Es decir, del Estado.
Y explicó: la nacionalizaron, después la vendieron, le retiraron la licencia, la volvieron a vender. Y otra vez: anularon la propiedad y, en aquel preciso momento, si el extranjero así lo desease, el hotelero incluso podía facilitarle los papeles para una nueva adquisición. Que hablase con el administrador Jonás, que tenía acciones en el negocio.
—¿Quiere comprar la pensión?
—Pero ¿qué comprar?
—Ahora debe de ser barato porque es temporada muy baja para el turismo. Con esos estallidos por ahí no ha habido mucha demanda...
El italiano se volvió hacia mí, como si, de repente, la lontananza se abatiese sobre él:
—¿Me puede traducir después?
Por indicación del recepcionista fuimos por el oscuro corredor. El hombre iba explicando las insuficiencias con el mismo entusiasmo con el que otro hotelero, en cualquier lugar del mundo, anunciaría los lujos y comodidades de su hotel. Y el italiano parecía arrepentirse de haber querido saber algo alguna vez: sólo había electricidad una hora por día.
—Mierda, ¿habré traído pilas suficientes? —se interrogó.
En definitiva, me libraba de traducir. Massimo se sabía explicar y, peor aún, entendía lo que le decían. El otro proseguía con las condiciones:
—Tampoco hay agua en los grifos.
—¿No hay agua?
—No se preocupe, estimado señor: mañana temprano traeremos una lata de agua.
—¿Y de dónde viene esa agua?
—El agua no viene de ningún lugar: es un niño el que la trae.
Llegamos a la habitación destinada al extranjero. Yo me quedaría justo al lado. Ayudé al italiano a instalarse. La habitación apestaba. El hotelero, siempre adelante, disertaba sobre la variedad de la fauna que convivía en el mismo espacio: cucarachas, arañas, ratones. En el suelo había una caja. El hombre se agachó y comenzó a sacar de allí diversos objetos:
—Esta revista es para matar a las moscas. Esta suela vieja es para las cucarachas. Este bastón...
—Déjelo, que yo me ocupo.
El recepcionista corrió las cortinas y una nube de polvo se esparció por el aposento. Pasado un rato todo se volvió más visible, pero el italiano parecía preferir la oscuridad. Un líquido espeso se escurría por las paredes.
—¿Es agua eso?
—Era, pero, como ya he dicho, aquí no tenemos agua.
El recepcionista ya se retiraba cuando recordó una recomendación. Esta vez se dirigía a mí como si buscase complicidad.
—A veces aparecen en las habitaciones unos insectos de esos, sabe, que llamamos santateresa o rezadora.
—Sé lo que son.
—Si aparece uno de ésos no lo mate —dijo, dirigiéndose ahora al italiano—. Nunca lo haga.
—¿Y por qué?
—Aquí no matamos a esos bichos. Son cosas nuestras. Él se lo explicará después.
Risi no se llegó a sentar en la soledad de la habitación. Pasó por la mía y dijo que saldría a dar una vuelta. Necesitaba respirar y se fue deprisa por el corredor. Lo vi alejarse y, de nuevo, oí sus propios pasos como si él solo completase una columna militar.
De repente, el italiano tropezó con un bulto. Era una anciana, tal vez la persona con más años que jamás hubiera visto. La ayudó a incorporarse, la condujo hasta la puerta de la habitación de al lado. Sólo entonces, frente a la intensa luminosidad que escapaba por una ventana, advirtió el pareo mal sujeto alrededor de la cancromida vecina. El italiano se frotó los ojos como si buscase atinar la visión. Es que la tela dejaba entrever un cuerpo sorprendentemente liso, de moza carnosa e incitante. Era como si aquel rostro lleno de arrugas no perteneciese a aquella sustancia.
El italiano todo se estremeció. Porque ella lo miraba con tal encanto que hasta lastimaba. Incluso yo, que observaba la escena de lejos, me sentí turbado. Los ojos de la anciana contenían frescuras y salivas de un beso prometido. La mujer, toda ella, olía a glándula. ¿Podía una vieja con tamaña edad inspirar deseos en un hombre en plenas facultades? Massimo Risi se apresuró a salir. De paso por la recepción, aprovechó para recoger informaciones sobre la añosa mujer.
—Ah, ésa es Temporina. Ella sólo anda en el corredor, vive en la oscuridad, desde hace siglos.
—¿Nunca sale?
—¿¡Salir!? ¿¡Temporina!?
El recepcionista se rió, pero enseguida se contuvo. Viendo que yo me acercaba, decidió hablar sobre el resto conmigo. Me llegué hasta él, el italiano y yo nos hicimos compadres, adjuntando nuestros oídos. El hospedero fingió hablarme en secreto, sabiendo que el otro escuchaba con gravedad:
—Su amigo blanco que tenga mucho cuidado con esa vieja.
—¿Por qué? —preguntó Massimo.
—Ella es una de esas que anda pero no lleva la sombra con ella.
—¿Qué está diciendo? —volvió a inquirir el italiano.
—Explíqueselo, a su debido tiempo.
Salimos. En la calle, el italiano pareció quedar vencido por la frescura del atardecer. Las vendedoras del bazar ya acomodaban sus mercancías y una inmensa paz parecía regresar a la interioridad de las cosas. Risi se sentó en el único bar de la aldea. Parecía querer estar solo y yo respeté ese deseo. Me acomodé más lejos, tomando mi dosis de fresco. Las personas pasaban y saludaban al extranjero con simpatía. Transcurrieron, innúmeros, los momentos, y le pregunté si deseaba regresar a la pensión. No quería. No le apetecía nada, simplemente quedarse allí, lejos de la habitación, distante de sus obligaciones. Me senté a su lado. Me miró, como si fuese la primera vez:
—¿Usted quién es?
