—Anoche me dejaste embarazada.
El hombre se quedó con la boca abierta. La anciana sonrió, pasó un dedo por los labios del extranjero y, volviendo a entrar en la habitación, cerró la puerta detrás de sí. Risi desanduvo por el corredor antes de regresar a sus aposentos. Se sentó en el borde de la cama y, de nuevo, le llegaron recuerdos del sueño. En el suelo, sin embargo, ¡un pareo! ¿Cómo había ido a parar allí? Un toque en la puerta lo hizo precipitarse sobre la sospechosa tela. Escondió el pareo bajo la cama. Era el hospedero quien entró, ceremonioso. Después de sucesivos «me permite», fue al grano:
—Señor Massimo, lo he oído todo.
—¿Todo qué?
—Lo que pasó en el corredor.
Mi corazón se estremeció. Si se difundiese que el italiano estaba liado con Temporina, el asunto levantaría ampollas entre los tizangarenses. No parecía que el recepcionista estuviese interesado en estos rumores. Por ello insistía hablando con Massimo Risi:
—Tenga cuidado, querido amigo. Esa mujer está embrujada. ¿Quién le dice que no acabará usted estallando como los otros?
—Pero yo no he hecho nada.
—¡Si ella declara que usted la ha dejado embarazada! Salvo que sea la segunda Virgen María...
—Le juro que no he tocado a esa mujer —murmuró el italiano.
—Ahora esa mujer querrá acompañarlo a su tierra. Ella y el hijo mulato de ustedes dos.
Se advirtió algún desprecio en el modo como dijo «mulato». El padre Muhando ya había hablado contra ese prejuicio. El pensamiento del sacerdote iba derecho al asunto: ¿no somos todos nosotros mulatos? Pero el pueblo, en Tizangara, no quería reconocerse amulatado. Porque se nos había legado el ser negro —tener aquella raza— como nuestra única y última riqueza. Y algunos entre nosotros fabricaban su identidad en ese ilusorio espejo.
Massimo parecía ausente. ¿Anticipaba en su cabeza el desfile de aquellos imprevistos en su vida?
—¡No lo puedo entender!
—Es difícil, sí, señor. Incluso porque esa mujer no existe.
—¿No existe?
—No existe de la manera que usted piensa.
—¿Cómo?
Yo ya estaba escuchando la conversación en el corredor. Decidí entrar. El recepcionista suspiró aliviado y dijo, señalándome:
—Que él se lo explique. Y siga mi consejo: lo mejor es agarrar ese bastón y golpearla con él. Sí, sólo así saldrá de sus sueños.
Y el hospedero ya se retiraba cuando advirtió algo en el suelo. Se agachó a ver qué era y su voz se aflautó:
—¡Usted la ha matado!
El italiano se irguió, afligido. ¿Otra muerte? Y el recepcionista, llevándose las manos a la cara, gritaba mirando al suelo:
—¡Hortensia!
El italiano oía campanas y no sabía dónde. ¿Hortensia? ¿Qué pasaba ahora? Me miró pidiendo auxilio y yo me acerqué al hospedero para exigirle explicaciones. El hombre señalaba en el suelo una rezadora muerta. También a mí me dio un escalofrío. De repente, aquel cadáver era algo más que el cadáver de un insecto. El recepcionista proseguía, quejumbroso:
—Ella andaba siempre por ahí, por las habitaciones.
Más pesaroso no se podía estar. El italiano, cuando entendió, trató de despedir de allí al recepcionista. No había asomo de paciencia en sus reservas. Y con el bastón sacó de la habitación al bichejo, barriéndolo como si de una simple basura se tratase.
—¡Y ahora explíqueme! ¿Qué demonios ocurre?
