El último vuelo del flamenco (17 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

—¿Mis huesos?

Árbol: ni sobra ni sombra. Los huesos se habían ido al vacío. Como el paisaje en su conjunto, la casa, la aldea, la carretera, todo devorado por el vacío. ¿Qué había pasado? Un hombre hace un gran agujero, sí. Muchos hombres hacen un agujero muy enorme. Una cueva de aquella dimensión, empero, era obra de lo sobrenatural.

Llamamos al italiano, que no daba crédito: ¿el país entero había desaparecido? Sí, la nación había sido tragada totalmente por ese vacío. Frente al último arcén del mundo, ante la mayor hendidura que jamás viera, Massimo Risi estaba boquiabierto.

—¡¡Mis informes!! ¿Dónde están mis archivos?

No entendíamos sus grandes recelos. Pero él se explicó, al borde del llanto: la cartera con sus informes estaba en la aldea, en la sala de la administración. Había desaparecido, como todo lo demás, en la vorágine de la nada. ¿Cómo explicárselo a sus superiores? ¿Cómo informar de que un país entero había desaparecido? Sería degradado. Peor: internado por delirio peligroso.

El italiano se acercó al borde del precipicio. Tuvo un mareo, dio un paso atrás con las manos cruzadas en la nuca. Parecía que iba a desmayarse.

—Llévenme lejos de este arcén. Aquí no estamos seguros.

Massimo y yo nos ocupamos de su traslado. Mi padre pesaba menos que un saco vacío. Para colmo era totalmente deformable, tan gelatinoso que sus partes sin encaje escapaban entre nuestros brazos.

—Cuesta mucho llevarme, ¿no? Para que sepáis que los huesos, siendo un peso, nos hacen ligeros.

Nos alejamos del inmenso agujero. Nos sentamos a la sombra de un bosque. Mi padre entonces nos convocó. Su cara era seria, su voz solemne: él sabía por qué la nación había desaparecido en aquel infinito cráter.

—Esto es obra de los antepasados...

—No. ¿Otra vez los antepasados?

—Un respeto, señor Massimo. Este es asunto nuestro.

Mi padre prosiguió: que a él ya le habían llegado rumores. La gente recibe la opinión de los espíritus y hasta Zeca Andoriño ya le había dicho la mismísima cosa: los antepasados no estaban satisfechos con la marcha del país. Ese era el triste juicio de los muertos sobre el estado de los vivos.

Ya había ocurrido con otras tierras de África. Se había entregado el destino de esas naciones a ambiciosos que gobernaron como hienas, pensando sólo en engordar rápido. Contra el desgobierno de los gobernantes se había experimentado lo imponderable: huesillos mágicos, sangre de cabrito, humos auspiciosos. Se besaron las piedras, se rezó a los santos. Todo había sido en vano: no había mejora para esos países. Faltaba gente que amase la tierra. Faltaban hombres que inspirasen respeto a los otros hombres.

Viendo que solución no había, los dioses decidieron transportar esos países a esos cielos que quedan en el fondo de la tierra. Y los llevaron a un lugar de nieblas subterráneas, allí donde nacen las nubes. En ese lugar donde nunca nada hiciera sombra, cada país quedaría en suspenso, a la espera de un tiempo favorable para regresar a su propio suelo. Aquellos territorios podrían entonces ser naciones, donde se enarbola una soñada bandera. Hasta entonces era el vacío de la nada, un sollozo en el tiempo. Hasta entonces gente, animales, plantas, ríos y montañas permanecerían tragados por las honduras. No se convertirían en espíritus o fantasmas, pues ésas son criaturas que surgen después de la muerte. Y aquéllos no habían muerto. Se transmutaron en no seres, sombras a la espera de las personas respectivas.

—¿Entiende, señor Massimo?

—Más o menos...

—Pues usted me parece un poco lerdo.

El italiano no volvió a responder. Se levantó, derrotado. Estaba allí el final de su carrera, el desmoronar de su propia razón. No era aquél el momento para que mi padre le contase historias de deshechizar. Dijo para sus adentros:

—Esto me recuerda al diablo.

—Ha hablado de diablo. Y ha acertado. Pues le explico...

—Paso de más explicaciones.

El diablo explicaba, sí. Bien podía ser que los dioses hubiesen querido enterrar en aquel agujero a los demonios que engordaban en nuestra tierra. Pero eran tantos que tuvieron que cavar hondo, más hondo que el propio mundo.

El italiano ya no escuchaba. Se sentó, con la cabeza entre las rodillas. De vez en cuando, suplicaba en voz baja:

—Mi informe. ¿Qué voy a escribir, cómo voy a explicar?

—Olvídelo, amigo. Míreme a mí: con la falta que me hacen los huesos. Se han ido, nunca más podré ponerme derecho. Y, no obstante, no lloro.

Durante un tiempo, nos abandonamos a un desistimiento del alma, con los ojos volcados en aquel precipicio. Fue cuando, sobre el abismo, vimos llegar una canoa. Venía flotando sobre el silencio, suspendida en la neblina. Navegaba por los aires. Sulplicio preguntó con una voz casi inaudible, como si también se le hubiera invertebrado:

—¿Quién es?

No hubo respuesta. Nadie en la canoa. La pequeña embarcación afloró de la niebla y se arrimó al borde del despeñadero. Sólo yo me levanté observando el vientre del vehículo. Y allí estaba la inesperada prenda.

—¡Padre, aquí están sus huesos!