—Soy su traductor.
—Yo puedo hablar y entender. El problema no es la lengua. Lo que no entiendo es este mundo de aquí.
Un peso invisible le hizo caer la cabeza hacia un lado. Parecía derrotado, sin esperanza.
—Tengo que cumplir esta misión. Sólo quería alcanzar el ascenso que hace tanto espero.
—Lo va a conseguir.
—¿Cree que llegaré a saber quién ha hecho estallar a los soldados?
El italiano estaba hecho un guiñapo. Pelos sucios, formando greñas. Fue entonces cuando apareció un hombre, desastrado, que a sí mismo se refirió:
—Les pido disculpas, patroncitos. Pido hablar con ese extranjero de fuera.
—¿Qué pasa?
—Es que estoy vinculado con el difunto.
—¿¡Difunto!?
—Ese cabrito que fue atropellado por el coche.
—¿Y?
—Es que yo soy el dueño de ese cabrito. Y ahora, ¿quién me compensa?
E hizo que los dedos se rozasen unos con otros, sugiriendo el tintineo del dinero. El italiano, felizmente, no entendió bien lo que pasaba. Le pedí al dueño del malogrado caprino que volviese más tarde. Ya se retiraba cuando recordó algo y volvió atrás. Para mi asombro, anunció que mi padre había llegado a la aldea. Primero, no le di crédito.
—Ha llegado. Y se ha instalado allá en su vieja casa.
Me quedé sorprendido. Y eso que había anunciado que nunca más regresaría a Tizangara. Ahora, que yo estaba implicado en aquella tarea, residiendo sin más remedio en la pensión, ¿ahora él decidía reinstalarse en el lugar de mi infancia?
El italiano adivinó mi preocupación.
—¿Qué pasa?
—Usted no sabe lo que significa la llegada de mi viejo.
Sin darme cuenta me abría y le confesaba antiguos recuerdos al extranjero. La ventaja de un extraño es que confiamos en la mentira según la cual tenemos una sola alma.
Dios me impuso la tarea de morir.
Nunca la cumplí.
Pero ahora he aprendido la desobediencia.
Palabras de doña Hortensia
Están los que nacen con defecto. Yo nací por defecto. Me explico: en mi parto no me extrajeron todo, por entero. Parte de mí quedó allá, adherida a las entrañas de mi madre. Hasta tal punto eso ocurrió que ella no alcanzaba a verme: miraba y no me distinguía. Esa parte de mí que estaba en ella se sustraía a su visión. Ella no se resignaba:
—¡Soy ciega de ti, pero he de encontrar la manera de verte!
La vida es así: pez vivo, pero que sólo vive en el correr del agua. Quien quiere pillar ese pez tiene que matarlo. Sólo así lo tiene en sus manos. Hablo del tiempo, hablo del agua. Los hijos son como agua andante, el irrecuperable curso del tiempo. ¿Un río tiene fecha de nacimiento? ¿En qué día exacto nos nacen los hijos?
Los consejos de mi madre fueron sólo silencios. Sus decires tenían acento de nube.
—Lo más contagioso es la vida —decía.
Yo le pedía explicaciones sobre nuestro destino, anclados en la pobreza.
—¡Vaya, hijo mío, ya has tomado la manía de los blancos! —inclinaba la cabeza como si la cabeza huyese del pensamiento y me advertía—: Quieres entender el mundo, que es cosa que nunca se entiende.
En tono más grave, me alertaba:
—Que la idea se te pose como la garza: sólo con una pata. Que así no pese en tu corazón.
—Pero, madre...
—Porque el corazón, hijo mío, el corazón tiene siempre otro pensar.
Decires de ella, más cerca de la boca que del cerebro. Cierta vez, hizo que me sentara. Sus aires eran graves. Y dijo:
—Ayer tuve, no sé bien si lo fue, un pensamiento.
—¿Qué pensaste?
—Fue poco más o menos así: yo necesitaba no vivir para poder verte. ¿Me entiendes?
Mientras hablaba, sus dedos mecanografiaban mi rostro, línea por línea. Mi madre me leía por dedos torcidos.
—Eres parecido a mí.
Después de mí su vientre se cerró. Yo no era sólo un hijo: era el castigo de no poder volver a ser madre. Y aquel destino en otros castigos se multiplicó: mi padre, en lugar de reservarle más cariño, comenzó a infligirle penas, echándole la culpa por los males del universo. Y se sintió aliviado: si ella había perdido fertilidad, él tenía derecho a no tener deberes.
—Ahora ya no estoy sujeto a nada. No me hago responsable.
Y comenzó a dormir fuera, gastando su edad en lechos de otras. Mi madre lloraba mientras dormía en el lecho desuncido. No sollozaba, ni se oía el desahogo de la tristeza. Sólo las lágrimas se le escurrían sin pausa durante la noche. De modo que despertaba empapada en poza de la más pura agua destilada. Yo la apartaba de allí, de aquellas aguas, y la enjugaba siempre con el mismo lienzo. Otra toalla no podía ser: aquél era el lienzo que había recogido su único parto. Aquel lienzo me había envuelto en mi estreno de ser. Sería, quizá, su última cobertura.