Una rezadora no era un mero insecto. Era un antepasado que visitaba a los vivos. Le expliqué la creencia a Massimo: aquel bichejo andaba por allí en oficio de difunto. Matarlo podía ser un mal presagio. El italiano miró el bastón y lo apoyó en un rincón del cuarto. Se quedó absorto. No obstante, ni siquiera parecía pensar en este asunto. Su mirada denunciaba que no era una rezadora, sino una mujer la que rondaba su pensamiento.
Me senté en la mesa de noche y decidí desvelar el misterio de Temporina. No por mi cuenta. Esa tarde, sin decir nada, fui a llamar a la anciana mientras Massimo se desvestía en la cama. Estaba demasiado cansado como para examinar limpiezas, comprobar si había bichos en la colcha. Se abandonó. Sus sentidos se habrían exiliado si no hubiese sido por lo suave de la voz:
—No se asuste. Soy yo.
Era Temporina, su anciana vecina. Ella permaneció en la penumbra, apoyada en un rincón.
—Le he traído de beber.
Y le extendió un vaso. El italiano tomó la bebida, incorporándose a medias en la cama.
—¿Y qué es esto?
—No pregunte. Beba, sin miedo.
El se tomó la bebida de un trago. Temporina intentó impedir ese gesto, pero no lo consiguió. Quería que él echase unas gotas en el suelo, homenaje necesario a los difuntos. A Hortensia, en este caso. El italiano chascó la lengua con los dientes. La falsa anciana se acercó a la luz. Su cuerpo se iluminó mientras el italiano, discreto, confirmaba la belleza de aquella mujer. Sólo entonces dije:
—Temporina, explique quién es. Y usted, italiano, escuche bien.
Temporina se apoyó en la cómoda, miró mucho más allá de su mirada. Reinaba en su rostro una extraña sonrisa. Me parecía aquella felicidad que ya había visto yo en rostros añosos: el simple hecho de morir más tarde, después de terminado el tiempo. Y habló, con su voz de niña:
—Tengo dos edades. Pero soy joven. No tengo veinte años siquiera.
—
Madonna zíngara
! —suspiró Massimo, sacudiendo la cabeza.
—Tengo cara de vieja porque me impusieron castigo los espíritus.
—
Madonna zíngara
! —repetía el italiano.
—Me castigaron porque pasó el tiempo sin que ningún hombre disfrutase de mi carne.
Ayudé en la explicación. Yo conocía a Temporina, era sólo un poco mayor que yo. Era verdad: no había aceptado ningún novio siendo moza. Cuando quiso darse cuenta, se había pasado el plazo de su adolescencia. Más de lo permitido. Y así cayó sobre ella el castigo divino. En una sola noche su rostro se llenó de arrugas, se cumplió en ella todo el recorrer del tiempo. Sin embargo, en el cuerpo restante, guardaba su juventud.
—Venga conmigo. Quiero mostrarle una cosa.
Temporina atrajo al extranjero y lo fue empujando por el corredor hasta la recepción. Después se detuvo, cautelosa.
—Usted vaya delante. A mí nadie me puede ver saliendo por ahí. Si no, me echarán de la pensión.
El italiano miró hacia atrás y me exigió que lo acompañase. En el fondo, le tenía miedo a Temporina. Seco, me ordenó:
—Venga con nosotros.
Temporina nos condujo a través de una callejuela sombría. Yo sabía lo que encontraría. Conocía el camino, sabía el destino. Me quedé atrás para que el europeo pudiese descubrir por sí mismo lo que vendría después. íbamos a casa de doña Hortensia, tía de Temporina. Hortensia, la difunta, así se la conocía. Esa que, a los ojos del recepcionista, visitaba la pensión en forma de rezadora. Y que visitaría a los vivos bajo otras formas. Pues ella era la más fenecida de las criaturas de Tizangara. Hortensia era la última nieta de los fundadores de la aldea.
—¿Hacia dónde vamos? No quiero seguir. Me vuelvo a la pensión.
El italiano, de repente, había despertado a su realidad. Y se detuvo, en medio del camino. Temporina volvió atrás y le pidió:
—¡Venga! Vamos a casa de mi difunta tía.