El, lleno de dudas, no volvió el rostro. Sin mirarme, pidió que le mostrase un hueso, cualquiera de ellos. Elegí el de mayor tamaño y se lo acerqué. Observó la pieza del esqueleto sin tocarla.

—Sí, son mis huesos.

Con nuestra ayuda, volvió a ponerse la osamenta. Experimentó unos cuantos movimientos, comprobó las junturas y cartílagos. Parecía joven, remozado. Y hasta bromeó:

—Así son estas cosas: vaca sin rabo no ahuyenta a las moscas.

¿A qué mandos obedecía mi padre, autómata, cuando se introdujo en la embarcación? La canoa se balanceó como si estuviese en el agua. Sulplicio extendió los brazos al blanco y le dijo:

—¡Venga!

El blanco se negó, con los ojos desorbitados. Mi padre insistió: ¿no había venido él a saber la verdad de los acontecimientos?

—Venga, que voy a mostrarle dónde están esos soldados estallados.

El extranjero se negó y volvió a negarse a embarcar. Yo esperé, con el corazón en vilo, que mi viejo me invitase a entrar en la embarcación.

—Tú quédate, hijo mío.

—Pero, padre...

—Quédate, te he dicho. Para contarles a los demás lo que ha ocurrido con nuestro mundo. No quiero que sea ése, de fuera, quien hable de esta historia nuestra.

Y la canoa se fue alejando, cerniéndose sobre la nada. Ya en la lontananza, me pareció que no era un barco, sino un pájaro. Un flamenco que se alejaba, por mundos más allá. Hasta que todo era neblina, todo nublado.

Hubo un silencio. Después, el italiano fue a la bolsa que le había servido de almohada y de allí sacó papel y pluma y, ordenadamente, emborronó unas frases bien alineadas. Miré por encima de su hombro triste y leí lo que estaba escribiendo. Lo primero que se veía era el gordo título «Ultimo informe». Y además él apuntaba, en definitiva:

Su Excelencia
Secretario General de la Naciones Unidas

Me cabe el doloroso deber de informar sobre la desaparición total de un país en extrañas y poco explicables circunstancias. Tengo conciencia de que el presente informe me llevará a ser despedido de los cuadros de consultores de la ONU, pero no tengo más alternativa que relatar la realidad con la que me enfrento: que todo este inmenso país se ha eclipsado, como por arte de magia. No hay territorio ni gente, el propio suelo se ha disipado en un inmenso abismo. Escribo en el borde de ese mundo, junto al último superviviente de esa nación.

El italiano se detuvo, con la pluma trémula apuntando al precipicio que se abría a sus pies. Y me pidió:

—Mire allí otra vez.

—Ya he mirado mil veces.

—¿Y no ve nada?

—Nada.

—¿Se ha fijado bien allí al fondo?

—Es que no hay fondo. Lo mejor es que mire usted.

—No puedo. Sufro de vértigo.

El italiano acabó sentándose al borde del abismo. Cerca pasaban golondrinas, dejando garabatos en el cielo sin aventurarse en ese cielo subterráneo, más reciente que el propio día.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté.

—Vamos a esperar.

Su voz era sosegada, como si viniese de una antigua sabiduría.

—¿Esperar a quién?

—Esperar otro barco —y, después de una pausa, se corrigió—: Esperar otro vuelo del flamenco. Ha de venir otro.

Arrancó la hoja del informe que acababa de redactar para las Naciones Unidas. ¿Qué hacía? Plegaba y cruzaba los pliegues. Hacía un pájaro de papel. Se esmeró en el acabado, y después se levantó y lo lanzó al abismo. El papel remolineó en el aire y planeó, cerniéndose casi fluvialmente sobre la ausencia de suelo. Fue bajando lento, como si temiese el destino de las profundidades.

Massimo sonreía, en rito de infancia. Me senté a su lado. Por primera vez, sentí al italiano como un hermano nacido en la misma tierra. Él me miró, como si me leyese por dentro y adivinase mis recelos.

—Ha de venir otro —repitió.

Acepté su palabra como la de alguien mayor que yo. Frente a la neblina, en esa espera, me pregunté si el viaje en el que había embarcado mi padre no habría sido el último vuelo del flamenco. Aun así, me quedé quieto, sentado. A la espera de otro tiempo. Hasta que oí la canción de mi madre, esa que ella entonaba para que los flamencos empujasen el sol desde el otro lado del mundo.

Glosario

Canhoeiro
: De la fruta de este árbol, llamada nka-nhu, se extrae una bebida de uso común en las ceremonias tradicionales del sur de Mozambique. Nombre científico:
Sclerocarya birrea
.

Chanfuta
: Árbol cuyo nombre científico es Atzelia quanzensis.

Halakavuma
: Pangolín, mamífero cubierto de escamas que se alimenta de hormigas. En muchas regiones de África se cree que el pangolín vive en el cielo y, cuando baja a la tierra, lo hace para transmitir a los jefes tradicionales las novedades sobre el futuro.

Konones
: Júcaros. Se trata del árbol cuyo nombre científico es
Terminalea sericea.

Kufa mbalame
: Expresión de la lengua xi-sena que significa «Mata al pájaro».

Machamba
: Terreno agrícola.

Masuíti:
Alteración del inglés sweet, dulce.

Matumi
: Árbol del bosque ribereño cuyo nombre científico es
Preonatia sp
.

Ngomas
: Tambores, en varias lenguas de Mozambique.

Zuezué
: Palabra que significa mareo en algunas lenguas de Mozambique.

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