Massimo se siguió negando. Quería regresar a la pensión, concentrarse en los asuntos que estaba investigando.
Ayudé a Temporina a convencer al extranjero. La casa de Hortensia era importante para la misión. Habían usado el gran caserón para alojar a los soldados de las Naciones Unidas. Lo decidió el administrador contra la voluntad de todos. La casa era un lugar de espíritus. No importaba lo que los soldados hiciesen. Importaba, sí, lo que el lugar haría a los visitantes no autorizados.
—Tal vez encuentre allí documentos, pruebas dejadas por los soldados.
Massimo, vacilante, aceptó. Llegamos y no entramos enseguida. Nos quedamos sentados en la entrada. El extranjero, viéndome con los ojos cerrados, creyó que yo estaba rezando. Pero sólo estaba convocando los dulces recuerdos de la difunta. Y me dejaba ocupar por el tiempo.
En la entrada, Temporina gritó:
—¿Me permite, tía Hortensia?
Silencio. El italiano me agarró por el hombro: ¿Hortensia no había fallecido? ¿Se le pedía autorización a un muerto? Pedí que respetase el silencio. A una imperceptible señal, Temporina recibió respuesta de la antigua dueña. Podíamos entrar. De nuevo, el italiano se resistió. Le conté entonces quién había sido la antigua dueña.
Hortensia. No era en vano que tuviese nombre de flor. No porque fuese hermosa. Sin embargo, se quedaba en el balcón todo el día, fingiendo mirar el tiempo. No era en el tiempo donde fijaba la vista. Porque, a decir verdad, había ganado el acceso a otras visiones.
Tía Hortensia vivía con sus dos sobrinos. Temporina era la mayor. El otro, un muchacho de inepcia comprobada. El mozo era lento y lelo, con tanto atraso en la mente como en el gesto. Nunca una idea había visitado su cabeza y vivía tranquilo con la satisfacción de un santo después del pecado. El mozo no era persona ni individuo. Así, pues, no le pusieron nombre alguno. ¿Valía la pena desperdiciar un nombre humano en un ser cuyas facultades eran objeto de duda? Hortensia no hacía otra cosa que exponerse en el balcón. Allí se ponía en escena todo el día.
—Pero, tía, ¿por qué se queda tanto en el balcón, de la mañana a la noche?
—Sólo quiero ser contemplable.
Sería, pues, la vanidad la que la llamaba al balcón, vestida con las telas más hermosas y un pañuelo que le arreglaba el cabello. Tía Hortensia era soltera y no se le conocía amorío. Ningún hombre había cabeceado en su almohada. Nunca ningún hombre obtuvo visado de entrada en su corazón. Ella estaba en el balcón como el pueblo siempre la había conocido: con el alma intransitable, sin estacionamiento. Las íntimas riquezas de la solterona, ¿para quién quedarían? La aldea se interrogaba: aunque no tuviese experiencias, al menos que tuviese herencias.
—El día en que deje de ducharme.
Era el modo de nombrar el día de su muerte. Todo lo decía con ornato. Pues que ese día, decía Hortensia, cuando estuviese toda por debajo de los párpados, fuesen a quitarle posesiones y bienes, le vaciasen la casa como vacío sería su recuerdo. Su retirada del mundo de los vivos la fue ocupando en demasía. Con cualquier pretexto se despedía. Dilapidaba adioses. Entraba en el cuarto de baño, iba a la cocina: no se retiraba sin las debidas reverencias. Poniendo en escena lo definitivo.
Cuando, por fin, la enfermedad disputó su cuerpo, Hortensia llamó a sus dos sobrinos y comunicó a Temporina:
—No te dejo nada, sobrina. No vale la pena: esos bienes míos morirán de tristeza sin mí. Nadie más será dueño de ellos —y volviéndose hacia el sobrino—: Llévate tú todo. Tú, sobrino, eres tan tonto que no te darás cuenta de que esos objetos, mis riquezas, se evaporarán, deshechos en polvo tan fino que no quedará rastro de ellos. ¿Entiendes, sobrino?
El mozo, cabizbruto, negó con la cabeza. Ella trocó la idea por palabras menudas. Como no había tenido quien la amase, había dejado que los objetos se enamorasen de ella. Esas pertenencias se suicidarían sin su compañía.
—Y ahora ya puedes retirarte, tú, sobrino mío sin seso.
Se quedaron solas las dos mujeres. La tía entonces le tomó las dos manos y le habló. Que se cuidase. Que se entregase, sin más dilación, a los brazos de un hombre. Si no, heredaría el destino de su pobre tía. O, peor aún, podría incluso abatirse sobre ella, tan guapa, la punición del envejecimiento.
—Ahora, hija mía, llévame al balcón.
Temporina la llevó a la intemperie de la noche. Se sentó en el viejo sillón y suspiró mirando la calle. Se veía escasa gente caminando hacia la iglesia.
—¿Quieres saber por qué me quedé siempre en el balcón?
—¿Por qué, tía Hortensia?
—Para ver si Dios me elegía y me llevaba. Nunca me llevó. Soy muy negra, debe de ser por eso por lo que, aun quedándome frente a la iglesia, nunca me eligió.
Hortensia se oscureció aquella noche. Murió aferrada a la mano de su sobrina. Dicen que fue esa contigüidad la que hizo pasar la maldición de la soledad de Hortensia a Temporina. Ése fue el motivo de que la moza se hubiese quedado soltera hasta el presente.
Reabrí los ojos. Todo aquel recuerdo me asaltaba, ahora, como si no hubiese pasado tiempo alguno. Allí estaba yo, pisando memorias, arriesgándome a despertar fantasmas. Pero mi misión era acompañar a Massimo Risi. Sólo eso me autorizaba a entrometerme en el lugar de tía Hortensia. Y algo había dicho yo que había animado al funcionario italiano a entrar conmigo.
El italiano comenzó enseguida a hurgar en las cosas. Quería encontrar algún vestigio de la presencia de los soldados. No había casi nada. Todo estaba ordenado como si Hortensia aún estuviese viviendo allí. El italiano, fuese por respeto o por recelo, sólo rozaba la superficie de las cosas.
—Ayúdeme —me pidió.
La tarde, sin embargo, ya declinaba, sólo quedaba la luz más rastrera. Avancé por un corredor y me di enseguida un susto de congelar el alma. Desde una habitación, como un fantasma, irrumpió un mozo delgado. Era el hermano lelo de Temporina. Ella se incorporó y arregló la camisa de su hermano. Así, en silencio, lo saludaba. El mozo hizo un gesto vago, una mano sobre la cabeza, la otra señalando al italiano.
—Él quería una gorra, de esas azulitas vuestras. Quería ser soldado, de los vuestros...
El italiano sonrió sin decir palabra. Sombra, el joven volvió a internarse en la oscuridad. Nos quedamos callados, como si nos hubiesen comunicado una defunción. En la aldea, todos lo sabíamos, era Hortensia quien continuaba cuidando de su sobrino. Todas las mañanas sobre la mesa reaparecía el plato, con la comida a él destinada. El mozo se sentaba, solitario y mudo. Comía lento, con los ojos fijos en cualquier rincón. Después de comer, pronunciaba las mismas palabras: «Gracias, tía».
Hablamos al extranjero sobre esa labor. El sonrió, extrañamente. Temporina deshizo el silencio y pidió al italiano:
—Siéntese allí, en ese sillón. Mañana seguirá buscando.
Massimo obedeció. Desde aquel lugar, podía oír los lentos ruidos de la aldea. En ciertos rincones, las hogueras tremolaban luces sobre las casas. Más allá, el generador iluminaba la administración y la residencia de Esteban Jonás.
—A esta aldea se la ha tragado el monte.